1 de febrero de 2017

YO COMANDÉ EL ASALTO A PEARL HARBOR





Por El Capitán Mitsuo Fuchida (*)

“Ha sido usted designado para comandar la fuerza aérea en caso de ataque a Pearl Harbor.”

Sin poderlo evitar me quedé sin aliento. Estábamos a fines de septiembre de 1941 y, si continuaba aumentando la tirantez de la situación internacional, el plan de ataque debía ejecutarse en diciembre. Si la fuerza había de estar debidamente preparada para aquella importantísima misión, no quedaba tiempo que perder.

Después de someter al personal al adiestramiento más riguroso, los aeroplanos fueron llevados a sus respectivos portaaviones hacia mediados de noviembre. Para no llamar la atención, los portaaviones salieron uno a uno y por diferentes rutas, rumbo a las Islas Kuriles; y a las seis de la oscura y nebulosa mañana del 26 de noviembre nuestra escuadra de ataque, integrada por 28 navíos, entre ellos seis portaaviones, zarpó de dichas islas.

El Vicealmirante Nagumo, Jefe Supremo de las fuerzas de ataque a Pearl Harbor, llevaba las instrucciones siguientes: “En caso de que tengan éxito las negociaciones en curso con los Estados Unidos, las fuerzas de su mando regresarán inmediatamente a la patria”. Pero las dotaciones de los buques, ignorantes de aquellas instrucciones, gritaron “¡Banzai!” al echar una mirada, que podía ser la última a las costas japonesas. El entusiasmo y el belicoso ánimo de aquellos hombres saltaban a la vista. Me era imposible, no obstante, desechar la duda íntima de que el Japón tuviese la necesaria confianza en sí mismo para llevar a cabo una guerra.

Con objeto de quedar fuera del alcance de las patrullas aéreas estadounidenses, algunas de las cuales tenían al parecer 1.000 kilómetros de radio de acción, seguimos la ruta media entre las Aleutas y la Isla de Midway. Mandamos en descubierta tres submarinos para que nos hicieran saber si había barcos mercantes a la vista, con objeto de cambiar de rumbo y evitar su encuentro. Nos manteníamos en constante alerta contra submarinos estadounidenses.

Aún cuando los radiotransmisores de la escuadra guardaban estricto silencio, escuchábamos las estaciones de Tokio y Honolulú para ver si daban alguna noticia del estallido de la guerra. Desde el 27 al 30 de noviembre se celebró diariamente en Tokio una conferencia de enlace entre el gobierno y el alto mando para tratar de la propuesta hecha el día 26 por los Estados Unidos. Los conferenciantes llegaron a la conclusión de que, si bien dicha propuesta era un ultimátum destinado a subyugar al Japón y hacer inevitable la guerra, había que continuar haciendo esfuerzos en favor de la paz “hasta el último momento”.

La decisión de ir a la guerra se tomó en una conferencia imperial el 01 de diciembre. El día 02 el estado mayor dio la siguiente orden: “El día X será el 08 de diciembre” (El 07 de diciembre en Hawaii y los Estados Unidos). La suerte estaba echada. Nos dirigimos a toda prisa hacia Pearl Harbor.

¿Por qué se escogió aquel domingo para día X? Porque, según nuestros informes, la escuadra estadounidense solía regresar a Pearl Harbor todos los fines de semana después de los períodos de adiestramiento en el mar, y también porque se quería coordinar el ataque con las operaciones sobre la Península de Malaca (incursiones aéreas y desembarcos) proyectadas para aquel día.

Los informes del espionaje sobre la situación y movimientos de la escuadra estadounidense nos llegaban desde Tokio. Uno del 07 de diciembre (06 de diciembre en Hawaii) decía: “No hay globos en Pearl Harbor ni se han tendido redes protectoras contra torpedos en torno a los acorazados. Todos los acorazados están en el puerto. La radio enemiga no indica que vuelen patrullas de vigilancia en la zona hawaiana. El portaaviones “Lexington” salió ayer del puerto. Se cree que también el “Enterprise” está en maniobras en alta mar”.
Aproximadamente a la misma hora recibimos el mensaje del Almirante Yamamoto: “De esta batalla dependen el triunfo o la ruina del Imperio. Que todos pongan el máximo empeño en cumplir con su deber”.

Nos encontrábamos a 230 millas al Norte de Oahu, isla en que está Pearl Harbor, poco antes de amanecer el 07 de diciembre (hora de Hawaii), cuando los portaaviones viraron en redondo y pusieron proa al viento norte. Ya ondeaba en lo alto de cada mástil la bandera de combate.

La fuerte inclinación y el bamboleo de las cubiertas de vuelo nos hacían dudar que fuera prudente despegar en la oscuridad. Me pareció que los aviones sí podían despegar. Las cubiertas de vuelo vibraron con el bramido de los motores que se estaban acabando de calentar.

Luego, con una lámpara verde que describía un círculo, se dio la orden: “¡Despegar!” Los bramidos del motor del primer caza fueron in crescendo... y súbitamente el avión despegó sin tropiezo. Cada vez que un avión se lanzaba al aire, la gente lo vitoreaba ruidosamente.

A los quince minutos, 183 cazas, bombarderos y aviones torpederos habían despegado de los seis portaaviones y se formaban en el cielo todavía oscuro, sin otra orientación que las luces de señales de los aviones guías. Después de volar en círculo sobre la escuadra en formación, pusimos rumbo al Sur, hacia Pearl Harbor. Eran las 06:15 de la mañana.

Bajo mi mando inmediato había 49 bombarderos. A mi derecha y un poco más abajo 40 aviones torpederos; a mi izquierda y unos 200 metros más arriba, 51 bombarderos de picada; la fuerza protectora de la formación estaba constituida por 43 aviones de caza.

A las 07:00 calculé que deberíamos llegar a Oahu en menos de una hora; pero como volábamos sobre espesas nubes, no podíamos ver la superficie del agua y, por tanto, nos era imposible comprobar la desviación. Busqué en la radio la estación de Honolulú y no tardé en oír la música. Volví la antena y encontré la dirección exacta de donde venía la emisión, lo cual me permitió rectificar el rumbo. Nos habíamos desviado cinco grados.

Luego oí el parte meteorológico de Honolulú: “Cielo parcialmente nublado, con la mayor parte de las nubes sobre las montañas. Visibilidad, buena. Viento Norte, diez nudos”.

¡La fortuna nos sonreía! No era posible haber imaginado condiciones más favorables. Las nubes tendrían boquetes por los cuales pudiéramos ver la isla.

A eso de las 07:30 las nubes se rasgaron de pronto y divisamos larga línea de costa. Nos encontrábamos sobre la punta de Oahu. Había llegado la hora de desplegamos.

El informe de uno de los dos aviones de reconocimiento que se habían adelantado, nos comunicó la posición de diez acorazados, un crucero pesado y diez cruceros ligeros. Cuando nos dirigíamos hacia nuestros objetivos se despejó el cielo y empecé a examinar con los gemelos nuestros presuntos blancos. Allí estaban, en efecto, los buques. “Comunique a todos los aviones, ordené a mi radiotelegrafista, que empiecen el ataque”. Eran las 07:49, Las primeras bombas cayeron en el aeródromo de Hickam, donde estaban formados los grandes bombarderos. Los siguientes lugares alcanzados por nuestros proyectiles fueron la Isla de Ford y el aeródromo de Wheeler. Al poco rato empezaron a elevarse de las tres bases enormes masas de humo negro, Mi grupo de bombarderos se mantuvo al Este de Oahu, más allá de la punta meridional de la isla. En el cielo no se veían más que aviones japoneses. Los buques del puerto parecían dormidos todavía. La radio de Honolulú continuaba transmitiendo su programa con toda normalidad. ¡Habíamos logrado sorprenderlos!

Las unidades navales americanas en la rada de Pearl Harbor el 7 de diciembre de 1941.
La noche anterior al famoso ataque, un submarino japonés de bolsillo captó la posición de todas las naves, y la comunicó luego a los mandos de la flota aérea nipona.

Consciente de la ansiedad de nuestro Estado Mayor, di orden de enviar a la escuadra el siguiente mensaje: “Hemos conseguido ataque por sorpresa. Ruego envíen este parte a Tokio”,

Pronto empecé a ver surtidores de agua alrededor de los buques. Nuestros aviones torpederos estaban en funciones. Ya era tiempo de que entraran en acción los bombarderos. Ordené, por lo tanto, a mi piloto que hiciese una pronunciada inclinación lateral, lo cual era la señal de ataque. Mis diez escuadrillas quedaron formadas en una sola columna con intervalos de 200 metros: una formación espléndida.

Cuando mi grupo empezó el bombardeo, las baterías antiaéreas de los buques y la costa revivieron repentinamente. Surgieron acá y allá grandes vellones grises oscuros que se fueron multiplicando hasta nublar el cielo. Los proyectiles estallaban tan cerca de nuestros aviones que éstos se estremecían. Me asombró la celeridad del contraataque, que no tardó en producirse cinco minutos después de haber caído la primera bomba. La reacción japonesa no hubiera sido tan rápida; el carácter japonés es adecuado para la ofensiva, pero no se adapta tan pronto a la defensiva. Mi grupo se dirigió al “Nevada”, que estaba anclado al extremo Norte de la fila de acorazados, al Este de la isla de Ford. Ya estábamos para soltar las bombas cuando nos metimos entre nubes. El piloto de nuestro bombardero guía empezó a mover las manos de atrás adelante para indicamos que teníamos que pasar sin descargar las bombas. Entonces volamos en círculo sobre Honolulú en espera de otra oportunidad. Entretanto, otros grupos iniciaron maniobras de ataque, pero algunos tuvieron que hacer hasta tres intentonas antes de conseguir soltar las bombas.

De pronto hubo una explosión colosal en la fila de los acorazados. Una enorme columna de humo rojizo oscuro se elevó unos 300 metros y una violenta conmoción llegó en ondas hasta nuestro avión. Debía de haber saltado un polvorín; el ataque estaba en su apogeo; el humo de los incendios y las explosiones cubría casi todo el cielo sobre Pearl Harbor.

Examinando la fila de acorazados con los gemelos, vi que la gran explosión había ocurrido en el “Arizona”, Estaba envuelto en llamas, y como el humo que despedía ocultaba al “Nevada”, que era el blanco de mi grupo, busqué otro buque al cual atacar, El “Tennesee” estaba ya ardiendo, pero después de él se hallaba el “Maryland”. Di orden de hacer a este último buque objeto de nuestra puntería y volvimos a metemos en la cortina de fuego antiaéreo. Cuando nuestro bombardero guía dejó caer su carga, pilotos, observadores y radiotelegrafistas de los otros aparatos gritaron a una: “¡Descarguen!”... y soltamos todas nuestras bombas. Me tiré inmediatamente al suelo para observar por la mirilla. Cuatro bombas en perfecta formación se hundían en el espacio como demonios destructores. Fueron haciéndose más y más pequeñas y por fin desaparecieron, a tiempo que unos destellos blancos surgían del acorazado o de sus inmediaciones.

Vistas desde gran altura, las bombas que yerran el blanco son mucho más visibles que los impactos directos, porque forman en el agua grandes ondas concéntricas fácilmente perceptibles. Al observar dos de aquellos círculos y dos pequeños destellos, grité: “¡Dos impactos!” Quedé plenamente convencido de que habíamos causado considerables daños.

Ordené el retorno a los portaaviones de los bombarderos que habían completado sus ataques, pero yo continué volando sobre Pearl Harbor, tanto para observar como para dirigir operaciones que todavía estaban en curso.

Pearl Harbor y sus alrededores eran la viva estampa del caos. El “Utah” había zozobrado. El “West Virginia” y el “Oklahoma”, con los flancos medio volados por los torpedos, escoraban pesadamente en inmenso charco de aceite. El “Arizona” se inclinaba marcadamente a un lado y era pasto de furiosas llamas. El “Maryland” y el “Tennesee” ardían. El “Pensylvania”, varado en el dique seco, estaba ileso. Era, sin duda, el único acorazado al cual no habíamos atacado.

Durante el ataque, muchos de nuestros pilotos pudieron observar los valerosos esfuerzos de los aviadores estadounidenses para lanzarse al aire con sus aviones. Aunque eran muy inferiores en número, no vacilaron en entablar desigual combate con nuestras fuerzas. Los resultados que obtuvieron fueron insignificantes, pero su valor suscitó nuestro respeto y admiración.

Los aeroplanos de nuestra primera tanda de ataque tardaron como una hora en cumplir su misión. Cuando emprendieron el regreso a los portaaviones, después de haber perdido tres cazas, un bombardero de picada y cinco aviones torpederos, ya estaba entrando en juego la segunda tanda de 171 aviones.

Ya entonces las nubes y el humo cubrían de tal modo el cielo, que los aviones localizaban difícilmente sus objetivos. Para complicar aún más sus problemas, el fuego antiaéreo de los buques y de tierra era ya muy intenso.

El segundo ataque alcanzó extenso radio de acción, hizo blanco en los acorazados menos damnificados por el primero y en los cruceros y destructores que habían salido incólumes. También este ataque duró una hora, pero a causa del creciente fuego enemigo tuvimos más bajas: 6 cazas y 14 bombarderos de picada.

Cuando las fuerzas del segundo ataque hubieron emprendido el regreso a los portaaviones, volé sobre Pearl Harbor una vez más para observar los resultados y sacar fotografías. Conté cuatro acorazados definitivamente hundidos y tres seriamente averiados. Otro parecía estarlo ligeramente, y los daños causados a los buques de otros tipos eran considerables. La base de hidroaviones de la isla de Ford era una hoguera y también los aeródromos, sobre todo el de Wheeler.

No era posible determinar los daños causados a los aeródromos por impedirlo la capa de humo denso que los cubría, pero no cabía duda de que habíamos destruido buena parte de las fuerzas aéreas de la isla. En las tres horas que mi avión estuvo volando por aquella zona no tropezamos con un solo avión enemigo. Quedaban, sin embargo, varios hangares intactos, y nada tendría de particular que en alguno de ellos hubiera todavía aparatos utilizables.

Mi avión fue uno de los últimos en reintegrarse a la escuadra. Cuando llegué, ya se estaban formando en las cubiertas de vuelo los aviones reabastecidos de combustible y proyectiles para lanzar un tercer ataque. Enseguida me llamaron al puente. Mientras esperaban mi informe, los miembros del Estado Mayor del Almirante Nagumo habían estado discutiendo acaloradamente si convenía o no lanzar otro ataque.

“Cuatro acorazados están definitivamente hundidos, informé. Hemos causado gravísimos quebrantos en aeródromos y bases aéreas, pero hay todavía muchos objetivos que deben ser atacados.”

Recomendé con insistencia el tercer ataque, pero el Almirante Nagumo, tomando una decisión que ha sido desde entonces objeto de muchas críticas por los expertos navales, optó por retirarse. Inmediatamente se izaron las banderas de señales y nuestros buques salieron rumbo al Norte a toda marcha.


(*) Oficial de la Antigua Armada Imperial Japonesa. Nació el 03 de diciembre de 1902. Falleció el 30 de mayo de 1976. Piloto de bombardero de la Marina Imperial japonesa antes y durante la Segunda Guerra Mundial. Es quizás mejor conocido por dirigir la primera ola de ataques a Pearl Harbor el 07 de diciembre de 1941. Después de la Segunda Guerra Mundial, Fuchida se convirtió en un predicador evangelista. En 1960, se convirtió en un ciudadano estadounidense


Fuente: “United States Naval Proceedings