9 de agosto de 2020

CABALLEROS QUE PELEABAN EN EL CIELO


Las batallas aéreas, sobre todo en la I Guerra Mundial, mantuvieron los códigos de honor de épocas medievales.

Avión Voisin. Una de las naves utilizadas en la Primera Guerra Mundial. (Wikipedia) 
Avión Voisin. Una de las naves utilizadas en la Primera Guerra Mundial. (Wikipedia)


Paracaidistas. Soldados norteamericanos en ruta hasta la franja de Hindenburg. (Wikipedia) 
Paracaidistas. Soldados norteamericanos en ruta hasta la franja de Hindenburg. (Wikipedia)

Albatros. El famoso avión pintado de rojo de Manfred von Richthofen. (Wikipedia) 
Máquina de guerra. Un avión Voisin, usado por Francia en la Primera Guerra. (Wikipedia)


Por Juan F. Marguch 

El 27 de enero de 1915, tres escuadrillas francesas de trepidantes aviones Voisin, comandadas por Jean Des Guis, atacaron las fábricas de explosivos que la corporación alemana Badische Anilinen (Basf) poseía en Ludwigshafen y en Oppau.

 

Los resultados de la incursión fueron más bien deprimentes (perdieron un aparato y murió el Comandante Des Guis), pero, considerada desde el simple arte de matar a distancia, fue un potente estimulante para trabajar sin prisa ni pausa en el desarrollo de aeronaves de mayor velocidad, recorrido y carga, bombas y ametralladoras, adaptados para la joven arma de “más pesados que el aire”.

Quienes reivindicaron ese ataque como el nacimiento del arma aérea (los franceses, naturalmente) fueron de inmediato refutados por eruditos vocacionales. 

A la italiana y a la francesa

Estos eruditos enarbolaron la bandera de Italia y recordaron a la humanidad desmemoriada que ya existía un antecedente de bombardeo aéreo: en 1911, animados por una macarrónica vocación de progreso, los italianos atacaron a Libia, dormida en el sopor de sus siglos.

La misión de reconocimiento del territorio africano fue de inmediato reemplazada, en pleno vuelo, por un ataque con granadas, lanzadas manualmente por los pilotos.

Al escuchar el estruendo desconocido que dejaban los aviones, como estela demoníaca de su paso, los tribeños huían despavoridos, como si el cielo se les viniese encima.

Precursores natos, los italianos transformaron a sus aeronaves deportivas en cazas, porque atacaban con carabinas a los aborígenes en fuga.

Y descubrieron, además, que los aviones podían ser empleados como artillería volante manual, siempre que, a puro cálculo, arrojaran a mano los artefactos explosivos, que funcionaban con displicencia itálica: algunos estallaban, otros rebotaban en el calcinado suelo, ora explotaban en las manos del piloto o del copiloto, ora explotaban apenas iniciaban su descenso.

La tribuna francesa tuvo en cuenta todas esas falencias para rechazar la pretensión italiana y el 27 de enero de 1915 siguió siendo, para ellos y para la mayoría de los europeos, el día del nacimiento de la guerra aérea.

Lo que demuestra, por si fuera necesario, que los galos dominan el arte de imponer urbi et orbi cuanto hacen o dejan de hacer, aunque los africanos los maldijesen eternamente con fervor intraducible. 

La Gran Guerra

Al iniciarse en la mañana del 4 de marzo de 1914 la I Guerra Mundial, la aviación no contaba en los planes de los estados mayores de las fuerzas armadas de las naciones involucradas en la guerra que terminaría con todas las guerras en el planeta, según la lúcida y militante previsión de sus estadistas, henchidos de buena voluntad y de pésimas nociones de fraternidad y solidaridad.

 

El aporte de cada país al gigantesco festival de masacres humanitarias fue el siguiente:

Alemania: 791.000 soldados.
Austria-Hungría: 450.000.
Francia: 790.000.
Rusia: 1.290.000.
Gran Bretaña: 160.000.

Desde la terrible experiencia de la dictadura protestante del caudillo militar Oliver Cromwell (1599-1658), los británicos siempre desconfiaron de los ejércitos permanentes.

En cuanto a los más pesados que el aire, la distribución fue:

Alemania: 180 aviones.
Inglaterra: 130.
Francia: 65.

La cifra es curiosa, pues, en la inmediata preguerra, Francia había marchado a la vanguardia por el número y calidad de sus aeroclubes; extrañamente, su fuerza aérea era tres veces menor que la de su principal enemigo: el vecindario de los cabezas cuadradas.

Primera victoria aérea

Pese a ello, fueron los franceses quienes se anotaron la primera victoria en la guerra aérea, el 5 octubre de 1914.

Fue a dos mil metros de la ciudad de Reims y a 1.800 metros de altura.

El Voisin, tripulado por el Sargento Joseph Frantz y por el copiloto Louis Quénault, derribó al biplano alemán Aviatik.

 

Los franceses utilizaron una ametralladora Hotchkiss, accionada bala por bala, y los alemanes, una carabina.

Hubo en esa acción bélica algo de los duelos de caballería medievales.

El barón germano

De hecho, los pilotos de prácticamente todas las naciones involucrados en la llamada "Gran Guerra" respetaron un código de honor que fue abandonado a medida que crecían las propagandas xenofóbicas y el odio racial (aunque el planeta Tierra esté enmerdado por una sola especie de humanoides).

Del duelo aéreo, que mantuvo su honrosa caballerosidad, sólo perduran los gloriosos duelos entre el beagle Snoopy y el Barón Rojo, creados por el genial dibujante Charles Schultz.

 

Franchet D’Esperey, comandante del V Ejército de Francia, que presenció el derribo del Aviatik, dispuso honras fúnebres para los aviadores alemanes muertos, y ordenó que sus efectos personales fueran enviados a sus familias por intermedio de representantes diplomáticos de naciones neutrales.

En este sentido, fue también ejemplar la actitud observada por los británicos para con el barón germano Manfred von Richthofen, el legendario Barón Rojo (por el color de la pintura de su aparato), el mejor piloto de la Primera Guerra.

 

Murió en abril de 1918, cuando su famoso Albatros fue derribado.

Sus restos fueron colocados en un suntuoso féretro y trasladados a la tumba a hombros de seis Capitanes (el mismo rango de Richthofen) de la Royal Air Force (RAF), mientras un batallón de fusileros disparaba las salvas de honor previstas por el Código de Honor de la fuerza.

Los años de la inocencia

Aquellos eran “los años de la inocencia”, según historiadores y sociólogos que bucean en la superficie de los hombres y sus cosas.

Por cierto, luego se progresaría lo bastante, sobre todo en la II Guerra Mundial, cuando los pilotos enemigos eran capturados en aterrizajes de emergencia, como rehenes y objetivos de venganza atroces, como ser quemados vivos, descuartizados o fusilados o condenados a morir torturados o por hambre y sevicias en los campos de concentración.

 

Desde 1945, la humanidad vive, en realidad padece, el funesto equilibrio del terror, y percibe, a la distancia de los años y cada vez con mayor nitidez, Armagedón o “la Montaña del Degüello”.

Fuente: https://www.lavoz.com.ar