Por Carlos Lázaro
Los hermanos Wilbur y Orville Wright, dueños de un
taller de bicicletas en Ohio, no pudieron imaginarse la enorme trascendencia
que tendría el vuelo que realizaron el 17 de diciembre de 1903 con el Flyer I
en la localidad de Kitty Wawk (Carolina del Norte). El pequeño vuelo de 12
segundos abrió las puertas de la Aviación a la Humanidad y poco podrían
imaginar los Wright lo que ésta iba a cambiar merced a su invento. En realidad,
los pioneros americanos se decantaron por una de las dos escuelas que estaban
intentando desentrañar el problema del vuelo. Desechando la propuesta de
Langley y Maxim, que propugnaban la solución de una máquina de vuelo batido que
se alzara en el aire, los hermanos Wright, dando muestra del pragmatismo de la
cultura americana, se decantaron por la solución menos extravagante y costosa,
esto es, la escuela del vuelo planeado que defendían Lilienthal, Mouillard y
Chanute.
Analizándolo retrospectivamente, el éxito de su
experiencia pasó prácticamente inadvertido para el resto del mundo por varias
razones. La primera de ellas, el secretismo con el que los inventores ocultaron
su hazaña para evitar plagios. Por otro lado, una vez iniciada la campaña de
difusión ésta chocó con la lentitud de los medios de comunicación de la época,
pero, sobre todo, con la escasa familia de aeronautas de los primeros años del
siglo XX, quienes aún no demandaban poderosamente la información que luego
ocuparía las páginas de los periódicos y revistas ilustradas. Por ello, hubo
que esperar casi cinco años para que Wilbur Wright se trasladase a Francia y
comenzara a llamar la atención tanto de los adeptos a la aeronáutica como de
sus competidores Bleriot, Voisin y Farman a través de uno de los medios más
convincentes: batiendo récords. En la localidad de Le Mans, el piloto americano
dejó establecidas las mejores marcas de 1908 en distancia (123 kilómetros),
altura (115 metros) y permanencia en el aire (2 horas y 18 segundos). Acto
seguido, los dos hermanos abrieron una escuela de aviación en Pau y se
dispusieron a sacar partido de su invento.
La introducción de la aviación en España
Las exhibiciones aéreas realizadas por Wilbur
Wright en Le Mans se convirtieron en La Meca de la Aeronáutica, atrayendo a
todos los entusiastas europeos. Entre ellos se contaban dos oficiales de
ingenieros, Emilio Herrera y Alfredo Kindelán y según el comentario de éste
último, la visión del vuelo del pionero americano les llegó a emocionar. Tanto
Herrera como Kindelán, militares con el título de pilotos de globo y dirigible,
se convirtieron en devotos del aeroplano e instaron a sus superiores para que
adquirieran aeronaves en el país vecino. El interés castrense se vio
fortalecido por la visita del rey Alfonso XIII a la escuela de los Wright en
Pau; desde ese momento, el monarca se mostraría muy interesado por la evolución
de la Aviación, vinculando a la monarquía con los logros alcanzados en España
por esta disciplina aeronáutica. Partiendo de estos antecedentes, podemos
afirmar que la aviación se introdujo en nuestro país por dos vías muy diferenciadas;
la vía militar, a través de los oficiales de ingenieros que establecieron en
Cuatro Vientos su centro de ensayos, y la civil, por medio de entusiastas que
recurrían a su propia hacienda o al patrocinio de otros para poder costearse un
aeroplano.
No obstante, tendríamos que esperar a la sucesión
de varios acontecimientos producidos en el año 1909: la hazaña del cruce del
Canal de la Mancha por parte de Luis Bleriot, la reunión aeronáutica de Reims y
el primer Salón Aeronáutico de París, donde ya se exhibieron modelos muy
probados de aeronaves, para que la aviación repercutiera efectivamente entre
los españoles. Buena prueba de ello es que en el mitin de la capital francesa
se presentó el primer aeroplano construido por un español. Antonio Fernández,
diseñador de moda femenina, con el que perdió la vida el 6 de noviembre de
1909, pero cuyo modelo fue adquirido por un constructor francés que lo usó en
una escuela de aviación. El primer vuelo de un avión español se produjo en el
mes de septiembre en la localidad de Paterna (Valencia), donde el ingeniero
industrial Gaspar Brunet puso en manos del piloto Joan Oliver un biplano con el
que hizo un corto vuelo.
Los acróbatas aéreos
A partir del año 1910, el testigo aeronáutico se
cedió momentáneamente a aviadores extranjeros que vinieron a nuestro país para
exhibirse con sus aeroplanos y, en algunos casos, promocionar sus propios
modelos de aeroplano; tal fue el caso de Julien Mamet, Alberto Santos Dumont,
Luis Bleriot y Jean Mauvais, quien compartió espectáculo con Benito Loygorri,
el primer español al que la Federación Aeronáutica Internacional (FAI) concedió
el título de piloto. Las evoluciones de estos acróbatas aéreos eran anunciadas
en los diarios locales y congregaban a una multitud que intentaba zafarse del
cordón de orden público –y también de los organizadores que cobraban por el
evento- para acercarse a contemplar las arriesgadas maniobras de los pilotos.
Las exhibiciones aeronáuticas se convirtieron en nuevo espectáculo de masas en
el que los aviadores se granjeaban la admiración de hombres, mujeres y niños
por igual, despertando, al mismo tiempo, una oleada de afición de la que se
nutriría en el futuro la Aviación de nuestro país. Había nacido un nuevo tiempo
de aventurero que ocultaba celosamente el miedo ante el público y sus
compañeros pero que era muy consciente de la necesidad de asimilar los nuevos
adelantos técnicos si quería ser figura señera de la nueva afición. Dentro de
esta faceta exhibicionista hay que mencionar la existencia del establecimiento
de pruebas o raids donde se ponía a prueba la pericia del piloto y el aguante
técnico del avión. La primera de ellas, la París-Madrid, fue convocada en mayo
de 1911 y programada por un periódico parisiense, podríamos decir, con mucho
sentido comercial, ya que Francia era el principal centro de formación y venta
de aviones de los pilotos españoles. Este certamen fue ganado por el piloto
francés Jules Verdines pero sirvió como aliciente para las siguientes
competiciones que se organizaron en España, como la Valencia-Alicante-Valencia,
la Salamanca-Valladolid-Salamanca, ambas realizadas en 1913 y ganadas por
aviadores franceses, y la famosa Copa Montañosa, organizada por el efímero Real
Aero Club de Santander cuyo primer certamen fue ganado en 1914 por el famoso
piloto cántabro Salvador Hedilla. Este tipo de pruebas constituirían el
antecedente de futuros “miniraids” emprendidos por los aviadores españoles,
verdaderos precursores de los Grandes Vuelos realizados a partir de 1926, ya
que implicaron vuelos sobre el mar; es el caso del vuelo Tetuán-Sevilla,
llevado a cabo por Emilio Herrera y José Ortiz Echagüe (febrero de 1914) y el
Barcelona-Palma de Mallorca, culminado felizmente por Hedilla en julio de 1916.
Además, la proliferación de pruebas y concursos aeronáuticos sentaron las bases
para la aparición de una literatura específicamente aeronáutica con la que se
pretendía explicar los principios de sustentación de las aeronaves más pesadas
que el aire, sus ventajas frente a los globos dirigibles, así como la
divulgación de las últimas novedades.
Este favorable contexto divulgativo de la aviación
en nuestro país no dio lugar a que calara tan profundamente como en Francia,
Gran Bretaña o Alemania. Las razones hay que buscarlas en dos hechos
incuestionables. El primero de ellos era que, en los años 1912 y 1913, momento
culmen de las pruebas aéreas y las exhibiciones populares, no existía una
industria aeronáutica nacional que pudiera satisfacer la demanda de aeroplanos.
Aquellos aficionados con dinero que iban a Francia para hacer el curso de
piloto aprovechaban el viaje para adquirir un avión; poco a poco, la
manufactura local fue supliendo las necesidades de repuestos y, exceptuando los
motores, el resto del material (madera, herrajes, tela, barniz y cuerda de
piano) se producía en España. Pese a todo, algunos avispados aviadores
recurrieron a exhibir publicidad en sus aviones para poder costearse el
mantenimiento de sus aparatos y su afición.
Primeras fábricas de aviones
Aún habría que esperar a 1915 para que empezaran a
surgir las primeras fábricas de aviones: Pujol, Comabella y Cía, Loring y
Pujol, Talleres Hereter en Barcelona, Carde y Escoriaza en Zaragoza y Compañía
Española de Construcciones Aeronáuticas /CECA) en Santander. Este impulso
inicial adquirió mayor relevancia durante los años de la neutralidad observada
por España durante la Primera Guerra Mundial ya que, ante la imposibilidad de
importar material aeronáutico europeo, se apeló a la producción nacional. Sin
embargo, esta esperanzadora etapa se truncó con el fin de la contienda y la
llegada al mercado de saldos aeronáuticos que atesoraban todos los avances que
una guerra imprime al desarrollo técnico.
Antes de 1914, otros de los grandes factores que
ralentizaron el desarrollo de la aviación fue la formación aeronáutica. Las
instituciones aeronáuticas civiles hicieron un gran esfuerzo para difundir la
práctica aeronáutica; el Real Aeroclub de España modificó sus estatutos para
admitir a los aeroplanos (antes sólo se incluían globos) y surgieron entidades
como el real Aero Club de Guipúzcoa (1910) el real Aero Club de Santander
(1912) o el Sport Veloz mallorquín que intentaron promocionar la aviación con
exhibiciones y competiciones, pero todas estas medidas eran insuficientes. La
aviación civil afrontaba la práctica ausencia de escuelas, a pesar de los
intentos de crear centros de formación por parte de Heraclio Alfaro y Leónce
Garnier en Vitoria, Luis Acedo y José González Camó en Getafe o el proyecto del
ministerio de Fomento de aportar financiación para abrir una escuela de
pilotaje. La única opción para conseguir el preciado título aeronáutico era
desplazarse a Francia y obtenerlo en una de las múltiples escuelas que habían
aflorado a partir del periodo 1905-8. Socialmente hablando, la práctica de la
aviación en España se redujo a aquellos miembros de las clases sociales
pendientes que se pudieran permitir el lujo de pagarse un curso y mantener un
avión. Pese a todo, también hubo excepciones como en como en el caso del famoso
inventor del autogiro Juan de la Cierva, hijo de un prominente político y
abogado murciano. Durante su juventud, De la Cierva formó un “consorcio
aeronáutico” con sus amigos José María Barcala y Pablo Díaz, y las fuentes de
financiación provenían de los “sablazos” a que los jóvenes sometían a sus
madres. Gracias a la colaboración del padre de Pablo Díaz, un carpintero con
experiencia aeronáutica, lograron construir aviones a los que bautizaron con
las siglas de los miembros del grupo: BCD. Más tarde, cuando De la Cierva
estaba metido de lleno en las pruebas del autogiro, vivió a expensas de su
padre porque llegó a gastarse tanto dinero que tuvo que vender su propio
automóvil; no obtuvo beneficio económico de su invento hasta que registró su
patente en Gran Bretaña. Pese a todo, no fue hasta los años 20 y 30 cuando
algunos de los miembros más desfavorecedores de la sociedad española pudieron
manejar los mandos de un avión, entrando en el Arma de Aviación Militar o en
los concursos de los Aero Clubs populares.
La aviación militar recoge el testigo
En los años previos a la Primera Guerra Mundial 46
españoles obtuvieron el título de piloto expedido por el Real Aero Club de
España. De ellos, tan sólo 13 correspondían a pilotos civiles, cifra lo
suficientemente ilustrativa para saber qué institución se haría cargo del
progreso de la aviación en los tiempos venideros. El servicio de la aviación se
nutrió esencialmente de personal procedente del Cuerpo de Ingenieros, pero en
los estatutos redactados para su constitución el 27 de octubre de 1911 se
imprimió, al igual que en el caso de la Aerostación, un carácter aperturista y
no exclusivista, dando oportunidad para que cualquier pudiera acceder al vuelo.
Uno de los elementos más acertados para la
constitución del Servicio fue la elección que hizo el Coronel Pedro Vives Vich
de los militares que formarían la 1ª Promoción de Pilotos. No cabe ninguna duda
de que el Coronel Vives realizó una muy certera selección de los oficiales de
ingenieros que en Cuatro Vientos recibirían las enseñanzas de los profesores
franceses contratados para impartir el curso y que, en un futuro no muy lejano,
esos mismos oficiales se convertirían en los maestros de los nuevos alumnos-pilotos
españoles. Se trataba de los oficiales Emilio Herrera Linares, máxima figura de
la Aviación Militar en la ciencia aeronáutica, promotor de la Escuela Superior
Aerotécnica y precursor de la astronáutica. Alfredo Kindelán Duany, que durante
su mando en la aviación en los años 20 impulsó los cambios que dieron lugar a
los grandes raids. Eduardo Barrón Ramos de Sotomayor, original ingeniero
vinculado inicialmente a la Hispano de Guadalajara de cuyo tablero de diseño
salieron novedosas aportaciones a la aeronáutica, y José Ortiz Echagüe, que
será el futuro responsable de la empresa Construcciones Aeronáuticas (CASA).
Junto a Enrique Arrillaga López, que sufrió un accidente en 1911 y se quedó
invalido, estos pilotos formaron el núcleo inicial que luego aleccionaría, con
su formación y su personalidad, al resto de aviadores militares españoles.
Curiosamente, y contrastando con los pilotos formaron el núcleo inicial que
luego aleccionaría, con su formación y su personalidad, al resto de aviadores
militares españoles. Curiosamente, y contrastando con los pilotos civiles que
obtuvieron su título en monoplanos, la mayoría de ellos recibió su bautismo
aéreo en biplanos, aunque también hubo casos excepcionales como el de Emilio
Herrera, quien introdujo en la 2ª y 3ª Promoción de pilotos militares una
“escuela monoplanista” al considerar, muy acertadamente, que el sistema de
dirección de este tipo de aviones era mucho menos complejo que el de los
biplanos.
A partir de entonces, la aviación civil y militar
abandonaba la etapa de los pioneros y seguía cursos diferentes. Si la primera
seguía una línea sinuosa que alcanzaría fama en los grandes raids, la
aeronáutica militar experimentaba una creciente complejidad cuya primera prueba
sería su bautismo de sangre en la campaña de Marruecos de 1913.
Fuente: https://fundacionenaire.es