26 de noviembre de 2018
LA AVIACIÓN: UNA NUEVA AMENAZA EN LA GUERRA CIVIL ESPAÑOLA
Antesala de la Segunda Guerra Mundial, la Guerra
Civil española demostró al mundo el mortífero poder que había alcanzado la aviación.
Las ciudades se convirtieron en objetivo militar.
Por Joaquín ARMADA
Carga de bombas a un He 111E de la Legión Cóndor
Los Ju-52 alemanes llevan días y noches atacando
Madrid cuando el periodista y escritor Arturo Barea recuerda asqueado una
visita al aeródromo de Getafe muchos años antes, durante el reinado de Alfonso
XIII. Allí, un técnico alemán le describió cómo el cuatrimotor comercial que
presentaba, un Junkers G-38, podía convertirse en pocas horas en un bombardero.
“Era tan fácil lanzar bombas sobre ciudades indefensas: se desatornillan unos
falsos remaches y se atornillan las patas de ametralladoras o las perchas para
las bombas...”. Fue así, como cuenta Barea en la novela autobiográfica La
llama, con aviones de transporte reconvertidos artesanalmente en bombarderos,
como empezaron los ataques a las ciudades y pueblos españoles nada más estallar
la Guerra Civil.
Cuando el 17 de julio tiene lugar la sublevación
contra el gobierno de la República no existen bombarderos en España, pero los
dos bandos no tardan en transformar los contados Fokker F-VII y Douglas DC-2 de
que disponen. Ignacio Hidalgo de Cisneros, jefe de la aviación republicana,
describe en sus memorias la improvisada y mortífera chapuza: “La instalación
que hicimos fue muy simple: quitamos la puerta del fuselaje y pusimos en la
parte baja del hueco una rampa de madera como las que empleaban las lavanderas,
bien encerada. Sobre ella colocábamos una bomba de cien kilos. El observador,
con su visor, iba en la cabina del piloto. Cuando calculaba que el avión estaba
pasando por la vertical del objetivo, levantaba un brazo. A esta señal se
empujaba la bomba con el pie, haciéndola deslizar por la rampa”.
Más que a patadas, las bombas se tiran en los
primeros días a mano... y a ojo. Los dos bandos deciden atacar desde el
principio las ciudades del enemigo. El 17 y 18 de julio, los improvisados
bombarderos republicanos atacan Ceuta, Larache, Melilla y Tetuán. Su objetivo
son los cuarteles de los militares sublevados, pero en Tetuán las bombas
provocan numerosas víctimas entre la población local. Pronto los sublevados
cuentan con auténticos bombarderos. El primer Ju-52 alemán llega el 29 de
julio. Al día siguiente, Mussolini envía a Franco 12 bombarderos S-81. Los
Junkers, que pronto superan la veintena, se utilizan primero para el decisivo
puente aéreo que permite que el ejército de África burle la vigilancia republicana
del Estrecho. Pero conforme dejan de ser necesarios como transporte, los
trimotores se reconvierten en los bombarderos que Junkers había soñado.
A pesar de la precariedad de las técnicas
empleadas, los ataques causan víctimas civiles desde el primer momento. Ambos
bandos carecen de los cazas y cañones antiaéreos necesarios para defender sus
pueblos y ciudades. Lejos de llegar a un acuerdo que pare los ataques, recurren
al terror. Con los primeros bombardeos llegan los asesinatos de presos
políticos. En la España sublevada, las autoridades militares aprueban bandos
anunciándolos. Ocurre en Granada tras el primer ataque en la noche del 29 de
julio. El anuncio no frena los bombardeos. Solo en agosto, la ciudad sufre 23
ataques, que provocan 26 muertos y 97 heridos. Como represalia por el ataque
del 6 de agosto, 20 presos políticos son ejecutados.
“Te escribo impresionado por lo que está ocurriendo
aquí, anota Manuel Fernández Montesinos, cuñado de Federico García Lorca y
alcalde republicano de Granada, preso en la cárcel de esta ciudad, desde hace
varios días y esta noche ha continuado: el fusilamiento de presos como
represalia por las víctimas de los bombardeos”. En la España republicana las
represalias no son oficiales, pero sí muy superiores. Las “sacas de presos” se
producen casi después de cada gran ataque. En Málaga, 270 personas son
ejecutadas entre agosto y septiembre. Más de 200 en Cartagena entre agosto y
octubre. En Guadalajara 280, cuando una multitud asalta la cárcel tras un
bombardeo que mata a 18 personas el 6 de diciembre de 1936.
Para entonces, los aviones franquistas llevan
semanas bombardeando Madrid. Los cazas y bombarderos italianos y alemanes dan a
los sublevados una abrumadora superioridad aérea que aprovechan en su avance
imparable hacia la capital. El 30 de octubre de 1936, un Ju-52 bombardea una
escuela en el centro de Getafe y mata a 60 niños. Arturo Barea, censor de las
crónicas de los corresponsales extranjeros en Madrid, quiere difundir las
imágenes de los niños muertos para lograr una condena internacional. Su jefe,
asustado por el imparable avance de las tropas franquistas sobre Madrid, quiere
destruirlas, pero Barea se niega: “Había un chiquitín con la boca abierta de
par en par en un grito que nunca acabó. Me pareció como si Hidalgo, en su
miedo, estuviera asesinando de nuevo a estos niños muertos”. Las fotos serán
publicadas. Finalmente, Madrid no caerá, pero se convertirá en la primera gran
ciudad europea bombardeada de forma sistemática.
Vivir bajo las bombas
“Siempre que aparecen aviones en el cielo de Madrid
hay grupos de madrileños que se quedan en las esquinas siguiendo con la vista
sus evoluciones con la esperanza de que sean de la República y no de los
franquistas. “¡Son nuestros, son nuestros!”, grita entusiasmado un optimista. “¡Qué
van a ser nuestros, si son seis!”. “¿Es que no tenemos nosotros seis aviones?”.
“¡Que te crees tú eso!”. Manuel Chaves Nogales incluye esta conversación en La
defensa de Madrid, un extenso reportaje escrito en 1938 a partir de las notas
que el periodista tomó durante el largo noviembre de 1936, el mes en el que la
capital estuvo a punto de ser conquistada por las tropas franquistas.
Aunque el primer gran ataque ocurrió en la noche
del 27 de agosto, fue a partir del 23 de octubre cuando los Ju-52 iniciaron el
bombardeo diario de la ciudad. Sin cazas ni artillería antiaérea que les haga
frente, los lentos trimotores bombardean cuándo y dónde quieren. Y lo hacen con
total impunidad hasta que, en la primera semana de noviembre, entra en combate
la primera escuadrilla de cazas soviéticos, pronto bautizados por los madrileños
como “Chatos”. “Desde septiembre no hay corridas, escribe Jorge Martínez
Reverte en el ensayo La batalla de Madrid. Las sustituyen los combates aéreos
que, además, son gratis”. Es un entretenimiento mortal que se repetirá en las
otras grandes ciudades bombardeadas: Barcelona, Valencia, Alicante, pese a las
advertencias oficiales del peligro.
En los primeros días, los motoristas avisan con sus
bocinas del inminente ataque y se improvisan refugios en los sótanos de los
grandes edificios. El bombardeo se intensifica en noviembre. Las colas para
comprar los alimentos racionados se convierten en un terrible imán para las
bombas. Los pícaros aprovechan la huida de las mujeres para ponerse los
primeros. Día a día, “Madrid fue teniendo aspecto de boca estropeada, con
enormes caries [...] las bombas, anota en su diario el escritor José Moreno
Villa, caían sobre iglesias, edificios de administración, casas humildes,
plazas públicas, escuelas y palacios indistintamente”. Solo el gran barrio
burgués, Salamanca, se salva del ataque. En el resto de la ciudad, los vecinos
aprenden qué acera evitar, duermen vestidos, tapan las ventanas y colocan sacos
de arena en los descansillos de las escaleras para apagar los inevitables
incendios, mientras las estaciones de metro se llenan de familias enteras que
viven en los andenes.
La “intimidación por bombardeos aéreos”, objetivo
del ataque, como reconoce el general Alfredo Kindelán, jefe de la aviación
franquista, fracasa. Porque entre los vecinos se extiende el miedo, pero
también el odio al enemigo y un macabro sentido del humor. Los madrileños
bautizan a la muerte “la Pepa”, y no tardan en encontrar apodos para los
aviones atacantes. Llaman a las escuadrillas de Ju-52 “las tres viudas”; “el
churrero” al bombardero del amanecer; “la burra de la leche” al de la madrugada.
Cuando el bombardeo es casi continuo, los nombres se reducen a “Otto” y
“Fritz”, protagonistas de los chistes alemanes. “Ya se ha marchado Otto; ahora
vendrá Fritz”, escribe Chaves Nogales recordando las conversaciones en las
calles. Los apodos cambiarán en cada ciudad. Los bilbaínos, con un humor que no
ha cambiado en siglos, bautizan a los Ju-52, el mayor de los bombarderos
franquistas, como “Pajarito”. Pero en otras pequeñas ciudades no hay tiempo
para motes. El bombardeo es tan terrible que destruirá la ciudad en un solo
día.
El bombardeo italiano de Barcelona en marzo de 1938
demostraría al mundo que bastaba un puñado de aviones para aterrorizar una gran
ciudad.
El infierno de Guernica
“Guernica fue... Hoy no es más que brasa y
cenizas”. Así resumía Telesforo Monzón, el consejero de Gobernación del
ejecutivo vasco, cómo había quedado la villa vizcaína tras el terrible
bombardeo de la Legión Cóndor. El telegrama, dirigido al gobierno republicano,
mostraba el terror que tenía el gobierno vasco a que Bilbao quedase reducida a
un puñado de humeantes esqueletos de hormigón. Los bombarderos alemanes e
italianos habían destruido el casco viejo de Durango el 31 de marzo provocando
250 muertos, pero la destrucción de Guernica fue muy superior. En solo unas
horas, cerca de cuarenta aviones arrasaron el 75% de la villa, en una
demostración de terror aéreo insólita en la historia hasta aquel 26 de abril de
1937.
Era lunes, día de mercado, cuando, a las cuatro y
media de la tarde, la campana mayor de Guernica avisó de la llegada de los
primeros bombarderos, tres trimotores S-79 italianos. Los siguientes ataques,
al menos cuatro oleadas, estuvieron íntegramente formados por bombarderos
alemanes de la Legión Cóndor, entre 17 y 19 Ju-52 y tres bimotores He-111 o
Do-17, más 13 cazas que realizaron varias pasadas ametrallando a aquellos que
intentaban huir. Por primera vez, los alemanes utilizaron una combinación de
bombas incendiarias de 50 kg y explosivas de 250 kg, que rompieron las tuberías
de agua e impidieron apagar los incendios que causaban las primeras. La mezcla
fue devastadora.
La destrucción fue tan grande que la propaganda
franquista no tardó en acusar al enemigo en un rápido comunicado. “Son
completamente falsas las noticias transmitidas por el ridículo presidente de la
República de Euzkadi [sic] [...] ¡Miente Aguirre! Miente vilmente. En primer
término, no hay aviación alemana ni extranjera en la España Nacional [...]. En
segundo lugar, Guernica no ha sido incendiada por nosotros, la España de Franco
no incendia”. La magnitud del bombardeo convirtió Guernica en un símbolo de la
lucha contra el fascismo. La propaganda republicana difundió folletos en el
extranjero afirmando que el bombardeo había provocado 1645 muertos y 889
heridos. Algunos de los estudios más recientes estiman el número de muertos
entre 250 y 300; aun así, cerca de un 5% de la población.
El corresponsal de The Times, George Steer, no
tardó en informar sobre la autoría alemana del bombardeo. Sus artículos
desmontaron rápidamente la primera e inverosímil versión de los sublevados del
ataque. A partir de entonces, el bando franquista se esforzó en justificar el
bombardeo como una operación táctica, destinada a destruir el puente para
impedir la retirada del ejército vasco, a pesar de que ni el puente sufrió
daños ni la combinación de bombas era necesaria para destruirlo, mientras los
historiadores franquistas harían responsable del ataque única y exclusivamente
a la Legión Cóndor, dado que Franco había ordenado que ninguna ciudad fuese
bombardeada sin su consentimiento. Si los alemanes desobedecieron al español,
no solo no fueron reprendidos por ello, sino que siguieron gozando de total
impunidad para utilizar las ciudades y pueblos peninsulares como un gran
polígono de tiro, efectuando pruebas que han permanecido ocultas casi 75 años.
El gran test de los “Stukas”
Los cazas y bombarderos que utilizaba la Legión
Cóndor eran transferidos a la fuerza aérea franquista conforme los pilotos
alemanes recibían versiones más modernas. Todos menos uno, el Ju-87, conocido
como “Stuka”. Todo lo que rodeaba a este revolucionario bombardero en picado se
mantenía en secreto. El prototipo número 4 llegó a Cádiz en la bodega del
carguero Usaramo, el 6 de agosto de 1936, entre los primeros aviones enviados a
los sublevados. Ningún otro aparato muestra mejor cómo la Alemania nazi utilizó
la Guerra Civil como un laboratorio para probar las armas y tácticas que
permitieron a la Luftwaffe, la aviación alemana, aterrorizar Europa durante la
Segunda Guerra Mundial.
Poco después del ataque de la Legión Cóndor a
Guernica, cuatro pueblos agrícolas del Maestrazgo sufrieron los bombardeos de
sus “Stuka” con bombas de 500 kg.
El prototipo fue testado a lo largo de 1937, y sus
mejoras se incorporaron a la primera versión de serie que llegó a España en
enero del año siguiente. Los tres ejemplares del Ju-87A no tardaron en ser
empleados en la ofensiva de las tropas franquistas sobre el frente de Aragón y
Levante, que partió en dos la zona republicana. Pero los mandos de la Legión
Cóndor no querían demostrar lo que el “Stuka” podía hacer ya, sino comprobar hasta
dónde podía llegar. “Les interesaba, sobre todo, verificar la precisión de los
bombardeos de los ‘Stuka’ con bombas de 500 kg”, escribe el historiador Antony
Beevor en La guerra civil española. Cuatro pequeños pueblos agrícolas del
Maestrazgo, Albocácer, el único que tenía una importancia estratégica, Ares del
Maestre, Benasal y Villar de Canes, sufrieron la terrorífica prueba.
Para poder llevar la gigantesca bomba de 500 kg, la
más grande empleada durante la conflagración, el “Stuka” debía prescindir de su
artillero trasero. Alejados del frente unos treinta kilómetros, sin defensa
alguna, los cuatro pueblos elegidos parecían perfectos para probar la que,
según Beevor, fue “el arma de mayor importancia psicológica que ensayó la
Legión Cóndor en España”. El ataque estuvo siempre precedido por un avión de
reconocimiento, mensajero inofensivo que fotografiaba los pueblos desde 4000
metros de altura para que los analistas de la Luftwaffe pudieran valorar
después los daños causados. El resultado fue un detallado informe de 50 páginas
del mayor Leopold Graf Fugger, ilustrado con 65 fotografías y recién
descubierto en los archivos alemanes por el Grupo de Recuperación de la Memoria
Histórica de Benasal.
El 25 de mayo de 1938, los “Stuka” lanzaron tres
bombas de 500 kg sobre Benasal, que destruyeron la calle mayor y la iglesia del
pueblo, mataron a 13 personas e hirieron a muchas más. En Ares del Maestre
cayeron nueve bombas, 16 vecinos fallecieron en el ataque y varios lo hicieron
días después por las heridas. En Villar de Canes perdieron la vida tres
personas. Cuando los pueblos fueron conquistados, los alemanes se hicieron
fotografías entre las ruinas de ayuntamientos, iglesias y casas para documentar
los daños causados. Para entonces, los cuatro pueblos ya estaban abandonados.
Los “Stuka” no solo habían demostrado que podían lanzar con precisión una bomba
gigantesca, sino que sus ataques infundían a sus víctimas un terror
inolvidable.
Morir bajo las bombas
La gran prueba de los “Stuka”, que durante décadas
solo ha sido una nota a pie de página en un puñado de libros sobre la Guerra
Civil española, demuestra que ni los pueblos pequeños y alejados del frente
estaban libres del terror aéreo. “No hay manera de amparar, por medio de
ametralladoras y cañones antiaéreos, todo el territorio leal”, reconocía
Indalecio Prieto, ministro de Defensa de la República, en junio de 1937. Los
habitantes de los pueblos y ciudades atacados ya lo habían comprobado. El 25 de
mayo de 1938, dos escuadrillas de S-79 italianos bombardearon el mercado de
abastos de la ciudad de Alicante. Murieron 236 personas, 224 resultaron heridas
“y una parte importante de la población, escriben los historiadores Josep María
Solé Sabaté y Joan Villarroya, inició un éxodo general que se ha conocido como
‘la columna del miedo’”. Este tipo de columnas se repitieron a lo largo de la
guerra en pueblos y ciudades de la España republicana. Decenas de miles de
personas huyeron para escapar de los bombardeos, cada vez más mortíferos.
Es muy difícil, casi imposible, saber cuántas
personas murieron durante la Guerra Civil a causa de los bombardeos.
Los que se quedaban tuvieron que convivir con
horrendas escenas cotidianas. “Yo he cruzado la calle Ferrocarril para ir a
trabajar, saltando para no pisar cadáveres”, escribirá años después la poeta
Gloria Fuertes recordando los ataques a Madrid. Los dos bandos saben que sus
bombarderos pueden causar un gran daño en la población enemiga. “Frente a los
aviones, arma terrible, no hay más recurso: la aviación usada con los mismos
métodos que emplee el enemigo, en mayores proporciones, si es posible. Es
decir, el terror contra el terror”, reconocía en su informe Indalecio Prieto.
Era una batalla en la que la República no podía competir. En 1937, el gobierno
republicano intenta pactar con el bando sublevado un acuerdo para no atacar las
ciudades, pero las negociaciones fracasan.
“Toda la noche se ha oído el rumor del cañón lejano
y las ametralladoras, anota en su diario el diplomático chileno Carlos Morla
Lynch el 3 de noviembre de 1938, atrapado en el Madrid sitiado,. El bombardeo
de anoche ha sido represalia por el de Toledo y Talavera de la Reina. ¡Salvajes
todos!”. Responder al bombardeo del enemigo se convirtió en la excusa perfecta
para justificar el ataque a la población civil. Aunque a partir de febrero de
1938 los ataques aéreos republicanos sobre pueblos y ciudades de la retaguardia
franquista se tornaron escasos, fue precisamente a finales de ese año cuando se
produjo el más mortífero de ellos. Cuatro días después del bombardeo que cita
Morla Lynch, tres “Katiuskas” arremetieron contra la ciudad cordobesa de Cabra.
Perdieron la vida 109 habitantes y más de doscientos resultaron heridos.
Es muy difícil, casi imposible, saber cuántas
personas murieron durante la Guerra Civil a causa de los bombardeos. En
septiembre de 1938, el representante español en la Asamblea de la Sociedad de
Naciones estimó que los ataques aéreos franquistas habían provocado 7000
muertos y 11000 heridos civiles. Pero, como destacan Solé Sabaté y Villarroya,
“una parte considerable de las víctimas mortales se produjo a partir del 22 de
diciembre de 1938, cuando el curso de la guerra era total y definitivamente
favorable a las armas franquistas”. Eso no impidió que continuasen los
ametrallamientos a los civiles que huían durante la conquista de Cataluña o el
bombardeo indiscriminado de muchos pueblos catalanes y levantinos. Hasta mayo
de aquel año, el bando franquista calculaba que los asaltos republicanos desde
el aire habían causado 1088 muertos y 2231 heridos. Ramón Salas Larrazábal
estimó en 11000 los civiles muertos en ambos bandos durante toda la guerra,
pero su cálculo parece inferior al posible total.
En la memoria de los supervivientes quedó para
siempre la muesca del miedo. La escritora Gamel Woolsey relató muy bien el
efecto traumático que causaban los ataques. “Habíamos vivido tantos bombardeos
antes de marcharnos de España, dice en su volumen Málaga en llamas, que llegué
a tener la idea inconsciente, creo que bastante justificada, de que todos los
aviones del mundo eran asesinos en potencia, hasta el punto de que, al llegar a
Inglaterra, no podía quitarme de encima la sensación de que cada avión que veía
iba ponerse a bombardear”. El bombardeo italiano de Barcelona en marzo de 1938
demostraría al mundo que bastaba un puñado de aviones para aterrorizar una gran
ciudad.
Fuente: https://www.lavanguardia.com
VOLAMOS IGUAL QUE ELLOS
La extraordinaria historia de la primera piloto de
guerra de Chile, Margot Duhalde, que combatió en la Segunda Guerra Mundial
junto a las fuerzas británicas

La piloto chilena Margot Duhalde murió el 5 de
febrero de 2018 en Santiago de Chile, a los 97 años.
"Los hombres dijeron siempre que las mujeres
no iban a ser capaces de volar esos aviones", recordó hace unos meses
Margot Duhalde, la primera piloto de guerra de Chile, que piloteó aviones junto
a la fuerza aérea británica para luchar contra los nazis en la Segunda Guerra
Mundial.
"Y después tuvieron que agachar el moño nomás,
porque en realidad volamos igual que ellos", dijo con una sonrisa en
declaraciones a la cadena de noticias AFP, pocos meses antes de fallecer, este
lunes en Santiago de Chile, a los 97 años.
Duhalde dejó atrás una vida inconformista que
desafió los estereotipos de género de la época y que la hizo convertirse en una
leyenda de la aviación latinoamericana.
Piloto a los 18 años

Foto de Margot Duhalde de 1953.
Tenía 16 años cuando comenzó a tomar clases de
vuelo en el club aéreo de Chile.
"Había examinadores que no querían agarrar los
controles de vuelo porque pensaban que era inseguro volar con una mujer a los
mandos del avión", le dijo a AFP Eduardo Werner, historiador del Museo
Nacional Aeronáutico y del Espacio de Chile.
A los 18 años se vio con una licencia de piloto y
escasas perspectivas profesionales en su país. Pero en Europa pronto
necesitarían gente como ella.
Al año siguiente de graduarse, inspirada por sus
conexiones familiares con Francia, se presentó en el consulado francés en
Santiago como voluntaria para formar parte de la "armada" que se
estaba creando para ayudar a luchar contra el avance de los nazis.
Así, en 1941 Duhalde viajó a Europa, según
información del citado museo.
La piloto se presentó en la sede en Londres de las
fuerzas francesas libres de Charles de Gaulle. Pero "la verdad es que los
franceses... no sabían qué hacer conmigo", dijo.
"Confundieron mi nombre con el de un hombre,
Marcel, pensaban que yo era un hombre".
Duhalde dejó a los franceses cuando la asignaron a
cuidar de los pilotos heridos y finalmente ingresó a la fuerza aérea británica,
la Royal Air Force, a pesar de no hablar inglés.
Volábamos "en condiciones terribles"

Margot Duhalde, piloto chilena.
Margot Duhalde trabajó para la división de
transporte aéreo y se pasó la guerra llevando aviones a las zonas de combate de
la Europa continental.
En el escuadrón del Air Transport Auxiliary,
conocido como ATA, participaron 168 mujeres durante toda la segunda guerra
mundial, una por cada ocho pilotos varones.
Duhalde voló aproximadamente 60 tipos de aviones
distintos, cazas y bombarderos entre otros, según información del Museo
Nacional Aeronáutico y del Espacio de Chile.
"Teníamos que volar en condiciones
terribles", recordó la piloto en una entrevista, con una visibilidad
mínima y sin radioayudas.
"Era muy peligroso, no teníamos contacto con
tierra porque los alemanes nos escuchaban".

En el escuadrón del Air Transport Auxiliary, de las
fuerzas aéreas británicas, participaron 168 mujeres durante toda la segunda
guerra mundial, entre ellas la piloto chilena Margot Duhalde (izquierda).
A pesar de moverse en un espacio casi exclusivo de
hombres, Duhalde dice que no se sintió rechazada y que había "una buena
rivalidad entre los pilotos hombres y las pilotos mujeres".
Finalizada la guerra, Duhalde siguió trabajando
para la fuerza aérea francesa, y vivió en Inglaterra y Marruecos antes de
regresar a Chile.
Retorno a Chile
Entre 1945 y 1946 Duhalde hizo una gira por América
Latina, que la llevó a visitar Argentina, Brasil y Uruguay con el objetivo de
realizar demostraciones de aviones franceses.

Finalmente regresó a Chile a principios de 1947, donde trabajó como piloto particular y comercial para la aerolínea Lipa-Sur.
Poco después se convirtió en la primera mujer
controladora aérea de Chile, y trabajó como jefa de torre de control para la
Fuerza Aérea nacional, un puesto que mantuvo durante más de cuatro décadas.
Duhalde murió en la madrugada de este lunes en el
Hospital de la Fuerza Aérea de Chile tras sufrir complicaciones de salud.
"Agradecemos el gran aporte que hizo a la
aviación chilena y reconocemos su coraje para cumplir con su sueño de toda la
vida, quebrando estereotipos y señalando el camino a otras mujeres", dijo
el Ministerio de la Mujer y Equidad de género de Chile en un tuit en el que
anunciaban su muerte.
Fuente: https://www.bbc.com
25 de noviembre de 2018
LOS ZEPPELINES DE GUERRA 1914-1918
El año de 1915 fue marcado por los duros ataques en Londres y otras ciudades británicas por los Zepelines alemanes.



Como puede ser asumido, las expectativas no eran
halagadoras. Por meses los aliados habían sufrido revés tras revés. Los británicos
seguían recordando Mons, así como sería recordado Dunkerque un cuarto de siglo
después. ¡Habían ganado en Neuve-Chapelle, pero a qué costo!, los alemanes
habían estrenado su primer ataque con gases y los británicos seguían buscando
por una máscara antigás confiable.
Ésta nueva atrocidad, lacónicamente anunciada, levantó muchas sospechas. En casa ya habían experimentado los apagones generales por primera vez, así como los ataques de Zepelines, y la censura en los diarios y correos. ¿Qué seguía?, los Alemanes deben estar ya estar en los puertos del canal!. ¿Qué se podía creer?, si el primer ataque con gas en Yprés fue censurado, que se podía creer en lo concerniente a los daños infringidos por los ataques de Zeppelin?. Qué podría detener a los Alemanes de bombardear Londres y desaparecerla del mapa o de ataques con gas venenoso a las ciudades principales?.
Warneford

Cuando las noticias de la guerra lo alcanzaron en
Canadá, escapó del liceo y corrió a Inglaterra. Primero se unió al muy
publicitado batallón de deportistas, una unidad de infantería creada con
conocidas figuras del deporte y el atletismo; pero el batallón de deportistas
demoró en tomar sus banderas de batalla. Reggie descubrió que los atletas de
titulares eran usualmente sólo aptos para los deportes, no para la guerra.
Temiendo que el conflicto terminaría antes de que los deportistas fueran
arrojados a la acción, pidió por una transferencia al Real Servicio Naval
Aéreo. Hizo una buena elección, antes de un año en junio de 1915, era
Subteniente de Vuelo en el escuadrón No. 1 en Dunkerque.


Después de media docena de vuelos solo en un Morane
Parasol y el joven Warneford estaba listo para el honor y la gloria. Se tenía
que admitir que la Primera Guerra Mundial parecía estar diseñada para hombres
que querían rápida acción. Como Warneford, la mayoría de los pilotos temían que
terminara en cualquier minuto y todos tendrían que volver a la escuela o al
trabajo otra vez.

Primer raid sobre Londres


London miraba a sus inadecuadas defensas tomar
acción. Las luces de búsqueda trazaron los cielos, pero fueron incapaces de
alcanzar a los atacantes. Los inefectivos pom-poms, cañones antiaéreos,
gruñeron y escupieron, pero sólo bañaron de metralla los suburbios. Unos pocos
pilotos de la Home Defense despegaron para oponer resistencia, pero como era
usual nada pasó. Las sirenas de advertencia gritaron y callaron. El acre humo
se infiltró a través del Támesis y se apresuró a entorpecer los movimientos de
los equipos de rescate que se organizaron a través de los escombros; éstos
maldecían a su gobierno que había fallado en anticiparse a ésta forma de
guerra.
Sin embargo, en un aislado campo aéreo cerca del
canal, algo nuevo se había sumado, un nuevo escuadrón antiaéreo en
Dunkerque. Cien pies por debajo del
dramáticamente iluminado Zeppelin, por sus escapes con llamas azules y
amarillas de los cuatro motores Maybach; un pequeño monoplano de alas altas
portando el nuevo escudo rojo, blanco y azul del Servicio Británico cruzó el
aire. Una serie de flamantes rayos salieron de la cabina oval, debajo de la
sección central, ¡Trazadoras! Eran tiros desesperados engorrosos de un arma de
infantería, pero alarmantes y desconcertantes. Después de todo, el LZ-38 estaba
lleno de bolsas de hidrógeno y sólo se necesitaba una bala para producir una
chispa.

El Hauptmann Linnarz se corrió a su cabina de
control y ordenó medidas de emergencia. Tan pronto como sus bolsas de gas lo
habían levantado a la seguridad, se convirtió en el gélido soldado prusiano
nuevamente. Tomó una tarjeta de llamadas de su cartera y sobre ésta garabateó: “¡inglés,
vendremos una y otra vez para matarte!. Linnarz”. Él le puso un peso a la
tarjeta con un contenedor para mensajes, lo entregó a su subalterno: “Ve que
esto sea arrojado tan cerca como sea posible del aeródromo de Dunkerque.
Volaremos sobre él cuando volvamos”.
Cuatrocientos pies por debajo, el Teniente R.H.
Mulocks, de la 1º escuadrilla naval cortó sus gases. El motor Le Rhone cesó de
ronronear y entró en un gentil planeo. Había hecho una prueba, pero el pequeño
Morane Parasol era insuficiente para la tarea.

Cuando el Real Servicio Naval Aéreo tomó su base en
Dunkerque, Spencer Grey decidió dispersar las pocas máquinas que tenía. Dunkerque era un objetivo demasiado obvio,
pero Furnes, justo pasando la frontera Franco-belga, era menos conspicuo.
Un vuelo de tres aviones bajo el Teniente J.P.
Wilson fue entonces acomodado en tres pequeños graneros puestos a orillas de
una bella pradera y ahí Wilson y los Subtenientes Mill y Reg Warneford hicieron
su calendario de salidas.

Sus aviones eran viejas versiones de los
Morane-Saulnier franceses de observación. Al ala alta se le dio un ángulo de
ataque más pronunciado para los ascensos, un asiento fue cubierto y una
primitiva forma de rack para bombas fue atornillado bajo el fuselaje. Debido a
la rara forma de su ala, los pilotos británicos lo rebautizaron Parasol. Ésta
máquina Morane era voladora como su nombre, difícil en los controles y
endiablada en la tierra. Era relativamente rápido con un solo tripulante con un
motor de 80 caballos de potencia Rhone. Aparte de las seis bombas incendiarias
y una carabina tomada prestada del ejército belga, no tenía más armamento
ofensivo.
La noche del 6 al 7 de Junio
En la tarde del 6 de Junio se reportó Wilson en
Dunkerque, a dónde Spencer Grey había aprestado un concilio de guerra. El
Oficial Comandante explicó el ataque de Mulock contra el Zeppelin que había
bombardeado Londres había impresionado a sus líderes de vuelo con la obvia
imposibilidad de enfrentar a los Zeps en el aire. Entonces Grey agitó en sus
manos el mensaje de Linnarz beligerante y dijo:
“El hombre que arrojó éste reto arrojó un infierno
sobre Londres hace menos de una semana. Mulock hizo lo que pudo, pero éste Huno
de Linnarz regresó a su cobertizo en Evere sin un rasguño”.
“Está seguro que éste mensaje y su bolsa de aire provienen
de Evere?”. Respondió Wilson.

“Eso lo sabemos. Sigan pensando, Wilson. Un solo
ataque nocturno podría ser muy útil”. Era bastante obvio que Spencer Grey y
J.P. Wilson lo estaban considerando.
En su camino de vuelta a Fumes, el joven Warneford
le explicó a Wilson que nunca habían volado de noche, pero Wilson insistió en
que debían despegar lo más cercano a medianoche posible.
Fiel a su palabra, el Teniente Wilson tenía su
avión listo y esperando en la pista manchada de aceite para la medianoche, los
racks estaban cargados de bombas incendiarias y las carabinas Belgas
descansando junto a las cabinas.
Warneford despegó primero y antes de darse cuenta
de que había sido asignado a su Morane ya estaba bien alto en el aire. Él
observó con los ojos bien abiertos y entonces enfocó, tratando de encontrar su
pequeño grupo de instrumentos. Un indicador escarlata estaba titilando
insistentemente en su nariz, se dio cuenta que éste primitivo indicador le
mostraba que estaba en un peligroso viraje. Gradualmente sus ojos se
acostumbraron a la nada gris-amarillacea debajo de su carlinga y posó su vista
en la aguja blanca del altímetro. Ya estaba en 3000 pies.

Buscó alrededor por evidencia de Wilson y Mills. No
había nada en ningún lado más que el exagerado roar de Le Rhone y el
drip-drip-drip de la condensación que caía de sus mejillas como una sierra
caladora. Debajo de él un venenoso brillo que nunca había visto antes, el
azul-amarillo de las llamas de su escape. Su brújula bailaba en una pequeña
ventana colocada en el centro de su tablero de instrumentos, parecía la letra
W. Animado por esto, se arriesgó a dar vuelta y buscar a sus compañeros de
vuelo.
Dio vueltas y vueltas por algunos minutos, pero no
hubo recompensa por su paciente patrulla, no había rastros de Wilson y Mills.
Mientras tanto, se ajustaba a la extraña experiencia y el área le parecía
bastante clara, por lo que se preguntó que si a pesar de fallar en contactar a
su líder de vuelo y compañero, él podría hacer algo útil. Había decidido buscar
el hangar de Berchem-Sainte Agathe, que él recordaba estaba localizado al oeste
de Bruselas, cuando algo llamó su atención a unas pocas millas al norte.
Parpadeó y miró otra vez. Ése algo estaba emitiendo las mismas llamas que su Le
Rhone. Si esos eran Wilson y Mills, qué demonios estaban haciendo dirigiéndose
a Ostend?. ¿Y qué diablos era ésa larga masa obscura que flotaba sobre las
llamas?


Dos semanas después la Inteligencia Británica,
trabajando a las afueras de Antwerp, reportó que el LZ-38 del Hauptmann Linnarz,
la misma nave que había bombardeado por primera vez Londres, había volado en
mil pedazos durante el raid en Evere. Entonces la escuadrilla había cobrado
venganza por ése caustico mensaje de Linnarz.

Ésa misma noche el LZ.37, comandado por el
Oberleutnant von de Haegen, se le había ordenado llevar a cabo una patrulla de
rutina de Ghent a Le Havre. No había nada particularmente ofensivo en el vuelo,
ya que estaba destinado a darles una experiencia de primera mano a los
diseñadores, especialistas y técnicos de las fábricas Zeppelin de los varios
problemas experimentados por las tripulaciones en servicio activo.
El LZ.37 tenía 521 pies de largo y sus 18 bolsas de
gas principales llevaban 953000 pies cúbicos de hidrógeno. Era impulsado por
cuatro nuevos motores Maybach de 210 CV y era tripulado por 28 altamente
especializados hombres. Para su defensa, sus diseñadores le habían proveído de
cuatro troneras con ametralladoras. Éstas posiciones tenían buena visibilidad,
un amplio arco de disparo y una completa defensa a lo largo de los costados de
la nave.

Un desigual duelo de medianoche

Warneford sabiamente giró y salió de su alcance.
Miró a su alrededor y vio que la niebla estaba aclarando por debajo y podía ver
el canal Ostend-Bruges. La gran bolsa de gas aparentemente se dirigía hacia
Ghent. Las canastas de observación parecían casi del doble del tamaño del
fuselaje de su parasol.
Entonces para su sorpresa, la gran bolsa de gas
cambió de curso y se enfiló rugiente hacia él. Dos líneas más de trazadoras de
ametralladora alemana lo golpearon desde las góndolas. Le dio toda la potencia
al Le Rhone y trató de ascender, pero las trazadoras lo seguían en una definida
alerta, por lo que tuvo que picar para huir. Se detuvo por unos instantes y
estudió la situación, se preguntó qué pasaría si su carabina le daba a algo
particularmente sensible. Después de todo, el hidrógeno se incendia.
Voló de vuelta el pequeño Morane y tomó su
carabina. Maniobrando hasta un punto entre el poderoso elevador y las
escaleras, sujetó la palanca entre sus rodillas y entonces, muy confiado de que
no había sido visto, comenzó a disparar al su objetivo gigante; el primer clip
de munición se agotó y nada había pasado delante de él.
Durante los siguientes minutos acechó al LZ.37 y
descargó su carabina, aunque era como disparar a una hélice de motor con un
rifle de aire. Sin embargo, cada que se acercaba a distancia de tiro de los
alemanes, era rociado con ráfagas de Parabellum y vez con vez el imprudente
joven inglés era retirado.

Era una carrera por la seguridad del LZ.37 y
mientras Von de Haegen mantenía su altitud Warneford estaba indefenso, pero
ésta no era una misión ordinaria. El comandante alemán comenzó a preocuparse
por sus pasajeros importantes cuando debería haberse concentrado en mantener
sus procedimientos tácticos de seguridad.

¡Destrucción!

Completamente hechizado, continuó su pasada hasta
que el pequeño Morane había pasado por una salvaje llamarada. Ésta lo arrojó
con una violencia que lo habría catapultado fuera de la cabina si no hubiera
sido por su cinturón de seguridad. Escapó a todo gas en picada mientras que
pedazos de la aeronave caían a su alrededor.
Pocos segundos después, la nave siniestrada cayó en
el convento de Saint Elizabeth en el suburbio Mont-Saint-Aman de Ghent. Una
monja murió y varias mujeres sufrieron terribles quemaduras. Un solo tripulante
del Zeppelin pudo escapar. De acuerdo a los testigos, saltó de los restos
cayendo a unos 200 pies de altura y aterrizó en el techo del convento, lo
atravesó como si estuviera hecho de paja y fue detenido por una cama sin
ocupar. Sólo sufrió heridas menores y fue el único tripulante del LZ.37 que
sobrevivió.
Al siguiente día el Rey Jorge V reconoció la
victoria de Warneford al concederle la Cruz Victoria y el gobierno francés le
concedió la Legión de Honor.


Inglaterra se apretó su cinturón desde ése día y
tomó una vista más brillante de la amenaza de los Zeppelines. Muchos atacantes
más vendrían y más devastación sería traída, pero ahora había la seguridad de
que algunos jóvenes británicos montarían por los cielos y los detendrían.
Muchos Zeppelines más fueron destruidos antes de que el Kaiser capitulara y
muchos otros jóvenes: Leefe-Robinson, Tempest, Cadbury, Sowrey, etc… tomaron la
antorcha de Warneford. Todos ésos eran grandes nombres en aquellos días.

El Teniente de Vuelo R.A.J. Warneford vivió sólo 10
días para disfrutar de los laureles de su victoria. Fue a París el 17 de junio
para recibir su Legión de Honor y después de la ceremonia le fue ordenado
recoger un nuevo Farman biplano en el aeródromo de Buc a las afueras de la
capital francesa. La máquina era nueva, tanto que mucho de su equipo estándar
no había sido instalado, pero lo más importante es que no había cinturones de
seguridad.
Un entusiasta periodista americano llamado Needham
fue solicitado para acompañar a Warneford y escribir una historia sobre él y su
victoria sobre el Zeppelin. Warneford aceptó gustoso, subieron al biplano y
despegaron. Casi inmediatamente, por alguna razón desconocida, el Farman saltó
y giró y ambos fueron arrojados en medio del aire y murieron. Así terminó la
corta pero ilustre carrera del piloto británico que destruyó un Zeppelin en el
aire por primera vez.

Sumario de los ataques de Zeppelines

El 23 de septiembre de 1916, once naves, incluyendo
tres nuevos súper Zeppelines, abandonaron sus hangares en Bélgica y se
enfilaron a la costa de Essex. Cerca de la medianoche el L.33 estaba cerca del
este de Londres y había arrojado 20 bombas. Ésta vez, sin embargo, la defensa
reaccionó casi inmediatamente y el L.33 fue atrapado en un cono de luces de
búsqueda y fuego antiaéreo. Uno de sus motores fue dañado y comenzó a volar muy
erráticamente; para ayudar en su miseria el Teniente A.G. Brandon lo acosó por
veinte minutos con fuego de ametralladora. Mientras se arrastraba por regresar
al Mar del Norte, la tripulación arrojó todo por la borda, pero nunca alcanzó
la costa belga y se perdió en el mar.
El famoso comandante Mathy, a bordo del L.31 en
compañía del L.32 cruzaron el canal inglés hacia Kent. Mathy arrojó sus bombas
en el norte de Londres y escapó. El L.32, sin embargo, no tuvo tanta suerte y
perdió tiempo rodeando y cruzando el Támesis en Dartford. Ahí fue apuntado por
las luces de búsqueda, el Teniente Frederick Sowrey le atacó con fuego de
ametralladoras y le derribó cerca de la villa de Billericay. Fue premiado con
la Orden del Servicio Distinguido.


Los últimos ataques llevados a cabo por los
Zeppelines fueron realizados en la noche del 12 al 13 de marzo de 1918, pero la
planeación fue mala, el ataque se llevó a cabo a gran altura lo que ocasionó
que la gasolina en los motores se congelara y los tripulantes sufrieran
colapsos por la falta de oxígeno.
El L.70, el último modelo en construcción fue
destruido por tropas de tierra al finalizar la guerra.
Al finalizar el conflicto los aparatos restantes
fueron divididos entre las naciones victoriosas. El Graf Zeppelin reanudó el
servicio de pasajeros en la década de los 20´s y fue embajador de Alemania en
el mundo entero al realizar 600 viajes. Su sucesor el Hindenburg, tuvo un
extraño final objeto de interminables investigaciones y marcó la culminación de
las naves más ligeras que el aire.

Fuente: http://www.guntherprienmilitaria.com.mx
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