En Londres habíamos tenido un día despejado y caluroso. Y cuando la tarde se disolvió en las sombras del crepúsculo supimos que la noche sería de cielo sin nubes, tachonado de estrellas, con luna llena. Pero no sabíamos que aquélla iba a ser una noche que cambiaría el curso de la historia. Era el sábado 10 de mayo de 1941.
El número de corresponsales de prensa norteamericanos que estábamos en Londres ascendía a cerca de 50, y éramos en la mayor parte un grupo alicaído. Como Rusia se mantenía apartada, la fuerza aérea nazi estaba desatando toda su furia contra Inglaterra. En sólo el mes de abril los submarinos alemanes habían hundido medio millón de toneladas de la Marina aliada. El Ejército inglés acababa de ser arrollado hacia Egipto y se esperaba que el Canal de Suez fuera la próxima presa del enemigo. Grecia y Yugoslavia se habían perdido y Alemania estaba ganando el dominio de todo el Mediterráneo.
Portsmouth, Southampton, Liverpool y otros puertos yacían heridos casi de muerte, y los astilleros del Clyde estaban totalmente arrasados. Cerca de 43.000 civiles habían perecido. Pero Londres resistía aún, y el pueblo, aunque cansado, mostraba la firme determinación de seguir resistiendo.
Así era como estaban las cosas esa noche de mayo. Una gran parte de los corresponsales vivíamos y trabajábamos en el Hotel Savoy.
Cuando las sirenas de alarma empezaron a aullar ese sábado en la noche, casi no les prestamos atención; era la rutina. Pero una hora después nos dimos cuenta de que no se trataba simplemente de un asalto aéreo, como los anteriores; esa noche la Luftwaffe nos atacaba con todo lo que tenía, aprovechando plenamente la “luna de bombardeo” y el cielo sin nubes.
El Savoy nos había dado a los de la prensa un cuarto del cual encargó a cierto individuo llamado Titch. Nosotros bautizamos el cuarto “la cantina de Titch”. Era éste un tipo rechoncho, de pelo color de arena, que siempre tenía cara de angustia. Su pasión eran los vasos limpios y pasaba todas las tardes sacándoles brillo. Cuando las bombas caían cerca, su expresión de angustia se acentuaba; tenía miedo de que la concusión pudiera romperle los vasos. En una de las varias mesas de nuestro cuarto había un tablero de ajedrez. Dos corresponsales, completamente ajenos a la conmoción de afuera, estaban inclinados sobre él. Un receptor telegráfico de noticias funcionaba monótonamente. Pero su sonido era tranquilizador.
Entre las explosiones casi continuas se percibía un sordo rugido crepitante que invadía nuestro cuarto. Salí afuera. El rugido era más fuerte allí. Al otro lado del Támesis se extendía una sólida sábana de fuego sobre los almacenes y los muelles. En el río, diminutos botes de incendio lanzaban a las llamas plumas de agua lamentablemente pequeñas; el agua parecía alimentar las furiosas lenguas de fuego, que cada vez subían más y más.
Bob Post, corresponsal del Times de Nueva York, salió del hotel.
—La Real Fuerza Aérea dice que esta noche hay más de cuatrocientos atacándonos. Son muchos aviones.
—¿Ya hemos tumbado algunos?
—Ocho solamente. El fuego antiaéreo no puede subir lo bastante para alcanzarlos. (Pocos meses después el fuego antiaéreo de Berlín llegó lo bastante alto para alcanzar el B-17 en que iba Bob Post. Y Bob pereció).
Volvimos adentro. Los dos corresponsales seguían absortos en su partida de ajedrez. Tomé entre los dedos la cinta de papel amarillo que salía del receptor telegráfico. Aquel aparato era como un eslabón que nos unía con un mundo estable situado a 5.000 kilómetros de distancia.
El gran edificio del Savoy, todo hormigón y acero, se estremeció y el estallido de una poderosa explosión que llenó nuestro cuarto nos hizo tambalear un poquito y nos dejó zumbando los oídos. La ráfaga de la explosión penetró como un torbellino, y aunque su fuerza se había disipado tenía aún la vibración necesaria para hacer bailar los chispeantes vasos de la cantina de Titch. Siete de ellos cayeron al suelo y se hicieron pedazos. Titch renegó en voz baja:
—Nunca podré reemplazar estos malditos vasos. ¿En qué parte de Londres puede uno encontrar hoy vasos?
Dos corresponsales entraron en el cuarto dando traspiés. Tenían la cara demacrada, la ropa en jirones, las manos cubiertas de arañazos. Vivían en una de las casas de madera de una larga fila, en Chelsea. Una bomba de gran capacidad había estallado allí y destruido todas las casas, excepto la suya; había matado a casi todo el mundo, menos a ellos. Venían de ayudar a los bomberos a sacar los heridos de las casas en llamas. Titch salió de detrás del mostrador con una botella de coñac en la mano.
—No tengo yodo, dijo echándoles coñac en los arañazos. Pero el coñac es buen desinfectante.
Uno de los corresponsales vio la etiqueta de la botella y retiró la mano. “¡Coñac de tres años, Titch!, gruñó fingiendo cólera. ¡Tú sabes que yo nunca toco coñac que tenga menos de doce años!”
Todos hablábamos alto porque la explosión nos había ensordecido un poco. Pero aún podíamos oír el telégrafo. Nada paraba su impasible clic-clack, clic-clack.
Llegaron más noticias. Parecía que todo Londres estaba ardiendo. Las horas pasaban cojeando, con pies de plomo. La telefonista del Savoy llamó para decimos que todas las líneas estaban interrumpidas. Quedamos aislados en nuestro pequeño oasis.
Los ascensores seguían prestando servicio y Ed Beattie, de la United Press, y yo subimos a la azotea. Aquello era como una isla rodeada por un mar de fuego. Centenares de reflectores exploraban el aire con sus largos dedos blancos, y el áspero ruido de los aviones alemanes en la altura era un insistente moscardón sombrío que no podía uno apartarse de los oídos; era como el zumbido de un millón de mosquitos.
—Parece que han hecho blanco en la Cámara de los Comunes, dijo Beattie señalando hacia allá. Bombas de iluminación brillantemente blancas descendían con lentitud en sus paracaídas, delineando a Londres para la puntería de los bombarderos. A la derecha, la enorme cúpula de San Pablo destellaba bañada por la luz blanquecina. Era como una especie de postre gigantesco y parecía que una salsa de coñac ardiendo lo rodeara. Indudablemente, la parte de Londres conocida como la City había sido arrasada por las llamas.
—Esta es una fecha que nunca olvidaremos —dijo Beattie con tristeza.
Para ambos era como si estuviésemos a la cabecera de un amigo moribundo. Habíamos llegado a encariñarnos con Londres y con la gente de Londres, y nos sentíamos allegados de la vieja ciudad heroica.
Ahora nos tocaba verla agonizar. De ello no había duda, pensamos. Fragmentos de metralla de los cañones antiaéreos empezaron a caer en la terraza. Como ni Beattie ni yo éramos héroes, bajamos.
Uno de los bombarderos “Heinkel III”, en vuelo de guerra sobre Londres, disponiéndose a bombardear instalaciones situadas a lo largo del Támesis. Foto Keystone. Londres.
El humo había penetrado en nuestro cuarto y todas las personas que había allí tenían un aspecto extraño: el humo y el hollín les habían puesto una grotesca máscara. Llegaban de continuo noticias fragmentarias. El Ministerio de Información decía que los alemanes habían causado por lo menos 3.000 incendios y que el número de bajas entre los bomberos y los vigilantes aéreos era muy crecido. Dos mil personas, por lo bajo, habían perecido. Setenta almacenes y fábricas estaban reducidos a cenizas... y entonces, inesperadamente, un agudo alarido atravesó el rugir de las llamas. Nos miramos unos a otros, incrédulos... Todo había pasado. Era la señal de fin de alarma. La aurora, el gran enemigo del bombardero nocturno, había llegado, por fin. Pero en nuestro sentir había llegado demasiado tarde.
Salimos afuera y caminamos por el Strand. Una densa cortina de humo pesaba sobre la ciudad. Hombres y mujeres con el rostro tenso y los labios mustios salían del subterráneo y los refugios antiaéreos. Muchos llevaban niños dormidos. Las llamas de las casas incendiadas se alzaban aún y pudimos ver que, evidentemente, éste había sido el peor ataque aéreo de la guerra.
Caminamos hasta la Cámara de los Comunes. Las llamas ya habían sido dominadas, pero el humo seguía saliendo en espirales del techo. Un automóvil se detuvo, y un individuo rechoncho, con un gran cigarro en la boca, echó pie a tierra y entró en la Cámara. Pocos minutos después volvió a salir con expresión de cólera en el rostro.
Los ojos de Churchill parecían mirar sin ver cuando regresó al automóvil.
Fuimos luego al Ministerio de Información. Algunos de nuestros colegas estaban allí. Un vigilante aéreo entró a pasos elásticos en el cuarto. No parecía estar desalentado. Por el contrario, sonreía.
—¡Qué noche hemos tenido!, dijo con típica sobriedad inglesa. Hicieron mucho daño. No le acertaron a la estación de energía de Battersea, pero volaron casi todo lo demás. El agua ha fallado; están tratando de bombear agua del Támesis, pero antes de veinticuatro horas no se podrán dominar los incendios. Probablemente a ustedes les pareció esto malo, caballeros, y fue muy malo en verdad, el peor “blitz” que hemos tenido, pero, caballeros, agregó tranquilamente, yo creo que esta noche ganamos la guerra.
Lo miramos alarmados. ¿Se habría vuelto loco? Él vio la expresión de nuestras miradas y sonrió.
—Ustedes nos han oído decir en el Ministerio del Aire, que siempre que nosotros podamos causarle diez por ciento de bajas a una escuadrilla aérea de los alemanes estamos ganándoles. Ninguna fuerza aérea puede resistir tal desgaste por largo tiempo. Hemos calculado que unos 450 aviones alemanes tomaron parte en el ataque. La información, incompleta aún, muestra que tumbamos 45 de ellos, o sea el 10 por 100, y esta cifra peca de moderada. Es la primera vez que hemos podido causar daño de tales proporciones en un ataque de esta clase. Lo cual significa que nuestros cazas nocturnos, con sus nuevos aparatos de detección, han sido un éxito completo. Alemania no puede permitirse perder 45 tripulaciones adiestradas en un solo ataque.
“Sí, caballeros; nosotros, los de la Fuerza Aérea, estamos enormemente contentos. Ustedes quizás recordarán esta noche como la más horrible que han pasado en su vida. Nosotros la recordaremos como la noche en que mostramos a los alemanes la inutilidad de sus asaltos nocturnos. Tal vez se la recuerde como la noche en que se salvó Inglaterra.”
Salimos del edificio pensando en lo que acabábamos de oír. ¿Podría ser cierto lo dicho por el vigilante aéreo? ¿Había en verdad sobrevivido Londres? La cortina de humo estaba empezando a levantarse y un sol alegre y vivo lanzaba sus rayos a través de ella. Por increíble que parezca, había una docena de taxis frente al edificio del Ministerio. Todos los choferes parecían contentos. Tomamos uno de esos taxis para volver al Savoy. Algunas calles estaban intransitables. Tuvimos que dar unos cuantos rodeos. Pero los incendios se habían apagado. Cuadrillas de trabajadores se ocupaban ya en componer las cañerías maestras del agua. Los autobuses circulaban como de costumbre por el Strand.
Dos muchachos muy risueños, con uniformes de la Fuerza Real Aérea, estaban en la cantina de Titch. Nosotros los conocíamos. Eran pilotos de cazas nocturnos estacionados en las afueras de Londres. Habían estado de servicio toda la noche.
—¡Dicen que solamente tumbamos 45!, apuntó uno de ellos, riendo desdeñosamente. Seguro que tumbamos 45, y cerca de 60 más, probablemente. Los alemanes no volverán a volar sobre Londres. Si tienen sentido común, no volverán.
—Tenemos un nuevo aparatito que nos guía derecho a ellos, dijo el segundo seriamente. Es un secreto de guerra, y una gran cosa, créanmelo.
El vigilante aéreo tenía razón.
Titch entró tarareando “siempre habrá una Inglaterra...”. Traía una gran bandeja con tazas de té y platos de tostadas. Aquella canción no había alcanzado mucha popularidad en Londres. El público la encontraba cursi. Pero no parecía cursi ahora. Quizás fuera la verdad pura y sencilla. Quizás Inglaterra fuese indestructible. Si había podido sobrevivir a una noche como esa, podía sobrevivir a cualquier cosa.
¿El 10 de mayo de 1941? Fue la noche en que la marea cambió. Sí, los historiadores se detendrán en esa fecha uno de estos días. Se darán cuenta al fin de que en esa fecha Inglaterra fue salvada. No se desplomó, como los pesimistas habían estado anunciando desde hacía meses. La golpearon cruelmente y sufrió unas cuantas heridas superficiales, pero fue más fuerte de lo que había sido nunca.
El 10 De Mayo De 1941... Una Noche Que No Se Olvidará.
La catedral de San Pablo, en el corazón de la City londinense, luego de la tremenda noche del 29 al 30 de diciembre de 1940, cuando los bombardeos alemanes a Inglaterra adquirieron Su máxima violencia. Foto Keystone. Londres.
Fuente: Historias Secretas de la Última Guerra. Selecciones de Reader´s Digest