Formación de P-3.
Por
José Manuel Veiga García (*)
El 7 octubre de 2014 se cumplieron los primeros setenta y cinco años de nuestro Ejército del Aire, cuya estructura y organización quedaron reguladas por la Ley promulgada en esa fecha en 1939. Realmente, la consagración de un nuevo componente de las Fuerzas Armadas se remonta a agosto de ese año, por medio de otra disposición normativa del mismo rango por la que se crea el Ministerio del Aire, que de ese modo quedaba situado al mismo nivel administrativo que sus hermanos el Ejército de Tierra y la Marina de Guerra. El desarrollo de esta normativa básica significó la incorporación al Ejército del Aire de todos los elementos aéreos y sus establecimientos de apoyo hasta entonces encuadrados en los Servicios Aeronáuticos del Ejército y de la Armada.
La creación del Ejército del Aire representó para la Armada la pérdida de la que durante mucho tiempo había sido su hija predilecta, la Aeronáutica Naval, fundada como Aviación Naval “en íntimo contacto con la Aviación Militar”, por Real Decreto de 13 de septiembre de 1917. Así pues, hace ahora 75 años que la Armada se vio obligada a desprenderse de los pocos aviones que todavía le quedaban después de la Guerra Civil, así como de sus bases aéreas, en tanto que sus pilotos y personal de mantenimiento debían optar por incorporarse a la nueva Fuerza Aérea[1] o reintegrarse en sus escalafones de proveniencia. La medida, inspirada sin duda en las doctrinas entonces vigentes sobre el empleo de la pujante arma aérea, originaría en la Armada un profundo desencanto y una mal disimulada frustración.
No
obstante, las disposiciones sucesivas que desarrollaron el funcionamiento del
nuevo Ejército contemplaban la salvaguardia de las necesidades operativas de
las fuerzas terrestres y navales al establecer en la estructura del Ejército
del Aire las bases para la cooperación con los otros Ejércitos. Concretamente,
en la Ley de 9 de noviembre de 1939 se determinaba que La Aviación de la
Cooperación con el Ejército de Tierra se constituirá con las unidades que
actúen en colaboración y beneficio inmediato a aquél, cuyo mando determinará
los momentos y planes de su actuación. Por último, la Aviación de Cooperación
con la Marina la formarán unidades que actúen en colaboración y beneficio de la
Flota, en condiciones análogas a las que se fijan para el Ejército de Tierra.
Era evidente que la experiencia adquirida durante la Guerra Civil en el ámbito del apoyo aéreo a las operaciones terrestres o navales demandaba la inclusión de una cautela de esta índole en la normativa del nuevo componente de las Fuerzas Armadas, quizá porque esa colaboración no siempre había sido lo satisfactoria que cabría esperar.
La
cooperación entre el Ejército del Aire y la Armada después de la guerra civil
Aunque no tenga excesiva relevancia, al hablar de la cooperación entre el Ejército del Aire y la Armada no podemos olvidar las frecuentes colaboraciones de aviones en los ejercicios de tiro antiaéreo de los buques de la Marina de Guerra que ha prestado el Ejército del Aire a lo largo de los años. Del mismo modo, tampoco se pueden ignorar las misiones de picket radar que en beneficio de los Escuadrones de Vigilancia Aérea (EVA) realizaron nuestros buques para mejorar la cobertura de los radares de algunos de los “picos”. Y ha habido otros ámbitos de cooperación entre uno y otro Ejército, pero, aunque fuesen frecuentes, nunca tenían carácter permanente y el grado de compenetración alcanzado era limitado.
Sin duda, una de las primeras medidas adoptadas en el terreno de la cooperación aeronaval con mayor perspectiva fue la incorporación al crucero Miguel de Cervantes[2] de un hidroavión Heinkel He-114 A para ampliar el radio de acción de sus sistemas de detección y servir de arma de oportunidad en casos muy concretos. El avión se lanzaba al aire por medio de una catapulta de fabricación alemana, pues los ensayos que durante la Guerra Civil realizó la Armada en San Fernando para desarrollar una catapulta propia no tuvieron éxito y hubo que abandonar el proyecto.
La
opción de llevar hidroaviones a bordo de los buques de superficie la habían
adoptado otras Marinas, pero la II Guerra Mundial demostró que era ineficiente
por lo que, con muy raras excepciones, se abandonaría definitivamente en los
albores de la década de 1950.
No
obstante, la presencia de un oficial del Ejército del Aire en la plantilla de
un buque de guerra de nuestra Armada significaría un importante hito en el
empeño de los oficiales de nuestros Ejércitos en estrechar sus lazos de
camaradería y amistad. De hecho, muchos años más tarde, uno de los primeros Tenientes
que embarcaron en el Miguel de Cervantes, a la sazón General del Ejército del
Aire, rememoraba con nostalgia aquella experiencia suya de la que guardaba no
solo gratos recuerdos, sino también lo que él más valoraba: amistades
imborrables.
El
hidroavión embarcado en los cruceros era biplaza, con un puesto para el observador
que acompañaba al piloto en el vuelo, indudablemente precursor del navegante de
los aviones de patrulla marítima de años posteriores. Para cubrir este puesto
un total de 19 oficiales de la Armada realizaron entre 1944 y 1950 el curso
correspondiente para obtener la aptitud de “observador”, entre los cuales nada
menos que ocho se harían pilotos varios años después, circunstancia que sin
duda denota que la vocación aeronáutica de la Armada persistía, a pesar de las
adversidades.
De
hecho, el Estado Mayor de la Armada (EMA) perseveraba en su esperanza de
conseguir un portaaviones para la Flota, y ya en 1946 se había abordado el
estudio de las posibilidades de adquirir uno en el extranjero o transformar
otro tipo de buque, mercante o de guerra, para tal propósito.
Varios
fueron los proyectos que se llegaron a realizar basados en esta idea, los más
conocidos por el estadio alcanzado fueron la reconversión del crucero Canarias
o el aprovechamiento del casco y la planta propulsora del crucero italiano
Trieste, hundido por la aviación aliada durante la II Guerra Mundial en La
Maddalena, reflotado en 1947 y ofrecido a España por la empresa que lo había
adquirido. Se desecharon ambos proyectos porque resultaban muy caros, en
particular el segundo, y porque en aquellos momentos era impensable obtener
aeronaves para dotarlo por la situación de aislamiento internacional en que se
encontraba nuestro país.
Pese
a ello, para un importante grupo de oficiales de la Armada el hidro del Cervantes
estaba muy lejos de colmar sus expectativas acerca de una aviación embarcada.
No eran, a pesar de lo que cabría imaginar, nostálgicos de tiempos gloriosos en
la Aeronáutica Naval, sino profesionales conocedores de las nuevas doctrinas
que sobre el empleo de la aviación en operaciones navales se habían fraguado durante
la II Guerra Mundial, y que estaban convencidos de que era inevitable la
incorporación de unidades aéreas a la fuerza naval para que ésta pudiese
cumplir mejor sus misiones.
La
oportunidad para este grupo de oficiales se presentaría a principios de los
años 1950 con la apertura de negociaciones con los EEUU para la conclusión de
un acuerdo de asistencia mutua. Estábamos entonces en plena Guerra Fría, un
período de gran incertidumbre y tensión internacionales que habría de
extenderse hasta la caída del Muro de Berlín, hace ahora 25 años. La carrera de
armamentos y el desarrollo imparable de los arsenales nucleares eran la
consecuencia principal e inmediata de este estado de cosas en el que, para no
desencadenar el temido Armagedón bíblico, las dos superpotencias evitaban el
enfrentamiento directo y se limitaban a propiciar la multiplicación de
conflictos de mayor o menor intensidad entre países terceros en distintas
partes del globo.
Concluida
la II Guerra Mundial, la estrategia global norteamericana seguía basándose en
las enseñanzas de la contienda donde se había puesto de manifiesto la necesidad
de garantizar el uso de las rutas marítimas en beneficio propio, frente a la
amenaza representada por la flota submarina enemiga. El adversario ahora era
otro, pero para una potencia naval como los EEUU, este principio de su
estrategia era igualmente incuestionable. Así pues, y siendo como era la URSS
una potencia continental, con toda lógica los estrategas norteamericanos
diseñaron una red global de bases militares en países aliados que envolviese
completamente a su oponente para restringir su libertad de acción. Se trataba,
en definitiva, de la aplicación de la política de contención auspiciada por
George Kennan[3]
en su famoso “Telegrama largo” publicado en 1947 en la revista Foreign Affairs.
Dentro de la estrategia de contención estadounidense la situación geográfica de España tenía un extraordinario valor para los planes de defensa de los EEUU de principios de la década de 1950, lo que explica el interés del Pentágono en que nuestro país se incorporase al sistema defensivo occidental lo antes posible. Sin embargo, no era imaginable entonces, cuando se encontraba marginada de los principales foros políticos internacionales, que España pudiese integrarse en la Alianza Atlántica. No había pues otra solución para poder incluir a España entre los aliados de occidente que hacerlo “por la puerta trasera”, es decir, exclusivamente en la esfera de las relaciones bilaterales y esperar que el paso del tiempo hiciese posible una más estrecha vinculación de España con la defensa del “mundo libre”.
Justo
es reconocer que el aislamiento político y económico de nuestro país en el
contexto internacional condicionó de algún modo las negociaciones entre España
y los EEUU para la firma de los acuerdos, aunque tal vez no de manera tan
decisiva como a veces se pretende, pues si bien el Gobierno español sabía que
no podía exigir muchas contrapartidas, no podemos ignorar que los departamentos
militares estadounidenses, en particular Armada y Fuerza Aérea, tenían un gran
interés en que se alcanzase pronto un acuerdo que les asegurase la instalación
de bases en España, tal y como revela el peso y el contenido de los convenios
de naturaleza militar finalmente suscritos.
En
nuestra Armada fueron muchos quienes también se apercibieron que con estos
acuerdos se había abierto una ventana de oportunidad para sus intereses, que
era preciso explotar adecuadamente. Concluida la Guerra Civil, nuestras Fuerzas
Armadas habían comenzado un progresivo deterioro que se manifestaba en la
obsolescencia del material y en doctrinas ya superadas, un declive fruto de la
rápida evolución que había experimentado la tecnología armamentística durante
una guerra en la que España había permanecido como nación “no beligerante”. Tanto
para el Ejército del Aire como para la Armada este progresivo deterioro había
tenido consecuencias desastrosas y sus respectivos estados mayores eran conscientes
de la necesidad de acometer sin mayor demora un drástico proceso de
modernización.
Sikorsky S-55 y Augusta Bell 47 en el Dédalo.
Por lo que a la Armada respecta, para muchos, era inaplazable, dentro de esa modernización, dotarse de medios aéreos, como venían demandando los estudios realizados en la, entonces, recientemente refundada Escuela de Guerra Naval, cuyos programas puestos al día comenzaban a dar sus frutos. Por ello, una vez firmados los Convenios con los EEUU, el EMA designó a finales de 1953 un grupo reducido de oficiales y otro de suboficiales para realizar en ese país cursos de piloto y de mantenimiento de helicópteros, respectivamente.
Los
cursos tenían carácter civil y se realizaban en la escuela de adiestramiento de
la casa Bell, la empresa fabricante de los tres helicópteros Bell-47 adquiridos
por la Armada. Los cursos finalizarían en los primeros meses del siguiente año,
coincidiendo con el establecimiento en el EMA del flamante Servicio de
Helicópteros de la Armada y la designación de la Escuela Naval como base de las
unidades aéreas del nuevo servicio.
La
opción del helicóptero como vector aéreo por la Armada respondía a un análisis
meditado de las posibilidades reales que presentaba la situación militar y
política en España en aquellos momentos, donde el Ejército del Aire tenía
competencia exclusiva sobre el control de los medios aéreos militares. El helicóptero,
como aeronave, además de no tener entonces un uso muy bien definido, era muy
lento y volaba muy bajo.
Esta
circunstancia le hacía el medio aéreo idóneo para “tentar” la condescendencia
de las autoridades del Ejército del Aire. Era eso justamente lo que la Armada
perseguía al elegir el helicóptero como la semilla de lo que algún día, en un
futuro no muy lejano, podría llegar a ser algo parecido a la añorada Aeronáutica
Naval. Se trataba de no provocar suspicacias y este fue el criterio que
determinó que inicialmente se eligiese la lejana Escuela Naval Militar como
base de aquella incipiente Arma Aérea.
Evidentemente, la Armada no pensaba conformarse con helicópteros de tan limitada capacidad como los Augusta Bell-47, que servían para poco más que para ensayar temerarias tomas y despegues en buques precariamente acondicionados para ello, contribuir a la observación de tiro naval, servir de enlace o realizar tareas de salvamento poco complicadas. Como quiera que la Marina norteamericana se mantuviera en estrecho contacto con la Armada, fue posible que nuestros jóvenes oficiales aprovechasen la oportunidad que se les brindaba para poner al día sus conocimientos doctrinales y tácticos. De este modo, el EMA llegó al convencimiento de que el helicóptero, en el ámbito naval, tenía un desempeño mucho más amplio que el que quizá inicialmente se esperaba de él, especialmente en el terreno táctico.
El
caso es que en la primera remesa de material que se recibe de los EEUU figuraban
varios helicópteros Sikorsky S-55, aeronaves de mayor tamaño, capacidad y
posibilidades que los Bell. Ahora bien, su llegada pondría en evidencia que la
Escuela Naval no era el lugar adecuado para establecer en ella su base, de
manera que era necesario encontrar dónde albergar las dos escuadrillas de
helicópteros con que se contaba. No hizo falta mucho tiempo para ello, pues la
recién constituida Base Naval de Rota reunía todos los requisitos para basar en
ella el embrión de la que sería futura Flotilla de Helicópteros.
En
Rota había espacio más que suficiente, y la presencia en ella de unidades de la
Marina estadounidense facilitaba los contactos, el intercambio de información y
un mejor conocimiento mutuo. Había en esta elección, además, un cierto
“ventajismo” del EMA, a cuyos ojos el carácter de “naval” de la base de “utilización
conjunta” justificaba que solo pudiesen basarse en ella unidades de las
respectivas Armadas española y norteamericana, eso sí, bajo el control aéreo de
nuestro Ejército del Aire desde la torre de control de vuelo del aeropuerto.
Así pues, los helicópteros de la Armada abandonaron su primer emplazamiento en
la Escuela Naval Militar para trasladarse definitivamente a los terrenos de la
nueva y flamante Base Naval de Rota.
El
establecimiento de esta primera y modesta unidad aeronáutica de la Armada en
Rota cumpliría todas las expectativas y pronto empezaría a crecer, hasta el
punto de que en 1964 se consideró necesario reforzar la integración orgánica y
operativa de esta unidad en la estructura del Estado Mayor de la Armada,
creándose en su seno la Sección Especial del Arma Aérea, con dependencia
directa del AJEMA. Por su parte, las unidades aéreas, el personal y las instalaciones
de Rota se integraron en la denominada Flotilla de Aeronaves que, junto con la
Sección Especial del EMA, pasó a constituir el Arma Aérea de la Armada. La
conjunción de estas medidas orgánicas, operativas y logísticas, con la
progresiva incorporación de nuevas y modernas unidades aéreas, daría un impulso
a la recién creada Arma Aérea que a su vez contribuiría a una mayor eficiencia
de nuestra Flota en lucha antisubmarina, primero, y en el resto de los ámbitos
de la guerra naval más tarde.
Entre
las aspiraciones de la joven Sección Especial del Arma Aérea figuraba, en lugar
preeminente, la incorporación a la Armada de aeronaves de “ala fija”,
denominación utilizada en la jerga naval para diferenciarlas de los
helicópteros y su “ala rotante”.
Evidentemente,
las circunstancias no eran en aquellos momentos las más propicias por la
reticencia del Ejército del Aire a ceder parcelas en un terreno que legalmente
era absolutamente suyo, en virtud de la ley de 7 de octubre de 1939. Pero a
pesar de ello, la Armada adquirió cuatro avionetas Pipper Comanche y comisionó
a seis oficiales para realizar el curso de pilotos civiles. Los aviones
llegaron a España después de diversas peripecias, tomaron tierra en la Base
Naval de Rota y allí permanecerían en tierra, sin volar, durante varios años,
por así exigirlo el Ejército del Aire en el ejercicio de sus competencias.
Creación
de la Unidad Antisubmarina del Ejército del Aire
A
mediados de 1963, la Marina de los EEUU incluyó en sus programas de asistencia
la entrega a nuestro Ejército del Aire de varios aviones de patrulla marítima.
Eran los Grumman “Albatross” HU-16A, versión para la lucha antisubmarina de un
avión que había entrado en servicio en 1947 y llevaba varios años prestando
servicio en la US Navy. Estaba equipado con sensores y armas adaptados a la
amenaza submarina del período inmediatamente posterior a la II Guerra Mundial y
poseía un limitado radio de acción. Era, en conjunto, un avión de
características operativas más bien modestas, pero pese a ello significaba un
salto determinante en nuestra capacidad para la lucha antisubmarina, un área de
cooperación en la que el Ejército del Aire y la Armada tenían una firme
voluntad de progresar.
Representantes
del Ejército del Aire y de la Armada se reunieron para determinar quién se
haría cargo de los Grumman “Albatross”, pero del consiguiente debate poca luz
se produjo, de modo que finalmente sería en las más altas instancias políticas
donde se tomó la decisión de que, para frustración del EMA, fuese el Ejército
del Aire quien los incorporase a su estructura, los mantuviese y los pilotase, aunque,
eso sí, sus tripulaciones debían incluir también personal de la Armada. Quizá
esta concesión se debiese a la disposición que respecto de los observadores se
hacía en la ley reguladora de la cooperación del Ejército del Aire con el
Ejército de Tierra y la Armada de 1939, en la que se especificaba que ese
puesto debía ocuparlo un oficial de una u otra institución militar en cuyo
beneficio se efectuaba la cooperación, tal y como se había hecho en su día con
el hidro del Cervantes. Por lo demás, ésta era la solución adoptada por algún
otro país, aunque en modo alguno satisficiese al EMA que, sin embargo, no tuvo otra
opción que conformarse y esperar que la cooperación entre ambos ejércitos se
desarrollase franca y eficazmente.
El
UH-16A había sido un avión con gran éxito durante muchos años en todas sus
versiones y configuraciones, como lo prueba el gran número de países que se
sirvieron de él en sus distintas versiones. Pero la realidad es que la aparición
de submarinos diesel-eléctricos de nuevo diseño en los últimos años de la II
Guerra Mundial, de algunos de los cuales se habían apoderado los norteamericanos
al liberar territorio ocupado por los nazis en Europa, demostraba que la
construcción de esta clase de buques había progresado espectacularmente en los
astilleros alemanes, pues modelos como los Tipo XXI, propulsados por turbinas
Walter, eran muy silenciosos, instalaban baterías eléctricas de gran capacidad,
eran capaces de navegar a altas velocidades tanto en superficie como en
inmersión, y disponían de una autonomía y radio de acción mucho mayores que sus
predecesores, contra los que los aliados habían conseguido adquirir cierta
ventaja en el último período de la guerra.
Los submarinos alemanes de nueva generación hacían prácticamente inútiles los medios de detección, seguimiento y ataque de que disponían las Marinas aliadas de la época y por ello, la Armada norteamericana convocó un concurso para buscar un sustituto a su flota aérea antisubmarina basada en tierra. La situación era grave, ya que sus servicios de inteligencia tenían la certeza de que la Unión Soviética, que había tenido también acceso a estos submarinos alemanes de última generación, estaba construyendo sumergibles propios con tecnología derivada de aquéllos.
En estas circunstancias, era preciso encontrar cuanto antes soluciones diferentes para afrontar con éxito la nueva amenaza, en el convencimiento de que el material de que se disponía no era el apropiado. Afortunadamente para la Marina norteamericana, ni astilleros, ni empresas aeronáuticas o electrónicas habían bajado en ningún momento la guardia, y permanentemente se probaban nuevos equipos que incorporaban tecnologías cada vez más avanzadas.
Porque
no solo el Grumman “Albatross” había quedado obsoleto, sino también su sosias,
el Martin P-5M, y todas las versiones de patrulla marítima del Lockheed P-2
Neptune.
A
finales de la década de 1950, la Marina norteamericana había encontrado ya el
avión que sustituiría a toda la generación de aviones antisubmarinos de largo
radio de acción hasta entonces en servicio, una generación de lo más variopinta
y, por supuesto, numerosa; es decir, debía librarse de excedentes y, lo que es
más importante, del sobredimensionado stock de repuestos, so pena de tener que
deshacerse de ellos sin ningún beneficio, en el caso de que los aviones
simplemente se desguazasen.
El
avión destinado a sustituir a toda la flota de aeronaves basadas en tierra que
todavía servían en la Marina norteamericana, era una versión del avión de uso
civil Lockheed Electra, un uso en el que había tenido un sonoro fracaso. Este
avión recibiría la designación de P-3 Orión, pero de él ya tendremos ocasión de
hablar más adelante.
Por
ahora nos centraremos en el Grumman “Albatross” porque sobre él se organizaría
la que probablemente ha sido y es todavía la más fructífera empresa conjunta
jamás creada en el ámbito de nuestras Fuerzas Armadas, al menos con vocación de
permanencia en el tiempo, puesto que en octubre de 2013 se celebraron en la
Base Aérea de Morón las bodas de oro de una unidad que fue creada para plasmar
la cooperación en la lucha antisubmarina entre el Ejército del Aire y la
Armada. Y así fue, en efecto, ya que en 1962 se constituyó en Jerez de la
Frontera la Unidad de Cooperación Aeronaval con la denominación de 601
Escuadrón de FFAA.
De
forma inmediata empezó a incorporarse personal de distintas especialidades del
Ejército del Aire, en un flujo constante que se extendería a lo largo del
siguiente año, y con ellos, prácticamente al mismo tiempo, un reducido grupo de
oficiales y suboficiales de la Armada designados para prestar sus servicios en
esta unidad de nueva creación. Parte del personal que habría de constituir las
tripulaciones y el personal de mantenimiento de los aviones integrantes del
Escuadrón empezó su formación en los EEUU en mayo de ese año, en Long Island,
en la Base Naval californiana de San Diego.
Lógicamente
entre este personal figuraban los primeros oficiales de la Armada que
recibirían la titulación de oficiales de Coordinación Táctica (TACCO). Justo es
subrayar que todos ellos eran ya pilotos de helicóptero cuando acuden al curso,
lo que evidencia que la Armada no perdía la perspectiva de algún día pilotar
estos aviones, si las circunstancias cambiaban.
El
HU-16A, que entró en servicio en España como avión de patrulla marítima con la
designación AN-1, estaba propulsado por dos motores de pistón de 1.425
caballos, que le daban un alcance máximo de 2.500 millas a una velocidad de
crucero de 240 nudos.
Disponía
de un radar de exploración sectorial, un detector de anomalías magnéticas (MAD)
de antena retráctil, un receptor de sonoboyas pasivas de cuatro canales, un
pequeño receptor de señales radar (ESM), torpedos antisubmarinos y cohetes
antibuque.
Con
este equipamiento, el Grumman “Albatross” podía detectar con su radar el
snorkel o el periscopio de un submarino a una veintena de millas de distancia
en condiciones de mar favorables, dirigirse a él, confirmar la detección radar
con el avistamiento, realizar un primer ataque con cohetes si el submarino no
se había sumergido totalmente, intentar a continuación confirmar su posición
con el MAD mediante una serie de pasadas siguiendo un patrón en forma de hojas
de trébol sobre la última posición conocida del sumergible (datum) y, en caso
de que esas maniobras fuesen exitosas, lanzar un torpedo buscador. Por el contrario,
si con el MAD no se conseguía ningún resultado positivo, la alternativa era
lanzar varias sonoboyas en torno al datum para cercar al submarino e impedir
así su huida y determinar su posible derrota de evasión. Como las sonoboyas
eran pasivas y el receptor a bordo del avión no tenía capacidad para efectuar
un análisis acústico, las sonoboyas debían utilizarse conjuntamente con
pequeñas cargas de profundidad lanzadas en sus proximidades. La explosión de
estas cargas se recibía secuencialmente en el receptor del avión y, si había
suerte, se recibía también el eco que la explosión producía en el casco del submarino.
La
medida del desfase entre unos sonidos y otros en las distintas sonoboyas podía proporcionar
una situación aproximada del submarino y, después de un cierto tiempo, su
derrota aproximada. A tal fin, el TACCO disponía de una pequeña mesa trazadora
en la que se reflejaba automáticamente las evoluciones del avión y podía
situar, con la información de los diferentes sensores, los datos más relevantes
de la operación en curso: posición del avistamiento, datum, ataques, contactos
MAD, posición de las sonoboyas, posible rumbo del submarino, etc.
La
mesa trazadora era la principal herramienta en manos del TACCO, que le permitía
recomendar al comandante de la aeronave, el piloto, las diferentes maniobras a
efectuar durante la operación.
El TACCO asimismo era el encargado de coordinar la actividad de los operadores de los sensores a bordo del avión y el responsable de mantener las comunicaciones tácticas con otras unidades, buques o aeronaves, con las que el avión actuase conjuntamente.
A
nadie se le escapa que operaciones como la descrita exigen una gran
compenetración entre todas las unidades participantes, y por ende entre los
equipos responsables dentro de cada una de ellas. En el caso del avión, esta
compenetración se traduce en la identificación de sus tripulantes en los procedimientos
para alcanzar el objetivo de la misión, lo cual exige un profundo conocimiento
de la táctica a emplear y de los medios con que se cuenta para llevarla a cabo.
En definitiva, se trata de conseguir un fuerte espíritu de equipo, objetivo que
suele lograrse cuando existe un alto grado de complicidad entre los intervinientes,
un estado de ánimo imprescindible para la acción conjunta.
Las
dos primeras promociones de TACCO se formarán en los EEUU, pero ya la tercera
lo hará parcialmente en Francia, en la base aeronaval de Lahn Bihué. A partir
de entonces y hasta 1977, los restantes doce cursos se continuarán haciendo en
el país vecino, habida cuenta de las importantes ventajas que ofrecía Francia a
nuestra Armada como compensación por los programas de construcción de los
submarinos de las series S60 y S70, aunque será en la Escuela de Personal de
Vuelo de la Base Aeronaval de Nîmes-Garons. A partir de 1978 y hasta la fecha
los cursos se harán ya en España.
La unidad creada entonces cambiará de entidad y denominación a lo largo de sus cincuenta años de existencia, al igual que el pequeño núcleo de personal de la Armada integrado en ella. De Escuadrón pasará a Ala con diferentes nombres, hasta recibir la actual designación oficial de Grupo 22 dentro del Ala 11 de Fuerzas Aéreas, con base en Morón. Mientras tanto, la subunidad naval será sucesivamente destacamento, equipo y grupo, siendo éste último como se le conoce actualmente en la Armada.
Los
primeros años de existencia del escuadrón demostraron fehacientemente el
extraordinario espíritu de cooperación que existía entre marinos y aviadores en
los niveles operacional y táctico en un período en el que, por motivos competenciales,
las relaciones entre la Armada y el Ejército del Aire no atravesaban sus
mejores momentos. Es indudable que fueron las personas quienes consiguieron
sentar las bases que harían de esta unidad un ejemplo permanente de lo que debe
ser la cooperación entre ejércitos cuando quienes la protagonizan actúan con
amplitud de miras, espíritu de servicio y gran generosidad. Fue en esa época
inicial cuando se pusieron en marcha mecanismos que habrían de contribuir, no
solo a un mejor conocimiento mutuo, sino también al desarrollo de indelebles
lazos de amistad, quizá el elemento más valioso para lograr la compenetración
deseada.
Además,
y tal vez fruto del empuje que suele caracterizar las primeras etapas de
cualquier organismo, la unidad aérea antisubmarina de nuestro Ejército del Aire
vivió momentos de esplendor en los que la talla profesional de sus protagonistas,
su imaginación y su espíritu de colaboración hicieron posible que se alcanzase
en muy poco tiempo un grado de excelencia operativa que quizá nadie esperaba
unos años antes.
La
Armada facilitó el uso de sus centros e instalaciones de adiestramiento y se programaron
frecuentes ejercicios reales que contribuirían a mejorar el adiestramiento de
las tripulaciones de la unidad y también al desarrollo de una doctrina
antisubmarina de la que en 1964 apenas existían indicios en España.
En
los primeros momentos de esta larga convivencia, el juego de la guerra de la
Escuela de Guerra Naval fue el terreno de pruebas al que acudían pilotos y
TACCOs para adiestrarse y experimentar las tácticas que más tarde debían
verificar en la mar. La 21ª Escuadrilla de Destructores, los Cinco Latinos[4],
fueron los principales colaboradores del Escuadrón, pero también otros buques, como
los destructores de la 31 Escuadrilla y distintas unidades modernizadas de la
Flota fueron también testigos del buen hacer de las tripulaciones de los aviones
de Jerez.
Cuando
la unidad antisubmarina del Ejército del Aire cumplía sus primeros cinco años
de existencia, un período que había transcurrido sin problemas sensibles, en
los continuos vuelos de Jerez a los diferentes puntos de nuestra geografía para
participar en ejercicios con buques de nuestra Armada o en maniobras navales
con otros países no muy frecuentes entonces, todo sea dicho, se produjo el
primer accidente mortal de un avión HU-16A español en mayo de 1969.
Sobrevino este accidente cuando quizá mayor era el grado de adiestramiento y mayor también el rendimiento operativo de la unidad y en circunstancias que no hacían presagiar el drama que lamentablemente tuvo lugar, de regreso de unos ejercicios, en un vuelo desde aguas de Cartagena a Jerez. El avión cayó al agua en las proximidades de Cabo de Gata y, como consecuencia del impacto contra el agua, murieron seis tripulantes y un oficial de la Armada que viajaba de transporte; uno de los tripulantes, el Teniente de Navío Pedro Mackinlay Leiceaga, consiguió salir con vida del brutal impacto con el agua y fue rescatado por el mercante bilbaíno Garby. El accidente causó gran consternación en el Ejército del Aire y en la Armada, porque era el primero en muchos años que sufría una aeronave con tripulantes de ambos Ejércitos, una circunstancia que habría de contribuir a sellar definitivamente el compañerismo y el espíritu de cuerpo entre los integrantes del Escuadrón, en el que ya poco importaba el color del uniforme de sus integrantes.
Tan
solo tres meses después y cuando la unidad todavía no se había repuesto del
primer accidente, se produce otro en parecidas circunstancias, aunque en esta
ocasión perecieron por desgracia los seis miembros de la tripulación y el Capitán
de Fragata Evaristo Díaz Rodriguez, jefe de Operaciones Aéreas de la Zona
Marítima del Estrecho, que viajaba de transporte. Como es lógico, este accidente
sumió de nuevo en la desolación a los componentes del Escuadrón, que no podían
comprender tal cúmulo de desgracias en tan poco tiempo. Para paliar en la
medida de lo posible el bajón experimentado en la moral del personal destinado
en Jerez y evidentemente para reponer las pérdidas de material sufridas, en
abril del siguiente año el Ejército del Aire incorporó seis aviones Grumman
“Albatross” adquiridos a Noruega. Se trataba de una versión de este modelo
ligeramente diferente, la HU-16B, que aunque con más años de servicio que sus compañeros
jerezanos, se incorporaría sin mayores problemas al Escuadrón.
El
Ala 22
Desde
la incorporación de los primeros aviones hasta el comienzo de la década de los
años 1970, la evolución de la amenaza demandaba la renovación de los sistemas
de detección y las armas anti submarinas para poder luchar con eficacia contra
un enemigo cada vez más veloz, con creciente capacidad para permanecer más tiempo
bajo el agua y más silencioso.
La
puesta en servicio de submarinos nucleares soviéticos de características avanzadas
causaba gran preocupación en Occidente, cuyas Marinas empezaron a dotarse de
medios antisubmarinos cada vez más sofisticados, entre ellos lógicamente
aviones y helicópteros. La primera generación de aviones que había reemplazado
a los que habían luchado durante la guerra tenía a su vez que ceder el testigo
con urgencia a una segunda generación equipada con sistemas tácticos integrados
que facilitasen la tarea de las tripulaciones en el manejo de un material
crecientemente complejo. Franceses y británicos tomaron medidas para sustituir
respectivamente a sus Atlantic y Nimrod, del mismo modo que la Marina
norteamericana daba un nuevo impulso a los programas de modernización de su
flota aérea antisubmarina.
Los
EEUU tenía una considerable ventaja sobre sus aliados en este esfuerzo de renovación
pues la plataforma elegida a finales de 1950, el P-3 Orión, fue pensada
precisamente para que fuese susceptible de modernización sin necesidad de
acometer drásticas reformas estructurales, pues sus características básicas de
velocidad, autonomía, fiabilidad, capacidad interna, potencia eléctrica, etc.,
permitían la incorporación de sistemas renovados sin mayores dificultades.
Además, las modernizaciones del modelo inicial, la versión Alfa, se habían
sucedido ininterrumpidamente desde su misma entrada en servicio, de tal manera
que al poco de haberse incorporado a la US Navy se habían acometido las
modernizaciones Deltic y Difar para inmediatamente dejar paso a una versión más
moderna del P-3, la denominada Bravo, que incorporaba las modificaciones de las
dos anteriores, pero ya desde la cadena de producción.
La versión del P-3 Orión que prestaría servicio en la década de 1970 sería la designada como Charlie, un avión cuya principal diferencia con las versiones anteriores era la total integración de sus sistemas mediante un computador. El P-3C también sería objeto de varias modernizaciones desde su incorporación a los escuadrones antisubmarinos de la Marina norteamericana, básicamente cuatro: Updates I, II II.5 y III, que han hecho posible que se mantenga en actividad hasta la fecha, aunque las necesidades operativas de los últimos años han puesto de manifiesto la conveniencia de sustituirlo por otra aeronave de mayor capacidad, el P-8A Poseidon, basado en la plataforma del Boeing 737, que ha empezado a entrar en servicio recientemente.
Por
lo que respecta a nuestro Escuadrón, el proceso de modernización del material
aéreo antisubmarino en que se encontraba en los EEUU constituía, al igual que
había sucedido diez años antes, una magnífica oportunidad para recibir algunos
de los aviones que no entraban en los programas de modernización de su Marina.
Y así sucedió en efecto, pues en virtud de los acuerdos de cooperación entre
España y los EEUU, el Ejército del Aire pudo obtener en 1970 tres aviones P-3A
Orión Deltic que se integraron en el Escuadrón, juntamente con los Grumman
“Albatross”.
La
circunstancia de que en una misma unidad fuesen a convivir dos tipos de aviones
diferentes hizo aconsejable cambiar su denominación de 601 Escuadrón de FFAA a
la de Ala 22, en la que se integraron, en un único escuadrón mixto, el
Escuadrón 221, los viejos Grumman y los nuevos Orión. Con carácter inmediato se
trasladaron a los EEUU, a la base naval de Moffet Field, grupos de pilotos,
TACCO's, navegantes, mecánicos y operadores de los diferentes sensores y
sistemas de armas con objeto de realizar cursos de formación. Los cursos
tuvieron lugar entre finales de 1971 y el primer semestre del siguiente año, de
modo que a su finalización serían esas tripulaciones recién formadas las
encargadas de traer a Jerez los tres primeros P-3 Orión de nuestro Ejército del
Aire.
El
P-3 era un avión notablemente diferente al Grumman, al que superaba en velocidad
y autonomía, y estaba equipado, además, con sensores y equipos más modernos.
Bien es cierto que algunos ya eran viejos conocidos de la tripulación, pero
eran en todo caso de versiones actualizadas, de manera que, en conjunto, el
nuevo avión superaba con creces a su compañero de Ala. El P-3 que entraba a formar
parte del Ala 22 incorporaba la modificación Deltic, que afectaba
fundamentalmente a las estaciones tácticas del avión que instalaba, entre otros
equipos de características más avanzadas, un analizador de sonoboyas
multicanal, el Jezebel[5] AQA-5, que le otorgaba una mayor capacidad de detección submarina, con
sonoboyas más evolucionadas que las que se utilizaban en el sistema “Julie”
(AQA-3 y AQA-4), sistema que pese a todo se mantenía en los aviones P3A
“Deltic”.
Dentro del equipamiento “de serie” de los aviones recién llegados figuraba una consola para el TACCO que le permitía ejercer con mayor comodidad su función coordinadora, mucho mejor que con la mesa trazadora de derrotas que era su arma principal en el Grumman “Albatross”; sin embargo, esa mesa se mantenía, pero ahora como herramienta de trabajo del navegante, cuyos cometidos quedaban desligados de los de su compañero y vecino de consola. En su pantalla multifunción, el TACCO podía visualizar el barrido del radar de exploración, situar el despliegue de sonoboyas[6], dirigir al piloto en sus maniobras, marcar la información procedente de los distintos sensores, en fin, desarrollar su labor de una manera mucho más eficiente que hasta entonces.
Otra de las reminiscencias de antaño, como ya se ha mencionado, era el receptor Julie para visualizar la información que se obtenía con la utilización de sonoboyas pasivas, conjuntamente con pequeñas cargas de profundidad, un procedimiento ya descrito al hablar del Grumman “Albatross”. Sin embargo, el procedimiento que debía seguir el avión para mantenerse volando sobre el despliegue de sonoboyas en círculos muy cerrados, ofrecía serios problemas de maniobra para los pilotos con un avión de la envergadura y velocidad del P-3 Orión, por lo que era preferible el recurso a las posibilidades que ofrecía el sistema Jezebel que, con independencia de los análisis acústicos (LOFAR) para detección y seguimiento de submarinos, permitía también su localización con pares de las mismas sonoboyas pasivas (CODAR) separadas una distancia fija que proporcionaban demoras a la fuente sonora.
Otros sensores, como el excelente radar de exploración o el equipo de medidas de apoyo a la Guerra Electrónica (ESM) prestaban a este avión considerable ventaja sobre su predecesor, sin olvidar la versatilidad que para múltiples configuraciones de armamento le proporcionaba la capacidad de su compartimento de armas (bomb bay) con sus ocho puntos de carga o los 10 soportes bajo las alas, cualidad esta que le dotaba de gran flexibilidad operativa, o las ayudas a la navegación, muy en especial el sistema inercial.
El
avión podía cargar hasta un máximo de diez toneladas de armamento diverso en el
que podían incluirse minas, torpedos buscadores, cargas de profundidad,
cohetes, misiles, además del armamento de búsqueda (sonoboyas, humos,
colorantes, etc).
Con la incorporación de los aviones P-3A nuestra aviación antisubmarina se equiparaba, en lo que a avances tecnológicos se refiere, a las fragatas de la clase Baleares, recientemente incorporadas a la Armada, algo que no ocurría sin embargo con los Grumman “Albatross”, cuya aviónica, equipos de detección y sistemas de armas podían considerarse ya francamente superados, aun cuando continuasen siendo una excelente plataforma para el adiestramiento de las tripulaciones antisubmarinas.
En
septiembre de 1974 se produce un nuevo accidente mortal de un Grumman
“Albatross”, en esta ocasión en aguas de Cabo de Palos, en el curso de un
ejercicio antisubmarino nocturno. Sus ocho tripulantes, entre ellos dos TACCOs,
desaparecerían sin dejar rastro, a pesar de la intensa búsqueda realizada por
aviones del SAR y del propio Escuadrón 221, así como buques de superficie que
rastrearon la zona infructuosamente. Como consecuencia de este desgraciado
accidente, en el Mando de la Aviación Táctica se empieza a considerar la
conveniencia de acometer a corto o medio plazo la sustitución de los Grumman
“Albatross”.
Pero
antes de adoptarse esta medida, un nuevo accidente viene a poner de luto el
Escuadrón de Jerez de la Frontera: en 1977 uno de los tres P-3ª se estrella en
cabecera de pista y aunque parte de la tripulación consigue salvarse, perecerán
seis de sus miembros. Al dolor que sienten todos los integrantes del Escuadrón
por la pérdida de tantos queridos compañeros, se suma la preocupación por el
futuro de la unidad cuya operatividad ha quedado sensiblemente mermada al
reducirse en poco tiempo el número de aviones disponibles y ser cada vez menor
la confianza en los Grumman que, a pesar de que continúan cumpliendo fielmente
sus misiones, experimentan cada vez con más frecuencia averías e incluso alguna
que otra incidencia en vuelo.
Con
muy buen criterio, el Ejército del Aire decide alquilar a la Marina de los EEUU
cuatro nuevos P-3A que recogerían tripulaciones españolas en las bases navales
de Patuxent River, Selfridge y Jacksonville para su traslado a España en el
primer semestre de 1979.
A
la llegada de los nuevos aviones a Jerez en julio siguiente le sucede la baja de
los Grumman, pues con la incorporación de los cuatro aviones alquilados, la
unidad de lucha antisubmarina vuelve a estar en condiciones de cumplir con toda
normalidad sus misiones.
Ingreso
de España en la Alianza Atlántica
La consecuencia quizá más importante que tuvo para el Ala 22 la incorporación a la OTAN en 1982 fue sin duda la normalización del acceso a las publicaciones y procedimientos de la Alianza. Sin embargo, en lo que atañe al modus operandi del Escuadrón, esa circunstancia no constituyó, en principio, un cambio trascendental, pues su actividad venía desarrollándose habitualmente integrada sin fisuras en la doctrina operacional de la Alianza. No obstante, nuestra condición de aliados, aún siendo entonces con un status especial, lógicamente propició la participación de la unidad antisubmarina en un mayor número de ejercicios combinados y su destacamento a geografías distantes de la nuestra, con el consiguiente beneficio para el adiestramiento de nuestras tripulaciones y la posibilidad de contrastar con unidades de patrulla marítima de otras naciones nuestra doctrina táctica.
Adquisición
de nuevo material aéreo: Los P-3B
El
grupo de TACCOs se reorganiza en el verano de 1984 y pasa a denominarse
Destacamento Naval en el Ala 22, aunque su dependencia continúa siendo la misma
que tenía hasta entonces, pues no será hasta tres años más tarde que el Almirante
de la Flota asuma el control operacional de la unidad.
La
decisión de alquilar cuatro aviones P-3A a la Marina de los EEUU había sido
indudablemente una excelente idea, pues había servido para paliar
provisionalmente la penuria de medios del Escuadrón, pero era exclusivamente
una solución temporal, puesto que era evidente que persistía otro problema de mayor
enjundia, que era el de la obsolescencia del material. Los P-3A no eran los
aviones adecuados para afrontar la amenaza submarina del momento, y se
necesitaba adoptar cuanto antes decisiones que promoviesen la renovación de los
medios de que disponía la unidad. Había que incorporar nuevos y más modernos
aviones que hiciesen posible su operación eficiente durante un tiempo más
prolongado. La solución finalmente adoptada consistió en volver los ojos de
nuevo al lejano Norte, como ya se había hecho quince años antes para cubrir la
pérdida de dos Grumman.
A
mediados de 1980, el Ejército del Aire noruego contaba con aviones P-3B Orión a
los que había introducido una modificación en su aviónica conocida como TAC/NAV
que implicaba una mejora significativa de sus prestaciones. El Estado Mayor del
Aire entabla unas rápidas negociaciones con su homólogo noruego, y entre julio
de 1988 y septiembre de 1989 llegan a Jerez cinco P3B, cuya incorporación al
Ala 22 determinaría con carácter inmediato la devolución a los EEUU de los
cuatro P-3A alquilados.
Como
cabe suponer, la llegada de los P-3B constituyó un importante progreso respecto
de sus predecesores, por tratarse de aviones en todos los terrenos más
avanzados que los Alfa, ya que integraban todas las mejoras que el uso de éstos
había demostrado necesarias a lo largo de sus primeros diez años de vida
operativa. Hay que recordar que la modificación Deltic, con la que ya contaban
nuestros tres primeros Orión, había sido un anticipo de ulteriores y más profundos
cambios que afectarían a la plataforma y a su equipamiento, cambios que
plasmaría la serie Bravo, sin duda la más extensa del conjunto de los P-3
Orión.
La
caída del Muro de Berlín: Cambio en la situación estratégica mundial
La
caída del Muro de Berlín vino a significar el fin de la Guerra Fría y en
consecuencia la reorientación de la estrategia a ambos lados de lo que había
sido el telón de acero. No fue un cambio radical, pero sí irreversible, como
pronto se podría confirmar. El Pacto de Varsovia desapareció, la propia OTAN
revisó sus conceptos estratégicos y muchos de los países antes integrantes del
Pacto de Varsovia pidieron adherirse a la Alianza Atlántica aspiración que, con
el paso del tiempo, verían satisfecha. Una ola de optimismo se expandió por
todo el Mundo en la convicción de que por fin la paz había dejado de ser un
objetivo para convertirse en una realidad.
No
obstante, la evolución de los acontecimientos a corto plazo pronto demostró que
tal optimismo era prematuro, y los conflictos de baja intensidad, que hasta
entonces se habían considerado consecuencia directa de un mundo bipolar,
adquirían ahora una virulencia y asiduidad desconocidas, incluso en la propia
Europa.
Nuevamente los nacionalismos, como había ocurrido en los albores del siglo, se imponían por doquier y el concepto de etniticidad, tan ligado a ellos, adoptaba dimensiones hasta entonces impensadas, pues religión e idioma eran tan importantes como el color de la piel o el tamaño de la nariz para señalar enormes diferencias o anheladas identidades. Y detrás de todo ello, intereses geoestratégicos o económicos más o menos velados que hacían inevitable el estallido de un conflicto en los lugares más insospechados. El Golfo Pérsico, el Cáucaso, los Balcanes, etc. se convertirían en escenarios de luchas sangrientas que demandaban la atención de la Comunidad Internacional que intervenía en ellas como elemento pacificador, en misiones auspiciadas por las Naciones Unidas o coaliciones de varios países cuando, por el motivo que fuese, el Consejo de Seguridad de la ONU era incapaz de alcanzar la unanimidad exigida para la toma de decisiones.
El nuevo escenario estratégico afectaría, como no podía ser menos al Ala 22, cuyas misiones paulatinamente se reorientarían hacia las propias y más generales de patrulla marítima, en detrimento del tradicional cometido de lucha antisubmarina, que poco a poco pasaría a tener un papel secundario. No se trataba, ni mucho menos, de abandonar definitivamente la misión principal, pero sí de adaptarse a las nuevas necesidades, entre otras razones porque las exigencias del nuevo contexto internacional así lo demandaban.
La
participación cada vez más frecuente de España en operaciones multinacionales
de gestión de crisis o de apoyo a la paz entraña una dedicación de medios al
límite de nuestras posibilidades, una situación a la que no escapa el Ala 22
cuyos aviones ahora se ven empeñados en operaciones que a veces rebasan los
cometidos clásicos de vigilancia marítima y colaboran con fortuna en
operaciones que pueden llegar a realizarse sobre tierra. Pero si estos aviones
tienen una cualidad incontestable, ésta es su flexibilidad, cualidad que les
permite actuar en diversos escenarios incluso sin necesidad de introducir
grandes cambios en su configuración.
La
primera misión multinacional del Ala 22 tuvo lugar en 1991, como consecuencia
de la invasión de Kuwait por las tropas del régimen de Saddam Hussein que
provocaría el estallido de la guerra en el Golfo Pérsico. El Consejo de
Seguridad de las Naciones Unidas aprobó una resolución para una intervención armada
que restituyese la situación a su estado original. Para dar cumplimiento a esta
resolución se organizó una coalición internacional en la que España
intervendría, además de hacerlo con otros medios, con unidades del Ala 22 para
la realización de patrullas para la vigilancia y el control de la situación de
superficie en un sector del Mediterráneo Occidental.
Se
totalizaron durante tres meses cerca de medio centenar de misiones y más de
trescientas horas de vuelo. Alternando con estas misiones, que podríamos
calificar de reales, la Unidad participaba asimismo en ejercicios de distinta
entidad conjuntamente con otras unidades, ejercicios entre los que, por su
importancia, cabe destacar los de “gestión de crisis” que, a partir de 1985 y
en años sucesivos, organizó la Armada con la participación de países miembros
de la OTAN, los denominados TAPÓN, que se centraban en el control del Estrecho
de Gibraltar y se extenderían hasta 1991 con gran éxito.
Poco
tiempo después de haber realizado el ejercicio TAPÓN 91, el Ejército del Aire
decidió trasladar el Ala 22 a la vecina base de Morón de la Frontera. La
operación se llevó a término en tres fases a lo largo del segundo semestre de
1992, de modo que en la primavera del año siguiente se había completado la
incorporación a su nuevo emplazamiento, un hecho que el personal destinado en
la base aérea de Jerez recibiría con lógico malestar, lo que sin embargo no fue
óbice para demostrar una vez más su sentido del deber y su capacidad de
adaptación. Después de tantos años, la estrecha vinculación de Jerez con su
querida base aérea La Parra quedaba rota, tras su definitiva desactivación,
aunque el recuerdo de la presencia del Ejército del Aire en la ciudad quedaría
inevitablemente en el corazón de los jerezanos.
La llegada del escuadrón antisubmarino a su nueva localización lógicamente entrañó dificultades de toda índole, pues una operación de esta naturaleza afecta no solo a las cuestiones operativas, con su importancia que a nadie escapa, sino que tiene también implicaciones logísticas y orgánicas asimismo importantes, por no hablar de lo que para varios centenares de familias significó, en todos los órdenes, este traslado. No cabe la menor duda de que fue un cambio traumático que los componentes del Ala 22 aceptaron con su entereza tantas veces puesta a prueba y siempre confirmada.
Por
primera vez desde Morón, la Unidad desplegaría para participar en una misión
internacional: la operación SHARP GUARD, cuyo propósito era imponer el bloqueo
marítimo a la antigua Yugoslavia como aplicación de sanciones económicas y
embargo de armas a las facciones empeñadas en la guerra balcánica. Esta
operación, dirigida conjuntamente por OTAN y UEO a través de un comité militar
ad-hoc, requirió el traslado de los aviones a la base siciliana de Sigonella.
En esta base se estacionaron, a lo largo de tres años, ocho aviones de la
fuerza multinacional, entre ellos un P-3B español. Las enseñanzas de esta
misión internacional serían de gran importancia para el perfeccionamiento de
los procedimientos de nuestras tripulaciones en el desempeño de un cometido que
resultaba ciertamente alejado de la misión de lucha antisubmarina todavía
entonces consideraba como principal.
Programa
de modernización de los aviones P-3 B
Algunos
años más tarde, en 1999, se desactiva otra Base Aérea, la de Manises y el Ala
11 allí desplegada, pasando el emblema al Ala 21 de Morón. Como resultado de
estos cambios orgánicos y logísticos, el Ala 22 cambia su denominación y pasa a
ser el Grupo 22 del Ala 11, mientras que el núcleo de la Armada dentro del
Grupo se convierte en “Equipo Naval del Ala 11”.
Después
de tanto tiempo surcando los cielos de España y volando sobre su espacio
marítimo y bien bajo, por cierto, nuestra unidad de Patrulla Marítima había
acumulado miles de horas de experiencia, tanto en el orden operativo como en el
logístico, de modo que pilotos, mantenedores y tripulantes conocían a la
perfección las posibilidades y defectos de un avión al que habían dedicado
parte de sus vidas, más de veinte años. Era el momento sin duda de emprender la
tan necesaria renovación de un material que respondería positivamente a
cualquier intento de rejuvenecimiento, pues sabían que el P-3 Orión era una
excelente plataforma cuyo equipamiento para las diferentes misiones que podía
cumplir podía actualizarse sin necesidad de introducir grandes cambios.
Para proceder a esa renovación, en diciembre de 2000 se aprobó el programa para la modernización con tecnología española de los cinco P-3B que el Ejército del Aire acababa de adquirir a Noruega. La modernización preveía la instalación de nuevos sensores, entre ellos un procesador acústico multicanal fabricado por la empresa SAES (Sociedad Anónima de Electrónica Submarina) participada mayoritariamente por el entonces grupo Izar, precursor de la actual Navantia. El conjunto de sensores, dispositivos de ayuda a la navegación, equipos de registro de datos, comunicaciones y armas se integraría por medio del sistema táctico FITS (Fully Integrated Tactical System), desarrollado por EADS-CASA, que proporciona una enorme flexibilidad a la hora de configurar distintos tipos de misión, con la enorme ventaja de que utiliza paquetes comerciales COTS (Commercial off-theself) de software y hardware, lo que sin duda facilitará ulteriores actualizaciones, en el caso de que fuese necesario acometerlas.
Otra
importante ventaja del FITS es que tiene dos procesadores redundantes y que las
consolas son intercambiables, un aspecto determinante cuando se producen
sobrecargas de trabajo o averías. Tras toda esta modernización de sistemas y
equipos tácticos, el P-3B pasó a denominarse P-3M.
Intensificación
de las operaciones en el exterior
En
2002 la Unidad desplegó de nuevo en el exterior para participar en una
operación internacional, en esta ocasión en Yibuti, la antigua colonia francesa
conocida como Territorio de los Affars y de los Issas hasta 1977, fecha en que
alcanzó la independencia. Un destacamento como éste en un lugar tan apartado y
en las condiciones tan extremas del desierto era un reto que el personal del
grupo asumió con su habitual profesionalidad, una muestra más de su capacidad
de adaptación y extraordinaria preparación técnica. Por otro lado, los largos períodos
de destacamento en condiciones poco propicias para un desarrollo normal de la
vida diaria sirvieron para incrementar la cohesión y camaradería de todo el
personal destacado para mejor afrontar la situación adversa en que se
encontraban.
Se
trataba de la Operación “Libertad Duradera–Cuerno de África”. Como se recordará,
tras los atentados de septiembre de 2001 en los EEUU, Washington lanzó una
operación contra el terrorismo internacional que se desarrolló principalmente
en Afganistán, pero también en otros tres escenarios: Cuerno de África,
Filipinas y África Subsahariana, y es en el primero de estos lugares donde cabe
enmarcar el Destacamento Orión. Nuestro Ejército del Aire contribuyó con un
avión P-3B desde marzo de 2002 hasta febrero de 2004. En el transcurso de esta
misión se tuvo por vez primera contacto con los piratas somalíes a quienes se
disuadió de un intento de secuestro al Leander, un mercante panameño que
navegaba a 130 millas de costa.
Al
mismo tiempo que se desarrollaba esta operación y también en 2002 se puso en
marcha el programa de modernización de los P-3B antes citado, que se extenderá
hasta el presente año. Los remozados P-3M son aviones muy diferentes de los
P-3B y pueden equipararse en sus características operativas y su eficiencia a
los de cualquier país de nuestro entorno. En este punto conviene recordar el
salto cualitativo que supuso la incorporación de los P-3A Deltic al Ala 22 para
todos los que en ella servíamos, aunque, a pesar de la buena voluntad de
mantenedores y tripulantes, difícilmente conseguíamos estar a la altura de
unidades de Patrulla Marítima francesas, británicas y norteamericanas, entre
otras razones porque ellos poseían aviones con tecnología propia, disponían de
simuladores tácticos y estaban familiarizados con el material que manejaban,
mientras que en nuestro caso nos veíamos forzados a hacer nuestro camino
aprendiendo de nuestros propios errores.
Ese
camino ha sido largo, no hay duda de ello, pero ha merecido la pena porque
gracias a ese esfuerzo nuestra industria ha sido capaz de desarrollar un
equipamiento altamente eficiente como lo prueba el interés de otros países en
incorporarlo a sus Fuerzas Armadas.
El
programa de modernización de los P-3B prevé el mantenimiento operativo de los
cuatro P-3M afectados hasta 2025, para lo cual están siendo objeto de un
proceso de ampliación de la vida de su estructura en otras 5.000 horas de
vuelo.
Volviendo a las operaciones recientemente realizadas o todavía en marcha con la participación de la unidad de Patrulla Marítima ocupa un lugar especial la Operación “Noble Centinela” que nuestro Gobierno ordenó realizar en 2006 para controlar la inmigración ilegal que desde el África Subsahariana llegaba a las Islas Canarias. Fue necesario desplegar personal y material del Grupo 22 en la base aérea de Gando para desde allí establecer la situación de superficie en una extensa área marina al sur del Archipiélago, con la intención de detectar la presencia de embarcaciones con inmigrantes para poder interceptarlos antes de que llegasen a tierra. Esta operación contribuyó a salvar numerosas vidas puesto que el avistamiento temprano de tan frágiles bastimentos lograba evitar naufragios con sus trágicas consecuencias.
En 2008 se inició una nueva operación que en cierto modo daba continuidad a otra anterior desarrollada en los mismos parajes, pero ahora con un objetivo diferente. Se trataba de la Operación “Atalanta” que, al igual que la Operación “Libertad Duradera-Índico” tiene como escenario las aguas de Somalia y como punto de despliegue de la Unidad la base de Yibuti. Esta operación multinacional auspiciada por la Unión Europea, cuya duración se extendió hasta 2014, tiene como objetivo evitar las acciones de piratería que somalíes civiles armados llevan a efecto desde las costas de su país a los buques en tránsito por el Océano Índico. El tamaño de la zona de operaciones, las enormes distancias de tránsito desde la base hacia ellas, las condiciones climáticas, etc., hacen que esta misión tenga una dureza extraordinaria, a pesar de lo cual, nuestra participación ha recibido los plácemes de nuestros compañeros de tarea, señal evidente del buen hacer de nuestras tripulaciones y equipos de apoyo logístico.
En la Operación “Atalanta” los aviones del Grupo 22 comparten sus misiones con los CN-235 de Vigilancia Marítima (VIGMA) que entraron en servicio en 2008, procedentes de la transformación por EADS-CASA de seis aviones CN-235 de transporte logístico del Ala 35. Estos aviones, que en el Ejército del Aire se designan oficialmente D-3, están encuadrados en los tres escuadrones con misión principal SAR, contribuyendo a reforzar las misiones de Patrulla Marítima.
El
futuro
El
futuro de la cooperación aeronaval entre el Ejército del Aire y la Armada es
difícil de predecir. Resulta evidente que, con carácter ocasional, unidades de
uno y otro Ejército continuarán colaborando en función de las necesidades de
ambos. Pero el caso de la dotación naval del Grupo 22 es diferente. No podemos
olvidar que este núcleo de oficiales y suboficiales de la Armada se creó para
contribuir a la puesta en marcha del 601 Escuadrón de Cooperación Aeronaval
cuya misión principal era la lucha antisubmarina.
Hasta el presente, esa contribución se ha llevado a efecto con plena satisfacción de unos y otros, hasta el punto de que constituye un ejemplo sin precedentes en nuestra Historia Militar por la entrega de sus protagonistas y por los excelentes resultados obtenidos. No obstante, las circunstancias han cambiado y la situación estratégica y política que determinó su creación hace más de cincuenta años es ahora diferente.
Además, al hablar de futuro en este ámbito deberíamos considerar dos aspectos diferentes puesto que, de una parte, está la unidad aérea del Ejército del Aire que la lleva a término, mientras de otra nos encontramos a ese núcleo de marinos “en tierra extraña”. Veamos pues estos dos aspectos:
El
Grupo 22, por empezar por la unidad que materializa la cooperación, seguirá
siendo necesario pues la Patrulla Marítima, lejos de haber perdido importancia,
la sigue teniendo y cada vez con mayor intensidad. Ahora bien, no cabe duda de que,
dentro del abanico de sus posibles misiones, la guerra antisubmarina no tiene
hoy en día la trascendencia de hace treinta años. Ello no significa, sin
embargo, que debamos asumir que los submarinos no son hoy una amenaza, pero es
evidente que por el momento esa amenaza se sitúa en un segundo plano.
Los
aviones de Patrulla Marítima se ocupan hoy fundamentalmente de la Vigilancia
Marítima, entendida ésta como una especie de panacea con un amplio abanico de
cometidos que va más allá de la tradicional lucha sobre el mar contra un
enemigo sumergido o en superficie. Al menos, ese enemigo dista mucho de ser el
tradicional sobre el que se puede actuar dentro de las normas de la guerra,
sino que por el contrario se encuentra amparado por normas interpretables de
Derecho Internacional o por difusas “reglas de enfrentamiento” acordadas en
foros muy alejados de los posibles escenarios de acción.
Pero
es que, además, la gran versatilidad de los actuales aviones de Patrulla Marítima
les hace capaces de realizar misiones que hasta ahora eran impensables en
aeronaves de características supuestamente tan especializadas. Aviones
comparables a nuestros P-3M, e incluso en determinadas circunstancias ellos
mismos, han efectuado cometidos de mando y control, lanzamiento y guía de
misiles contra blancos terrestres, apoyo a la guerra electrónica, operaciones especiales,
etc., todas ellas con un alto grado de eficiencia. Ahora bien, muchas de estas
posibles misiones se podrían llevar a cabo con mejores resultados si el avión
tuviese una configuración más acorde con las necesidades de la operación a
realizar. Esto nos lleva a una concepción modular de los sistemas instalados a
bordo de la aeronave.
Asumamos,
pues, que el Grupo 22 debe realizar misiones diferentes de las que ahora
realiza. En esas condiciones, ¿sigue siendo necesaria la existencia de un
núcleo de marinos en el Grupo?. La respuesta no es simple, porque, en
principio, esa existencia viene determinada por la razón de ser de la propia
Unidad que exigía la presencia de un oficial de la Armada a bordo de los
aviones del Escuadrón para coordinar, tanto la actuación de sus tripulaciones,
como la de otros participantes en las operaciones en que se viesen
involucrados.
En
estas circunstancias, si esos aviones van a realizar otras misiones diferentes,
tal vez sería conveniente revisar las responsabilidades del TACCO para
adaptarlo a las nuevas misiones del Grupo. En todo caso, lo que parece fuera de
toda duda es que, como la experiencia parece haber demostrado hoy en día, y
pensando en el futuro inmediato, la condición que hasta hace bien poco parecía
ineludible de que el Coordinador Táctico en los aviones de Patrulla Marítima
fuese un oficial de la Armada, ahora es cuando menos discutible.
Así
las cosas, y siempre pensando en un futuro de perfiles poco definidos, quizá
sería oportuno preguntarse si no convendría considerar la posibilidad de plasmar
la cooperación aeronaval en una unidad conjunta, en la que pilotos, coordinadores
tácticos, navegantes, operadores de los distintos sensores, mantenedores, etc.
fuesen indistintamente marinos o aviadores. Podría aprovecharse la experiencia
hasta ahora obtenida con esta unidad de cooperación, sin duda un ejemplo para
todos los que pensamos que la cooperación inter ejércitos tiene como meta final
la eficacia de la acción conjunta.
(*)
José Manuel Veiga García es capitán de navío de la Armada, hoy retirado.
Pertenece a la promoción 366 del Cuerpo General y en 1974, después de obtener
la aptitud AvT (coordinador táctico aéreo) en Nîmes-Garons, Francia, pasó
destinado al Ala 22 con base en Jerez de la Frontera, donde permaneció hasta
1978, totalizando más de 1.400 horas de vuelo en aviones Grumman y P-3 Orión.
Fuente:
https://publicaciones.defensa.gob.es//Revista de Historia Aeronáutica. Año
2016. N° 34
[1] Los marinos que se
incorporaron al joven Ejército del Aire solicitaron y obtuvieron el
mantenimiento honorífico de su categoría militar adquirida en la Armada.
[2] La incorporación de
un hidroavión estaba prevista que inicialmente se hiciese también en el crucero
Méndez Núñez, pero al final esta idea fue desechada.
[3] George Kennan
(Milkwake 1904–Princeton, 2005) fue uno de los más destacados políticos y
estrategas norteamericanos del Siglo XX. Desempeñó los cargos de primer
ministro y embajador en la embajada de su país en Moscú y el telegrama que en
1946 remitió al Departamento de Estado, telegrama que al año siguiente
publicaría la revista Foreign Affairs bajo el título Los orígenes del
comportamiento soviético, se considera como fundamento de la estrategia de los
EEUU en la Guerra Fría. En su análisis, Kennan sostenía que era necesario
desarrollar una estrategia a largo plazo para contener la expansión soviética a
escala mundial, pero que él entendía que no debía limitarse exclusivamente a
los aspectos militares. Uno de los instrumentos que se inspirarían en las ideas
de Kennan sería la Agencia Central de Inteligencia, pero también lo fue el Plan
Marshall en cuya concepción habría de participar.
[4]
Así se conocía
en la Armada a esta escuadrilla integrada por destructores clase Fletcher
cedidos por los EEUU en aplicación de los convenios suscritos con España. La
explicación de este apelativo cariñoso hacía alusión a un grupo musical
argentino de ese nombre entonces de moda en nuestro país pues, como ellos, eran
cinco, venían de América y triunfaron.
[5] El sistema Jezabel
que instalaba el P-3A Deltic podía utilizarse en su función LOFAR (LOw
Frequency Analysis and Recording) –Análisis y registro de bajas frecuencias– o
CODAR (COrrelation Detection and Recording) –Detección, comparación y registro
de sonidos–.
[6] Pequeñas emisoras de
radio que registran los sonidos submarinos y envían la señal acústica al Único
ejemplar del Grumman HU-16 colocándose como monumento en la Base Aérea de
Jerez. avión.