Nació 14 de agosto de 1915 en Mercedes, Soriano. Hijo de Gaspar Gil y Rosa Méndez, nuestro protagonista demostró desde los primeros años un entusiasmo que en ocasiones llegaba a ser pendenciero. Su pasión por la aviación tuvo el destino inevitable de un drama griego: nació en la calle Detomasi, nombrada en honor a la primera víctima mortal de la aviación uruguaya. Su amor por los aviones, que compartía su hermano Leonel, lo llevó a alistarse a los 18 años en la Aviación Naval, en una época en la que jamás podría haber soñado el destino que lo aguardaba unos años más tarde.
Cuando Alemania invadió Polonia en 1939, dando inicio a la II Guerra Mundial, el mercedario Julio Gil Méndez tenía 24 años y era un entusiasta declarado del vuelo, según nos cuenta su biógrafo Pedro Troche. Julio vio al Graf Zeppelín elevarse sobre la ciudad de Montevideo y observó probablemente la muerte del Graf Spee alemán en aguas del Plata.
Gil Méndez salía todos los miércoles a las pistas de aviación de Mendoza, donde se transformó en mecánico. Aunque tiempo después aprendería a volar a Melilla, siempre se sintió relegado a la hora de probar sus dotes en el aire.
Cuando los ecos de la guerra comenzaron a trasladarse a Uruguay, vio en el año 39 un acorazado inglés en el puerto, con el anuncio: ''Alístese en la Fuerza Aérea Real''. Como su futuro en la Aviación Naval de Uruguay no parecía ser muy promisorio Gil Méndez vio aquí su oportunidad para convertirse en un verdadero piloto. Impulsivo por naturaleza, hizo las maletas, engañó a su madre al hacerle creer que viajaba a Salto, y ante el estupor de familia y amigos se alistó sin pensarlo como voluntario para enrolarse con los aliados en la II Guerra Mundial. Pocos días después partía hacia Europa, el centro donde el conflicto comenzaba a desatarse.
La misma noche de su arribo a Londres, donde comenzaría su adiestramiento, Julio debió haber lamentado su decisión apresurada: la zona en la que se encontraba su hotel fue bombardeada por los alemanes, haciendo temblar las paredes de su habitación.
En esos primeros meses, mientras se convertía en un verdadero piloto, Julio tuvo una desagradable tarea de voluntario, alejado de los cielos y los aviones: remover los escombros luego de los bombardeos, ayudar a los heridos, rescatar los cadáveres.
Viviendo en la isla británica y haciendo su curso de piloto de caza, Julio se hizo de una novia inglesa, a la que visitaba regularmente y en cuya casa solía pasar los fines de semana. Un domingo como tantos, enfiló hacia donde vivía Joy Carter, tal el nombre de la rubia. Jamás pudo llegar. Luego de una furibunda blitzkrieg alemana, la manzana entera había desaparecido.
Donde supo estar la casa de los Carter había un hoyo ennegrecido: nadie, excepto un joven y un perro, escondidos en un refugio, pudo sobrevivir. El oasis que el uruguayo había encontrado en Londres, en plena guerra, se había tornado en un infierno. Lo más cercano al afecto que había conocido, había sido reducido y pulverizado a la nada.
Despojado de esta forma de lo único similar a un hogar que poseía en miles de kilómetros, y habiendo acabado su entrenamiento de piloto militar, Gil Méndez abandonó Inglaterra por destino más usual de la Legión Extranjera que integraba: África.
Cuando Francia fue invadida por los alemanes, el país se dividió en dos: el mariscal Pétain accedió a las condiciones de los germanos, que ocuparon casi todo el territorio galo, mientras la resistencia, encarnada por el general De Gaulle, luchaba por la liberación desde el exilio en Londres. La guerra se trasladó entonces a las colonias europeas del África: allí debió ir Gil Méndez, como parte de la Legión Extranjera y con el cometido de enrolarse en las Fuerzas Aéreas Francesas Libres.
En las tierras de Congo, Camerún, Gabón y otros tantos países, con temperaturas superiores a los 40 grados, el Eje y los Aliados disputaban una supremacía fundamental para dirimir el destino posterior de Europa.
Allí tuvo Julio su bautismo de fuego, bombardeando puestos italianos y realizando tareas de protección y reconocimiento, luchando con la malaria, el paludismo y esforzando su avión en desiertos inhóspitos.
La leyenda que rodeó a Gil Méndez y cubrió su historia como un velo en su Mercedes natal comenzó a gestarse allí. En una de las misiones se pidieron voluntarios para efectuar un bombardeo nocturno. Había un solo inconveniente: el combustible era tan escaso que sólo sería suficiente para el viaje de ida. El voluntario que realizara dicha incursión tendría que apañárselas como pudiera en el regreso. Julio fue una de las dos personas que dio un paso al frente.
Gil Méndez efectuó su bombardeo y previsiblemente se quedó sin nafta. Tuvo que aterrizar sobre el desierto a la noche, a kilómetros de la civilización. Cuenta la leyenda y es difícil desgranar la verdad del mito, que su encuentro con un árabe nómade le salvó la vida. A cambio de alimentos enlatados, el moro le acondicionó una pequeña cueva. Debió vivir allí, acompañado por el leopardo de su compañero ocasional, cuya función era protegerlo de las tribus nómades del desierto. Poco después de sufrir uno de estos ataques y antes de ser rescatado, Julio tuvo la oportunidad de ver su reflejo en un laguito: a los 30 años su pelo se había vuelto completamente blanco, y su imagen, sobre el espejo que formaba el agua, parecía haber sido usurpada por el rostro de un viejo.
Aunque pueda sonar exagerado, de la labor de Julio pudo depender parte del destino de la guerra. Uno de los personajes fundamentales, que cambió el curso del conflicto fue el general británico Montgomery, quien quedó a cargo de la respuesta aliada al nazi Erwin Rommel, conocido como ''El Zorro del Desierto''.
Montgomery fue el encargado, junto al General estadounidense Eisenhower, de acabar con los ejércitos del Eje en África. Un mes antes de que el militar británico comenzara la invasión a Italia, que culminó con la deposición de Benito Mussolini, Julio Gil Méndez fue responsable de trasladar a Montgomery hasta África en su avión. No pudo enterarse en aquel momento de la importancia de su misión: inmediatamente después contrajo la fiebre amarilla, que lo dejaría postrado por tres meses.
Terminada la labor en África, Gil Méndez participó directamente de los bombardeos sobre Italia, de los cuales el más recordado es el mencionado a principios de esta nota: la misión de La Spezia, destinada a acabar con uno de los últimos bastiones alemanes y en la que el piloto uruguayo fuera gravemente herido. La incursión aérea de Gil Méndez le valió la Cruz de Guerra, la primera de sus distinciones militares.
De Italia pasó a Francia y luego directamente a Alemania, derribando con sus bombardeos las últimas fábricas de aviones del Tercer Reich. Volando a escasos cientos de metros, el horror y absurdo de la guerra se hizo más patente que nunca. Julio debió presenciar cómo sus propias bombas destruían una represa y sumergían en el agua una ciudad llena de gente.
La otra prueba dura en tierras germanas fue su trabajo de colaboración en los campos de concentración, rescatando "muertos vivos" y cadáveres a medio quemar en los hornos crematorios de los alemanes. Pedro Troche nos relata la profunda impresión que le causó ver "la cantidad de gente muerta y apilada como animales (...) como las pilas que hacían en la estancia con las osamentas".
El fin de la guerra lo encontró en Casablanca. El día que se firmó el armisticio su registro marcaba 426 horas y 20 minutos de vuelo. Los voluntarios uruguayos regresaron por entonces en barco: todos menos uno.
Julio Gil Méndez se alistó entonces para continuar la guerra en la Indochina francesa, que aún estaba ocupada por los japoneses. Dicha ocupación no duró mucho, ya que poco después los estadounidenses arrojaban la bomba atómica sobre Hiroshima, logrando una capitulación absoluta.
Julio debió quedarse de todos modos, y entre sus tareas estuvo la de transportar testigos vitales en el juicio a los militares nazis en Nüremberg.
El 21 de julio realizaría su vuelo final, regresando a Montevideo con seis condecoraciones militares. La gran ironía criolla fue que este héroe de la aviación, valorado en África y Europa, no pudo ganarse la vida en su país en el mismo rubro. Como otros tantos voluntarios a los que les costó sintonizar con la "normalidad" de un país al que volvían un tanto descolocados, Julio debió vivir de ocupaciones completamente alejadas de su profesión, en este caso hacerse cargo de una estancia "San Miguel", lejos del bullicio y los aviones.
Los años pasaron y los reconocimientos fueron llegando, aunque en forma tardía. Las visitas del General Bigot y el presidente francés De Gaulle significaron para Julio dos condecoraciones más y un ascenso que le correspondía por ley, convirtiéndose en Capitán.
Aquellos años los pasó con su esposa Minga Uriarte, con quien no pudo tener hijos, presumiblemente a causa de las heridas de guerra, responsables de la pérdida de músculos de la pierna derecha y parte de la zona genital. Los ecos de una guerra no tan lejana lo asaltaban por las noches: solía levantarse en medio de una pesadilla, creyendo que aún estaba en el avión y la carlinga se sacudía en medio de una ráfaga enemiga.
Con sesenta y nueve años, en 1984, Gil Méndez intentó levantar de apuro una garrafa de gas, se sintió mal y sufrió un infarto. Aunque fue internado a la brevedad, cerca de la una de la mañana un segundo ataque le condujo a la muerte en una sala de hospital.
Fue enterrado en el cementerio de Mercedes junto a sus padres, sin ninguna pompa ni recuerdo alguno de su participación destacada en la II Guerra Mundial. Recién en 1994, en un breve acto frente a su casa natal, se colocó una placa recordatoria en honor al piloto. Fiel al estereotipo más deleznable de la picardía criolla, alguien tuvo la triste idea de robarse la chapa conmemorativa cinco años más tarde, que jamás fue repuesta.
Desde entonces, la figura de Julio Gil Méndez se recrea a través de la historia, el mito y la leyenda. Muchos se preguntan qué fue lo que impulsó al piloto a abandonar todo lo que amaba en su tierra natal para sumergirse en el núcleo del peor conflicto bélico del siglo XX.
Un idealismo profundo, que se vio puesto a prueba cuando conoció en la guerra un absurdo que no distinguía bandos, su odio al nazismo y cualquier forma de totalitarismo y un amor incondicional por la aviación lo llevaron a seguir combatiendo cuando ni siquiera los franceses e ingleses deseaban hacerlo.
La tumba se llevó secretos y experiencias únicas: la verdad sobre su supervivencia en el desierto, sus cumpleaños pasados en la soledad de la cabina del avión, la alegría de salir vivo del bombardeo de La Spezia y la tristeza infinita de los recuerdos de la guerra, compensada por la emoción de revivir sus vuelos más prístinos sobre los cielos de África y Europa.
Fuente; http://www.montevideo.com.uy