9 de mayo de 2009

AVRO LINCOLN B-019: MISIÓN SIN RETORNO
















En el fiordo Parry, en Chile, descubrieron restos de la aeronave argentina en la que viajaban 11 tripulantes (Foto diario La Nación)






Un turista posa junto a una de las ruedas del Avro (Foto: Diario Clarín)



Carlos Vergara Corresponsal en Chile (Diario La Nación)

SANTIAGO, Chile.- La Dirección General de Aeronáutica Civil de Chile (DGAC) confirmó ayer a LA NACION que partes del avión y restos óseos de sus tripulantes fueron hallados por turistas en el fiordo Parry, en la parte chilena de Tierra del Fuego. Estos corresponden a un bombardero cuatrimotor Avro Lincoln MK II, matrícula BO-019, perteneciente a la Fuerza Aérea Argentina, desaparecido el 22 de marzo de 1950, con sus 11 tripulantes, mientras intentaba completar el trayecto de Río Gallegos a Ushuaia.

Ya en 1983, montañistas de la Universidad de Magallanes de Chile avistaron pocos restos del avión cerca del ventisquero Cuevas, en plena cordillera de Darwin, a unos 200 km de su destino final, pero sin lograr conocer otros detalles del aparato.

No sería sino hasta 59 años después del vuelo original, cuando el movimiento natural del ventisquero dejó al descubierto diversas partes del avión militar argentino, tales como una hélice y una rueda, que una expedición turística, encabezada por el chileno Rodrigo Fuentes Milostich, dio cuenta de ese avistamiento como también de restos humanos.

Los propios expedicionarios, junto con la Fiscalía de Aviación de Punta Arenas, reconstruyeron el misterio: el avión era un Avro Lincoln MK II que la Royal Air Force británica utilizó en la Segunda Guerra Mundial y que luego fue adquirido por la Argentina en 1950. Por aquellos años, el comandante de la aeronave era el Capitán Bautista Faustino Mendioroz.

Historiadores locales y la propia Dirección General de Aeronáutica investigan ahora las circunstancias del accidente, para lo cual enviarán un equipo a la zona a indagar en antecedentes que puedan aportar novedades al caso, cerrado en 1983. De acuerdo con Rodrigo Fuentes, las partes del avión están disgregadas en una extensión de unos 300 metros.

El historiador de la Academia de Guerra de la Fuerza Aérea de Chile, Iván Siminic, relató a la prensa local que el Avro Lincoln MK II despegó el 22 de mayo de 1950 desde Río Gallegos junto a dos bombarderos, en un vuelo de entrenamiento. Unos kilómetros más adelante, el mal tiempo y las bajas temperaturas escarcharon sus fuselajes y obligaron a los aviones a regresar a Río Gallegos. El BO-019 no pudo completar la maniobra y se estrelló contra el glaciar.

El Jefe de la Fuerza Aérea de Chile, General del Aire Ricardo Ortega Perrier, comunicó ayer la noticia a su par argentino, Brigadier General Normando Costantino, quien está de visita en esta capital. Además, le dijo que se realizarán las tareas de identificación de los restos óseos para su posterior repatriación.

Epitafio para el B-019
















Capitán Juan B. Mendioroz, luciendo su uniforme del Ejército Argentino (foto Provincia 23)


El reciente descubrimiento de restos humanos cerca del fuselaje destrozado de un avión de guerra desaparecido en 1950, en el lado chileno de la Isla Grande de Tierra del Fuego, impactó fuerte en Viedma y Patagones. Es que aquella aeronave, que se precipitó mientras cubría la ruta de Río Gallegos a Ushuaia, era piloteada por Bautista Faustino Mendioroz, integrante de una conocida familia local.

El único hijo del militar ahora piensa pedir a las presidentas Cristina Fernández de Kirchner y Michelle Bachelet que se realicen las gestiones para la repatriación de esos cuerpos y que se hagan análisis para determinar las identidades.

Ya a principios de los ´80 algunas piezas del fuselaje habían sido registradas por una expedición que arribó el área del seno Almirantazgo, donde 33 años antes se estrelló el avión bombardero de la Fuerza Aérea Argentina Avro Lincoln matrícula B-019. Pero recién ahora se determinó la existencia en el lugar de restos de sus tripulantes.

"Cuando nos dijeron entonces que habían encontrado el avión mi mamá me pidió que no hiciéramos nada, que quedara todo en ese glaciar. Me acuerdo que me dijo que era una tumba muy grande para una persona muy grande", recuerda Elvio Mendioroz, único hijo de aquel piloto desaparecido.

Ayer se cumplieron 59 años de aquella tragedia. El Avro Lincoln llevaba once tripulantes y después de reportar su posición sobre el Lago Fagnano se precipitó sobre el glaciar aparentemente por un brusco cambio de las condiciones climáticas. Otras dos naves habían partido previamente pero alcanzaron a cumplimentar la ruta.

Conocida la confirmación del hallazgo de algunos de los cuerpos "Río Negro" se contactó con Mendioroz, que es primo del vicegobernador de la Provincia quien lleva el nombre de su tío fallecido en aquel accidente. "Para nosotros es una noticia muy sensible, que nos afecta porque transcurridos 59 años no nos esperábamos que podrían hallarse los restos. Por eso voy a pedirle a las presidentas Kirchner y Bachelet que tramiten la repatriación", dijo Elvio Mendioroz, que ayer se encontraba a bordo del Tren Patagónico rumbo a Bariloche y habló vía teléfono con este medio."Yo crecí sin mi padre y con una imagen contradictoria, porque durante mi juventud las Fuerzas Armadas habían perdido ese lugar de honor que tenían en tiempos que él vivía.

Para mi madre, que aún vive, fue muy duro perder a su marido, a tal punto que no volvió a casarse y me crió junto al cariño de mis tíos y familiares", cuenta el hombre de 60 años que apenas alcanzó a conocer a su padre militar.

Elvio nació en Villa Reynolds, San Luís, pues allí estaba la base en la que trabajaba su papá. "Después del accidente nos fuimos a Buenos Aires, donde teníamos casa y así me crié, entre Buenos Aires, Patagones y Viedma", afirmó. Ahora, afincado en la ciudad maragata, Elvio integra una conocida familia de la región.

En su casa, permanece a la vista una foto en la que se lo ve, muy pequeño, en brazos de su padre, en la Boca, hoy balneario El Cóndor, donde solían vacacionar en esos años. Otras fotos de su padre con el uniforme militar se conservan en sobres con papeles y documentos de su madre. "Mamá no sabe acerca de estos hallazgos recientes, porque tiene 92 años y no está muy lúcida. Apenas me conoce a mí", cuenta Elvio. "Mi sueño es poder algún día hacer que estén juntos", afirma, sin poder ocultar su emoción que se percibe en su voz, aún a la distancia y superando los ruidos del tren que lo lleva a Bariloche

Nómina Tripulación Avro Lincoln B-019

Capitán Juan B. MENDIOROZ
1er Ten. Raúl ZARZUELA
Ten. Marcos MODOLO
Ten. Emilio BARROS
S. Aux. Enrique MARCUZZI
S. Aux. José BIANCHI
C.P. Héctor IBAÑEZ
C.P. Adelmo AMOROSO
C.P. Adrián HAYNEN
C.1ero Humberto LOZARDO
C.1ero Federico PACHECO

ELLOS DIERON SU VIDA POR EL ENGRANDECIMIENTO DE LAS ALAS ARGENTINAS. Q.E.P.D.

Fuente: http://ayernoticiahoyhistoria.blogspot.com/

26 de abril de 2009

LA INCREIBLE HISTORIA DEL NÁUFRAGO QUE SOBREVIVIÓ A TODO

A 50 años de un trágico vuelo inaugural

Por Jorge Fernández Díaz
LA NACION











Dos momentos de la historia: los integrantes de la patrulla de rescate, mientras observan los restos del avión, y los familiares de las víctimas, al llegar a Mar del Plata Foto: Archivo


Nadó hacia arriba con todas sus fuerzas y cuando salió a la superficie, en medio de la más oscura de las noches, el hombre pensó dos cosas: su avión había caído al mar y él se había salvado. Estaba solo en la inmensidad, entre olas gigantescas, y no se veía nada. Iba vestido con saco y corbata, y le sangraba la cabeza, pero en ese instante sólo podía pensar en la enorme alegría de haber sobrevivido a una tragedia.

Una alegría indescriptible y psicológicamente incorrecta. Un optimismo sobrenatural.

El ingeniero Roberto Servente tenía 39 años hace cincuenta, manejaba una empresa de construcción y su familia veraneaba en Mar del Plata. Servente viajaba los fines de semana: lo hacía siempre en auto o en rastrojero, pero ese viernes se inauguraba el primer vuelo de Austral y entonces se anotó con un amigo de su hermano.

La nave era un Curtis de la Segunda Guerra Mundial que había sido reciclado como avión de línea y, con tripulación incluida, viajaban 59 personas aquella noche de perros. A Servente le tocaron los últimos asientos, después de una demora por problemas meteorológicos. Finalmente, el Curtis levantó vuelo a las diez de la noche en medio de una gran tormenta, sorteó las nubes y cruzó el cielo hasta llegar a Mar del Plata. Cuando fue a aterrizar, después de algunas vueltas, el piloto tomó tarde la pista y le quedó corta, por lo que tuvo que ascender de nuevo con el motor a fondo. La azafata les avisó a todos que por problemas técnicos regresaban a Buenos Aires.

Servente miró la cara de la chica y le dijo a su compañero: "Se la ve muy tranquila, che". Pero el avión había temblado y pronto se dieron cuenta de que perdía altura. Volaba cayendo y cayendo, y en un momento rozó las crestas del océano y el ala derecha se partió con un horrible crujido. Fue entonces cuando el Curtis, por la inercia del golpe, se dobló hacia la izquierda y se clavó en el mar. La superficie de agua era, a esa velocidad, como una pared de concreto, y el choque fue tan duro que cincuenta y cuatro pasajeros murieron desnucados en ese movimiento seco. Luego, las autopsias confirmarían que sólo cuatro de ellos tenían agua en los pulmones: habían muerto ahogados luego de haber sobrevivido al impacto. Pero la inmensa mayoría casi no sufrió; sólo experimentó un dolor corto y letal.

El ingeniero se distinguió del resto porque, en un movimiento instintivo, se agachó en posición fetal y, a pesar de que se abrió la frente contra el asiento delantero, salvó su cuello de ese crac maldito. Cuando levantó la cabeza, vio que el techo se quebraba, y que se le venía encima una ola enorme de agua verde y brillante. La masa avanzó arrasando todo, mientras Servente intentaba desesperadamente soltarse el cinturón y pararse. Hizo a continuación lo que hacía en la playa con las olas grandes: se agachaba y cerraba los ojos mientras era arrastrado hacia atrás. La cola del avión se había desprendido y el ingeniero fue traccionado hacia el mar. De repente, abrió los ojos y se dio cuenta de que estaba fuera del avión. Empezó a patalear y a nadar hacia arriba con todas sus fuerzas y, al asomarse, sintió el aire puro y salvador, y aquella feroz alegría.

Su situación no era muy alegre que digamos. Aunque no lo sabía, tenía rotos la tibia, el peroné, varias costillas y una clavícula, y tenía un enorme tajo sangrante en la cabeza. Pero Servente no registraba esos desperfectos del cuerpo; ni siquiera sentía dolor. Sólo saboreaba el oxígeno y la "droga" de la felicidad del sobreviviente.

Estaba en esa ensoñación de su extraña dicha, cuando oyó un grito. La oscuridad era total, y el ingeniero intentó aguzar el oído. Era el grito de una mujer, a muchísima distancia. Pero el ingeniero no podía detectar siquiera la dirección, y enseguida dejó de oírlo. Sólo se oía ahora el rumor bramante del mar y del viento. El náufrago no podía ver más allá de un metro, y antes que nada decidió quitarse el saco y deshacerse del pantalón para poder nadar mejor. Luego dio unas vueltas para tratar de divisar la costa. Pero sólo encontró a lo lejos una luz puntual. "¿Qué hago? -se preguntó, pataleando para mantenerse a flote-. ¿Me quedo en el lugar para que sepan dónde rescatarme? ¿Voy hacia la luz, o me dejo llevar por el oleaje?" Se trataba de una decisión crucial. Y justo allí, en medio de las inclemencias de la naturaleza, vino a su memoria un libro.

Había leído Corazón , de Edmundo De Amicis, durante su niñez, y recordaba un cuento en el que unos náufragos remaban desesperadamente en un bote salvavidas para tratar de alejarse del barco que se hundía y amenazaba con succionarlos. "¿Dónde está el avión?", se preguntó. Podía ser que una parte del Curtis aún permaneciera flotando por allí y que también se estuviera yendo a pique, y que en su caída lo chupara y lo arrastrara hasta el mismísimo fondo del mar. Tenía que irse de inmediato de ese sitio. Vamos: ¿la luz o el sentido de las olas? "La marea viaja hacia la playa; eso es seguro -razonó, con el agua al cuello-. Las olas me tienen que llevar a tierra firme." Fue una buena idea. La luz pertenecía al faro de una lejana escollera, a varios kilómetros de donde se encontraba: hubiera muerto en el intento. Servente descartó nadar crawl o pecho, porque son estilos muy exigentes. Se puso de costado y nadó over, tratando de administrar sus energías al máximo.

Su espíritu naturalmente optimista lo salvó de morir. Nunca pensó durante esa larga noche en tiburones, ni en más desgracias, ni en abismos. No se enredó en pensamientos oscuros. Mantuvo la fe en sí mismo y en el hecho de que había salido indemne de una catástrofe total. Pensó que el lunes debía pagar la quincena y que el accidente lo había salvado también de ese disgusto. Otros se encargarían del trámite: al fin y al cabo, él no era tan imprescindible. Tal vez cuando llegara a la playa estuvieran incluso esperándolo sus pequeños hijos: se los imaginaba recibiéndolo con alaridos como si él fuera un atleta o una especie de héroe. No pensaba en temas profundos, y su optimismo rechazaba todas las cosas negativas. Así en el mar como en la vida, nadó y nadó con confianza, pero aceptando las leyes naturales: se dejaba llevar por las olas hacia adelante y no oponía resistencia cuando las olas lo devolvían hacia atrás. De esa manera, avanzaba lentamente, pero sin perder las fuerzas.

En un momento, horas después, se empezó a adormecer y lo despertó el agua salada, que le invadió la boca. "¿Dónde estoy? -se preguntó-. Voy a morir. ¿Cómo será morir?" Servente tenía un concepto elemental, pero eficaz, de la vida. "Lo malo es sufrir y lo bueno es lo contrario -se decía, mientras braceaba de costado-. Yo me siento bien y creo que puedo seguir nadando mucho tiempo. Mientras esté despierto, tengo grandes posibilidades de llegar a la playa. Ahora, ¿qué pasa si me duermo? Si me duermo, me ahogo. Bueno, pero en ese caso tampoco sufriría. No sufriría nada porque sería como si el mar me durmiera para siempre. Estoy preparado para cualquiera de las dos alternativas." Servente es un ingeniero cartesiano y positivista, y sus cálculos de probabilidades daban suma cero: no había forma de fracasar, aun muriendo. Hay optimismo hasta en la muerte, ese asunto que el ser humano ha convertido en drama antinatural y monstruoso.

Servente nadaba sin monstruos en medio de las tinieblas. Y cuatro horas después de que el Curtis se clavara en el mar, divisó en la oscuridad una línea blanca: la rompiente. Ese ruido y esa visión lo despabilaron. Siguió el movimiento de la marea, con paciencia infinita, y de repente tocó algo sólido: una roca. Se aferró a ella como pudo, y subió y se sentó unos minutos a descansar. Estaba en camisa y corbata, y calzaba todavía sus zapatos de cuero. Pero el viento tormentoso de aquella noche de enero de 1959 era tan frío que lo ametrallaba.

Tenía la ropa mojada y sentía alfilerazos por todo el cuerpo. Bajó de nuevo al agua, que estaba más templada, y siguió nadando y arrastrándose y gateando en la arena, y al final percibió que se hallaba en una solitaria playa del Norte, cerrada por la pared de un acantilado. Por suerte, el mar había cavado cuevas en los pies de esa pared, así que el náufrago se metió en una de ellas buscando algún tipo de reparo.

En ese punto, temblaba dentro de un lago de pesadillas y adormecimientos. La siguiente vez que recuperó la lucidez, estaba mirándolo un perro y, al girar, vio un bosque de piernas y oyó unas voces lejanas y tumultuosas. Un cura que estaba en Camet pensó que, si había sobrevivientes, la marea los arrojaría sobre esas playas remotas. Así que armó un reflector con el faro de un auto, subió a dos o tres policías en su jeep y los llevó a rastrillar la zona. Lo descubrieron escondido en esa cueva porque Servente era alto y sus zapatos sobresalían. Lo envolvieron en un capote y lo subieron al jeep. El ingeniero se desmayó y recuperó la conciencia cuando los médicos lo revisaban. Había cincuenta médicos esperando a los sobrevivientes. Pero de cincuenta y nueve pasajeros, uno solo había salido con vida. Durante cuatro días, todos los cadáveres fueron apareciendo en las costas y pudieron ser recuperados. El último fue un niño pequeño.
Servente estaba todo magullado y lo trasladaron hasta un sanatorio. Además de las fracturas, tenía neumotórax y orinaba sangre. Su hijo de nueve años se quedó alelado al verlo en aquella cama, metido en una carpa de oxígeno. Todos se compadecían del ingeniero, pero él, por dentro, estaba eufórico. "¿De qué se preocupan tanto todos estos? -se preguntaba-. ¿No ven que estoy vivo?" Había peregrinaciones en la avenida Luro para estar cerca del lugar donde yacía el hombre del milagro. Había gente que viajaba a Mar del Plata para verlo o para seguir de cerca su destino. Cuando volvió a veranear en la playa, hombres y mujeres hacían cola para saludarlo y hablar con el náufrago imposible.

Nunca se le pasó por la cabeza un rencor. "Fue una fatalidad", se dijo. No quiso indemnización, ni juicio ni venganza. Recordó para siempre que no era el centro del mundo; reacondicionó su ego y aprendió a ejercer la responsabilidad sin desesperación. Siguió con su empresa adelante y se convenció a sí mismo de que el optimismo sobrenatural le había evitado perecer en las aguas negras de esa noche.

Hizo muchas cosas durante su larga vida. Construyó la autopista Buenos Aires-La Plata; estuvo en el negocio de los centros de esquí situados alrededor del cerro Catedral; fue dirigente de la Cámara Argentina de la Construcción y funcionario de Frondizi y de Guido, y hasta conoció a Perón; consiguió que Alfonsín le pidiera un crédito a España y luego, que Menem destrabara la maraña burocrática para construir el edificio de la Biblioteca Nacional, y en el medio fue presidente de Alas, empresa de aviación, y director de Austral. El colmo de un náufrago: dirigir la empresa de la nave que lo hundió en el mar y que lo hizo vivir una penuria.

También se dedicó a preparar a aquel atribulado hijo de nueve años para sucederlo en la empresa. Pero cuando ya tenía 48 años y había tomado su antorcha, al hijo le apareció un melanoma y el padre tuvo que acompañarlo en su agonía y sepultarlo. Su hijo era un hombre de fe cristiana. Servente, en cambio, sólo creía en Dios, pero no seguía sus ritos. En medio de aquella noche de 1959, nadando a oscuras, pensó que debía rezar. Pero de inmediato se dijo: "No tengo derecho a pedir misericordia. Debo recibir sólo la ayuda que merezco". Con ese temperamento, con esa filosofía, tomó el más doloroso de los acontecimientos que hombre alguno puede sufrir: la muerte de un hijo.

Eso pasó hace diez años, y ahora Roberto Servente tiene 88 y sigue trabajando como todos los días en su oficina de Puerto Madero. Lo salvó el optimismo, pero siente un raro sabor de derrota en la boca: a pesar de la pasión y el entusiasmo que puso en este país, las cosas no salieron bien.

Me mira perplejo, tratando de interesarme en el análisis de ese misterio nacional, cuando a mí sólo me intriga saber cómo el náufrago sobrevivió a todo. "Una vez que íbamos al Sur en avión, hubo problemas y tuvimos que dar la vuelta en medio de una tempestad -me cuenta, encogiéndose de hombros-. Yo hice un rápido cálculo de probabilidades. Soy ingeniero, ¿vio? Después me resigné y me dije: «Si antes los diarios me pusieron en tapa, ahora me van a dedicar un titular gigante. ¡Qué bueno!». Y me reí de ese pensamiento, y fui optimista y no pasó nada."

El accidente del vuelo inaugural de Austral que unía a Buenos Aires con Mar del Plata fue un hecho conmocionante para la Argentina de aquellos años. Sólo la cola del Curtis y dos de sus llantas pudieron recuperarse porque flotaron hasta la playa. El resto del fuselaje permanece hundido frente a Camet, en aguas profundas. Sólo quedan los cincuenta y ocho fantasmas y un trozo del avión, que está en un cuadro, frente al escritorio de Servente. Hace cincuenta años que el ingeniero lo mira, día tras día, mientras lucha por sobrevivir al gran naufragio. El naufragio argentino.

Fuente: La Nación

9 de marzo de 2009

LOS AEROPUERTOS FLOTANTES DEL ATLÁNTICO

En los años 20 y 30 del siglo pasado, parecía que el futuro de los vuelos transatlánticos comerciales dependía de la construcción de una serie de pistas de aterrizaje flotantes de uno al otro lado del Atlántico. Estas pistas permitían superar los límites de autonomía que tenían los aviones de pasajeros de la época al permitirles repostar en medio del mar y continuar el viaje hasta la siguiente. Los aviones “saltarían” de pista en pista como se salta de piedra en piedra la pasar un riachuelo. De haberse completado, el aeropuerto de Vigo se habría convertido en un hub transoceánico.

Uncle Sam Asked to Build Floating Ocean Airports (Feb, 1934) Modern Mechanix

El vuelo de Lindbergh cruzando el Atlántico en mayo de 1927 despertó el interés por la aviación en todo el mundo. En 1929, dos años después del vuelo, la suma de viajeros de todas las aerolíneas mundiales pasaba de los 400.000 pasajeros, 9 veces más que en 1919. No tardaron en aparecer los que vieron el potencial del transporte rápido por aire ya fuera de correo, carga o pasajeros cruzando el Atlántico. Pero había un gran problema, no se creía posible que ningún avión fuera capaz de volar de manera económicamente viable más allá del rango de los 800 km.

Pese a que Lindbergh y otros antes que él habían cruzado el Atlántico, hacerlo de una manera segura, fiable y de manera regular cargados con un gran número de pasajeros y carga se creía que estaba aún a décadas de distancia. Edward R. Armstrong, un ingeniero canadiense especializado en el diseño y construcción aeronáutica, estaba convencido de que era imposible adaptar el diseño de los aviones transoceánicos para que transportaran cargas mayores sin reducir su alcance de vuelo.

Ante estas limitaciones, Armstrong tuvo una idea para hacer posible los vuelos a través del Atlántico o Pacífico: los seadrome (que podríamos traducir como “aeródromos de mar”). Un seadrome sería una especie de pista de aterrizaje flotante, a prueba de tormentas, anclada en medio del océano que serviría de estación de repostaje. Se levantaría por encima de las olas, anclado sólo en uno de sus extremos, de manera que siempre se mantuviera en la orientación más favorable para los aterrizajes y despegues en función de los vientos, como una veleta.

Armstrong (a la izquierda) con el Secretario de Comercio (Feb, 1934) Modern Mechanix

El seadrome se mantendría 21 metros sobre la superficie del mar, soportado por columnas ovaladas que permitirían a las olas pasar por debajo de la pista (no tenía en cuenta las
olas gigantes). Estas columnas tendrían unos tanques de flotación, pero penetrarían 30 metros más en la profundidad del mar, hasta llegar a unas cámaras de lastre que estabilizarían la estructura en el fondo del mar. Con este diseño Armstrong aprovechaba el hecho que las olas son fenómenos superficiales, mientras que las aguas más profundas permanecen más tranquilas. La idea de Armstrong era construir 8 de estos seadromes, espaciados unos 550 km, a lo largo de la ruta entre América y Europa.

Armstrong empezó a explorar la idea en 1913. Dos años más tarde había completado el primer diseño y en 1922 construyó una modelo a escala 1/300. Pese a que unos inversores franceses mostraron un cierto interés descartaron financiar el proyecto, así que Armstrong se centró en refinar sus planes, mientras se ganaba la vida trabajando de ingeniero. Nacido en 1876 en Ontario, había trabajado en Texas a principios de siglo desarrollando maquinaria para pozos petrolíferos. En 1909 se mudó a San Luis, donde trabajó como ingeniero aeronáutico. Más tarde en 1909 se volvió a mudar a Virginia, allí supervisó la construcción de una fábrica gigante de nitrato de celulosa para DuPont.

En este tiempo Armstrong no había abandonado su idea de los aeropuertos flotantes y en 1924 decidió dejar Dupont, donde era jefe de investigación mecánica de la planta de Virginia, y pasó a dedicarse a construir más modelos y llevar a cabo más tests. En 1926 constituyó la Armstrong Seadrome Development Company. Ese mismo año filmó una prueba que enseñaría de manera incansable a los inversores potenciales durante la siguiente década. En la filmación se podía ver como Armstrong colocaba modelos a escala de un trasatlántico y de su seadrome sobre un tanque con agua. Armstrong usaba un ventilador para provocar lo que él decía que era el equivalente a olas de 21 metros. Las olas acababan volcando el transatlántico, pero no así la pista de aterrizaje.
Artículo de Modern Mechanix en el que se puede observar un seadrome y su sistema de amarre al fondo del mar

Este y otros test, junto con sus proyecciones económicas y el entusiasmo creado por el vuelo de Lindbergh permitieron a Armstrong dar a conocer su proyecto. El mismo Lindbergh y otros famosos aviadores de la época apoyaron la idea, ejecutivos de DuPont o General Motors prometieron dinero.

En 1929, Armstrong había previsto un servicio entre América y Europa con un avión despegando cada hora en ambas direcciones y un tiempo total para todo el trayecto no superior a 30 horas. Sin embargo, Armstrong era consciente que tenía que demostrar la viabilidad real del proyecto, si quería ser capaz de reunir la gran cantidad de dinero necesaria, 32 millones de dólares de la época para los 8 seadromes. Así que se fijó un primer objetivo menos ambicioso, una ruta entre Nueva York, Atlantic City y Bermuda que sólo necesitaba un seadrome.

El tiempo de vuelo para cada uno de los trayectos era de 3 horas. Los vuelos de pasajeros se restringirían a las horas de luz, pero de noche los aviones correo podrían llevar la prensa de Nueva York para que se vendieran a la mañana siguiente en Bermuda. El seadrome contaría con un hotel con 40 habitaciones para aquellos que estuvieran interesados en pasar la noche en el seadrome, de día una café y salón con capacidad para 350 personas. La pista de este primer seadrome sería de 3.3 km de largo y 1 km de ancho en el centro y 600 metros en los extremos. Todo el conjunto flotaría 21 metros sobre el mar y estaría montado sobre columnas metálicas sobre 32 tanques de flotación, su calado sería de unos 53 metros. En total, 50.000 toneladas sujetas por medio de cables metálicos a una estructura sobre el fondo del océano de 1.500 toneladas.

Edward Robert Armstrong con un modelo a escala de su seadrome. Foto original Early Aviators

En el verano de 1929, Armstrong construyó en acero un primer modelo a escala 1/32 de 10.5 metros de largo, 3 metros de ancho y 1.8 metros de calado. Lo ancló en el rio Choptauk, cerca de Cambridge. Tras seis semanas de pruebas, en las que se comprobó la resistencia de la maqueta contra un gran variedad de vientos, olas y corrientes, Armstrong determinó, según él, que un seadrome a escala real podría sobrevivir los vientos de hasta 450 km/h y olas de hasta 43 metros. En octubre de ese mismo año, Armstrong comunicó a la prensa el éxito de las pruebas y anunció el inicio de la construcción del primer seadrome para diciembre, el transporte y el anclaje en alta mar sería al verano siguiente.

Al día siguiente el titular de que las obras del primer seadrome empezarían en 60 días, compartía la portada del New York Times con titulares optimistas sobre recuperación de las bolsas. Sin embargo, a la mañana siguiente la portada del mismo periódico tenía otro color muy diferente y se hacía eco de la pérdida de billones debido al crash bursátil. Pese a que Armstrong habló de acelerar la construcción del seadrome para que estuviera listo para la temporada turística de 1929-30, sabía que una parte importante de las fortunas de sus inversores se había evaporado y que su plan tendría que ser pospuesto de manera irremediable.

En 1930 Armstrong siguió promocionando su proyecto, convencido que se pondría en marcha una vez se hubieran superado los problemas de financiación. Armstrong seguía siendo optimista sobre la ruta transatlántica, para la cual estimaba que de los dos millones que cruzaban el Atlántico al año, un 15 % lo harían por aire, por un coste similar, 350 dólares, pero mucho más rápido, seguro y fiable. Pese a estas predicciones, las condiciones económicas seguían empeorando y los inversores no llegaban.

Al año siguiente los planes de Armstrong volvieron a cambiar. Ahora, en vez de un seadrome en la ruta de Bermuda, proponía una especie de ciudad de vacaciones flotante, con restaurantes, hoteles, bares, salones de baile fuera del alcance de las enmiendas constitucionales, refiriéndose a la Prohibición. Este resort artificial estaría a menos de dos horas de vuelo de Nueva York, el vuelo costaría unos 25 dólares. Armstrong, tal vez de manera excesivamente optimista, anunciaba que las obras empezarían “probablemente en tres meses”.

La creciente depresión hizo que incluso esta versión reducida de su plan resultara también inviable. Las cosas cambiarían en 1933 con el “New Deal” de Roosevelt. Este plan generó nuevas esperanzas y optimismo en Estados Unidos. Armstrong dispuesto a aprovecharlo creó una nueva empresa la Seadrome Ocean Dock Corporation que solicitó un préstamo público de 30 millones para construir e instalar, ahora sólo, 5 seadromes a través del Atlántico. En esta versión, no habría servicio a Bermuda. Y para reducir el número de seadromes se pasaría por las Azores, desde donde los aviones volarían hasta España, desde donde habría conexiones al resto de Europa.

En noviembre el Secretario de Comercio anunció que el gobierno había llegado a un acuerdo con la compañía de Armstrong, según el cual, esta construiría los seadromes para el gobierno, que sería su propietario y pagaría una licencia por la patente de Armstrong. El plan incluía la construcción de un seadrome de prueba de 1km de largo, si resistía las inclemencias del tiempo en el Atlántico Norte, se construiría el primer modelo a escala real. Si este también resultaba viable, se empezaría la construcción de los demás.


Modelo a escala 1/32 Foto original en enigma foundry


Al día siguiente el Secretario de Interior, Harold Ickes, tiró un jarro de agua fría sobre el plan. Según Ickes antes de empezar a desarrollar ni siquiera un prototipo, había que determinar el status de los seadrome en aguas internacionales. El Fiscal General tendría que pronunciarse sobre la legalidad de gastar fondos destinados a obras públicas fuera del territorio norteamericano. No menos exigente era la demanda que los gobiernos extranjeros garantizaran la neutralidad de los seadromes en tiempo de guerra, respaldando estas garantías con fondos. Esta condición prácticamente inalcanzable parecía condenar para siempre el proyecto. Pese a todo, el Secretario de Comercio, invitó a Armstrong a visitar al presidente Roosevelt a la Casa Blanca. Rooselvelt se entusiasmó al ver las filmaciones de las pruebas de Armstrong con modelos a escala. El entusiasmo del presidente animó a Armstrong a volverlo a intentar en 1934 pidiendo al gobierno 7 millones dólares para construir un seadrome. Esta vez las dificultades provinieron de la Comisión Federal de Aviación que tenía que dar su visto bueno, para ello la comisión necesitaba una serie de vistas. Mientras tanto, los apoyos de Armstrong empezaron debilitarse.

Los avances continuos en el diseño de motores y aviones hacían prever que los vuelos transatlánticos comerciales directos serían factibles en breve. Durante la presentación de su proyecto antes la Sociedad de Ingenieros Automovilísticos de Nueva York, el vicepresidente de la sección, Clarence D. Chamberlin, lo consideró “aeronáuticamente obsoleto”. Chamberlin era además un veterano aviador que había cruzado, con un copiloto, el Atlántico en 1927.

Chamberlin centraba sus críticas en lo arriesgado que sería aterrizar con mal tiempo o mala visibilidad sobre una de estas pistas, circunstancias muy habituales en medio de los océanos.

También advertía de que los progresos de la aviación convertirían el sistema en obsoleto. De Alemania venía otra amenaza para los planes de Armstrong, los zeppelines. El Graf Zeppelin, llevando a bordo 20 pasajeros, había cruzado el océano en 1928 y había anunciado un servicio transatlántico a Brasil en 1931. El gigante Hindenburg, que haría la ruta norteamericana, estaba siendo construido para acomodar lujosamente a 50 pasajeros y 20 toneladas de carga. Pero más importante fue el anuncio en 1932 que PanAmerican Airways había contratado 6 hidrocanoas (un tipo de hidroavión) para sus rutas atlánticas, norte y sur. El New York Times en su editorial del 16 de noviembre de 1933 afirmaba que los planes de PanAmerican y los zeppelines convertían los seadromes en un proyecto más que cuestionable.


Ruta de los 5 seadromes, Vigo convertido en hub transoceánico Floating Airports on Link Continents (Feb, 1934) Modern Mechanix

Finalmente las vistas de las Comisión Federal de Aviación empezaron el 1 de noviembre de 1934. Fueron llamados varios expertos de la aviación aparte de Armstrong. Entre estos expertos se encontraba Charles Lindbergh que hacía unos años se había mostrado partidario del proyecto, pero ahora, tal vez, por su afiliación con la PanAm, afirmó que creía que pronto habría “aviones capaces de volar de 9.600 a 12.800 kilómetros, capaces de volar a más de 560 km/h a altitudes de entre 18.000 y 24.000 metros”. Dijo también que “en como mucho un año… habría aviones capaces de volar en la estratosfera y alcanzar distancias 6.400 metros, pero sería ineficiente aterrizar y repostar”. El testimonio de Lindbergh y el de otros expertos acabaron con la esperanza de obtener fondos públicos o privados para el proyecto.

Cegado por su obsesión con los seadromes, Armstrong había subestimado los avances que se habían ido realizando en el diseño y tecnología aeronáutica. Pese a todo, el seguía convencido de su idea. Esa fe pareció dar frutos cuando en 1943 el presidente de Pennsylvania Central Airlines propuso revivir la idea de Armstrong después de la guerra. Aunque una vez más el plan se acabaría abandonando, esta vez cuando en los 50 los aviones empezaron a cruzar el Atlántico sin escalas de manera rutinaria.

Recientemente, el concepto de islas flotantes ha sido recuperado por la marina norteamericana como una alternativa a las bases militares en el extranjero. La idea es construir islas flotantes lo suficientemente grandes para dar soporte a barcos y aviones, y facilitar el despliegue de tropas. Estas instalaciones han recibido el nombre de “mobile ocean-basing system” o MOBS. Siguiendo con esta idea, en 1988, la Office of Naval Research evaluó la posibilidad de construcción de una base marítima (“SeaBase”).

SeaBase sería la mayor estructura marítima jamás construida, más de 1.5 km de largo y compuesta de tres plataformas semi-sumergibles. SeaBase no se construyó por lo que el mérito de superficie flotante más grande construida lo ostenta MegaFloat.

Un proyecto de investigación de la industria naval y del acero japonesas. MegaFloat mide casi 950 metros de largo y 120 de ancho. La plataforma fue construida en 1999 con el objetivo, entre otros, de demostrar la viabilidad de la construcción de aeropuertos flotantes para ciudades costeras.

Por lo que respecta a Armstrong, se mantuvo activo hasta su muerte en 1955. En este tiempo siguió buscando y encontrando nuevas utilidades a sus airdromes. Estaciones de vigilancia que pudieran detectar posibles ataques enemigos con una antelación mayor para permitir reaccionar. También propuso la construcción de una especie de escudo nuclear formado por un anillo de seadromes alrededor de Estados Unidos que pudiera interceptar y destruir las armas atómicas enemigas. Armstrong también anticipó en su seadrome algunos de los
principios de diseño que más tarde han sido utilizados en la construcción de plataformas petrolíferas situadas más allá de la plataforma continental.

Fuente:http://www.cabovolo.com

LA LLEGADA DEL ALBATROS A LAS ISLAS MALVINAS

Rescate: un operativo de emergencia en febrero de 1971 aceleró la primera incursión aérea al archipiélago que se realizó casi cinco meses después.

El 15 de febrero de 1971 el rescate de un guardafaros gravemente enfermo por parte de un hidroavión argentino aceleró la preparación del primer vuelo oficial argentino a las islas Malvinas que tendría lugar el 3 de julio del mismo año de lo que hace pocos días se cumplió el 25° aniversario.

Luego del rescate del guardafaros Mc Connan y mientras las negociaciones entre Gran Bretaña y la Argentina se trasladaban a Buenos Aires se preparó el que sería el primer vuelo oficial argentino a las islas Malvinas.

Al respecto señala el Comodoro Antonio Alberto Bruno (actual jefe de la Región Aérea Noroeste) que por esa época era un joven primer teniente y se desempeñó como copiloto de la misión: "Recuerdo que estábamos en el escuadrón con asiento en Tandil cuando recibimos el requerimiento de la Cancillería y con dos días de anticipación empezamos a preparar el vuelo. Al no existir una pista de aterrizaje en las islas el único modo de acceder era mediante aviones anfibios. Serían los HU 16 B Albatros que teníamos en dotación en el escuadrón".

El 2 de julio de 1971 partió de la base de Tandil el avión HU 16 B Albatros matrícula BS-02 debiendo pernoctar en Río Gallegos antes de intentar el vuelo a las islas Malvinas. Su tripulación estaba compuesta por el Mayor Quaglini (piloto de la nave) el mencionado Teniente Bruno (copiloto) el Teniente Raúl Tamagnone (navegador) el Suboficial Mayor Abel Jesús Poletto (mecánico) y el Suboficial Mayor Julio Jorge Martín (radiooperador).

A ellos se sumaban Carlos Louge (por la Cancillería) el Comodoro Ernesto Arillo (del Comando de la Fuerza Aérea) y los tres representantes de los malvinenses que habían participado de las negociaciones realizadas en la Argentina. El 3 de julio antes del mediodía el Albatros se aproximaba a las islas. Había buen tiempo. Como rememora el Comodoro Bruno: "Fue un día maravilloso. Había una hermosa simbiosis entre los retazos blancos de los cirrus (nubes altas) y el celeste del mar y del cielo que nos hicieron recordar a la Bandera Argentina".

Realizaron luego un descenso sin problemas gracias a la carta elaborada por Quaglini durante el rescate del guardafaros.

El recibimiento hacia los argentinos fue bueno. El Mayor Quaglini recuerda que: "Todo el muelle estaba lleno de autos y chicos con sus bicicletas que se habían reunido allí para vernos llegar. Parecía que todo el pueblo se había volcado al muelle".

Bruno por su parte señala que: "Welcome fue la primera palabra de cortesía que escuchamos en el muelle. Nos recibieron gente del gobierno de las islas y muchos pobladores (patagónicos austeros serviciales con el tiempo) bien arropados (el día era muy frío) y cargados quizá con los mismos interrogantes que teníamos nosotros".

Tres horas permanecieron los argentinos en Puerto Stanley donde fueron invitados a tomar café con salchichas por la señora de Ashley Jones una de los negociadores malvinenses que habían llevado con ellos.

Hablando sobre las Malvinas en aquellos tiempos Bruno aclara: "El único vínculo que tenían con el mundo era la travesía de seis meses del barco Darwin de la Falkland Island Company. Las islas por entonces no encuadraban en una plácida monotonía. Las estadísticas indicaban un alto número de automóviles por habitante y sólo 4 km de calles asfaltadas. El índice de divorcios era el más alto del mundo".

La misión había sido un éxito completo. Más vuelos de hidroaviones seguirían. En su tercer vuelo a las islas el Mayor Quaglini recuerda que: "El jefe de la guarnición de una fuerza inglesa de treinta hombres (tenía el rango de Capitán de Fragata nuestro) en medio de un intercambio de copas en el bar de la guarnición señaló con su dedo el extremo de la bahía y en un pulcro inglés pronunció una frase categórica y premonitoria: "Ustedes nos van a invadir".

"Como yo no dominaba a la perfección el inglés lo miré a Bruno y le pregunté: "Entendí bien lo que dijo o estoy borracho". Había entendido bien. Después el militar inglés incluso señaló: "No les va a quedar más remedio que invadir. Inglaterra con todo lo que les hizo los está llevando a un callejón sin salida". Los vuelos y el intercambio con las Malvinas continuarían por años aunque las negociaciones por la soberanía de las islas se estancaron a partir de 1977. Luego en 1982 llegó la guerra.

Para esa fecha el Comodoro Bruno volvió a las Malvinas pero no en una misión de paz o para tomar café con salchichas. Lo hizo al comando de un Hércules C-130 que debía volar a ras del agua para evitar los disparos de la flota inglesa. Claro está que por entonces las islas se veían de una manera muy distinta.
Guardafaros en apuro

Desde julio de 1970 se realizaban negociaciones bilaterales entre la Argentina y Gran Bretaña sobre las Malvinas. ¿Qué se discutía? Básicamente cómo aproximar las islas y sus pobladores a nuestro país.

Es aquí donde la diplomacia se mezcla con la casualidad y el altruismo. El 15 de febrero de 1971 el avión HU 16 B matrícula BS-03 (sólo los hidroaviones podían llegar a las islas que carecían de una pista de aterrizaje) comandado por el Mayor Carlos Alberto Quaglini voló hasta Puerto Stanley para rescatar a un guardafaros muy enfermo.

Recuerda el Mayor (R) Quaglini: "Yo comandé el primer vuelo que tuvo carácter oficial a las Malvinas. Volé en misión de rescate de un guardafaros que se apellidaba Mc Connan que padecía una cirrosis terminal. Viajamos con los médicos para atenderlo y los malvinenses nos habían pedido que estuviéramos en el lugar a las 10 de la mañana. Eso era lo único que sabíamos." "El estado de salud de Mc Connan era tan grave que sólo recobró el conocimiento una vez que le hicieron ocho transfusiones. Los médicos tuvieron que decidir si podía hacer el viaje en avión y así lo decidieron. Era de origen presumo escocés y curiosamente había nacido en la Argentina. Estimo que en San Julián.

Tengo presente que cuando desembarcamos en Comodoro Rivadavia me indignó ver en un diario con títulos catástrofe en primera plana: “Gauchos argentinos rescatan al león inglés”. Se trataba de un hombre enfermo con una cirrosis y una úlcera perforada que él mismo se la atribuía al hecho de haberse tomado una botella de ginebra por día durante los 15 años de servicio. Por el tono amarillento y opaco de su piel (casi incoloro como el de la masilla) y siguiendo su propia argumentación debió haber tomado una botella de ginebra pero en los tres turnos: mañana tarde y noche." "Mc Connan, concluye Quaglini, al llegar a la Argentina fue trasladado en un avión más veloz a Buenos Aires.

Lo atendieron en el hospital Rivadavia. Al principio tuvo un asombroso mejoramiento pero luego se agravó y falleció a los pocos días. Se lo enterró en nuestro país creo que en Llavallol."

Fuente: La Nación Martes 16 de julio de 1996

EL PRIMER VUELO ARGENTINO AL POLO SUR (ARMADA ARGENTINA)

En la Campaña Antártica de verano 1961/62, la Armada Argentina dispuso además del material aéreo embarcado, la intervención de la Unidad de Tareas 7-8 (UT 7-8), compuesta por dos aviones, el bimotor Douglas DC-3, matrículas CTA-12 y el Douglas C-47, matrícula CTA-15 y además como apoyo meteorológico durante el cruce del pasaje de Drake el avión cuatrimotor Douglas DC-4 , matrícula CTA-2.

Las actividades se iniciaron en el mes de octubre de 1961 con un vuelo de reconocimiento glaciológico sobre la isla Decepción, Mar de la Flota y Mar de Weddell con el avión Douglas DC-4, matrícula CTA-5.

El 18-DIC-1961 despegaron desde Río Gallegos las tres aeronaves integrantes de la UT 8 y volaron hasta una pista semi preparada en la barrera de hielos Larsen, denominada aeródromo Jorge A. Campbell, que se encontraba entre la isla Robertson y el Nunatak Larsen (asiento de la entonces Base Aérea Teniente Matienzo, actualmente Base Matienzo, transitoria).

En el lugar que se realizó esta operación, actualmente es mar abierto, debido a que esta zona de la barrera de hielo de Larsen, que tenía un espesor superior a los 250 metros, se ha desintegrado.

Los dos aviones bimotor Douglas C-47, comandados por el Capitán de Fragata Hermes Quijada anevizaron en ese lugar, luego de haber recorrido 1500 kilómetros en 8 horas y 17 minutos, en tanto que el avión cuatrimotor Douglas DC-4 retornó a Río Gallegos.

La Unidad de Tareas UT 7-8, fue apoyada mientras permaneció en Campbell por los helicópteros embarcados, matriculas 2-H-11 y 2-H-14, el avión DHC-2 Beaver, matrícula 3-G-6, como así también personal y material de la Base Aérea Teniente Matienzo, que se encontraba muy cerca del lugar.

El 26-DIC-1961, en 9 horas de vuelo cubrieron los 1700 kilómetros previstos de la segunda etapa, hasta la estación científica Ellsworth.

El 6-ENE-1962 a las 13:00 horas despegaron de Ellsworth los dos aviones Douglas C-47 y volaron los 1350 kilómetros que los separaban de la Base Polar Norteamericana (Amundsen-Scott, South Pole Station), donde anevizaron a las 21:10 horas.

Fue el primer vuelo hasta el Polo Sur geográfico, con descenso, realizado desde el continente americano.

Al día siguiente, las dos aeronaves iniciaron el regreso.

Despegaron del Polo a las 6:30 horas y anevizaron en Ellsworth luego de 5 horas y 53 minutos de vuelo.

El 18 de enero continuaron hasta la pista Campbell, situada en la barrera de hielos Larsen.

Dos días más tarde abandonaron la Antártida finalizando exitosamente el operativo.

El CTA-15 había sido bautizado: “¿Total para qué?” y el CTA-12: “¿Te vas a preocupar?”.

Se amplió la información con fuentes de: Pedro F. Margalot, “Vuelo al Polo Sur”, Boletín del Centro Naval Nº 764, Vol. 109, Buenos Aires, Primavera 1991, páginas 523-536.

Tripulaciones de los dos aviones bimotores Douglas C-47, eran los entonces:

Avión CTA-15
Capitán de Fragata Hermes José QUIJADA
Capitán de Corbeta Pedro Francisco MARGALOT
Teniente de Fragata Miguel Ángel GRONDONA
Teniente de Corbeta José Luis PÉREZ
Suboficial Segundo Eduardo Carlos FRANZONI
Cabo Primero Gabino Rufino ELÍAS

Avión CTA-12

Capitán de Corbeta Rafael Mario CHECCHI
Teniente de Navío Jorge Aníbal PITTALUGA
Teniente de Fragata Héctor Albino MARTÍNI
Teniente de Fragata Enrique Juan Ángel DIONISI
Cabo Principal Ricardo Miguel RODRÍGUEZ
Cabo Primero Raúl IBASCA

8 de marzo de 2009

ASES DE LA AVIACIÓN JAPONESA - TENIENTE SABURO SAKAI

Saburo Sakai nació el 25 de agosto de 1916 en Saga, Kyushu, Japón. Era el tercero de siete hijos, tres de ellos mujeres. La familia era descendiente de Samurais, pero que en el siglo XX se ganaban la vida como agricultores. En consecuencia, fue criado bajo el código de honor de Bushido. Debido a que su padre murió cuando los niños eran aún pequeños, fue la madre que asumió la responsabilidad de la familia.


Saburo no era muy buen estudiante, por lo que ingresó a la Marina cuando tenía 16 años. Luego del período de entrenamiento fue transferido como artillero en el acorazado Kirishima donde sirvió hasta que pidió su transferencia a la escuela de pilotos de Tsuchiurain donde se graduó como piloto naval en 1937; fue uno de los 70 que lograron tal meta de un total de 1500 estudiantes. Pero, Sakai fue el primero del grupo de los solamente 25 pilotos de caza graduados. Así de exigentes eran los japoneses para seleccionar a los pilotos de aviación.

En 1938 fue enviado al frente durante la guerra chino-japonesa. En octubre de 1939 derribó su primer bombardero, un avión DB-3 de fabricación rusa. Luego de recuperarse de unas heridas recibidas en combate, fue asignado a una unidad de cazas Mitsubishi A6M2 Zero, con base en Indochina.

Al comenzar la guerra contra los Aliados en 1941, Sakai fue enviado a la "Tainan Kokutai" (Grupo Aéreo de Caza) durante el ataque al Campo Clark en Filipinas. La primera misión, el 8 de diciembre, le dio la primera victoria japonesa contra los pilotos estadounidenses, fue un Curtis P-40 el avión derribado. El 25 de enero de 1942, derribó el bombardero B-17 pilotado por el Capitán Colin P. Kelly, siendo así el primer bombardero estadounidense B-17 en ser derribado durante la guerra. A partir de ese momento el grupo de combate de Sakai se convirtió en el más exitoso de la historia de la aviación japonesa.

A comienzos de 1942 fue transferido a Borneo para combatir a los aliados. En ese teatro de guerra, Sakai derribó 13 aviones, pero luego enfermó y debió permanecer 3 meses en un hospital. Fue enviado al Grupo de Combate de Tainan en Nueva Guinea combatiendo a pilotos australianos y estadounidenses con base en Port Moresby y consiguiendo un buen número de victorias en los cuatro meses de servicio en esa zona. Luego el grupo fue transferido a Rabaul desde donde peleó la campaña de Guadalcanal. Durante uno de los combates cerca a Henderson Field, Sakai fue herido por el artillero de un bombardero en picada Douglas SBD-3 Dauntless. A consecuencia de la herida en la cabeza en pleno combate quedó enceguecido de un ojo y el otro fue cubierto por la sangre que manaba de su cabeza. Luego de recuperar la visión del ojo sano, pero con el lado izquierdo paralizado, pudo recuperar el control del vuelo y regresar a su base en Rabaul después de volar más de 4 horas 45 minutos en muy malas condiciones por la herida en la cabeza.

Una vez en tierra fue llevado a cirugía donde lograron que recuperara parcialmente la visión, pero debido a su estado crítico fue enviado al Hospital de Yokosuka en Japón. Después de la lenta recuperación de cinco meses, Sakai pasó a servir como instructor, pues no pudo recuperar plenamente la visión del ojo derecho. Sin embargo a finales de la guerra, pidió que le dieran una asignación de combate y en abril de 1945 fue enviado a Iwo Jima. El 24 de junio de 1944, Sakai se encontró con un grupo de 15 aparatos Grumman F6F Hellcat estadounidenses. Dando muestras de una gran experiencia y superior táctica de combate pudo eludir a los cazas y regresó a su base sin daños.

El 5 de julio de 1944 estuvo al mando de una misión Kamikaze, pero no pudieron encontrar al objetivo y ordenó regresar a la base. Era ya una leyenda y muy conocido, tanto por los pilotos japoneses, como por sus enemigos que nunca lograron derribarlo. No se ha podido saber el número de aviones que Saburo Sakai derribó, pues era un asunto que siempre eludió, tal vez porque la Marina de Guerra Japonesa nunca acreditaba los derribamientos de manera individual, sino que en conjunto eran asignados a la unidad a la que pertenecía el piloto. Pero los cálculos hechos por los expertos estiman que derribó a más de 64 aviones enemigos, al menos, de eso no hay duda, uno de cada tipo de los aviones volados por EEUU en el Pacífico.

Sakai terminó la guerra con el grado de Teniente y se convirtió en budista. Se dedicó a la imprenta durante muchos años, hasta que su esposa, con quien tuvo una relación muy complicada, murió en 1954. Se volvió a casar con Haru con quien tuvo dos hijas. Escribió su autobiografía y muchos artículos publicados en libros y revistas. Era también un apasionado por el golf, deporte que está muy difundido en Japón. Durante todo el resto de su vida mantuvo contacto con muchos de los pilotos que fueron sus enemigos durante la guerra y demostró siempre ser un hombre con una gran sensibilidad y por ello muy estimado por todos quienes lo conocieron.

Un episodio que retrata la clase de persona que era Saburo Sakai fue relatado por el Coronel Francis R. Stevens hijo del Teniente Coronel Francis R. Stevens quien fue derribado y muerto en combate en Nueva Guinea. El Coronel Stevens invitó a Sakai a su casa, pues quería conocerlo. No fue fácil concertar la entrevista pues Sakai recibió muchas amenazas de muerte por desequilibrados que llevan ese odio visceral que los convierte en seres despreciables. Eventualmente Sakai fue a la casa de Stevens y ante la sorpresa de todos realizó una ceremonia budista rezando una oración Shinto que todo guerrero Samurai rezaba por el enemigo a quien había dado muerte, en este caso el padre de Stevens. También llevó el casco de cuero con los agujeros de bala y una bufanda de seda que uso el día del combate, los mismos que usó cuando fue herido en la cabeza por el artillero del SBD-3. Durante la cita, Stevens le contó a Sakai que su hija estaba recibiendo entrenamiento de vuelo como piloto de la Fuerza Aérea de EEUU. Sakai dijo que la familia Stevens era de una estirpe de guerreros como los Samurai. Rompió un trozo de la bufanda diciéndole a Stevens que se lo diera a su hija para que lo llevara siempre que volara. Con eso le aseguró, que su vida sería protegida por los dioses.

Saburo Sakaim uno de los grandes ases de la aviación japonesa, sufrió un ataque cardiaco en un almuerzo de camaradería en la Base Naval de Atsugi, el 22 de setiembre de 2000, cuando trató de estrechar la mano de un oficial estadounidense a través de la mesa. Murió en el hospital militar poco después. Tenía 84 años de edad.

Saburo Sakai relata:

A las cinco y veinte del 24 de junio de 1944, las sirenas de la alarma aérea de Iwo Jima comienzan a sonar. La estación de radar señala una gran concentración de aviones norteamericanos setenta millas al Sur. Los pilotos japoneses corren a sus Ceros, cuyos motores ya han sido puestos en marcha por el personal de tierra, y luego empieza a retorcerse el polvo en el aire al correr por las pistas más de ochenta Ceros, replegar el tren de aterrizaje y lanzarse como flechas al cielo.

Los pilotos de los Ceros se hacen señales unos a otros, y rompen la formación. Cuarenta y dos cazas suben casi en candela y perforan las nubes. Los cazas nipones buscan en todas las direcciones. Nada. A excepción de ellos el cielo está vacío.

Un descuidado enjambre de cazas norteamericanos asciende casi en vertical desde las nubes. Al atravesar éstas, los pilotos estadounidenses han descuidado su formación. Inmediatamente, los Ceros pasan al ataque, picando con la mayor rapidez sobre los aviones enemigos que, momentáneamente pero totalmente, han sido cogidos desprevenidos.

Los pilotos norteamericanos empujan a tope la palanca del mando de gases para ganar velocidad desesperadamente. A poca velocidad, con los morros en alto por la subida, cogidos desapercibidos, cegados por el sol, los Grumman sólo pueden recibir el castigo hasta que los japoneses se deslicen a través de ellos.

El aviador naval Kinsuke Muto era el As más destacado del Ala de Yokosuka. Excelente tirador y piloto, Muto bajaba a todo gas, con un control perfecto. Sus ametralladoras y cañones escupían cortantes ráfagas desde cerca. Dos Hellcats se incendiaron casi de inmediato; el As japonés, tan pronto alcanzaba un enemigo se dirigía a la siguiente víctima. Después, eligió a un Grumman, mientras su piloto metía el caza en una serie de toneles tratando frenéticamente de escapar de su adversario.

El avión recibió una larga ráfaga en los depósitos de combustible e hizo explosión, pero Muto ya estaba tras otro caza. El piloto norteamericano se retorcía y giraba magníficamente. Ante un aviador medio, habría conseguido escapar, pero Muto era cualquier cosa menos un piloto del montón. Proyectiles de cañón se estrellaron contra la cabina del Hellcat, y Muto se apuntó su cuarta victoria del día. Los Hellcats se precipitaron hacia las protectoras nubes de abajo.

El primer indicio que los cuarenta pilotos nipones, que esperaban debajo de las nubes, tuvieron de la lucha que se desarrollaba sobre ellos, fue la vista de un caza norteamericano que de precipitaba hacia tierra. Momentos después un enjambre de Hellcat se desplomaba de las nubes en acusado picado y a todo gas.

Si en la fuerza que operaba sobre las nubes se encontraba Muto, la fuerza de debajo tenía a Saburo Sakai. Sin embargo Sakai volaba con desventaja. Había sido gravemente herido tiempo atrás y solo tenía vista en un ojo. No había combatido en varios años.

Saburo Sakai nos relata el combate bajo las nubes: "No hubo vacilación por parte de los pilotos norteamericanos. Los cazas Grumman atacaban con los motores a pleno régimen. Luego los aviones cubrían el cielo, ganando altura desde el nivel del mar a la capa nubosa mientras reñían encarnizados encuentros. Se deshacían las formaciones.

Me lancé en apretado rizo y luego salí de él para situarme en la cola de un Hellcat, soltando una ráfaga tan pronto el avión apareció en el colimador. El avión enemigo se distanció, y mis balas sólo encontraron el vacío. Caí en una espiral vertical a la izquierda y seguí acortando distancias, tratando de abrir hueco para un disparo certero en la panza del aparato. El Grumman intentó igualarme en el giro; ese era el momento que necesitaba: el vientre del caza llenó el colimador, y solté una segunda ráfaga. Los proyectiles de los cañones hicieron explosión a lo largo del fuselaje. Al segundo siguiente, espesas nubes de humo negro surgieron del avión, el cual entró en un incontrolable picado hacia el mar.

Yo veía cazas por todas partes, largas estelas de humo, llamaradas y explosiones. Había mirado demasiado tiempo. Las trazadoras surgieron directamente por debajo de mi ala; instintivamente, tiré de la palanca hacia la izquierda, viré para colocarme sobre su cola y solté una ráfaga. Fallé. Él picó fuera de mi alcance, más rápido de lo que yo podía seguirle.

Me maldije por haberme dejado coger desprevenido, y con igual vehemencia maldije mi ojo son luz, que dejaba en sombras casi la mitad de mi área de visión. Con la mayor rapidez, me deslicé fuera del arnés del paracaídas y liberé mi cuerpo, para poder moverme el asiento y compensar así la falta de visión lateral.

Y miré sin darme un momento de reposo. Tenía a mi cola por lo menos media docena de cazas Grumman, maniobrando para situarse en posición de tiro. Sus alas aparecieron envueltas en llamas al abrir fuego. Otro giro a la izquierda, ¡Rápido!, y las trazadoras pasaron inofensivamente. Los seis cazas rebasaron mis alas y ganaron altura en giros ascensionales a la derecha.

¡Esta vez no! ¡Oh, no! Empujé a tope la palanca del mando de gases y giré a la derecha, volviendo sobre los seis cazas a toda la velocidad que el Cero podía darme. Eché un vistazo a popa: no había otros aviones a mi espalda. Uno de estos iba a ser mío. ¡Lo juré! El Cero acortó rápidamente la distancia al Grumman más cercano. A cincuenta metros, abrí fuego con los cañones observando cómo las granadas recorrían el fuselaje y desaparecían en la cabina. Humo y llamas surgieron debajo del cristal: un instante después, el Hellcat se desvió alocadamente y cayó sobre un ala, con su rastro de humo aumentando cada segundo.

¡Pero había más cazas a mi cola! De pronto, no tuve el menor deseo de enfrentarme a ellos. Me invadió el cansancio como si fuera un manto sofocante. En los viejos días de Lae, no habría perdido tiempo en tirar del Cero e ir a por ellos. Pero ahora me sentía como si todo mi vigor se hubiera secado. No quería luchar.

Piqué y salí huyendo. En estas condiciones habría sido un verdadero suicidio oponerme a los Hellcats. Un desliz, un segundo de retraso en mover la palanca de mando o el pedal del timón ... y allí acabaría todo. Necesitaba tiempo para recobrar el resuello, para sacudirme el súbito aturdimiento. Quizá se trataba de la consecuencia de tratar de ver mucho con un solo ojo, como había venido haciendo; únicamente sabía que no podía combatir.

Escapé hacia el norte, empleando la sobrealimentación del motor para alejarme. Los Hellcats dieron la vuelta en busca de caza más fresca ...

Volé lentamente en círculos, al Norte de Iwo, aspirando profundamente el aire y tratando de relajarme. El mareo desapareció, y volví a la zona de lucha. El combate había terminado. Aún se veían Ceros y Hellcats en el cielo, pero se hallaban muy separados, y los cazas de ambos bandos volvían a sus grupos respectivos.

A proa y a la derecha vi quince Ceros que rehacían la formación, y me acerqué para unirme a ellos. Subí por debajo de la formación y ...

¡Hellcats! Ahora comprendí por qué el médico, tiempo atrás, había protestado con tanta vehemencia de mi vuelta al campo de batalla. Con un solo ojo, sufría la perspectiva, y yo perdía los pequeños detalles al identificar aviones a distancia. Hasta que las estrellas blancas sobre fondo azul se hicieron claras no me di cuenta de mi error. No traté de desprenderme del temor que me asaltaba; giré a la izquierda, di una vuelta ceñida, picando para alcanzar más velocidad, y confié en que los cazas Grumman no me hubieran visto.

No tuve tal suerte. Los Hellcats rompieron la formación y emprendieron la persecución. ¿Qué podía hacer yo? Mis posibilidades se presentaban desoladoras.

No; todavía quedaba una salida, y una pequeña posibilidad en ella. Estaba casi sobre Iwo Jima. Si podía superar en la maniobra a los otros aviones, tarea casi imposible, pensé, hasta que se vieran escasos de combustible y tuviesen que romper el contacto para regresar a sus bases de partida ...

Entonces me di cuenta de la velocidad de estos cazas. Acortaban distancias en segundos. ¡Eran tan rápidos! Resultaba inútil correr más ...

Retrocedí en apretado giro. La maniobra sorprendió a los pilotos enemigos al tiempo que subía hacia ellos en espiral. Me quedé asombrado; no se dispersaron. El caza guía respondió con una espiral idéntica, reproduciendo perfectamente mi maniobra. De nuevo volé en espiral, acercándome más esta vez. Los aviones adversarios no cedieron terreno.

Estos nuevos Hellcats eran los aparatos enemigos más maniobreros con los que me hubiera tropezado antes. Salí de la espiral en una trampa. Los quince cazas desfilaron en una larga columna. Y al momento siguiente me encontré girando en un anillo gigante de quince Hellcats. Por todos lados veía las anchas alas con las estrellas blancas. Si alguna vez un piloto se ha visto rodeado en el aire, ese era yo.

Disponía de poco tiempo para examinar mis desventuras. Cuatro cazas rompieron su círculo y vinieron hacia mí. Estaban demasiado anhelantes. Me aparté fácilmente del camino, y los Hellcats pasaron de largo, aparentemente sin gobierno. Pero lo que creí un ligero giro únicamente me situó por encima de varios otros cazas. Un segundo cuarteto rompió el anillo, derecho a mi cola.

Corrí. Aceleré para sacar al motor hasta el último gramo de fuerza y me alejé lo suficiente a fin de colocarme fuera del alcance de sus armas, al menos por el momento. El primer cuarteto había subido de su zambullida y de hallaban por encima de mí, picando para hacer otra pasada.

Pisé con el pie derecho el pedal del timón, haciendo derrapar al Cero hacia la izquierda. Luego la palanca de mando, bien a la izquierda, en agudo giro. Aparecieron unos cuantos fogonazos debajo de mi cola derecha, seguidos por un Hellcat que caía a plomo.

Salí del tonel en ceñida vuelta. El segundo Grumman se hallaba a unos setecientos metros detrás de mí, con las alas ya envueltas en llamas amarillas de sus ametralladoras. Si no lo había sabido antes, lo sabía ahora. Los pilotos enemigos estaban tan verdes como los bisoños míos ... y este podía ser el factor que quizá me salvara la vida.

El segundo caza siguió aproximándose, salpicando todo el cielo de trazadoras, las cuales no llegaban a mi aparato. ¡Sigue así! Grité. Adelante gasta todas las municiones; serás uno menos a preocuparme. Di la vuelta y escapé, con el Hellcat acercándose rápidamente. Cuando se encontraba unos trescientos metros a mi espalda, viré a la izquierda. El Grumman pasó por debajo de mí, aún disparando al aire.

Perdí la paciencia. ¿Por qué huir de tan torpe piloto? Sin pensarlo dos veces, volví y me puse sobre su cola. A cincuenta metros de distancia solté una ráfaga de los cañones.

Desperdiciada. No había corregido el deslizamiento causado por mi abrupto giro. Y de pronto no me importó el avión que tenía delante ... otro Grumman estaba sobre mi cola, disparando sin cesar. Una vez más, el giro a la izquierda, la maniobra que nunca me fallaba. El Hellcat pasó rugiendo, seguido por el tercero y el cuarto de los cazas del cuarteto.

Otros cuatro aviones se hallaban casi directamente encima de mí, listos para picar. A veces uno tiene que atacar a fin de defenderse. Subí en vertical, justo por debajo de los cuatro cazas. Los pilotos levantaron las alas una y otra vez, tratando de encontrarme. No tenía tiempo para dispersarlos. Tres Hellcats venían hacia mí por la derecha. Escapé por los pelos de sus trazadoras y me evadí con la misma maniobra a la izquierda.

Los cazas volvieron a su amplio anillo. Cualquier movimiento que hacía para escaparme provocaba la salida de varios aviones a cortarme el paso desde distintas direcciones. Volé en círculos en el centro de la rueda, buscando una salida.

No tenían intención de dejarme escapar. Uno tras otro, los cazas arrancaban del círculo y venían a por mí, disparando al acercarse.

No recuerdo cuántas veces atacaron los cazas ni cuántas los eludí. Me corría tanto el sudor que me empapó la ropa interior. Toda mi frente estaba cubierta de gotas que empezaban a caer en mi rostro. Proferí una maldición cuando el salado líquido penetró en mi ojo izquierdo ... ¡no podía tomarme el tiempo necesario para frotármelo con la mano! Todo lo que podía hacer era pestañear, tratar de que no entrara la sal, tratar de ver.

Me cansaba demasiado rápidamente. No sabía cómo podía escapar del anillo. Pero resultaba evidente que estos pilotos no eran tan buenos como sus aviones. Una voz interior parecía susurrarme, parecía repetirme una y otra vez las mismas palabras ... velocidad ... mantén la velocidad ... olvídate del motor, quémalo, pero ¡mantén la velocidad !... sigue girando ... no dejes nunca de dar vueltas ...

El brazo empezaba a entumecérseme del constante giro a la izquierda para evadir las trazadoras de los Hellcats. Si aflojaba una sola vez la velocidad al girar a la izquierda, ese sería mi fin. Mas, ¿por cuánto tiempo podía mantener la velocidad necesaria al maniobrar para alejarme?

¡Debía seguir virando! En tanto los aviones enemigos quisieran conservar intacto su anillo, sólo un caza podía atacarme cada vez. Y yo no temía eludir a un solo avión al hacer su pasada. Las trazadoras se acercaban, pero tendrían que alcanzarme exactamente si es que iban a derribarme. No importaba si los proyectiles pasaban a cien metros o a cien centímetros de distancia, en tanto yo pudiera eludirlos.
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Necesitaba tiempo para alejarme de los cazas que aceleraban, uno tras otro, arrancando del amplio anillo que mantenían alrededor mío.

Viré, a todo gas.
Palanca a la izquierda.
¡Ahí viene otro!
Con fuerza otra vez. El mar y el horizonte dan vueltas vertiginosamente.
¡Derrape!
¡Otro!
¡Ese iba cerca!
Trazadoras brillantes, refulgentes, relampagueantes. Siempre por debajo del ala.
Gobierna de nuevo.
¡Mantén la velocidad!
Virar a la izquierda.
Virar.
¡Mi brazo! ¡Apenas lo noto ya!

Si alguno de los Hellcats hubiera escogido una maniobra de aproximación diferente para su pasada de ataque o se hubiese concentrado cuidadosamente en su objetivo, seguramente me habría barrido del cielo. Ni una sola vez apuntaron los aviadores adversarios al punto hacia el que se dirigía mi avión. Si uno solo de los cazas hubiera sembrado de trazadoras el espacio vacío inmediato a mí, hacia la zona adonde yo viraba cada vez, yo habría volado en plena trayectoria de sus balas.

Pero existe una peculiaridad respecto a los aviadores. Su psicología es extraña, excepto en cuanto a los pocos que resisten y perseveran para llegar a ser ases destacados. El 99 por ciento de todos los pilotos se aferra a la fórmula que les enseñaron en la escuela. Seguirán una cierta pauta y, venga lo que venga, nunca considerarán la posibilidad de apartarse de esa norma.

Así que esta pugna se redujo a una prueba de resistencia entre el momento en que mi brazo cediese, y yo flaquease en mis maniobras de evasión, y la capacidad de combustible de los Hellcats. Ellos todavía tenían que volver a sus portaaviones.

Miré el indicador de velocidad del avión con relación al aire. Casi 565 kilómetros por hora, la mayor que podía alcanzar el Cero.

Necesitaba aguantar más que mi brazo. El caza tenía también sus límites. Yo temía por las alas. Se estaban arqueando bajo la repetida violencia de las maniobras de escape. Existía la posibilidad de que el metal pudiera ceder como consecuencia de la continua presión, y el ala fuera arrancada del Cero, pero eso quedaba fuera de mis manos. Yo sólo podía continuar volando. Debía forzar el avión a los virajes de evasión, o perecer.

Viraje.
¡Mueve la palanca!
Derrape.
Ahí viene otro.
¡Al diablo con las alas! ¡Vira!

No oigo nada. El sonido del motor del Cero, el rugiente trueno de los Hellcats, el pesado staccato de sus ametralladoras de media pulgada ... todo había desaparecido.

Me pica el ojo izquierdo.
Me corre el sudor.
No puede limpiarlo.
¡Cuidado!
La palanca. Pisa el pedal.
Allá van las trazadoras. Han vuelto a fallar.

El altímetro había caído al fondo; el océano se hallaba inmediatamente debajo de mi avión. Hay que sostener las alas, Sakai, o azotarás una ola con la punta del plano. ¿Dónde había comenzado el combate aéreo? Cuatro mil metros de altitud. Más de cuatro kilómetros deslizándose y alejándose de las trazadoras, más y más abajo. Y ahora no quedaba margen alguno de altura.

Pero los Hellcats no podían hacer sus pasadas de ametrallamiento como antes. Ni picar, porque no disponían de espacio para recoger el picado. Ahora intentarían algo más. Disponía de unos pocos momentos. Sujeté la palanca con la mano izquierda, y sacudí enérgicamente la derecha. Me dolía. Me dolía todo. Un dolor sordo, un entumecimiento paralizante.

Ahí vienen, deslizándose del anillo. Ahora tienen cuidado, temerosos de lo que yo pueda hacer súbitamente. Uno gira. Y hace una pasada.

No es difícil salirse de la trayectoria.
Viraje a la izquierda. Mirada.
Las trazadoras.
Se alzan géiseres del agua. Rociada. Espuma.
Ahí viene otro.
¿Cuántas veces han ido a por mí de esa manera? He perdido la cuenta. ¿Cuándo abandonarán? ¡Tienen que andar escasos de combustible!

Pero ya no puedo maniobrar tan eficazmente. Se me entumecen los brazos. Estoy perdiendo el tacto. En vez de virar con un movimiento rápido y firme, el Cero describe un arco que se transforma en un óvalo chapucero, estirando cada maniobra. Los Hellcats se dieron cuenta y arreciaron sus ataques, más audaces ahora. Sus pasadas se suceden tan rápidamente que apenas tengo tiempo de respirar.

No podía sostenerme. ¡Tenía que tomarme un respiro! Salí de otro viraje a la izquierda, pisé el pedal del timón y empujé la palanca de mando hacia el mismo lado. El Cero se encolerizó como respuesta y yo di todo el gas al caza buscando una fisura en el anillo. Estaba fuera, bajando nuevamente el morro y escapando, justo por encima del agua. Los Hellcats se arremolinaron por un momento, confusos. Luego volvieron a perseguirme.

La mitad de los aviones formaban una barricada por encima, mientras los otros, en un apretado manojo de ametralladoras escupiendo fuego, se lanzaban tras de mí. Los Hellcats eran demasiado rápidos. En pocos segundos se hallaban en posición de fuego. Seguí gobernando progresivamente a la derecha, haciendo que el Cero se rebelara y diera tirones a cada maniobra. A la izquierda, surtidores de blanca espuma saltaban al aire por efecto de las trazadoras, que continuaban errando mi aparato por muy poco.

Se resistían a abandonar. Ahora bajaban en mi busca los cazas de la parte alta. Los aviones que tenía inmediatamente detrás soltaron sus ráfagas, y los Hellcats que picaban trataban de anticiparse a mis movimientos. Apenas podía mover los brazos o las piernas. No había salida. Si continuaba volando bajo, sólo sería cuestión de un minuto o dos que moviera la palanca con excesiva lentitud. ¿Por qué esperar a morir, corriendo como un cobarde?

Tiré de la palanca hacia mi estómago. El Cero chirrió arriba y atrás, y allí, a sólo cien metros delante de mí, estaba un Hellcat, con su asombrado piloto tratando de encontrar mi aparato.

Los cazas que tenía a la espalda ya viraban sobre mí. No me importaba cuántos eran. Yo quería este avión. El Hellcat de encabritó alocadamente para escapar. ¡Ahora! Apreté el gatillo; salieron las trazadoras. Mis brazos habían ido demasiado lejos. El Cero se tambaleó; yo no podía mantener los brazos firmes. El caza enemigo viró acusadamente, empezó a subir y huyó.

El rizo había ayudado. Los otros cazas se arremolinaron en plena confusión. Gané altura y de nuevo huí. Los Hellcats venían a por mí. Los locos que tripulaban aquellos aviones disparaban desde quinientos metros de distancia. Desperdiciad las municiones, desperdiciadlas, grité. ¡Pero eran tan rápidos! Las trazadoras relampaguearon junto a mi ala, y viré desesperadamente.

Abajo, Iwo Jima apareció súbitamente. Agité las alas, confiando en que los artilleros de tierra verían las marcas rojas. Fue un error. La maniobra me hizo perder velocidad, y los Hellcats se hallaban otra vez sobre mí.

¿Dónde estaba la artillería antiaérea? ¿Qué pasaba con los de la isla? ¡Disparad, locos, disparad!

Iwo estalló en llamas. Brillantes fogonazos cruzaban la isla. Parecía que disparaban todos los cañones, escupiendo trazadoras al aire. Las explosiones sacudían al Cero. Penachos retorcidos de humo aparecieron entre los Hellcats. Estos viraron acusadamente y picaron fuera del alcance de las armas de tierra.

Seguí a todo gas. Estaba aterrorizado. Miré atrás, temiendo que hubieran vuelto, que en cualquier segundo las trazadoras no fallaran, que alcanzaran la cabina, rompiendo el metal y desgarrando mi carne.

Rebasé Iwo, golpeé la palanca del mando de gases y pedí al avión que volara más rápido. ¡Más y más veloz! Ante mí tenía un cúmulo gigantesco que se alzaba a gran altura sobre el agua. No me preocupaban las corrientes de aire. Sólo quería escapar de aquellos cazas. A toda velocidad, me precipité en la ondulante masa.

Un monstruoso puño pareció apoderarse del Cero y despedirlo brutalmente por el aire. No vi otra cosa que vívidos chispazos de luz, y luego la negrura. No tenía gobierno. El avión caía y se encabritaba. Estaba boca abajo, cayendo; luego se sostenía sobre las alas y saltaba hacia arriba, la cola primero.

Después no pude más. La tormenta del interior de la nube escupió al Cero con un violento vaivén. Yo estaba boca abajo. Recuperé el gobierno del avión a menos de quinientos metros. Muy al Sur divisé a quince Hellcats que regresaban a sus portaaviones. Resultaba difícil creer que todo había terminado y que aún me encontraba con vida. Quería desesperadamente abandonar el aire. Quería tierra firme bajo mis pies ...