30 de junio de 2021

EL ERROR MÍNIMO QUE PROVOCÓ LA DEVASTADORA TRAGEDIA DEL CHALLENGER: QUIÉN FUE EL PREMIO NOBEL QUE DESCUBRIÓ EL MOTIVO DE LA EXPLOSIÓN

 

Hace 35 años, a 73 segundos de su lanzamiento, se producía la tragedia del Challenger que impactó al mundo. El transbordador espacial se desintegró y murieron sus 7 tripulantes. Richard Feynman, un notable físico y Premio Nobel fue clave para llegar a la verdad. Resistió las presiones políticas y con un gran golpe de efecto logró mostrar a millones de personas lo que había sucedido

 

Por Matías Bauso

 


 

Uno de los términos más bastardeados en la actualidad es el de genio. Se rebajó a apelativo que se le endilga a cualquiera que tiene una ocurrencia o que muestra alguna forma de velocidad verbal. Los verdaderos genios, los que poseen miradas diferentes, innovadoras, capaces de meterse en profundidad en cuestiones complejas y resolverlas son realmente pocos.

 

El 28 de enero de 1986, 35 años atrás, se produjo la tragedia del Challenger, el mayor desastre del programa espacial norteamericano. A los 73 segundos del lanzamiento en el cielo se formó un macabro cisne de humo, fuego y gases que terminó con la vida de los siete tripulantes. Eran seis astronautas y una docente de escuela secundaria, Christa McAulifffe. 

 

Las imágenes del transbordador se repitieron innumerables veces en los canales de todo el mundo. También las de los familiares de los astronautas abrazados en las tribunas de la base, tratando de entender, haciendo fuerza por volver el tiempo atrás, enfrentándose al dolor; y las de los chicos de primaria que habían ido a una fiesta, a ver algo único como el lanzamiento de una nave espacial y se encontraron en medio de una tragedia.

 

Al principio sólo había dudas y preguntas. ¿Qué pudo haber salido mal? Hubo especulaciones, acusaciones cruzadas y el riesgo de que sucumbiera la NASA y el Programa Espacial, en medio de la Guerra Fría, en medio de la Stars War que Reagan iba ganando.

 

Para conocer qué fue lo sucedido tuvo una influencia determinante uno de los escasos genios de los que se habla en el primer párrafo: el físico norteamericano Richard Feynman.

 

Galardonado con el Premio Nobel de física en 1965 por sus contribuciones en la electrodinámica cuántica, Feynman fue una de las grandes figuras científicas del Siglo XX. Fue elegido como uno de los 10 físicos más importantes de la historia. Hizo aportes en numerosas ramas. Para los legos ya resulta complicada retener siquiera retener el nombre de sus hallazgos sin siquiera pensar en entenderlos, que incluyen la física, la mecánica cuántica, la matemática, la nanotecnología y hasta la computación.

 

El despegue, la tragedia y el estupor de los familiares

 

Su curiosidad era innata. Desde muy chico se mostró inquieto y se animó a preguntarse sobre cosas que otros daban por sentadas. De padres Ashkenazis, se declaró ateo y nunca permitió que lo encasillaran como científico judío porque opinaba que esas caracterizaciones sólo tendían a desarrollar prejuicios raciales y étnicos. Como alguna vez dijo Borges, él no creía, pero se interesaba (mientras que los practicantes creen, pero no se interesan) en todas las cuestiones y se enfrascó en intensos debates teológicos.

 

Se destacó precozmente en las matemáticas alcanzando hallazgos notables. Luego se dedicó a la física. Fue pretendido por numerosas universidades e institutos. Se graduó en el MIT.

 

Feynman estaba muy preocupado también por la divulgación. Se esmeraba para que sus ideas fueran difundidas y para que la gente que no tenía formación en las ciencias duras pudieran entenderlas. Desarrolló un sistema para lograr ese objetivo. Diferenciaba entre saber el nombre de algo y saber sobre algo. para eso proponía cuatro pasos. Primero elegir un tema de cualquier rama. Luego escribir todo lo que se sabe sobre eso en un lenguaje sencillo, como si se lo estuviera explicando a un niño. En tercer lugar, repasar lo escrito e identificar lo que no se sabe, lo que se olvidó, lo que no se pudo explicar. Es en ese momento en el que se empieza a aprender. Y eso hacerlo con dada cuestión o subtema. Por último, repasar lo escrito una vez más y simplificarlo, eliminar las palabras técnicas, el argot. Si la explicación no es sencilla o continúa siendo confusa, hay algo que todavía no estamos entendiendo.

 

Con este sistema sumada a su extraordinaria habilidad para insertar anécdotas divertidas y el manejo del suspenso se convirtió en uno de los grandes divulgadores científicos del Siglo XX, uno de los pocos que podía hacerse entender (y maravillar) a un público ultra especializado y a aquellos que desconocían todo del tema.

 

En una de las ciudades chicas en las que vivió mientras enseñaba e investigaba, las quejas de un grupo de mujeres en pos de las buenas costumbres ocasionaron la clausura de una especie de cabaret, esos locales típicamente norteamericanos de strip tease. Él utilizaba el bar casi como segunda oficina. Iba a tomar algo y seguía trabajando y pensando en sus ecuaciones en ese paisaje ruidoso y repleto de mujeres desnudas. Los dueños del local hicieron una presentación judicial para evitar el cierre. No consiguieron que ninguno de los parroquianos declarara en su favor. Nadie quería que se supiera que frecuentaba el lugar. Feynman fue el único que se presentó ante el juez. Defendió el derecho del bar y de las chicas de trabajar, hasta lo describió casi como una necesidad pública: “Allí van trabajadores, técnicos, comerciantes, doctores, obreros y, claro, un profesor de física”.

 

La tripulación completa del Challenger. Arriba: Ellison S. Onizuka, la maestra Christa McAuliffe, Gregory Jarvis, Judith A. Resnik. Abajo: Mike J. Smith, el comandante Francis “Dick” Scobee; y Ronald E. McNair. 

 

Tenía una fijación con la verdad, con ser honesto. Tenía la plena convicción que la condición indispensable del científico era la honestidad. Era, para él, el principio fundamental del pensamiento científico. Y que ella debía comenzar por uno mismo. “No nos debemos engañar a nosotros mismos que, por otra parte, somos las personas más fáciles de engañar. Si no me engaño a mí mismo, es bastante sencillo no engañar a otros científicos. Después sólo hay que seguir siendo honestos, en el sentido más llano del término”, decía.

 

Este principio lo puso en práctica en cada momento de su vida profesional. No dejó que avatares políticos, broncas temporarias o beneficios partidarios modificaran el rigor con el que pensaba. La ciencia no es un sistema de creencias, una cuestión de fe. Las conclusiones a las que arribaba eran fruto de una búsqueda, de un proceso intelectual exhaustivo e implacable que no podían redirigirse por conveniencias o inclinaciones políticas.

 

En este contexto llama la atención que en 1986 lo hayan elegido para integrar la Comisión Rogers creada para investigar lo sucedido con el Challenger. Es posible que el poder político haya creído que se trataba sólo de una cuestión estadística, de mayorías. Que Feynman se vería aplastado por la burocracia, que ya no tendría la energía de su juventud y que, en todo caso, los dóciles a las presiones eran mayoría y lograrían tapar, simplemente votando a mano alzada, cualquier intento de llegar hasta el fondo del asunto.

 

No había en ese momento en los Estados Unidos un científico que combinara tales dosis de prestigio y de conocimiento público. Era un nombre casi imprescindible en para que la comisión adquiriera visos de respetabilidad.

 

El despegue del Challenger, cuando nada hacía pensar en el terrible desenlace 

 

Lo que no tuvieron en cuenta fue su vocación por la verdad, lo inmanejable que Feynman resultaría. Pero el mismo esquema de funcionamiento de la comisión, la gravedad del tema, el dolor circundante y el aura de la Nasa parecían que lo mantenían en caja. Sin excesos, ni preguntas demasiadas molestas.

 

Pero Richard Feynman sólo se tomó su tiempo para ver mejor la situación, para entender el problema, para conocer a fondo el funcionamiento del Challenger y, también, los tiempos internos de la Comisión.

 

Porque para un pensamiento con tales niveles de abstracción que lo convertían en una de las cumbres de las matemáticas y de la física teórica del Siglo XX, Feynman tenía una increíble capacidad para entender el timing de algunas situaciones prácticas.

 

En su trayectoria hay un antecedente clave que explica alguno de sus movimientos subterráneos en la investigación del desastre del Challenger. Siendo muy joven fue convocado para el Proyecto Manhattan, el que desarrolló las Bombas Atómicas que luego serían arrojadas sobre Hiroshima y Nagasaki. Allí participó en varios grupos de investigación. Su curiosidad y ductilidad permitieron que integrara en esos años varios grupos de investigación diferentes y que participara de distintas etapas. Presenció la explosión de prueba en Trinity y fue el único de los presentes que prefirió no usar anteojos especiales porque se sabía protegido de los rayos por el parabrisas del vehículo en el que estaba.

 

En Los Álamos estaba solo. Su esposa hacía tiempo que estaba enferma de tuberculosis. Se habían casado conociendo el estado de ella. Cada tanto viajaba a verla. Uno de esos viajes le trajo problemas. Otro de los integrantes del Proyecto le prestó el auto para que pudiera visitar a su esposa convaleciente (moriría poco tiempo después). El dueño del vehículo era Klaus Fuchs, un espía soviético. Luego se comprobó que Feynman no tenía nada que ver con el espionaje. Como más allá de las tareas de investigación y fabricación de la bomba eran pocas las actividades que tenían en ese pueblo montado sólo a esos efectos, el aburrimiento era algo bastante común en los escasos momentos de ocio. Feynman se burlaba de las medidas de seguridad y abrir cerraduras de oficinas y cajones, descifrar claves de puertas se convirtió en su divertimento favorito. De esa manera conseguía dos cosas a la vez: se burlaba del sistema y les demostraba que la alta seguridad pretendida no era tal.

 

El momento exacto en que se desata la tragedia 

 

Al Proyecto Manhattan no sólo lo llevó su brillantez técnica sino también la convicción de que Hitler debía ser detenido. Para él se trataba de una carrera contra el tiempo. Debía colaborar para llegar antes que las nazis. Luego del daño producido por los lanzamientos se mostró arrepentido y atravesó una larga depresión provocada por su reciente viudez y por la culpa que asolaba por las muertes de Hiroshima y Nagasaki.

 

Pero lo otro que aprendió en su estadía en Los Álamos es que cualquier proyecto científico de esa magnitud debe saber lidiar con los componentes y las presiones políticas del caso. Que la investigación pura está condenada al fracaso o a no llegar a materializarse en resultados si no se pueden superar los meandros del poder. No sólo bastaba con tener la verdad sino también tejer las alianzas necesarias para ser escuchado y hacerse entender, explicar con lenguaje llano, volver visuales sus ideas.

 

La Comisión Rogers fue creada por el presidente Ronald Reagan para buscar las razones que llevaron al desastre del Challenger. Estaba integrada por un grupo de notables, personalidades de diferentes ramas de la vida norteamericana que debían a través de la toma de testimonios, investigaciones y análisis de documentos explicar por qué había ocurrido la tragedia.

 

En la tragedia murieron los siete tripulantes del transbordador espacial NASA 

 

La encabezaba William Rogers, antiguo Secretario de Estado. Era un hombre con un pasado ilustre y respetado. Pero un hombre proveniente de la política, permeable a sus vicios e influencias. Reagan le dio la directiva que la comisión y su dictamen debían proteger a la NASA, institución que definía la vanguardia tecnológica de los Estados Unidos, el sitio de lo imposible y bastión de la Guerra Fría con el alunizaje y los demás hitos de la exploración espacial.

 

Mientras avanzaban las audiencias, Feynman descubrió que más que voluntad de investigación, a la Comisión la guiaba un afán encubridor, como si todo estuviera encaminado a cargar todas las responsabilidades a la fatalidad y a la magnitud de la empresa propuesta.

 

Sin embargo, Feynman entendió que habían existido señales evidentes de los problemas y que habían sido subestimadas. Que había existido un enfrentamiento sordo entre científicos y ejecutivos que derivó en que se asumieran riesgos excesivos.

 

Según la NASA la posibilidad de una falla era de 1 en 100.000 pero Feynman logró demostrar que los científicos habían concluido que el riesgo era mucho mayor, de 1 en 200. Y que la decisión de realizar el lanzamiento ese 28 de enero, luego de haber sido pospuesto en otras oportunidades, pese a las condiciones climáticas adversas se había debido a cuestiones políticas. El Congreso norteamericano necesitaba mayor acción para seguir derivando partidas presupuestarias para un proyecto tan demandante como el Challenger. Sus lanzamientos se habían convertido en algo usual y la excitación inicial se había disuelto. Ya sus misiones no ocupaban la primera plana de los diarios, sino que estaban perdidas en recuadros en las páginas interiores. En ese contexto fue que se pensó en la inclusión de alguien que no fuera astronauta en la misión. Por eso la convocatoria a docentes de todo el país, el exigente casting entre once mil postulantes y la elección final de Christa McAuliffe, la profesora de una secundaria de New Hampshire, casada y con dos hijos, que daría dos clases desde el espacio que serían televisadas a todo el mundo.

 

El penacho de humo del transbordador Challenger tras la ruptura en pleno vuelo que mató a los siete tripulantes de la misión STS-51-L. 

 

Ese punto, la inclusión de un civil, la voluntad propagandística de la empresa, fue uno de los aspectos que Feynman veía como más reprochables. Y que convertía todo en algo medio circense.

 

Pero para que sus ideas y su punto de vista pudieran ser escuchados y ayudaran a descubrir la verdad, Feynman debía transitar ese terreno pantanoso de la política en el que las verdades suelen quedar atrapadas en arenas movedizas y lentamente, estancadas, empiezan a hundirse.

 

Para ello el Premio Nobel semblanteó a los otros integrantes de la comisión para saber quién podía ser su aliado. Su paso por Los Álamos le hizo prestar atención al Gral. Donald Kutyna. Sabía cómo pensaban los militares y descubrió en él un sentido del honor hasta casi antiguo. En algún receso de las audiencias, mediante, charlas casuales lo tanteó hasta que ambos pudieron expresar sus sospechas con tranquilidad. A Kutyna lo había alertado una cuestión doméstica: arreglando su auto descubrió, una mañana helada, que las juntas habían perdido toda flexibilidad. Se propusieron actuar en equipo, hacer una especie de movimiento de pinzas para desentrañar la verdad, un tándem para desarmar el encubrimiento. Pero faltaba un paso. Necesitaban además de tener la razón, ser claros, demostrarlo. Un golpe contundente.

 

Y de eso se encargó Feynman. En una audiencia televisada, en medio del testimonio de un directivo de la agencia espacial, el científico tomó la palabra. Sigiloso y amable, hasta gracioso, sin tono acusador ni imperativo, Feynmann esperó su oportunidad para hacerse notar. Mientras hablaba, con cierta lentitud, con un deliberado manejo del suspenso, agarró un círculo de goma, que parecía una especie de gomita para el pelo, y lo sumergió en un vaso con agua helada. Al rato mientras seguía con sus preguntas al testigo, el Premio Nobel metió dos dedos en el vaso y sacó el círculo de goma. El frío la había puesto rígida, había perdido su flexibilidad. De esa manera, con ese simple experimento, Feynman convenció a millones de personas que el problema del Challenger estaba en las juntas tóricas, unas piezas que debían sellar compartimentos pero que con el frío se ponían rígidas. Esa falla fue la que provocó la tragedia. Al fallar ese sellamiento, el escape de oxígeno y de hidrógeno provocó fuego, el contacto con el tanque de combustible, la alteración de las fuerzas aerodinámicas, la destrucción de la nave espacial en su décima misión.

 

Mandatory Credit: Photo by Everett/Shutterstock (10278067a) Richard Feynman (1918-1988), American theoretical physicist and winner of the 1965 Nobel Prize winners. 1963 portrait. Historical Collection

 

Lo más grave era que varios científicos habían advertido del problema, pero sus avisos y pedidos de postergar el lanzamiento por las súbitas heladas en Cabo Cañaveral no fueron escuchadas por circunstancias políticas. La Nasa debía cumplir con su apretado cronograma de misiones y era deseable que el mismo día que Reagan brindara su discurso anual sobre el Estado de la Nación, los Estados Unidos hubiera puesto una nave más en el espacio.

 

En el informe final de la Comisión Rogers, Richard Feynman obligó a que se incorporara una frase bajo amenaza de no suscribirlo (hubiera sido un escándalo que él no acompañara las conclusiones definitivas y el fracaso de la investigación): “Para una tecnología exitosa, la realidad debe prevalecer por sobre las relaciones públicas; la naturaleza no puede ser engañada”.

 

Esa frase, esa cita debería estar inscripta en cada edificio público, debería guiar a cada funcionario que afronta alguna cuestión relacionada con la ciencia.

 

Richard Feynman murió en 1988 a causa de un cáncer. Tenía 69 años.

 

Dicen que sus últimas palabras fueron: “No me gustaría volver a morir. Esto es demasiado aburrido”

 

Fuente: https://www.infobae.com

“HOUSTON, TENEMOS UN PROBLEMA”: EL HÉROE QUE SALVÓ LA VIDA DE LOS ASTRONAUTAS DEL APOLO 13 Y LOS TRAJO DE REGRESO A LA TIERRA

 

 

Glynn Lunney fue uno de los cuatro directores del vuelo y quien recibió el llamado del comandante Lovell. Tomó una serie de decisiones, todas acertadas, que convirtieron el fracaso de la misión en un éxito espectacular. Los tripulantes regresaron sanos y salvos, de milagro. Fue el “héroe olvidado”. Murió el pasado 19 de marzo, a los 84, a pocos días de los cincuenta y un años de su hazaña

 

Por Alberto Amato


El video de la NASA en homenaje a Glynn Lunney, el hombre que trajo de vuelta al Apollo 13

 

 

Toda historia tiene un héroe. Si no, no hay historia. Y toda historia tiene una frase que la simboliza, o la enaltece, o la define. Toda historia con su héroe tiene también su héroe olvidado, o ignorado, o secreto. Glynn Lunney fue uno de esos héroes desconocidos: fue el ingeniero y director de vuelos que logró hacer regresar desde el espacio a los tripulantes en riesgo de la Apolo 13, la tercera misión de la Nasa que iba a caminar sobre la Luna, a la que nunca llegó. 

 

Fue gracias al aplomo, al sentido común de Lunney y a su rapidez para tomar decisiones acertadas que los tres tripulantes de la Apolo 13, el comandante James Lovell, el piloto del módulo lunar Fred Haise y el piloto del módulo de mando John Swigert, regresaron a la Tierra sanos y salvos, de milagro, también es verdad, el 17 de abril de 1970, hace cincuenta y un años.

 

Lunney fue un héroe reconocido. Pero poco. La NASA lo condecoró, fue director de vuelo de varias misiones más, entre ellas las del proyecto Apolo Soyuz que unió en la conquista del espacio a Estados Unidos y la Unión Soviética, y del proyecto que vio nacer a los primeros trasbordadores espaciales.

 

La película sobre la odisea de la Apolo 13, dirigida por Ron Howard en 1995, ignoró un poco a Lunney y centró los méritos en otro director de vuelo Gene Kranz, otro héroe desconocido, además de los otros dos directores del vuelo espacial: eran cuatro equipos que trabajaban las veinticuatro horas. Junto a Lunney y a Kranz, se desvelaban Gerry Griffin y Milt Winder.

 

Si la historia de Lunney es hoy conocida, su carrera revalorizada y su personalidad destacada, es porque murió de cáncer el pasado 19 de marzo, a los 84 años, y poco antes de un nuevo aniversario de su hazaña.

 

El mérito de Lunney, entre otros tantos, es haber oído al comandante de la Apolo 13, Jim Lovell, decir la famosa frase que simboliza la historia: “Houston, tenemos un problema”. O, en inglés, “Houston, we have a problem”. No fue la frase real, sino la que pasó a la historia. La verdadera, no se diferencia mucho, fue: “Houston, we’ve had a problema here”: “Houston, hemos tenido un problema aquí”.

 

Glynn Lunney, ingeniero de la NASA en las misiones Gemini y Apolo (NASA)


“Aquí” era un punto en el negro abismo del espacio y a trescientos veinte mil kilómetros de la Tierra. Y el “problema” consistía en que en la nave había estallado uno de los dos depósitos de oxígeno, había dejado dañado al otro y había quedado sin posibilidad de generar electricidad ni agua potable. La falta de agua no implicaba sólo sed para los tripulantes: también era imposible que fuesen refrigerados los equipos electrónicos.

 

Lunney no sólo oyó la calmada pero tensa voz de Lovell. También empezó a tomar una serie de decisiones que salvaron la vida de los astronautas. La primera fue sencilla: no hacer nada que pueda empeorar las cosas. Lunney era un joven ingeniero de 33 años que había nacido en 1934 en un centro minero de carbón de Pensilvania. Su padre lo había impulsado a estudiar, a huir de la mina, y Lunney eligió el diseño de aviones. Estudió ingeniería en la Universidad de Scranton y luego en la Universidad de Detroit y en el Centro de Investigación Lewis de Cleveland, Ohio. Tuvo suerte. Se graduó en junio de 1958 como licenciado en ingeniería aeroespacial, y al mes siguiente el presidente Dwight Eisenhower creó la NASA. Y a sólo doce años de graduado, tenía la vida de tres astronautas en sus manos y un fracaso en puerta: la misión lunar de la Apolo 13.

 

La segunda decisión importante que tomó Lunney después de escuchar a Lovell hablar de su “problema”, fue la de abortar la misión a la Luna. La nave comando estaba moribunda, servía casi para nada y era un potencial peligro para los tres astronautas. El nombre de la nave, pasó a cobrar un dramático simbolismo: Odyssey, Odisea. Y el módulo lunar Aquarius, con el que Lovell y Haise pensaban andar por la Luna, era ahora, o parecía serlo, la única esperanza de los tres astronautas.

 

Lunney, junto a sus pares, tomó entonces otra de sus sabias decisiones: usar al Aquarius como un bote salvavidas. Pidió a Lovell, Haise y Swigert que abandonaran Odyssey y que pasaran al módulo lunar, diseñado y preparado para que lo ocuparan dos hombres, y no tres, y con provisiones, y previsiones, destinadas a dos días de viaje y no a los cuatro que duraría el viaje de regreso.

 

13/04/2021 Módulo de servicio del Apolo 13 dañado, fotografiado desde el módulo de mando después de la separación. POLITICA INVESTIGACIÓN Y TECNOLOGÍA NASA

 

¿Qué había pasado? ¿Qué había fallado en la Apolo 13? Las investigaciones posteriores demostraron que existió, como suele suceder en los accidentes aéreos, una trágica combinación de yerros humanos y deficiencias técnicas. En este caso, pero para evitar una tragedia mayor, también existió una suerte tremenda.

 

El estallido de la Apolo 13 empezó varios años antes de la misión, cuando la NASA pidió a la empresa que diseñaba y construía el módulo de mando “Odyssey” que los sistemas eléctricos de la nave fuesen compatibles con los 65 voltios de corriente continua que circulaban en el Centro Espacial Kennedy, de Florida, y a pesar de que la nave estaba diseñada para operar con sólo 28 voltios. Sus tanques de oxígeno llevaban un “calentador” que lo convertían en gas, y que eran controlados cada uno por un termostato que no estaba preparado para el exceso de voltaje. Uno de esos tanques de oxígeno, el número 2 de la Apolo 13, había sufrido además una caída accidental el año anterior al lanzamiento. Fue una caída leve, de cinco centímetros de altura y de las manos de un operario. Pero dañó uno de los componentes internos del sistema de llenado, y desató un proceso de deterioro en el aislante de los cables. Cuando en Houston llenaron el tanque número 2 con oxígeno líquido para el lanzamiento de la Apolo, dejaron armada y sin saberlo una bomba de tiempo. Y la bomba estalló en pleno vuelo, cuando se fundió uno de los cables internos, provocó un cortocircuito y el estallido, que esparció todo el oxígeno en el espacio.

 

Con el alunizaje ya perdido y la cabeza puesta en devolver a los astronautas a Tierra, Lunney decidió que la nave rodeara la Luna y encarara el regreso: el viaje sería más largo, pero “Odyssey” podría aprovechar el impulso de la gravitación lunar que la “empujaría” en su peligrosa e incierta vuelta a casa. Decidió también diseñar un sistema de orientación que tuviese en cuenta el Sol y la Tierra, en lugar de hacerlo por las estrellas. La Apolo 13 viajaba rodeada de fragmentos metálicos, producto del estallido, que podían confundir a los tripulantes. Restringió el agua y la electricidad a los ahora habitantes del “Aquarius” y ordenó que desconectaran del módulo principal los equipos de telemetría, el ordenador principal y el purificador de aire.

 

El astronauta John L. Swigert Jr, piloto del módulo de comando en el momento del armado del filtro que los ayudó a mantenerse con vida durante el accidentado viaje de la misión Apollo 13 (Reuters)

 

Lunney también diseñó una ruta que no estaba trazada: “Construimos una autopista especial de un cuarto de millón de millas por la que, durante cuatro días, sirvió para que la tripulación volviera a casa. Para eso trabajó gente de todos los continentes en apoyo nuestro y de los astronautas en peligro -narró luego Lunney en un documental- Fue un sentimiento inspirador que nos recordó una vez más nuestra humanidad común”.

 

Era verdad. Alekséi Kosyguin, primer ministro de la rival Unión Soviética, ofreció la ayuda de la armada de la URSS y de su marina mercante para la recuperación de la cápsula, que todavía no se sabía adónde iba a caer. “Espero que los intrépidos astronautas -dijo Kosyguin- regresen felizmente a la Tierra”. La intrepidez no les servía de nada a Lovell, Haise y Swigart: estaban abandonados a su destino. Y en manos de Lunney y de los otros tres jefes de vuelo de la NASA. Mientras, el mundo seguía en un hilo aquel disparatado viaje de retorno que duró cuatro días.

 

Hubo yerros, cálculos equivocados, improvisación forzada a medida que el drama se hacía más intenso. Por ejemplo, las primeras correcciones del rumbo de Apolo 13, que se manejaba ahora desde el módulo lunar, dieron un pequeño, pero acaso decisivo error. ¿Qué sucedía? Que los especialistas en trayectoria no habían tenido en cuenta que ahora, en el módulo lunar, viajaban tres personas y no dos, y que eso alteraba el centro de gravedad de la nave y el resultado del impulso. Todos los ajustes de navegación tenían que hacerse ahora con el telescopio del módulo “Aquarius” que había sido pensado para la Luna y no para regresar a la Tierra. Como no había electricidad y los motores de “Odyssey” ya no funcionaban, tenían que usarse los motores de “Aquarius”. Pero habían sido pensados para una nave más liviana y no para mover las veinticinco toneladas del módulo de mando y de servicio que llevaba ahora acoplados, cuando horas antes era el módulo lunar el que estaba acoplado a la nave madre.

 

Poco antes de reingresar en la atmósfera, los tres astronautas regresaron a “Odyssey”, que era un freezer que deambulaba en el espacio helado, y se prepararon para descartar el módulo de servicio, que estaba averiado, y al “Aquarius”, que les había salvado la vida.

 

La operación de desacople se había ensayado, pero nunca bajo circunstancias de riesgo tan extremo. Hallaron que una de las baterías auxiliares estaba cargada al máximo y el ordenador principal, que habían apagado a pedido de Lunney, funcionó a la perfección cuando lo pusieron en funcionamiento y después de pasar cuatro días en aquella heladera espacial. La batería cargada les garantizaba electricidad suficiente para accionar el mecanismo de lanzamiento de los paracaídas, que suavizarían el impacto de Apolo en las aguas.

 

Mandatory Credit: Photo by NASA/ZUMA Wire/Shutterstock (10345611a) Standing at the flight director's console, viewing the Gemini-10 flight display in the Mission Control Center are William C. Schneider, Mission Director; Glynn Lunney, Prime Flight Director; Christopher C. Kraft Jr., MSC Director of Flight Operations; and Charles W. Mathews, Manager, Gemini Program Office. Christopher Kraft at NASA, Houston, USA - 18 Jul 1966

 

La última hazaña de Lunney fue calcular con exactitud, después de varias correcciones de trayectoria, no sólo el punto exacto de acuatizaje de la nave, sino, lo más importante, que Apolo 13 no se “pasara de largo” de la Tierra, lo que la hubiera convertido en un ataúd perdido para siempre en el cosmos. El habitual lapso de entre siete y diez minutos de silencio de radio que rodea la entrada de una nave en la atmósfera fue, en el caso de Apolo 13, más tenso y dramático.

 

En el Océano Pacífico, a unos mil kilómetros al sudeste de Pago Pago, en la Samoa estadounidense, esperaba a los astronautas el portaaviones “Iwo Jima”, que había recuperado antes a cuatro tripulaciones del proyecto Apolo. A bordo no estaban tranquilos. Por si hubiesen sido pocas las desgracias de Apolo 13, a cuatrocientos kilómetros de las islas amenazaba Helen, una borrasca tropical candidata a convertirse en huracán, que podía dificultar el rescate. Cuando en Houston volvieron a escuchar la voz de los astronautas, respiraron aliviados. La cápsula espacial cayó minutos después a sólo cinco kilómetros del “Iwo Jima”. Cuando los primeros buzos rodeaban la nave a flote, Haise asomó la cabeza por la compuerta, algo que parecía imposible días y horas antes. Fue el primero en ser izado al helicóptero de rescate: estaba enfermo, el frío y la escasez de agua le habían provocado una infección renal que lo mantuvo unos días en la enfermería del Iwo Jima.

 

Al lado de lo que había pasado, parecía un chiste.

 

Después de convertir un fracaso en un éxito espectacular, Lunney, junto a sus colegas directores del vuelo de Apolo 13, recibió la Medalla Presidencial de la Libertad, y fue después elegido por la NASA para viajar a la URSS a discutir la eventual cooperación espacial entre los dos países. Cuando ese acuerdo llegó y se convirtió en el Proyecto de Prueba Apolo-Souz (ASTP según su sigla en inglés) fue nombrado director técnico: su trabajo consistía en lograr un acoplamiento de dos naves espaciales de Estados Unidos y la URSS. Lo logró en 1975. En 1981 tuvo a cargo el programa Space Shuttle. Dejó la NASA en 1985 y al año siguiente fue llamado a declarar por la comisión del Congreso que investigaba la tragedia del Challenger. Después trabajó en la industria privada hasta que se jubiló, en 1999.

 

Quién sabe qué hubiese sido de la carrera espacial, si Lunney no hubiese estado al pie del micrófono cuando el comandante Lovell dijo aquello de: “Houston, we’d had a problema here”.

 

Fuente: https://www.infobae.com

29 de junio de 2021

110 SEGUNDOS PARA MORIR: LA AGONÍA DE LOS TRES ASTRONAUTAS DE LA SOYUZ 11 CUANDO SUPIERON QUE NO IBAN A REGRESAR VIVOS


Hace 50 años, la tragedia sacudió la carrera espacial en la Unión Soviética. La nave, tripulada por Vladislav Vólkov, Gueorgui Dobrovolski y Viktor Patsáyev, había partido el 6 de junio de 1971 con la misión de vivir la primera experiencia de vida humana prolongada en el espacio y volver para contarlo. Pero nada salió como lo planeado. Cuando aterrizaron, los tres estaban muertos

 

Por Alberto Amato

 

Hace medio siglo, la Soyuz 11 viajó el espacio para consumar una hazaña. Tripulada por los cosmonautas Vladislav Vólkov, Gueorgui Dobrovolski y Viktor Patsáyev, tenía como misión acoplar la nave a la primera estación espacial de la historia, la Salyut 1

 

Fue ideada para la hazaña. Y terminó en desastre. Todo anduvo mal, desde el principio. La URSS, en plena carrera espacial para igualar, y superar, a los Estados Unidos, que ya habían puesto al Hombre en la Luna, debió abortar la misión, empezar todo de nuevo, apiadarse hasta de sus yerros. Pudo más el orgullo, la necedad y la soberbia, que son la piedra fatal con la que tropiezan los Gobiernos totalitarios. Y los no totalitarios, también.

 

Hace medio siglo, la nave espacial Soyuz 11 viajó el espacio para consumar una hazaña. Tripulada por los cosmonautas Vladislav Vólkov, Gueorgui Dobrovolski y Viktor Patsáyev, tenía como misión acoplar la nave a la primera estación espacial de la historia, la Salyut 1, entrar en ella, habitarla, reparar lo que hiciese falta, reorientar sus instrumentos, vivir la primera experiencia de vida humana prolongada en el espacio y volver para contarlo. 

 

Soyuz 11 partió a la aventura el 6 de junio de 1971. Logró la hazaña que, dadas las circunstancias, tuvo características de milagro, y regresó a Tierra el 29 de junio de hace hoy cincuenta años


Soyuz 11 partió a la aventura el 6 de junio de 1971. Logró la hazaña que, dadas las circunstancias, tuvo características de milagro, y regresó a Tierra el 29 de junio de hace hoy cincuenta años

 

Cuando abrieron la cápsula espacial, los tres cosmonautas estaban muertos. Un escape de aire los había asfixiado con extraordinaria rapidez y precisión. No vestían traje espacial, que les hubiera salvado la vida, porque el experimento también consistía en saber qué pasaba con los astronautas que viajaban al espacio sin protección y sin oxígeno de emergencia. Además, los voluminosos trajes espaciales hubiesen reducido la tripulación a dos personas, y la idea era enviar al espacio a tres. Todo mal.

 

El fracaso de la Soyuz 11 retrasó en dos años el programa espacial de la URSS, obligó a rediseñar el proyecto y las naves Soyuz y condenó a muerte a la estación espacial Salyut 1, que fue desviada de su órbita, reorientada y obligada a caer en el mar.

 

Todo venía muy mal desde antes. La Soyuz 10 había fracasado en su misión de entrar a la Salyut 1. Se había acoplado, en abril de aquel fatídico 1971, pero su tripulación no pudo ingresar a la estación espacial. El sistema de acoplamiento se dañaba con una presión equivalente a 130 kilos, mientras que durante la maniobra de unión debía soportar entre 160 y 200 kilos. La pieza que se deformaba con el peso fue reforzada para la Soyuz 11. Esta vez, todo iba a salir bien.

 

Pero es que todo había empezado mal. Ni Vólkov, ni Dobrovolski, ni Patsáyev debieron haber tripulado la Soyuz 11. El equipo original estaba formado por otros astronautas: Aleksei Leónov, Valeri Kubásov y Piotr Kolodin. Pero el 3 de junio, días antes del viaje espacial, una radiografía de Kubásov mostró una mancha en uno de sus pulmones. Los médicos temieron tuberculosis y le prohibieron volar. Según las reglas del programa espacial soviético, si se descartaba a un cosmonauta, cualquiera fuese la razón, se descartaba a la tripulación entera. Así llegaron a la Soyuz 11 Vólkov, Dobrovolski y Patsáyev. Y así salvaron la vida sus tres camaradas.

 

Cuando abrieron la cápsula espacial, los tres cosmonautas estaban muertos. Un escape de aire los había asfixiado con extraordinaria rapidez y precisión. No vestían traje espacial, que les hubiera salvado la vida, porque el experimento también consistía en saber qué pasaba con los astronautas que viajaban al espacio sin protección y sin oxígeno de emergencia

 

Los tripulantes de Soyuz 11 se acoplaron a Salyut 1 el 7 de junio y de modo automático. La pieza rebelde que antes se deformaba, resistió y la primera parte de la hazaña estuvo cumplida. Los tres entraron a Salyut 1, encendieron el sistema de regeneración de aire y cambiaron un par de ventiladores que funcionaban a regañadientes. De inmediato sintieron un penetrante olor a humo y desde tierra se les aconsejó pasar esa primera noche en la nave espacial y no en la estación. Al día siguiente, el aire de Salyut era normal, los cosmonautas entraron como a casa, hicieron un par de maniobras de corrección orbital y orientaron los paneles de la estación hacia el Sol. En la Tierra, la prensa del mundo destacaba una nueva hazaña de la astronáutica soviética.

 

Sin embargo, a bordo de Salyut las cosas no iban bien. Vólkov, Dobrovolski y Patsáyev no siguieron el programa de entrenamiento imprescindible para paliar los efectos de la falta de gravedad. De modo que el 9 de junio, por el sistema de televisión que enlazaba la estación con el centro de control, se les “recordó” la necesidad de realizar esos ejercicios, con el abanico de matices que el régimen soviético adjudicaba a la palabra “recordar”. Pero el reto sirvió de poco. Lo que en el control de la misión sabían, y el resto del mundo ignoraba, es que las relaciones entre los cosmonautas eran pésimas.

 

El equipo de rescate hizo entonces lo que había pensado el comandante Dobrovolski: abrió la escotilla para alzar a los cosmonautas como a tres bebés, para llevarlos a los helicópteros y a la gloria. Pero los tres estaban muertos

 

El comandante, Dobrovolski, de 43 años con una enorme responsabilidad a cargo, entraba en fricciones constantes con Vólkov, un ingeniero de vuelos de 35 años que ya había participado de otra misión espacial, sentía que debía comandar esta y que, en cambio, había sido desplazado por un astronauta mayor, pero novato si se hubiese tenido en cuenta su propia experiencia. A las discusiones constantes entre los dos pilotos se sumaron algunos hechos extraños: el 16 de junio, un misterioso incendio en la estación Salyut 1 casi provoca una evacuación de emergencia. Y luego hubo algunas discusiones fuertes entre Dobrovolski y Vólkov por la avería del telescopio principal, con una tapa que funcionaba, como todo en aquella experiencia espacial, a tropezones.

 

La misión se acortó. Para frenar ese clima de trinchera, las autoridades ordenaron el regreso de la Soyuz 11 el 30 de junio, cuando la fecha inicial del retorno estaba prevista para el 7 de julio, un mes después del lanzamiento. Mientras, se adelantaba la partida de la Soyuz 12 para el 20 de julio.

 

Todo no dejaba de estar teñido de un irónico fatalismo, porque Soyuz, en ruso, significa unión. Y si algo no había en aquella tripulación, era unión. El principio de incendio en la estación espacial, y el peligro que implicaba, pareció haber serenado en parte los levantiscos ánimos de los cosmonautas. Lucharon juntos para controlar el fuego, apagaron el generador principal de oxígeno, conectaron el secundario, cambiaron los filtros del generador apagado y volvieron a encenderlo después de seis horas de peligro. El riesgo pareció unir a los astronautas. En los días siguientes, no hubo más incidentes, ni técnicos, ni humanos. Patsáyeb, otro ingeniero de vuelos de 38 años, hasta se dio el gusto de plantar algunas semillas en Salyut para dar origen al primer jardín espacial de la humanidad.

 

La batalla desesperada por intentar volverlos a la vida: respiración boca a boca, masaje cardíaco, una batería inútil de recursos médicos en el árido suelo kazajo: los astronautas estaban muertos desde hacía media hora

 

La única preocupación pasó a ser el estado físico de los astronautas. El 20 de junio evaluaron desde el control en tierra que la capacidad pulmonar de los tripulantes de la Soyuz 11 había disminuido en un treinta y tres por ciento y que los trajes Penguin de entrenamiento no funcionaban bien. Igual, los responsables de la misión decidieron el regreso de la Soyuz para que aterrizara entre el 27 y el 30 de junio porque había un récord a batir, el de permanencia en el espacio, que se cumplía, y se cumplió, el 25 de junio. Desde el 26 en adelante, todo se ciñó a los preparativos para el regreso a la Tierra.

 

La decisión de que los cosmonautas de la Soyuz 11 no llevaran trajes espaciales se debió, únicamente, a los desmedidos e innecesarios riesgos que adoptaron los directores del programa espacial de la URSS. Los pesados trajes habituales reducían la posibilidad de enviar al espacio a más de dos astronautas. En lugar de rediseñar las naves, decidieron eliminar los trajes, proveedores de oxígeno en caso de emergencia, entre otras cualidades.

 

La medida se había adoptado ya con éxito en las misiones Vosdoj y por primera vez se extendía al programa Soyuz. Le medida tuvo sus detractores, entre ellos el jefe de la Comisión de Industria Militar, Leonid Smirnov, el diseñador del sistema de control ambiental, Illiá Lavrov, y Nikolai Kamanin, jefe del cuerpo de cosmonautas soviéticos. Todos exigían que la tripulación de la Soyuz 11 llevara máscaras de oxígeno, vitales para el retorno a la Tierra. Perdieron la batalla y los tripulantes de Soyuz 11 viajaron sin máscaras y con trajes de entrenamiento.

 

Una multitud en la Plaza Roja honró a los tres cosmonautas de la Soyuz 11 que murieron al regresar a la Tierra (Bettmann)

 

El 29 de junio los tres cosmonautas dejaron la estación espacial Salyut 1 y se metieron en la nave Soyuz 11 para regresar a Tierra. Al cerrar la escotilla un sensor dictaminó que el cierre no era hermético. Desde el control de la misión aconsejaron repetir la operación, pero recién después de varios intentos el sensor dejó de lanzar su bip de advertencia.

 

La Soyuz se separó de Salyut e inició su descenso. Hubo tiempo incluso para una broma. El control en tierra advirtió a los pilotos que, dada su condición física y la pérdida de masa muscular por la ingravidez, no intentarían ponerse de pie al llegar a la Tierra: tendrían que ser cargados en brazos, como bebés. El comandante Dobrovolsky soltó: “Nos vamos a sentar y a dejar que ustedes hagan todo el trabajo”.

 

Todo sucedió, casi, según los planes. La Soyuz reingresó a la atmósfera y, a siete mil metros del suelo los paracaídas se abrieron y la nave se balanceó con elegante lentitud hacia el territorio que es hoy Kasajistán. A solo seis metros del suelo dos poderosos cohetes retropropulsores hicieron que la Soyuz se apoyara en tierra como una pluma. El equipo de rescate hizo entonces lo que había pensado el comandante Dobrovolski: abrió la escotilla para alzar a los cosmonautas como a tres bebés, para llevarlos a los helicópteros y a la gloria. Pero los tres estaban muertos.

 

Empezó entonces una batalla desesperada por intentar volverlos a la vida: respiración boca a boca, masaje cardíaco, una batería inútil de recursos médicos en el árido suelo kazajo: los astronautas estaban muertos desde hacía media hora. Los pequeños, aunque potentes, dispositivos explosivos que habían detonado en el espacio para separar la Soyuz de la Salyut, habían abierto dos pequeñas válvulas de un milímetro de diámetro, diseñadas para que no se abrieran jamás juntas. Pero sí se abrieron, con seis segundos de diferencia. El preciado aire dentro de la Soyuz empezó a escapar. Y empezó también la agonía de los tres cosmonautas.

 

El funeral de Estado para los tres tripulantes que fueron declarados héroes nacionales

 

Hasta entonces, todo marchaba normal dada la misión, a los tumbos y con buena suerte. En el momento de la separación de la nave con la estación espacial, las pulsaciones de los astronautas eran normales: el comandante Dobrovolski estaba en 80 por minuto, Patsáyev en 100 y Vólkov en 120. Los tres se dieron cuenta de inmediato de la fuga de aire gracias al sonido que producía el escape, y sus pulsaciones se dispararon: los electrocardiogramas de Dobrovolski dicen que había pasado de 100 a 114 y las de Vólkov de 120 a 180.

 

Apagaron el sistema de radio para localizar la fuente del sonido y el sitio de la pérdida. La encontraron en la válvula ubicada sobre el asiento de Patsáyev. Las medidas de emergencia decían que, en veinte segundos, la pérdida debía estar controlada, pero en los entrenamientos los cosmonautas tardaban entre treinta y cuarenta segundos. La demora habría sido nada, si los cosmonautas hubiesen vestido un traje espacial que les proveyera el oxígeno faltante. Pero no, no lo tenían.

 

Las posteriores investigaciones calcularon que veinte segundos después de iniciada la pérdida, la presión en el interior de la nave había caído tanto que los astronautas debían estar ya inconscientes. A los cincuenta segundos, las pulsaciones de Pátsayev habían caído a 42 por minuto. A los ciento diez segundos, los corazones de los tres tripulantes se habían detenido.

 

Las estampillas en honor a los cosmonautas muertos en el espacio (USSR POST)

 

La tragedia de Soyuz hizo que, en adelante, todos los astronautas soviéticos llevaran trajes espaciales durante el despegue y aterrizaje de sus naves. Para evitar tragedias similares se instaló una unidad de control de fugas de aire, lo que disminuyó el espacio en la cápsula y obligó a tripulaciones de dos pilotos. Para volver a la tripulación de tres astronautas, hubo que rediseñar las naves Soyuz, que no regresaron al espacio hasta 1973. El nuevo modelo, la Soyuz T, recién se lanzó en 1980. La estación Salyut 1 ya no pudo recibir más astronautas, incluso para que le suministraran combustible, y el 11 de octubre fue destruida en una entrada controlada a la atmósfera.

 

Dobrovolski, Patsáyev y Vólkov fueron declarados héroes nacionales de la URSS. Después de un funeral de Estado, fueron enterrados en el Kremlin.

 

Fuente: https://www.infobae.com