19 de octubre de 2020

BENITO LOYGORRI, EL PRIMER PILOTO DE AVIÓN ESPAÑOL

 

 



Allá por el más que centenario mes de octubre de 1910 mencionaba la revista Vida Marítima, con gran asombro, cierta exhibición o, como decían entonces, experiencia de aviación, que tuvo lugar por aquellas fechas en San Sebastián. Ver volar un aeroplano era por entonces algo extremadamente novedoso y, si se trataba de contemplar varios a la vez, la cosa ya tomaba un aspecto muy serio. Comentaba el periodista encargado de la crónica, asombrado incluso al trazar lo que acababa de ver, que en presencia del rey Alfonso XIII, de la familia real y de un público numeroso, como también anonadado, los cielos de San Sebastián acababan de ser testigos de un destello del futuro. El acontecimiento había tenido lugar el mes anterior, pero seguía en boca de todos los espectadores. Dos aviadores franceses habían realizado diversas acrobacias sobre el Cantábrico y sobre la ciudad, pero lo que más llamó la atención fue ver volar a un joven, al que no dudaban en calificar como “principiante”, a bordo de su biplano tipo Farman.

 

El protagonista del evento fue aquel chaval que llevaba la aviación en la sangre: el piloto vasco Benito Loygorri que, si bien era cierto que acababa de llegar al mundo de los aparatos más pesados que el aire, no parecía un neófito del vuelo, ni mucho menos. Tal y como comentaba el periodista:

 

“Loygorri (…) siempre consigue completo triunfo. El rey le condecoró por sus prodigiosos vuelos, entre los que merece especial mención el recorrido Biarritz-San Sebastián (…). Había abandonado Biarritz en un vuelo recto y decidido, y a los treinta y cinco minutos se presentaba en San Sebastián. Embocó la entrada de la bahía, dio una vuelta por la Concha, llegó al campo de Ondarreta y aterrizó sin novedad alguna. El público no sabía cómo expresar su admiración”.

 

Experiencias de vuelo en San Sebastián, 1910.

 

Hace tiempo escribí sobre la figura del genial Heraclio Alfaro, constructor del primer avión de fabricación española. Aquello sucedió en 1914, en plena fiebre de la aviación. Bien, aquella historia no está completa si no se recuerda a un pionero anterior, Loygorri, que cuatro años antes había logrado obtener la primera licencia de piloto de avión de nuestro país. Hay que reconocer que estos pioneros, y otros que les acompañaron en ese tiempo, poseían una audacia y un espíritu aventurero que parece haberse perdido en gran parte en nuestra época.

 

Benito Loygorri Pimentel nació en la francesa ciudad de Biarritz en septiembre de 1885 y falleció en Madrid en 1976. Lo más curioso de su historia como aviador, además de sus aventuras, se encuentra en que, a pesar de tener una larga vida, su carrera como piloto fue intensa pero muy breve. Avanzado el año 1910 había llegado la noticia a España: teníamos dos pilotos en nuestro país. Puede parecer algo nimio hoy día, pero entonces fue novedad muy comentada. Benito Loygorri, junto a Alfonso de Orleáns y de Borbón, habían conseguido un título oficial de piloto de avión en Francia, siendo además avalados por el Real Aero Club de España. Comenzó así una carrera llena de exhibiciones de vuelo para Loygorri que le llevó, por ejemplo, a realizar el vuelo con el que se inauguró en 1911 el aeródromo de Cuatro Vientos. De ese tiempo, recordaba ya en 1930 el Teniente Coronel Herrera, testigo de aquellas aventuras, lo arriesgado que era volar. Así lo plasmó el militar en la edición del 9 de mayo del mencionado año en la revista Nuevo Mundo:

 

“En 1911 en Cuatro Vientos se establece la primera escuela de la aviación española. Los únicos pilotos hispanos, con títulos conseguidos en Francia, eran el Infante don Alfonso de Orleáns y Benito Loygorri. Nosotros volábamos con los aparatos de aquella escuela de las maneras más absurdas. No se podía virar a la derecha sin jugarse la vida, y para ganar altura, para remontarse sobre la línea telegráfica, había que hacer un recorrido hasta Alcorcón…”

 

Aeroplano Farman de Loygorri.


Benito logró su licencia de vuelo unos días antes de que Alfonso de Orleáns consiguiera la suya. La licencia de la Federación Aeronáutica Internacional le llegó oficialmente el 30 de agosto de 1910. No dejó pasar siquiera horas hasta poder volar con su avión Farman. Su pasión por los aviones le venía desde niño. Se cuenta que había quedado “enganchado” al mundo del vuelo cuando vio volar a los hermanos Wright en sus exhibiciones en Francia.

 

En aquellos años todo lo relacionado con esa nueva tecnología se desarrollaba a una velocidad increíble. Pocos años antes ni siquiera se pensaba en los aviones y, entonces, a principios del siglo XX, aparecían modelos y se rompían marcas casi todos los días. En el verano de 1909 había tenido lugar en Reims la primera exhibición aeronáutica concebida como tal, y en ella el industrial del automóvil Henri Farman había presentado su avión capaz de realizar vuelos largos llevando pasajeros. Convertido en afamado diseñador de aviones, Farman había dejado a todo el mundo asombrado al volar cerca de 180 kilómetros en unas tres horas de viaje. Días más tarde, como aquello parecía poco, logró superar los 230 kilómetros de vuelo en menos de cinco horas. La cosa tiene su miga, porque la mayor parte de los intentos de vuelo hasta entonces se limitaban a tímidos saltos, vuelos muy cortos, muchas veces sin giros. Farman construyó sencillos pero audaces aparatos, dotados de timones maniobrables y pensados para viajes que merecieran tal calificativo.

 

Todo ese ambiente llevó a Loygorri a convertirse en ingeniero y, tras completar sus estudios, decidió ir en serio con su pasión. Voló en globo y comenzó a formarse como piloto en una escuela oficial cerca de Reims. Y así, fruto de ese incontenible deseo por surcar los cielos en aquellas primitivas y peligrosas máquinas, el bueno de Benito acabó por convertirse en el primer piloto con licencia oficial de España, pero aquello sólo era un primer paso en una aventura de amplios horizontes.

 

Y, ya que había obtenido su título de piloto volando con un avión de los fabricados por Henri Farman, un modelo con motor Gnôme de 50 CV, el siguiente paso lógico era hacerse con un avión similar para realizar exhibiciones. Ahí es cuando llega la prueba aérea que he mencionado al comienzo de estas letras, la que tuvo lugar en San Sebastián. Por supuesto que Loygorri era un “principiante”, como escribía el periodista, pues apenas había pasado poco más de un mes desde que lograra su licencia de piloto, pero eso no fue un obstáculo para que consiguiera superar a sus rivales, los franceses Tabuteau y Garnier, en aquel concurso de vuelo organizado por el Real Aeroclub de Guipúzcoa. Imaginemos cómo se encontraba Benito en ese momento, ¡había triunfado siendo un piloto recién graduado de apenas veinticinco años! Lo malo es que aquella tarde no terminó del todo bien. Después del concurso, nuestro ganador, feliz y exultante, decidió ofrecer algún bautismo de vuelo. Contaba por entonces Loygorri con una novia donostiarra a la que llevó volando por la costa. Se trataba de María Minondo, que se convirtió a partir de entonces en la primera mujer que voló en España como pasajera y, de paso, en la primera que se estrelló. No pasó nada grave, por fortuna. El avión de Loygorri volaba sobre la playa de Ondarreta intentando aterrizar tras un fallo del motor, pero terminó planeando sobre las aguas cantábricas hasta finalizar su viaje flotando muy cerca de las arenas y del gentío. La chica se llevó un buen susto y un remojón que a buen seguro no olvido nunca, además de un enfado monumental que terminó con su relación con el piloto en aquel mismo momento.

 

Lo de San Sebastián fue el primero de muchos eventos de exhibición que Loygorri llevó a cabo en numerosas ciudades españolas. Su avión de la casa Farman, que por lo mencionado en las crónicas fallaba bastante, fue el primero de los diversos aviones que el piloto adquirió para aquellas celebraciones aéreas. No vaya a creerse que la cosa era sencilla. Tener un avión y una licencia de piloto no era suficiente. Los campos de vuelo prácticamente no existían, por lo que nuestro piloto montó toda una compañía, con cierto parecido a un “circo”, con la que recorría los caminos españoles de ciudad en ciudad, de feria en feria, eligiendo campos más o menos adecuados y cargando con gran cantidad de equipamiento, transportado todo ello en tren o con carruajes. Llegado a la ciudad de destino, había que montar el avión, probar los equipos, revisar si el campo era adecuado y, finalmente, volar mientras el público no salía de su asombro. A sus aventuras como piloto se unión una incansable labor para promocionar la aviación como deporte, además de convertirse en representante comercial de los aviones Farman para España. En esos días la aviación militar española estaba naciendo, siendo Loygorri el primer proveedor de aviones para el ejército, concretamente tres unidades de la casa Farman.

 


 

Fue pionero igualmente del vuelo turístico, pues en 1913 voló desde Peñaranda de Bracamonte en Salamanca hasta Medina del Campo para, al día siguiente, continuar hacia Valladolid, con intención de seguir hasta Burgos. Su familia vivía por entonces en Valladolid, ciudad en la que, mientras nuestro piloto visitaba a su madre, una tempestad averió su avión, terminando con aquella excursión aérea. Llegada la Gran Guerra, con escasez de materiales en Europa, el piloto saltó al otro lado del Atlántico. En México formó a nuevos pilotos durante varios años, hasta que todo cambió para siempre. Sucedió en 1917, en Bridgeport, Estados Unidos. Realizando las pruebas de un avión tuvo un grave accidente. Durante un tiempo continuó con su tarea formando pilotos, pero pronto quedó claro que sus lesiones le impedían seguir con su aventura aérea.

 

No fue el final de su pasión por la tecnología, simplemente decidió cambiar de aires. De vuelta a España, viviendo en Madrid, tras casarse en 1918 en Cuba, Loygorri se convierte en representante de diversas industrias. Destaca por encima de todas ellas su labor durante muchos años como gerente para España y Portugal del gigante estadounidense General Motors. Siendo exitoso empresario, recordaba Benito Loygorri sus viejos tiempos de aviador de esta manera en las páginas del diario As, en la edición del 9 de agosto de 1932, a través de una entrevista realizada por F. Díaz Roncero:

 

—¿Cómo se le ocurrió a usted hacerse piloto?

—Fue un capricho. Yo por entonces podía disponer de dinero para satisfacer mis caprichos, y uno de ellos fue hacerme piloto y comprarme un aparato. Y, en efecto, realicé los primeros vuelos de aprendizaje en la Escuela francesa de Mourmelon. Era en los meses de junio y julio de 1910. Allí, en Francia, conseguí volar lo suficientemente bien para que me considerasen con capacidad de obtener el título de piloto. Pero el caso es que, a pesar de haber nacido en Biarritz, yo soy español, y mi deseo fue solamente hacerme piloto en España.

 

—Pero aquí no había nada de eso…

—Pues precisamente el hecho de no existir aviación en nuestro país fue lo que me hizo interesarme por la creación de la misma, y como estaba dispuesto a ello, me compré un avión en Francia y me vine a España decidido a no quedarnos atrás en el avance de la civilización.

 

—¿Cuánto le costó el primer aeroplano?

—Treinta y cinco mil francos. Y ¡hay que ver lo que era aquello! Allí, como es sabido, no había cabina para el piloto ni ninguna de las comodidades que llevan los aparatos modernos. El aviador iba al aire, como sentado en el sillín de una bicicleta.

 

—¿Había más españoles dispuestos a volar?

—Había, sí señor. Precisamente fueron los primeros entusiastas hombres que después destacaron en la aviación, y otros que perecieron en accidentes de aeroplano cuando fueron desarrollándose los vuelos en Madrid. Entre los primeros figuran Kindelán y Herrera. Este último fue, cuando instalamos el primer aeródromo, el encargado de cuidar el aparato.

 

—¿Dónde estaba instalado?

—Puede usted suponer cómo sería aquello. Elegimos los terrenos de Cuatro Vientos, que nos parecían los mejores para los aterrizajes y como allí no había siquiera casas, el único sitio donde guarecerse era el cajón donde había venido embalado el aparato, Emilio Herrera fue el encargado de quedarse custodiando el avión. Claro está que en aquel magnífico “hotel” no había más remedio que dormir precisamente en el cajón de que le hablo. Después pudimos construir dos barracones, pero aún Herrera tenía aquella confortable “cama” donde había venido el Farman, que era el primero y único aeroplano de que disponíamos.

 

—Aquello prosperó rápidamente…

—Sí, tuvieron eficacia en los primeros vuelos y el número de aficionados aumentó considerablemente. Aquel primer aparato fue haciéndose antiguo y conseguimos tener hasta cinco aparatos más. Claro es que el motor del primer avión nos sirvió para los demás aparatos que íbamos adquiriendo, y que estaban dotados de mayores adelantos. (…)

 

—¿Qué velocidades hacían los primeros aparatos?

—Los primeros que tuvimos hacían una velocidad máxima de 65 o 70 kilómetros por hora, cosa que parecía extraordinaria, pero cuando logramos uno que hacía 90 kilómetros por hora de velocidad máxima, según el viento, el asombro fue enorme.

 

—Los motores, ¿qué fuerza tenían?

—El primero que tuvimos era de 50 caballos. Luego conseguimos uno de 90 que nos parecía un bólido. ¡Quién iba a pensar que se iba a llegar a lo que hoy es la aviación en el mundo! (…) Los aviadores de entonces pensábamos en el avance de la aviación, pero no en la forma tan extraordinaria en que se ha alcanzado. Yo tengo actualmente cuarenta y cinco años, y por el progreso de la aviación que he visto, parece que ha pasado un siglo. (…) Me asombro de las proezas que realizan los aviadores modernos como un neófito, porque… ¿quiere usted creer lo que le diga?

 

—¿Qué?

—Que cuando vuelo, ahora hay una gran seguridad en los aviones, pero como no los voy pilotando yo… ¡tengo un miedo…!

 

Imágenes: Biblioteca Nacional de España.

 

Fuente: https://alpoma.net