25 de noviembre de 2023

EL PRIMER ASTRONAUTA

 



 

11 de abril de 1961 10:00 horas, base de lanzamiento espacial soviética de Baikonur,

 

—¿Qué probabilidad crees que tiene de salir vivo? —preguntó Oleg.

 

—No sé ¿a ti qué te parece? —respondió Serguei.

 

Oleg abrió mucho los ojos, se rascó la cabeza y bajo un poco la voz.

 

—Un cincuenta por ciento, eso es lo que ha estimado el grupo de expertos, pero estoy seguro que tú piensas que la cifra es mayor.

 

—Si no estuviera convencido de que es muy superior al cincuenta por ciento no autorizaría esta misión, pero ¿cómo voy a darte un número? No soy una calculadora.

 

Serguei removió el té en la taza con la cucharilla y se fijó en el remolino que se formaba en su interior mientras Oleg no le quitaba la vista del rostro. La bombilla desnuda que colgaba del techo, sobre la mesa que lo separaba de Oleg, hacía que el líquido emitiese pequeños destellos limpios y transparentes que surgían del torbellino que había desencadenado el ligero movimiento de la cucharilla. En el centro de la taza se hundía el té en un agujero del que a Serguei le pareció que emanaban los pensamientos que acudieron a su cabeza.

 

No había transcurrido todavía un año desde que efectuaron el primer lanzamiento de su cohete R-7, allí en Baikonur. Fue Oleg quien insistió en que invitasen al General Nedelin. Podían haberlo evitado porque cuando la cápsula espacial trató de reentrar en la atmósfera los cohetes de frenado fallaron y rebotó. Se fue a una órbita superior. La segunda misión, sin Nedelin, fue aún peor. El cohete explotó en el aire a los treinta segundos del despegue. Las dos perras que viajaban a bordo de la nave espacial, Chaika y Lisichka, perdieron la vida. Eso ocurrió dos meses después del primer fracaso. En agosto de 1960 tuvieron éxito y el cohete R-7 colocó a Belka y Strelka, otra pareja de perras con mejor suerte, en órbita y las trajeron vivas a la Tierra. Al recordarlo, a Serguei se le asomó una ligera sonrisa en el rostro. Oleg, que continuaba mirándolo fijamente, apercibió el gesto.

 

—Todo no son malas noticias, Serguei ¿no es así?

 

—¿Sabes de qué me estaba acordando?

 

—Ni idea.

 

—De Strelka.

 

—¿La perra?

 

—Sí, ¿recuerdas que el camarada Nikita Khrushchev, en una reunión de Naciones Unidas, en Nueva York, prometió regalarle un cachorro de Strelka a Einsenhower para que se la llevara a la Casa Blanca?

 

—Ja, ja…claro que me acuerdo…¿tú crees que se lo ha mandado?

 

—No sé.

 

Serguei levantó la mirada del remolino de té y se topó con los ojos inquisitivos de Oleg que continuaba observándolo desconcertado.

 

—Camarada Serguei —el discurso de Oleg adquirió una tonalidad solemne— si has venido a conocer mi opinión sobre este lanzamiento, te diré que estamos preparados. Desde el vuelo de Strelka hemos hecho cuatro pruebas con perros y ratones y, las dos últimas, además con Iván Ivanovich. Todas fueron bien. La nave Vostok está lista, se han corregido los problemas. El cohete funciona. No vamos a ganar nada con otro ensayo.

 

Iván Ivanovich era un muñeco que representaba, a escala natural, a un astronauta.

 

Las palabras tranquilizadoras de Oleg sirvieron para relajar el rostro de Serguei, porque sabía que no lo engañaba. Pero el motivo que lo había llevado a entrevistarse con Oleg no era el de enterarse si estaba seguro o no de que el cohete R-7 y la nave Vostok se hallaban en condiciones de garantizar el éxito del lanzamiento. Era otro, aunque aún no sabía cómo decírselo. Todo estaba organizado para que el astronauta no tuviese que hacer nada durante la misión. El vuelo se había programado de forma automática, como el de los vuelos con animales que ya habían lanzado al espacio. Solamente, en circunstancias excepcionales, al astronauta se le podía autorizar a tomar el control de algunas funciones. Y para evitar que lo hiciese sin autorización, el astronauta desconocía la clave con la que se desbloqueaba el sistema, que únicamente conocían tres personas en Tierra y, en caso necesario, se la transmitirían por radio.

 

A los astronautas no les gustaba que la misión fuera completamente automática. Se sentían como perros o ratones y creían en su capacidad de pilotos para efectuar tareas a bordo. Durante el periodo de entrenamiento, a que se sometieron los veinte seleccionados, dos de ellos, Gagarin y Titov fueron a ver a Serguei para sugerirle que rediseñaran los procedimientos de forma que el piloto tuviera algún protagonismo. Pero a Serguei lo convencieron los técnicos: no sabían qué efecto tendría en los astronautas la ausencia de gravedad; tampoco, hasta qué punto serían capaces de soportar el estrés, o si se verían sometidos a un exceso de aceleración cuyo efecto sobre el organismo era imprevisible. Por todo eso, decidieron que era más seguro mantener el criterio de que la misión completa se efectuara con un astronauta a bordo sin que tuviese que efectuar ninguna tarea, salvo de modo excepcional y con autorización desde el centro de control.

 

La clave secreta que permitía retomar el control desde la nave, la sabrían poco antes del lanzamiento, Oleg, el General Kaminin y él mismo. Serguei no estaba muy convencido de que aquella era una decisión correcta. La comunicación entre la nave y la Tierra no era siempre buena y podían surgir imprevistos a bordo. Tanto Gagarin como Titov conocían muy bien el funcionamiento de la Vostok y sus condiciones físicas eran excelentes. Se trataba de la vida del astronauta y no le parecía razonable que un fallo en las comunicaciones impidiera que asumiera el control manual si resultaba necesario. Aunque era una falta muy grave, Serguei estaba dispuesto a infringir el procedimiento y darle a Gagarin la clave de acceso al control manual, antes de que se efectuase el lanzamiento.

 

El problema era que Serguei no recibiría esa información hasta el momento del lanzamiento, cuando entrara en el Centro de Control, y a partir de entonces ya no vería a Gagarin. Oleg sí, estaría cerca de él minutos antes de que cerraran la escotilla de la Vostok. Además, Oleg tenía que verificar en la nave que la clave funcionaba correctamente. Él era la persona indicada para pasarle esa información, aunque no sabía cómo decírselo.

 

—Oleg…—Serguei observó los pequeños ojos de Oleg, detrás de los cristales de sus gafas de montura redonda, con fuerza como si quisiera penetrar en su interior—…pienso que es una locura enviar a Yurka al espacio sin que pueda hacer nada. Absolutamente nada…¿no crees que deberíamos darle la clave antes del lanzamiento?

 

Oleg sintió la mirada de Serguei, como otras veces, cuando quería exponer algo sobre lo que había reflexionado mucho. Sus ojos oscuros y separados emitían un caudal de energía silenciosa. Su respuesta fue automática:

 

—Sabes que eso está prohibido…

 

—Sí, pero las reglas las hacemos nosotros, podemos cambiarlas.

 

—¿Tú crees que el General Kaminin estará de acuerdo?

 

—Por si no lo está, no pienso preguntárselo— respondió Serguei, con brusquedad.

 

—Por cierto, hay rumores de que Kaminin prefiere que vuele Titov— Oleg aprovechó la oportunidad para cambiar el asunto de la conversación.

 

—Lo intentó, en una reunión que tuvimos con el Mariscal General hace unos días. No me gustó nada aquella maniobra suya. Dijo que Titov era más fuerte, que nunca se equivocaba en los ejercicios, que Gagarin a veces tenía dudas y que el propio Gagarin en ocasiones pensaba que no era la persona idónea. Todo eso dijo…pero el Mariscal comentó que a Khrushchev le había gustado la foto de Gagarin que ya le había enseñado y supongo que no tenía ganas de llevarle otra foto. Insistió en que lo importante es que los dos son hijos de la Unión Soviética ¿Qué más daba, Gagarin o Titov? Al fin y al cabo no tenían que hacer nada a bordo de la Vostok.

 

—Si le damos la clave y comete un error…nos pueden fusilar…

 

—Mira, Stalin se murió y ahora no fusilan a nadie. Si Gagarin no regresa, el programa espacial se acabará y eso es todo, seguiremos con los misiles balísticos; por eso sus compañeros, los otros diecinueve pilotos que no han sido seleccionados, le desean tanta suerte.

 

—No todos le desean suerte. Titov está furioso, al menos ayer, que estuve con él en la Vostok repasando los procedimientos, se mostró muy agresivo. Creo que espera que ocurra algún milagro y sea él quien vuele. Anda diciendo a todo el mundo que es el mejor y no lo han elegido porque su padre es maestro en vez de un pobre campesino, como el de Gagarin.

 

—Sí, eso ya lo sé…pero escucha Oleg, yo no quiero que Yurka fracase, necesito que regrese a la Tierra vivo, sin un rasguño. Jamás me perdonaría el haberlo mandado a la muerte, está casado y tiene dos hijas pequeñas…le he tomado afecto a ese muchacho. Además, ya te lo he dicho, si muere, el programa espacial, por el que vengo luchando desde hace tantos años, se acabará para siempre. Por eso quiero darle la clave. Si surgen problemas y la radio falla no habrá forma de pasársela, Gagarin no podrá hacer nada para evitar el desastre.

 

—Está bien, le daré la clave, pero lo haré porque me lo pides tú, no estoy seguro de que sea una buena idea— Oleg pronunció aquellas palabras con tono resignado.

 

—Gracias, eso es todo lo que te quería decir.

 

Serguei no se entretuvo más y abandonó el pequeño despacho de Oleg. En Baikonur todos los habitáculos tenían unas dimensiones realmente escasas. A veces, la falta de espacio le agobiaba. Mientras caminaba por el pasillo, Serguei sintió una ligera sensación de alivio. Las personas que se cruzaban con él lo saludaban y se apartaban respetuosos para dejarle paso. Llevaban papeles en las manos y parecían muy ocupados, como siempre ocurría el día anterior al lanzamiento de un cohete. Cuando llegó a la entrada de su despacho, en la antesala lo recibió su secretaria que se puso de pie apresuradamente.

 

—Buenos días, camarada Director. Ha llamado el General Nikolái Kamanin y dice que quiere verlo por un asunto urgente.

 

—No voy a salir, estaré aquí toda la mañana, dígale que venga cuando quiera.

 

Serguei Korolev se acomodó en el sillón de su mesa de trabajo en la que su secretaria había ordenado una pila de documentos. Eran las últimas pruebas del cohete R-7 y la nave Vostok, y empezó a leerlos despacio, fijándose en los detalles. De vez en cuando se distraía porque le inquietaba el anuncio de que Kamanin deseaba entrevistarse con él. El comportamiento del General no había sido normal durante los últimos días, sobre todo cuando se entrevistaron con el Mariscal. El 8 de septiembre le presentaron a los jóvenes Águilas que Kamanin había entrenado como astronautas y gozaban de un estado físico perfecto. Él se había leído los expedientes de todos ellos y, después de comentarlos con el General, ambos llegaron a la conclusión de que Yuri Alexeevich Gagarin era la mejor opción. German Titov sería la alternativa y quedaría como reserva. Durante su entrevista con los Águilas le pidió al muchacho que le hablase de su vida, de su persona. Para sus compañeros aquel gesto fue interpretado como una elección. En efecto así era. Y sin embargo, después de acordar con Kamanin el astronauta que efectuaría el primer vuelo, el General, sin ninguna advertencia previa, había mostrado dudas de la elección ante el Mariscal, como si el asunto no fuera con él. Quizá eso es lo que pretendía, desmarcarse de la decisión por si las cosas iban mal. En ese caso, contaría con una buena excusa que lo eximiría de las represalias.

 

El General Nikolái Petrovich Kamanin se presentó ante Serguei uniformado. Con la cabeza erguida sobre un cuello decorado con una corbata bien anudada, el rostro cuadrado, la frente amplia y generosa, el pelo escaso, algo desordenado, y el aspecto severo, el aviador imponía respeto. A Serguei no le intimidaban las estrellas ni las condecoraciones. Nada más entrar en el despacho de Korolev, Kamanin no tomó asiento. Se mantuvo de pie, en medio de la habitación, y comenzó su discurso sin ningún preámbulo:

 

—A German Titov no le parece que nuestra decisión ha sido justa y está muy disgustado. Ya sabes que el procedimiento les obliga a permanecer juntos hasta que se produzca el lanzamiento, para disponer de una alternativa de forma inmediata. Aunque Gagarin trata de normalizar las relaciones con su compañero, la actitud de Titov es muy negativa. Me temo que llegue a desestabilizar emocionalmente a Gagarin, más débil que Titov.

 

—Y…¿qué quieres que haga Nikolái? Yo me encargo de que revisen el cohete, la nave espacial y que los técnicos repasen los procedimientos del vuelo para que no falle nada, para que todo funcione a la perfección ¿no puedes ocuparte tú de que los Águilas no compliquen la misión?

 

El General Kamanin lanzó a Serguei una mirada que habría fulminado a cualquiera de sus subordinados, pero que Korolev soportó sin inmutarse sentado en su butacón; después, sin decir ninguna palabra más, el militar respiró hondo y abandonó el despacho.

 

Cuando el General se fue, Serguei volvió a concentrar su atención en los informes de las pruebas que se amontonaban en su mesa. Hizo algunas llamadas telefónicas y después de comer se refugió en su pequeño barracón de madera para descansar un rato.

 

Por la tarde, acudió a la rampa de lanzamiento para subir en el ascensor hasta la Vostok, situada en la parte superior del gigantesco cohete R-7 que medía más de 38 metros de altura. Conforme ascendía observó con detalle la arquitectura del cohete. Estaba formado por un estrecho y largo cuerpo cilíndrico con dos secciones, cuatro cohetes aceleradores adosados al cilindro en la parte inferior y la nave espacial, esférica, a la que se había acoplado un módulo con el cohete de frenado, se encontraba arriba del todo. En el interior de la esfera se alojaba el astronauta. Durante el ascenso, la esfera y el módulo de frenado estaban protegidos por una cubierta de dos piezas, cónica, que se desprendía poco antes de iniciarse el vuelo orbital. Serguei había decidido que las naves espaciales fueran esféricas para dotarlas de estabilidad dinámica durante la reentrada a la atmósfera. El cohete con el combustible y la nave espacial, con la que pretendían llevar al primer hombre al espacio, pesaba 287 toneladas. De ese peso, que el R-7 tenía que levantar del suelo en Baikonur, tan solo poco más de dos toneladas pertenecían a la nave Vostok con el astronauta a bordo. Cada kilo que sus ingenieros colocaban en la nave necesitaba de otros cien kilogramos de oxígeno líquido y queroseno para llegar al espacio.

 

En la nave espacial, Serguei se encontró con Oleg y Yurka Gagarin. El muchacho le sonrió al verlo. Tenía los ojos azules, la sonrisa fácil, buen humor y hablaba con calma. Era bajito y pesaba menos de 65 kilogramos, como todos los pilotos elegidos para que volaran como astronautas. Vestía el traje espacial, de color anaranjado con el casco blanco. A Serguei lo convencieron de que era conveniente que los astronautas vistieran un traje espacial durante el vuelo, aunque una despresurización era un fallo poco probable.

 

—¿Cómo te sientes ahí dentro?— Le preguntó Serguei.

 

—Muy bien, camarada Director.

 

—A estas alturas ya te habrán explicado suficientes veces cómo es la misión, pero aún estás a tiempo de hacer preguntas ¿tienes alguna para mí?

 

—No, ninguna.

 

—A ver, yo te haré algunas ¿Qué ocurre si no funcionan los cohetes para frenar la nave y regresar a la Tierra?

 

—La excursión se alargará un poco. Llevo provisiones a bordo para pasar unos diez días, el tiempo que tardará la Vostok en dejar de orbitar, de forma natural, y reentrar en la atmósfera.

 

—Bien, pero en ese supuesto ¿dónde aterrizarás?

 

—No lo sabemos, en algún lugar del mundo entre los paralelos 65 grados Norte y 65 grados Sur, pero también llevo una dotación para sobrevivir hasta que me rescaten.

 

Serguei le hizo más preguntas y siguió con Yurka, paso a paso, todo lo que estaba previsto que ocurriera durante el vuelo, el significado que tendrían algunos ruidos y lo que se esperaba que hiciese en situaciones de emergencia. Oleg les ayudó a seguir con un poco de orden aquel repaso. No habría transcurrido una hora cuando Serguei empezó a encontrarse mal. Se sintió mareado, los ojos se le nublaban; comprendió que no podía seguir el ejercicio. Oleg se dio cuenta de que algo le ocurría y llamó a su conductor para que subiera a la Vostok y se lo llevara al barracón.

 

El médico auscultó a Serguei y le recomendó que descansara. Le dio unas pastillas que lo reconfortaron; Korolev se quedó adormilado sobre su camastro.

 

 

Baikonur, 12 de septiembre de 1961. 

 

A las dos de la madrugada Serguei se despertó. Se encontraba completamente lúcido, descansado. Pidió un té, se lo tomó y después solicitó que le enviaran un coche para que lo llevase a la plataforma de lanzamiento. Mientras lo esperaba se abrigó bien, con su sombrero negro de alas, una bufanda y un tabardo oscuro.

 

En la plataforma de lanzamiento había un grupo de técnicos que trabajaba en la comprobación de sistemas y componentes, previa al lanzamiento. Serguei le preguntó al jefe del equipo si todo estaba bien.

 

—Sí, de momento. Vamos despacio camarada, porque hay poca luz— le contestó el ingeniero.

 

—Que enciendan todos los focos— replicó Serguei en tono autoritario.

 

—Tenemos órdenes de los camaradas militares de mantenerlos apagados para que el enemigo no detecte nuestras actividades.

 

—¿Qué enemigo?— el enemigo es una conexión defectuosa amparada en la oscuridad, o una pequeña grieta —ese es el enemigo. Camarada, enciende las luces para que tus compañeros vean lo que hacen si no quieres que te despida ahora mismo.

 

Al poco rato, todas las luces de la plataforma se encendieron. Serguei vio cómo se acercaba a toda prisa un coche con un oficial del Ejército. El Capitán se presentó y lo saludó marcialmente:

 

—Camarada Director, tengo órdenes del General de que las luces del campo estén apagadas durante la noche.

 

—Dígale a su General que retire las órdenes si no quiere que lo mande a fregar suelos. No sería el primero.

 

El Capitán volvió a saludarlo y se fue.

 

Serguei regresó a su pequeño barracón para tratar de conciliar el sueño, pero aquella noche no pudo dormir. Salió a la plataforma varias veces para comprobar que la carga de los depósitos del R-7, de oxígeno líquido y de queroseno, se realizaba con normalidad y que las luces seguían encendidas; se pasó por el centro de control por si tenían alguna novedad y revisó los últimos partes meteorológicos; a las cinco de la madrugada llamó por teléfono a su esposa, Nina, y habló con ella durante unos minutos.

 

Después de desayunar, Serguei fue a la plataforma para despedirse de Yurka. Le dio un abrazo. Quizá ya no lo volvería a ver nunca más. Oleg le guiñó un ojo, un gesto de complicidad que le agradeció. La idea de que Yurka supiera cómo asumir el control de la nave lo tranquilizaba. Aquel muchacho era un hombre  sensato que tomaría las decisiones adecuadas en el momento preciso. A Serguei le preocupaba lo que pudiera ocurrirle cuando le faltase la gravedad porque en esas condiciones permanecería durante más de una hora, el tiempo que tardaría en dar una vuelta a la Tierra. Nadie lo había experimentado antes durante tanto tiempo. Los animales lo habían soportado, pero no podían explicar cómo les había funcionado el cerebro en ausencia de gravedad. Y tampoco se le escapaba que de los últimos 17 lanzamientos de los cohetes R-7, 8 habían fracasado. No era un porcentaje de éxitos demasiado elevado, aunque parecía que los problemas estaban resueltos porque los últimos habían salido bien.

 

Antes de que faltara una hora para el lanzamiento, Serguei ya estaba en el centro de control. Empezó a seguir la cuenta atrás moviéndose de un puesto a otro, mirando de reojo los controles e indicadores. Oleg entró en la sala y le hizo un gesto afirmativo con la cabeza. Luego se le acercó y le susurró al oído:

 

—¿Sabes lo que me ha dicho cuando le di la clave? Pues que ya la sabía porque el General Kamanin se la había desvelado.

 

—Joder… ¡Qué fe tenemos en nuestras propias normas!

 

La cuenta atrás ya estaba muy avanzada cuando saltó un indicador de fallo: la escotilla no se había cerrado bien. Serguei tomó la radio y le comunicó a Gagarin que la abrirían otra vez para comprobar la estanqueidad.

 

En el canal de comunicación con la nave Vostok sonaban canciones melódicas que había pedido el astronauta porque empezaba a aburrirse. Estaba tranquilo, su corazón latía a 68 pulsaciones por minuto.

 

A las 09:06 horas el cohete despegó, con tres minutos de retraso sobre lo previsto.

 

Serguei, Kamanin y Oleg seguían con ansiedad el ascenso, junto a la radio. Yurka decía que todo iba bien, pero hubo un momento en que dejó de hablar, su corazón se aceleró hasta las 158 pulsaciones por minuto. A pesar de las insistentes llamadas desde la Tierra, Gagarin seguía sin contestar. Oleg se enfrentó a Serguei y Kamanin y les espetó:

 

—Quizá ha tomado el control manual.

 

—Vete, cabrón, no quiero verte por aquí— le contestó Serguei.

 

Al cabo de unos segundos volvió a escucharse la voz de Gagarin:

 

—Estoy bien, estoy bien…

 

En el centro de control estalló un aplauso, los técnicos se abrazaban y daban vítores. Serguei tuvo que imponer orden en el recinto:

 

—Vamos, todos a sus puestos. Esto no se ha terminado.

 

Serguei se puso en contacto con Khrushchev para decirle que Gagarin orbitaba la Tierra. El presidente de la URSS, entusiasmado, decidió que lo ascendieran de Teniente a Comandante porque a Capitán le parecía poco.

 

Mientras Yurka disfrutaba de un paisaje que jamás había contemplado ningún ser humano y hacia comentarios sobre su hermosura, y la agencia TASS distribuía una nota a todas las radios del país para anunciar que un ciudadano soviético surcaba el espacio exterior, a Serguei le pasaron una nota en la que decía que la órbita de vuelo no se ajustaba lo previsto. Alguien había hecho unos cálculos y con el apogeo a 70 kilómetros más lejos de lo que en principio se había estimado, si los cohetes de frenado no funcionaban, la nave no reentraría en la atmósfera en diez días, sino dentro de un par de meses.

 

Los 108 minutos que tardó la Vostok en circunvalar la Tierra, se le hicieron muy largos a Serguei. Si los cohetes de frenado fallaban, ni siquiera sabía cómo explicarle a nadie las consecuencias que aquello tendría.

 

Los cohetes no fallaron, pero el vuelo aún les aguardaba una sorpresa. Los cohetes de frenado se alojaban en un módulo, unido a la cápsula esférica Vostok, que después de la deceleración debía separarse de ella. No ocurrió así: Cuando la Vostok inició la reentrada a la atmósfera terrestre, el módulo continuaba unido a la nave espacial. Los dos empezaron a girar a gran velocidad y Gagarin lo comunicó, alarmado, al centro de control. Fueron unos momentos difíciles. El astronauta se vio sometido a una fuerte aceleración, del orden de 10 g, y en el centro de control no sabían exactamente qué era lo que sucedía a bordo de la Vostok.

 

Serguei pensó que quizá en aquel momento Yuri decidiría retomar el control manual, si estimaba que la situación lo requería. Para culminar la misión, era necesario hacer saltar la escotilla principal a unos 7.000 metros de altura y después activar la eyección del astronauta para que descendiese en paracaídas, separado de la Vostok que caería a tierra con otro paracaídas. Sin embargo, con una aceleración de 10 g, Yuri podía quedar inconsciente. Durante unos segundos se arrepintió de haberle dado la clave. Aunque no se lo pareciese al astronauta, Serguei creía que la situación no era de emergencia.

 

El módulo de los retrocohetes estaba enganchado a la Vostok mediante unos cables cuyos conectores no se abrieron cuando se produjo la detonación que tenía que separarlo de la nave. El calentamiento del conjunto, generado por el roce con el aire de la atmósfera, terminó por quemar los cables que mantenían enganchados el módulo con la Vostok y se separaron.

 

Gagarin llegó a tierra, tranquilo y de buen humor. Se encontró con campesinos a los que, asustados, trató de explicarles que era un ciudadano soviético, como ellos. Un helicóptero militar lo encontró y lo trasladó a Engels.

 

En el centro de control, Serguei y su equipo de técnicos brindaron por el éxito de la misión. Korolev sabía que a partir de aquel instante, Gagarin había pasado a convertirse en una de las figuras de la historia que alcanzarían la inmortalidad. Titov tenía razón, aunque él tripulara el siguiente vuelo y diese muchas más vueltas a la Tierra, su nombre jamás alcanzaría la fama de Yurka.

 

Al igual que él, Serguei Korolev, el Director o Jefe de Diseño, que no le dejaban aparecer en público, ni viajar al extranjero, para que nadie lo conociese; ni siquiera que luciera sus medallas en los actos oficiales, para que no lo identificaran. Acudiría a Moscú a los fastos que Khrushchev tenía previstos para celebrar la proeza soviética que simbolizaba Gagarin. El presidente lo mantendría en un segundo plano, pero él podía mandar a barrer a un General. Lo importante es que Yurka estaba vivo y la aventura acababa de empezar.

 

Fuente: https://elsecretodelospajaros.net