A ello contribuyeron hombres como Jorge Guynemer, quien a los veinte años era ya ídolo de la aviación francesa: fue uno de los primeros ases surgido entre los que, por sobre las trincheras, convertían el cielo en un circo trágico.
Guynemer era un muchacho delicado; hasta su ingreso en las filas había vivido una adolescencia despreocupada, y pocos meses después, era un modelo de arrojo y valentía. Estuvo tan en contacto con el peligro, que su aparato fue derribado siete veces, y en todas ellas escapó con vida. Su foja de servicios registra cincuenta y tres aviones enemigos derribados por él, aunque muchos de sus compañeros sostuvieron luego que sus victorias sobrepasaron dicho número.
Entre las muchas aventuras que Guynemer vivió en el espacio, una de las más sorprendentes, sin duda, fue la acción del 26 de enero de 1917; desde su campo se avistó a un avión enemigo a unos 4.000 metros de altura, y Guynemer, rápidamente, montó un aeroplano y se elevó en busca del combate. No tripulaba su propio aparato, incendiado pocos días antes, sino otro que no se encontraba en debidas condiciones. Las circunstancias en que realizó esta comprobación fueron por demás angustiosas: próximo ya al avión alemán, hízole diez disparos, después de los cuales el arma se atascó. La situación de Guynemer era en verdad desesperada, pero su audacia concibió un recurso extremo: se elevó súbitamente a más de 1.500 metros sobre el enemigo, y luego se dejó caer sobre él vertiginosamente. El sorprendido adversario comenzó a descender, e hizo las señales convenidas para la rendición: sólo cuando ambos estuvieron en tierra, se enteró el piloto alemán de que el cañón de su adversario estaba averiado.
La enorme tensión nerviosa vivida cotidianamente acabó por resentir la salud del as francés, quien por otra parte desatendió las recomendaciones de sus compañeros y prosiguió volando, hasta que en una de sus salidas, el 11 de setiembre de 1917, su nombre no figuró en las listas de los que regresaron. Su muerte quedó envuelta en cierto misterio, pues nunca pudo establecerse fehacientemente en qué circunstancias se produjo.
Otro as francés fue Rene Fonck, un verdadero duelista del espacio; derribó cincuenta y nueve aviones enemigos, según los registros oficiales; al contrario de Guynemer, era muy tranquilo y previsor, al punto que jamás emprendió vuelo sin sentirse en buenas condiciones físicas. No fue jamás herido en combate aéreo, ni su aparato sufrió daños; su habilidad para la defensa propia fue excepcional, aun en el caso de enfrentar a varios aeroplanos enemigos, como sucedió en repetidas oportunidades. Fonck recibió tantos honores y distinciones del gobierno de Francia como del pueblo, entre ellas el título de "Piloto Incomparable".
Pero la figura que en aquella guerra alcanzó mayor relieve, tanto en el frente de combate cuanto en el mundo no beligerante, fue la de un as alemán, el joven y valiente barón Manfredo von Richthofen. Había ordenado pintar su aparato, un Fokker triplano, de un vivo color escarlata, que lo hacía fácilmente visible y reconocible por sus enemigos; esa norma fue adoptada luego por todos los hombres que integraban su escuadrilla, de modo que cada aparato tenía un color vivo que distinguía a su tripulante. Los ingleses, a pesar del respeto con que miraron la audacia y el arrojo del as alemán, dieron a su escuadrilla, por la circunstancia apuntada, el nombre de "circo volante de Richthofen". Los registros oficiales anotaron para este extraordinario piloto la cifra de ochenta victorias, esto es, ochenta aviones enemigos derribados, hasta un día de abril de 1918, en que debió enfrentar a la muerte luchando solo contra varios aeroplanos ingleses en el cielo de Amiens; su aparato cayó detrás de las líneas británicas, pocos segundos después que una bala atravesó el corazón del piloto. Los británicos recogieron su cadáver y le dieron sepultura con honores militares correspondientes a su grado: ¡la bravura y la hidalguía de aquel héroe del espacio había impresionado a sus mismos adversarios!
El primer gran as de la aviación militar británica tenía sólo diecinueve años de edad cuando comenzó a volar; fue Alberto Ball, muerto antes de los dos años de servicio, con un registro oficial de cuarenta y tres aeroplanos germanos derribados. Poseía la misma audacia temeraria de Guynemer, y la hidalguía de von Richthofen. El gobierno de Gran Bretaña lo condecoró con la Cruz Militar, la Cruz de Victoria y la Orden del Servicio Distinguido, las más altas del Imperio. En el encuentro en que halló la muerte, Ball y un compañero echaron a tierra a un aparato enemigo, y se volvieron luego contra otros cuatro. El camarada de Ball, después de derribar a uno de ellos, recibió una herida que lo dejó momentáneamente fuera de combate. Ball quedó solo frente a tres enemigos, uno de los cuales era nada menos que von Richthofen, ante el fuego de cuya ametralladora sucumbió finalmente.
Eduardo Rickenbacker fue uno de los líderes de la fuerza aérea de Estados Unidos de América, junto con Raúl Lufbery. Rickenbacker, al partir para la guerra en 1917, era uno de los ases del volante, pues habíase dedicado al automovilismo apasionadamente, e intervenido en carreras tan famosas como las de Indianápolis. Solicitó su incorporación a la incipiente fuerza aérea, pero fue considerado muy viejo -tenía veintiséis años- para comenzar el entrenamiento como piloto. Circunstancias propias de la emergencia lo llevaron ante el Coronel William Mitchell, de cuyo automóvil debió hacerse cargo en calidad de chófer; Rickenbacker logró de aquel distinguido jefe la autorización para pasar al equipo de entrenamiento aéreo, y en los primeros meses de 1918 comenzó sus vuelos; en pocos meses se convirtió en el as americano, de tal modo que al firmarse el armisticio, en noviembre, llevaba anotadas veintidós victorias. Durante la segunda Guerra Mundial, Eddie, como le llamaron los estadounidenses, realizó varias misiones especiales, si no espectaculares como sus victorias de 1918, al menos de gran importancia en el curso de la contienda.
Otro americano distinguido por su valentía fue el canadiense Guillermo A. Bishop, que alcanzó el grado de coronel, y en cuyo haber se registraron setenta y dos triunfos. Uno de los hechos más celebrados de este aviador fue el que protagonizó durante la batalla de Arras: al elevarse sobre las trincheras observó que la línea aliada no podía avanzar, detenida por una pieza de artillería blindada, cuyos disparos hacían muchas bajas en las filas británicas. Localizó su posición, y cuando la hubo descubierto, descendió hasta unos diez metros sobre ella y disparó contra los sirvientes de la máquina blindada, y la inutilizó.
El primer as belga fue el Teniente Thieffry, quien comenzó como lanzador de bombas y alcanzó gran pericia en ataques nocturnos; esta actividad, pese a su peligrosidad, se hizo monótona para su espíritu inquieto, y por ello pidió ser trasladado al cuerpo de pilotos de combate. Su ansia de aventuras era inextinguible: un día, de regreso de una incursión sobre Brujas, vio frente a sí catorce Albatros -nombre que recibían los aeroplanos alemanes- formados en línea de ataque. Sin tratar de evadirlos, marchó en línea recta sobre ellos y logró derribar a dos: ¡los doce restantes formaron entonces en escolta, y acompañaron al as belga hasta su campo, como una guardia de honor!
El Mayor Baracca, muerto en junio de 1918, después de haber realizado más de un centenar de vuelos sobre territorio enemigo y derribado treinta y seis aviones, fue el más notable de los pilotos italianos de la primera Guerra Mundial. El día en que murió, había estado sobre las líneas cinco veces, pero el último encuentro fue tan desproporcionado, que cayó, derribado, sobre los campos austríacos. Poco después, cuando los soldados italianos penetraron en Austria, hallaron su cadáver acribillado a balazos. Había luchado desesperadamente custodiando desde el espacio el frente italiano, y el gobierno de su patria le concedió póstumamente los máximos honores.
Fuente: http://www.escolar.com