Por
Fernando Soriano
Un
vaso con agua tónica y limón. Un futuro rey. Un caballo de polo al galope en
Hurlingham y un chico de 14 años que encuentra, probablemente sin saberlo
todavía, su destino de aviador, que lo llevará a la guerra de todas las
guerras. Esto que podría ser la sinopsis de una ficción hollywoodense es apenas
un párrafo trascendental en la vida de película -pero real- de Ronald David
Scott.
Scott,
primer hijo argentino de un ex combatiente escocés y una enfermera inglesa,
tenía 14 años en 1931 cuando por casualidad conoció al Príncipe de Gales, el
futuro Rey Eduardo VIII, que había llegado de visita a la Argentina por segunda
vez. Fue en el club Hurlingham, adonde llevaron al británico para jugar al
polo. El adolescente de entonces aparece en la sonrisa del anciano de hoy, a
punto de cumplir 101 años, pero lúcido y fuerte y activo como un joven de 70.
Si
como decía el poeta bohemio Rainer María Rilke la patria del hombre es la infancia,
aquel encuentro lo transformó para siempre. Ronald miraba el encuentro de polo
junto a su tío cuando Edward Albert Christian George Andrew Patrick David, el
nombre secular del futuro Rey, se le acercó con su caballo. "¿Serías tan
amable de conseguirme un agua tónica?", le pidió.
"Yo
era un pibe y le dije 'cómo no señor'. Fui a buscar el agua y me pregunté si le
gustaría con limón, y pedí que le pusieran limón. Y cuando vuelvo viene otra
vez al galope, muy simpático, y le digo: 'Señor, acá lo tiene con limón, espero
que le guste'. Y él me dijo: 'Muchas gracias, prefiero con limón'. Era un tipo
muy canchero", recuerda Scott, con la misma sonrisa aclarada por sus ojos
celestes de aquel tiempo.
Al
otro día de aquel encuentro casual, a Ronald le llegó una carta especial de la
Embajada británica. Lo invitaban a conocer el Eagle, el primer portaaviones que
amarraba en la historia de Buenos Aires, y en el cual había llegado Eduardo.
Para "Ronnie" fue tan impactante esa visita como para un chico de
esta época puede ser la experiencia Disney. Pero había mucho más que
fascinación.
Ronald
quedó atrapado con el buque y con los aviones. En su cabeza se produjo eso que
se llama serendipia, un hallazgo valioso que se forma de manera accidental. Y
once años más tarde, en 1942, cuando todavía no había cumplido los 25 pero
seguía encandilado por la experiencia de los 14, y la Segunda Guerra llevaba
casi tres años, se alistó como voluntario en la Marina británica para combatir
contra las tropas alemanas de Adolf Hitler.
El
padre de Ronnie, ex combatiente en la guerra de los Boers en Sudáfrica, se
había instalado en Buenos Aires, donde fue referí de rugby y excelente
pescador, y murió en 1925. Su madre, presa del asma, agonizaba en 1942 al
cuidado de su hermana. En el impulso por salir de este rincón del sur a salvo
de las bombas para luchar contra el nazismo a riesgo de morir en el intento,
también empujaba su identidad.
Scott
recordó un poema de Thomas Macaulay, inspirado en la defensa mítica de Roma que
hizo Horacio: ¿Qué mejor manera de morir puede tener un hombre, que la de
enfrentarse a su terrible destino, defendiendo las cenizas de sus padres y los
templos de sus dioses?
"Fui
a la Embajada y me alisté. Sólo les puse como condición que yo quería ser
piloto de avión de la Marina, porque tenía mejores aviones que la Fuerza
Aérea", cuenta Ronnie, sentado en el sillón de su departamento con vista
al Club Atlético San Isidro, donde juega a las bochas varias veces por semana.
Tras
exámenes de rigor, que, por supuesto pasó, ya que era un pequeño pero fortachón
medio scrum de GEBA, Scott se subió al primer buque que zarpó con destino a
Londres, y desde allí, poco después, lo enviaron a Canadá para formarse como
aviador, porque los centros de entrenamiento en las islas británicas habían
sido bombardeados.
"Hitler
para mí era realmente un horror. Este tipo, que había sido un Cabo en la
Primera Guerra, era un demagogo. Ya había entrado en Polonia y estaba haciendo
un desastre", explica Scott en clave geopolítica.
Ronnie
fue uno de los 5000 voluntarios argentinos que participó de la Segunda Guerra,
entre los que hubo 390 pilotos. Catorce de ellos, los últimos sobrevivientes,
voluntarios que combatieron para las fuerzas armadas inglesa, estadounidense y
francesa, serán homenajeados el 6 de septiembre en la Cámara de Diputados.
En
Canadá estuvo seis meses, volvió a Europa como oficial de la Marina y se
incorporó al Escuadrón 794, para enfrentar a la Luftwaffe, la fuerza aérea
nazi. Participó de misiones de reconocimiento, entrenamiento y prácticas de
tiro. Voló aviones Tiger Moth, Blackburn Sea Skua, Miles Master y el
Supermarine Spitfire.
"Estuve
tres meses controlando un área ligeramente al sur del Támesis, de cinco
kilómetros de ancho, y la batería de costa me hablaba y me avisaba sobre los
aviones que venían. Yo tenía un mapa rectangular con fichas magnéticas, iba
marcando y si entraban en mi sector tenía que avisar a la policía, hospitales,
home guard, y por tres meses no me tocó nada. Un día que me fui a Wembley por
un trámite pasaron siete por encima. Los alemanes eran muy puntuales para
bombardear, lo hacían a la mañana, al mediodía y a la noche", relata.
Scott junto a sus dos hijos (Maximiliano Luna)
Sin
embargo, no llegó a participar de ningún enfrentamiento porque un entredicho
con un superior lo alejó de la posibilidad. Fue por defender a una compañera de
la Marina. "El hombre, holandés de nacimiento, maltrataba mucho a la chica
y yo no lo soporté", cuenta Ronnie.
—¿Y
qué hizo?
—Lo
miré de arriba abajo a este muchacho y él me preguntó "qué le pasa".
Y yo le respondí en español: "Sos un poco grande para ser tan turro".
Y tuve que explicarle lo que quería decir turro (ríe a carcajadas). Y entonces
me encontró la vuelta y me sacó de la sección de cazas y fui a parar a un
aeródromo de instrucción.
Scott con una minuatura de la versión terrestre de uno de los aviones que piloteó en la II Guerra
Durante
sus cuatro años de vida y guerra en Inglaterra, Scott recuerda con particular
nitidez, de la misma forma que llevaba tatuado el encuentro con Eduardo, un
discurso de Winston Churchill que presenció en vivo en la Cámara de los
Comunes. "Era un hombre brillante, gracias a él, el Reino Unido levantó el
ánimo tras la Primera Guerra. Aquello de 'pelearemos donde sea, en los
potreros, en la zanja, en la calle, donde sea y nunca nos rendiremos'. Fue increíble",
se emociona Scott, padre de dos hijos que se fueron hace mucho a Australia y
Malta, y abuelo de tres nietos, dos mujeres y un varón, que ya pasaron los 30.
Cuando
Alemania capituló, el 8 de mayo de 1945, Ronnie Scott estaba descargando
mercadería de un tren en Belfast, Irlanda, junto a los hombres de su tropa.
Hacía calor y los muchachos le pidieron a él, que era su superior, que les
dejara tomar unas cervezas en un bar frente a la estación.
Ronald
a su vez solicitó el permiso de un oficial de policía que aún hoy, más de 70
años después, recuerda al detalle. Uniforme negro, botones de plata, sombrero
negro, cara de malo, postura rígida. El policía irlandés aceptó, pero, en un
guiño, le dijo a Scott que entonces él debería acompañarlo con unos tragos. En
ese momento en que ambos hombres brindaban, durante la noche británica, sonó
una sirena en toda la ciudad. Era la señal de que los Mariscales Keitel y
Zhúkov habían firmado la capitulación en Berlin.
Un recuerdo de la Guerra, con la anotación de la capitulación alemana (Gentileza Asociación Argentina de Recreadores de Segunda Guerra Mundial)
"La gente salía por las ventanas, por cualquier lado, gritaba de alegría", describe Ronnie, y agrega, sin poder disimular los gestos de picardía: "Todo el mundo lo primero que hacía era chaparse con alguien, ¡había que besar a las chicas!".
En
la navidad de 1946, Scott finalmente regresó a la Argentina. Nunca lo tentó
quedarse a vivir en Inglaterra y continuar la carrera militar. No le interesaba
andar moviéndose por el mundo de acuerdo al antojo de sus superiores, había
viajado para vencer a Hitler y eso estaba resuelto. Ahora añoraba volver a sus
pagos.
"Yo
siempre pensé que iba a regresar a la Argentina. Faltaba Japón, por lo que
siguió hasta septiembre la guerra. Te digo una cosa: analizando mis años no
creo que en ese período de los 40, conmigo a los 25, tuviéramos una sociedad
que no conocíamos reos. Era lindo vivir acá, volver. Supe de entrada, cuando
jugaba al rugby y miraba a mi alrededor, que teníamos una comunidad de gente
buena. No necesariamente rica, pero gente de buen nivel, educada, ¿qué más
querés?", explica sobre su regreso al sur.
En
su vida después de la Guerra, Ronnie conoció a su esposa, tuvo a sus hijos,
intentó trabajar como gerente de una compañía inglesa pero no lo soportó.
"Necesitaba ver el aire", explica en quizás el único indicio de
cierto estrés postraumático.
Entonces
se convirtió en piloto comercial de Aeroposta, una línea aérea fundada en 1920,
y que constituyó una de las cuatro compañías que, en 1950, durante el primer
gobierno de Perón, se fusionaron para conformar la primera línea aérea de
bandera, Aerolíneas Argentinas.
Poco
antes de partir hacia Irlanda, cuando ya se intuía el ocaso esperado de la
Guerra, Ronnie sintió el aliento de la muerte demasiado cerca. "Estaba
volando en un entrenamiento de tiro aire-aire a cinco kilómetros de la costa,
sobre el mar, y se me plantaron los motores, así que el avión empezó a caer
libremente", relata.
—Y
llamo a la torre, "mayday, mayday". La piba del control dice no
escucho bien, y pregunta si hay otro piloto que entendiera qué estaba pasando.
Yo había dicho "mayday, i am ditching", el equivalente a decir
"me voy al agua" y sale otro piloto en la radio y dice "no sé,
está bitching", puteando. ¡Y yo me iba para abajo, desde mil metros de
altura!
Un
guardacosta ubicado en un faro cercano lo salvó porque vio el avión caer y
llamó a las lanchas ligeras que la Fuerza Aérea Real tenía alrededor de toda la
isla. Ronnie volaba -o mejor dicho, caía- junto a un artillero, ubicado detrás
suyo.
(Gentileza Asociación Argentina de Recreadores de Segunda Guerra Mundial)
—Calculé
que había olas y traté de apoyarme sobre la espalda de una de estas para caer
mejor. Al artillero le dije 'abrí la tapa del suelo que tenés entre los pies y
en el momento que peguemos tenela abierta, entonces el agua va a subir' y el
agua subió y lo sacó limpio, él ya estaba volando al día siguiente.
—¿Y
usted?
—En
mi caso no pude hacer nada, caímos y nos arrastramos con la bajada de la ola.
Cuando me recuperé del golpe tenía la cabeza entre los pedales del avión y
estaba abajo del agua, glup glup (ríe Scott, con gestos de irse hacia las
profundidades del océano y de la muerte). Me había dado un golpe por acá, en la
cabeza, el agua estaba helada, en tres grados. Habré tenido unos segundos de la
conmoción del golpe, después tragué agua y pude salir a la superficie. Tenía el
salvavidas puesto.
Ronnie,
que con vitalidad juvenil anda en bicicleta todos los días, come frutas, bebe
una copa de vino cada mediodía de su vida y aún hace deportes, no manifiesta
estupor cuando piensa en aquella jornada de 1944, a sus 27 años, en la que todo
pudo haber terminado.
Como
una secuencia de fotos hablada, Scott enumera los pantallazos de su vida lejos
de la nostalgia. Recuerda aquellos segundos que pudieron haber sido los
últimos, cuando se iba de pique al agua, sin la épica de los últimos instantes
y también todo lo que pasó después en su vida. Así que finalmente responde la
pregunta: "¿Qué se siente estar tan cerca de la muerte? Viene bien como
experiencia".
Fuente:
https://www.infobae.com