Hace 35 años, a 73 segundos de su lanzamiento, se producía la tragedia del Challenger que impactó al mundo. El transbordador espacial se desintegró y murieron sus 7 tripulantes. Richard Feynman, un notable físico y Premio Nobel fue clave para llegar a la verdad. Resistió las presiones políticas y con un gran golpe de efecto logró mostrar a millones de personas lo que había sucedido
Por
Matías Bauso
Uno
de los términos más bastardeados en la actualidad es el de genio. Se rebajó a
apelativo que se le endilga a cualquiera que tiene una ocurrencia o que muestra
alguna forma de velocidad verbal. Los verdaderos genios, los que poseen miradas
diferentes, innovadoras, capaces de meterse en profundidad en cuestiones
complejas y resolverlas son realmente pocos.
El 28 de enero de 1986, 35 años atrás, se produjo la tragedia del Challenger, el mayor desastre del programa espacial norteamericano. A los 73 segundos del lanzamiento en el cielo se formó un macabro cisne de humo, fuego y gases que terminó con la vida de los siete tripulantes. Eran seis astronautas y una docente de escuela secundaria, Christa McAulifffe.
Las
imágenes del transbordador se repitieron innumerables veces en los canales de
todo el mundo. También las de los familiares de los astronautas abrazados en
las tribunas de la base, tratando de entender, haciendo fuerza por volver el
tiempo atrás, enfrentándose al dolor; y las de los chicos de primaria que
habían ido a una fiesta, a ver algo único como el lanzamiento de una nave
espacial y se encontraron en medio de una tragedia.
Al
principio sólo había dudas y preguntas. ¿Qué pudo haber salido mal? Hubo especulaciones,
acusaciones cruzadas y el riesgo de que sucumbiera la NASA y el Programa
Espacial, en medio de la Guerra Fría, en medio de la Stars War que Reagan iba
ganando.
Para
conocer qué fue lo sucedido tuvo una influencia determinante uno de los escasos
genios de los que se habla en el primer párrafo: el físico norteamericano
Richard Feynman.
Galardonado
con el Premio Nobel de física en 1965 por sus contribuciones en la
electrodinámica cuántica, Feynman fue una de las grandes figuras científicas
del Siglo XX. Fue elegido como uno de los 10 físicos más importantes de la
historia. Hizo aportes en numerosas ramas. Para los legos ya resulta complicada
retener siquiera retener el nombre de sus hallazgos sin siquiera pensar en
entenderlos, que incluyen la física, la mecánica cuántica, la matemática, la
nanotecnología y hasta la computación.
Su curiosidad era innata. Desde muy chico se mostró inquieto y se animó a preguntarse sobre cosas que otros daban por sentadas. De padres Ashkenazis, se declaró ateo y nunca permitió que lo encasillaran como científico judío porque opinaba que esas caracterizaciones sólo tendían a desarrollar prejuicios raciales y étnicos. Como alguna vez dijo Borges, él no creía, pero se interesaba (mientras que los practicantes creen, pero no se interesan) en todas las cuestiones y se enfrascó en intensos debates teológicos.
Se
destacó precozmente en las matemáticas alcanzando hallazgos notables. Luego se
dedicó a la física. Fue pretendido por numerosas universidades e institutos. Se
graduó en el MIT.
Feynman
estaba muy preocupado también por la divulgación. Se esmeraba para que sus
ideas fueran difundidas y para que la gente que no tenía formación en las
ciencias duras pudieran entenderlas. Desarrolló un sistema para lograr ese
objetivo. Diferenciaba entre saber el nombre de algo y saber sobre algo. para
eso proponía cuatro pasos. Primero elegir un tema de cualquier rama. Luego
escribir todo lo que se sabe sobre eso en un lenguaje sencillo, como si se lo
estuviera explicando a un niño. En tercer lugar, repasar lo escrito e
identificar lo que no se sabe, lo que se olvidó, lo que no se pudo explicar. Es
en ese momento en el que se empieza a aprender. Y eso hacerlo con dada cuestión
o subtema. Por último, repasar lo escrito una vez más y simplificarlo, eliminar
las palabras técnicas, el argot. Si la explicación no es sencilla o continúa
siendo confusa, hay algo que todavía no estamos entendiendo.
Con
este sistema sumada a su extraordinaria habilidad para insertar anécdotas
divertidas y el manejo del suspenso se convirtió en uno de los grandes
divulgadores científicos del Siglo XX, uno de los pocos que podía hacerse
entender (y maravillar) a un público ultra especializado y a aquellos que
desconocían todo del tema.
En
una de las ciudades chicas en las que vivió mientras enseñaba e investigaba, las
quejas de un grupo de mujeres en pos de las buenas costumbres ocasionaron la
clausura de una especie de cabaret, esos locales típicamente norteamericanos de
strip tease. Él utilizaba el bar casi como segunda oficina. Iba a tomar algo y
seguía trabajando y pensando en sus ecuaciones en ese paisaje ruidoso y repleto
de mujeres desnudas. Los dueños del local hicieron una presentación judicial
para evitar el cierre. No consiguieron que ninguno de los parroquianos
declarara en su favor. Nadie quería que se supiera que frecuentaba el lugar.
Feynman fue el único que se presentó ante el juez. Defendió el derecho del bar
y de las chicas de trabajar, hasta lo describió casi como una necesidad
pública: “Allí van trabajadores, técnicos, comerciantes, doctores, obreros y,
claro, un profesor de física”.
Tenía
una fijación con la verdad, con ser honesto. Tenía la plena convicción que la
condición indispensable del científico era la honestidad. Era, para él, el
principio fundamental del pensamiento científico. Y que ella debía comenzar por
uno mismo. “No nos debemos engañar a nosotros mismos que, por otra parte, somos
las personas más fáciles de engañar. Si no me engaño a mí mismo, es bastante
sencillo no engañar a otros científicos. Después sólo hay que seguir siendo
honestos, en el sentido más llano del término”, decía.
Este
principio lo puso en práctica en cada momento de su vida profesional. No dejó
que avatares políticos, broncas temporarias o beneficios partidarios
modificaran el rigor con el que pensaba. La ciencia no es un sistema de
creencias, una cuestión de fe. Las conclusiones a las que arribaba eran fruto
de una búsqueda, de un proceso intelectual exhaustivo e implacable que no
podían redirigirse por conveniencias o inclinaciones políticas.
En
este contexto llama la atención que en 1986 lo hayan elegido para integrar la
Comisión Rogers creada para investigar lo sucedido con el Challenger. Es
posible que el poder político haya creído que se trataba sólo de una cuestión
estadística, de mayorías. Que Feynman se vería aplastado por la burocracia, que
ya no tendría la energía de su juventud y que, en todo caso, los dóciles a las
presiones eran mayoría y lograrían tapar, simplemente votando a mano alzada,
cualquier intento de llegar hasta el fondo del asunto.
No
había en ese momento en los Estados Unidos un científico que combinara tales
dosis de prestigio y de conocimiento público. Era un nombre casi imprescindible
en para que la comisión adquiriera visos de respetabilidad.
Lo
que no tuvieron en cuenta fue su vocación por la verdad, lo inmanejable que
Feynman resultaría. Pero el mismo esquema de funcionamiento de la comisión, la
gravedad del tema, el dolor circundante y el aura de la Nasa parecían que lo
mantenían en caja. Sin excesos, ni preguntas demasiadas molestas.
Pero
Richard Feynman sólo se tomó su tiempo para ver mejor la situación, para
entender el problema, para conocer a fondo el funcionamiento del Challenger y,
también, los tiempos internos de la Comisión.
Porque
para un pensamiento con tales niveles de abstracción que lo convertían en una
de las cumbres de las matemáticas y de la física teórica del Siglo XX, Feynman
tenía una increíble capacidad para entender el timing de algunas situaciones
prácticas.
En
su trayectoria hay un antecedente clave que explica alguno de sus movimientos
subterráneos en la investigación del desastre del Challenger. Siendo muy joven
fue convocado para el Proyecto Manhattan, el que desarrolló las Bombas Atómicas
que luego serían arrojadas sobre Hiroshima y Nagasaki. Allí participó en varios
grupos de investigación. Su curiosidad y ductilidad permitieron que integrara
en esos años varios grupos de investigación diferentes y que participara de
distintas etapas. Presenció la explosión de prueba en Trinity y fue el único de
los presentes que prefirió no usar anteojos especiales porque se sabía
protegido de los rayos por el parabrisas del vehículo en el que estaba.
En
Los Álamos estaba solo. Su esposa hacía tiempo que estaba enferma de
tuberculosis. Se habían casado conociendo el estado de ella. Cada tanto viajaba
a verla. Uno de esos viajes le trajo problemas. Otro de los integrantes del
Proyecto le prestó el auto para que pudiera visitar a su esposa convaleciente
(moriría poco tiempo después). El dueño del vehículo era Klaus Fuchs, un espía
soviético. Luego se comprobó que Feynman no tenía nada que ver con el
espionaje. Como más allá de las tareas de investigación y fabricación de la
bomba eran pocas las actividades que tenían en ese pueblo montado sólo a esos
efectos, el aburrimiento era algo bastante común en los escasos momentos de
ocio. Feynman se burlaba de las medidas de seguridad y abrir cerraduras de
oficinas y cajones, descifrar claves de puertas se convirtió en su divertimento
favorito. De esa manera conseguía dos cosas a la vez: se burlaba del sistema y
les demostraba que la alta seguridad pretendida no era tal.
Al
Proyecto Manhattan no sólo lo llevó su brillantez técnica sino también la
convicción de que Hitler debía ser detenido. Para él se trataba de una carrera
contra el tiempo. Debía colaborar para llegar antes que las nazis. Luego del
daño producido por los lanzamientos se mostró arrepentido y atravesó una larga
depresión provocada por su reciente viudez y por la culpa que asolaba por las
muertes de Hiroshima y Nagasaki.
Pero
lo otro que aprendió en su estadía en Los Álamos es que cualquier proyecto
científico de esa magnitud debe saber lidiar con los componentes y las
presiones políticas del caso. Que la investigación pura está condenada al
fracaso o a no llegar a materializarse en resultados si no se pueden superar
los meandros del poder. No sólo bastaba con tener la verdad sino también tejer
las alianzas necesarias para ser escuchado y hacerse entender, explicar con
lenguaje llano, volver visuales sus ideas.
La
Comisión Rogers fue creada por el presidente Ronald Reagan para buscar las
razones que llevaron al desastre del Challenger. Estaba integrada por un grupo
de notables, personalidades de diferentes ramas de la vida norteamericana que
debían a través de la toma de testimonios, investigaciones y análisis de
documentos explicar por qué había ocurrido la tragedia.
La
encabezaba William Rogers, antiguo Secretario de Estado. Era un hombre con un
pasado ilustre y respetado. Pero un hombre proveniente de la política,
permeable a sus vicios e influencias. Reagan le dio la directiva que la
comisión y su dictamen debían proteger a la NASA, institución que definía la
vanguardia tecnológica de los Estados Unidos, el sitio de lo imposible y
bastión de la Guerra Fría con el alunizaje y los demás hitos de la exploración
espacial.
Mientras
avanzaban las audiencias, Feynman descubrió que más que voluntad de investigación,
a la Comisión la guiaba un afán encubridor, como si todo estuviera encaminado a
cargar todas las responsabilidades a la fatalidad y a la magnitud de la empresa
propuesta.
Sin
embargo, Feynman entendió que habían existido señales evidentes de los problemas
y que habían sido subestimadas. Que había existido un enfrentamiento sordo
entre científicos y ejecutivos que derivó en que se asumieran riesgos
excesivos.
Según
la NASA la posibilidad de una falla era de 1 en 100.000 pero Feynman logró
demostrar que los científicos habían concluido que el riesgo era mucho mayor,
de 1 en 200. Y que la decisión de realizar el lanzamiento ese 28 de enero,
luego de haber sido pospuesto en otras oportunidades, pese a las condiciones
climáticas adversas se había debido a cuestiones políticas. El Congreso
norteamericano necesitaba mayor acción para seguir derivando partidas
presupuestarias para un proyecto tan demandante como el Challenger. Sus
lanzamientos se habían convertido en algo usual y la excitación inicial se había
disuelto. Ya sus misiones no ocupaban la primera plana de los diarios, sino que
estaban perdidas en recuadros en las páginas interiores. En ese contexto fue
que se pensó en la inclusión de alguien que no fuera astronauta en la misión.
Por eso la convocatoria a docentes de todo el país, el exigente casting entre
once mil postulantes y la elección final de Christa McAuliffe, la profesora de
una secundaria de New Hampshire, casada y con dos hijos, que daría dos clases
desde el espacio que serían televisadas a todo el mundo.
Ese
punto, la inclusión de un civil, la voluntad propagandística de la empresa, fue
uno de los aspectos que Feynman veía como más reprochables. Y que convertía
todo en algo medio circense.
Pero
para que sus ideas y su punto de vista pudieran ser escuchados y ayudaran a
descubrir la verdad, Feynman debía transitar ese terreno pantanoso de la
política en el que las verdades suelen quedar atrapadas en arenas movedizas y
lentamente, estancadas, empiezan a hundirse.
Para
ello el Premio Nobel semblanteó a los otros integrantes de la comisión para
saber quién podía ser su aliado. Su paso por Los Álamos le hizo prestar
atención al Gral. Donald Kutyna. Sabía cómo pensaban los militares y descubrió
en él un sentido del honor hasta casi antiguo. En algún receso de las
audiencias, mediante, charlas casuales lo tanteó hasta que ambos pudieron
expresar sus sospechas con tranquilidad. A Kutyna lo había alertado una
cuestión doméstica: arreglando su auto descubrió, una mañana helada, que las
juntas habían perdido toda flexibilidad. Se propusieron actuar en equipo, hacer
una especie de movimiento de pinzas para desentrañar la verdad, un tándem para
desarmar el encubrimiento. Pero faltaba un paso. Necesitaban además de tener la
razón, ser claros, demostrarlo. Un golpe contundente.
Y
de eso se encargó Feynman. En una audiencia televisada, en medio del testimonio
de un directivo de la agencia espacial, el científico tomó la palabra. Sigiloso
y amable, hasta gracioso, sin tono acusador ni imperativo, Feynmann esperó su
oportunidad para hacerse notar. Mientras hablaba, con cierta lentitud, con un
deliberado manejo del suspenso, agarró un círculo de goma, que parecía una
especie de gomita para el pelo, y lo sumergió en un vaso con agua helada. Al
rato mientras seguía con sus preguntas al testigo, el Premio Nobel metió dos
dedos en el vaso y sacó el círculo de goma. El frío la había puesto rígida,
había perdido su flexibilidad. De esa manera, con ese simple experimento,
Feynman convenció a millones de personas que el problema del Challenger estaba
en las juntas tóricas, unas piezas que debían sellar compartimentos pero que
con el frío se ponían rígidas. Esa falla fue la que provocó la tragedia. Al
fallar ese sellamiento, el escape de oxígeno y de hidrógeno provocó fuego, el
contacto con el tanque de combustible, la alteración de las fuerzas
aerodinámicas, la destrucción de la nave espacial en su décima misión.
Lo
más grave era que varios científicos habían advertido del problema, pero sus
avisos y pedidos de postergar el lanzamiento por las súbitas heladas en Cabo
Cañaveral no fueron escuchadas por circunstancias políticas. La Nasa debía
cumplir con su apretado cronograma de misiones y era deseable que el mismo día
que Reagan brindara su discurso anual sobre el Estado de la Nación, los Estados
Unidos hubiera puesto una nave más en el espacio.
En
el informe final de la Comisión Rogers, Richard Feynman obligó a que se incorporara
una frase bajo amenaza de no suscribirlo (hubiera sido un escándalo que él no
acompañara las conclusiones definitivas y el fracaso de la investigación):
“Para una tecnología exitosa, la realidad debe prevalecer por sobre las
relaciones públicas; la naturaleza no puede ser engañada”.
Esa
frase, esa cita debería estar inscripta en cada edificio público, debería guiar
a cada funcionario que afronta alguna cuestión relacionada con la ciencia.
Richard
Feynman murió en 1988 a causa de un cáncer. Tenía 69 años.
Dicen
que sus últimas palabras fueron: “No me gustaría volver a morir. Esto es
demasiado aburrido”
Fuente:
https://www.infobae.com