Glynn
Lunney fue uno de los cuatro directores del vuelo y quien recibió el llamado
del comandante Lovell. Tomó una serie de decisiones, todas acertadas, que
convirtieron el fracaso de la misión en un éxito espectacular. Los tripulantes
regresaron sanos y salvos, de milagro. Fue el “héroe olvidado”. Murió el pasado
19 de marzo, a los 84, a pocos días de los cincuenta y un años de su hazaña
Por
Alberto Amato
Toda historia tiene un héroe. Si no, no hay historia. Y toda historia tiene una frase que la simboliza, o la enaltece, o la define. Toda historia con su héroe tiene también su héroe olvidado, o ignorado, o secreto. Glynn Lunney fue uno de esos héroes desconocidos: fue el ingeniero y director de vuelos que logró hacer regresar desde el espacio a los tripulantes en riesgo de la Apolo 13, la tercera misión de la Nasa que iba a caminar sobre la Luna, a la que nunca llegó.
Fue
gracias al aplomo, al sentido común de Lunney y a su rapidez para tomar
decisiones acertadas que los tres tripulantes de la Apolo 13, el comandante
James Lovell, el piloto del módulo lunar Fred Haise y el piloto del módulo de
mando John Swigert, regresaron a la Tierra sanos y salvos, de milagro, también
es verdad, el 17 de abril de 1970, hace cincuenta y un años.
Lunney
fue un héroe reconocido. Pero poco. La NASA lo condecoró, fue director de vuelo
de varias misiones más, entre ellas las del proyecto Apolo Soyuz que unió en la
conquista del espacio a Estados Unidos y la Unión Soviética, y del proyecto que
vio nacer a los primeros trasbordadores espaciales.
La
película sobre la odisea de la Apolo 13, dirigida por Ron Howard en 1995,
ignoró un poco a Lunney y centró los méritos en otro director de vuelo Gene
Kranz, otro héroe desconocido, además de los otros dos directores del vuelo
espacial: eran cuatro equipos que trabajaban las veinticuatro horas. Junto a
Lunney y a Kranz, se desvelaban Gerry Griffin y Milt Winder.
Si
la historia de Lunney es hoy conocida, su carrera revalorizada y su
personalidad destacada, es porque murió de cáncer el pasado 19 de marzo, a los
84 años, y poco antes de un nuevo aniversario de su hazaña.
El
mérito de Lunney, entre otros tantos, es haber oído al comandante de la Apolo
13, Jim Lovell, decir la famosa frase que simboliza la historia: “Houston,
tenemos un problema”. O, en inglés, “Houston, we have a problem”. No fue la
frase real, sino la que pasó a la historia. La verdadera, no se diferencia
mucho, fue: “Houston, we’ve had a problema here”: “Houston, hemos tenido un
problema aquí”.
“Aquí”
era un punto en el negro abismo del espacio y a trescientos veinte mil
kilómetros de la Tierra. Y el “problema” consistía en que en la nave había
estallado uno de los dos depósitos de oxígeno, había dejado dañado al otro y
había quedado sin posibilidad de generar electricidad ni agua potable. La falta
de agua no implicaba sólo sed para los tripulantes: también era imposible que
fuesen refrigerados los equipos electrónicos.
Lunney
no sólo oyó la calmada pero tensa voz de Lovell. También empezó a tomar una
serie de decisiones que salvaron la vida de los astronautas. La primera fue
sencilla: no hacer nada que pueda empeorar las cosas. Lunney era un joven
ingeniero de 33 años que había nacido en 1934 en un centro minero de carbón de
Pensilvania. Su padre lo había impulsado a estudiar, a huir de la mina, y
Lunney eligió el diseño de aviones. Estudió ingeniería en la Universidad de
Scranton y luego en la Universidad de Detroit y en el Centro de Investigación
Lewis de Cleveland, Ohio. Tuvo suerte. Se graduó en junio de 1958 como
licenciado en ingeniería aeroespacial, y al mes siguiente el presidente Dwight
Eisenhower creó la NASA. Y a sólo doce años de graduado, tenía la vida de tres
astronautas en sus manos y un fracaso en puerta: la misión lunar de la Apolo
13.
La
segunda decisión importante que tomó Lunney después de escuchar a Lovell hablar
de su “problema”, fue la de abortar la misión a la Luna. La nave comando estaba
moribunda, servía casi para nada y era un potencial peligro para los tres
astronautas. El nombre de la nave, pasó a cobrar un dramático simbolismo:
Odyssey, Odisea. Y el módulo lunar Aquarius, con el que Lovell y Haise pensaban
andar por la Luna, era ahora, o parecía serlo, la única esperanza de los tres
astronautas.
Lunney,
junto a sus pares, tomó entonces otra de sus sabias decisiones: usar al
Aquarius como un bote salvavidas. Pidió a Lovell, Haise y Swigert que
abandonaran Odyssey y que pasaran al módulo lunar, diseñado y preparado para
que lo ocuparan dos hombres, y no tres, y con provisiones, y previsiones,
destinadas a dos días de viaje y no a los cuatro que duraría el viaje de
regreso.
¿Qué
había pasado? ¿Qué había fallado en la Apolo 13? Las investigaciones
posteriores demostraron que existió, como suele suceder en los accidentes
aéreos, una trágica combinación de yerros humanos y deficiencias técnicas. En
este caso, pero para evitar una tragedia mayor, también existió una suerte
tremenda.
El
estallido de la Apolo 13 empezó varios años antes de la misión, cuando la NASA
pidió a la empresa que diseñaba y construía el módulo de mando “Odyssey” que
los sistemas eléctricos de la nave fuesen compatibles con los 65 voltios de
corriente continua que circulaban en el Centro Espacial Kennedy, de Florida, y
a pesar de que la nave estaba diseñada para operar con sólo 28 voltios. Sus
tanques de oxígeno llevaban un “calentador” que lo convertían en gas, y que
eran controlados cada uno por un termostato que no estaba preparado para el exceso
de voltaje. Uno de esos tanques de oxígeno, el número 2 de la Apolo 13, había
sufrido además una caída accidental el año anterior al lanzamiento. Fue una
caída leve, de cinco centímetros de altura y de las manos de un operario. Pero
dañó uno de los componentes internos del sistema de llenado, y desató un
proceso de deterioro en el aislante de los cables. Cuando en Houston llenaron
el tanque número 2 con oxígeno líquido para el lanzamiento de la Apolo, dejaron
armada y sin saberlo una bomba de tiempo. Y la bomba estalló en pleno vuelo,
cuando se fundió uno de los cables internos, provocó un cortocircuito y el
estallido, que esparció todo el oxígeno en el espacio.
Con
el alunizaje ya perdido y la cabeza puesta en devolver a los astronautas a
Tierra, Lunney decidió que la nave rodeara la Luna y encarara el regreso: el
viaje sería más largo, pero “Odyssey” podría aprovechar el impulso de la
gravitación lunar que la “empujaría” en su peligrosa e incierta vuelta a casa.
Decidió también diseñar un sistema de orientación que tuviese en cuenta el Sol
y la Tierra, en lugar de hacerlo por las estrellas. La Apolo 13 viajaba rodeada
de fragmentos metálicos, producto del estallido, que podían confundir a los
tripulantes. Restringió el agua y la electricidad a los ahora habitantes del
“Aquarius” y ordenó que desconectaran del módulo principal los equipos de
telemetría, el ordenador principal y el purificador de aire.
Lunney
también diseñó una ruta que no estaba trazada: “Construimos una autopista
especial de un cuarto de millón de millas por la que, durante cuatro días,
sirvió para que la tripulación volviera a casa. Para eso trabajó gente de todos
los continentes en apoyo nuestro y de los astronautas en peligro -narró luego
Lunney en un documental- Fue un sentimiento inspirador que nos recordó una vez
más nuestra humanidad común”.
Era
verdad. Alekséi Kosyguin, primer ministro de la rival Unión Soviética, ofreció
la ayuda de la armada de la URSS y de su marina mercante para la recuperación
de la cápsula, que todavía no se sabía adónde iba a caer. “Espero que los
intrépidos astronautas -dijo Kosyguin- regresen felizmente a la Tierra”. La
intrepidez no les servía de nada a Lovell, Haise y Swigart: estaban abandonados
a su destino. Y en manos de Lunney y de los otros tres jefes de vuelo de la
NASA. Mientras, el mundo seguía en un hilo aquel disparatado viaje de retorno
que duró cuatro días.
Hubo
yerros, cálculos equivocados, improvisación forzada a medida que el drama se
hacía más intenso. Por ejemplo, las primeras correcciones del rumbo de Apolo
13, que se manejaba ahora desde el módulo lunar, dieron un pequeño, pero acaso
decisivo error. ¿Qué sucedía? Que los especialistas en trayectoria no habían
tenido en cuenta que ahora, en el módulo lunar, viajaban tres personas y no
dos, y que eso alteraba el centro de gravedad de la nave y el resultado del
impulso. Todos los ajustes de navegación tenían que hacerse ahora con el
telescopio del módulo “Aquarius” que había sido pensado para la Luna y no para
regresar a la Tierra. Como no había electricidad y los motores de “Odyssey” ya
no funcionaban, tenían que usarse los motores de “Aquarius”. Pero habían sido
pensados para una nave más liviana y no para mover las veinticinco toneladas
del módulo de mando y de servicio que llevaba ahora acoplados, cuando horas antes
era el módulo lunar el que estaba acoplado a la nave madre.
Poco
antes de reingresar en la atmósfera, los tres astronautas regresaron a
“Odyssey”, que era un freezer que deambulaba en el espacio helado, y se
prepararon para descartar el módulo de servicio, que estaba averiado, y al
“Aquarius”, que les había salvado la vida.
La
operación de desacople se había ensayado, pero nunca bajo circunstancias de
riesgo tan extremo. Hallaron que una de las baterías auxiliares estaba cargada
al máximo y el ordenador principal, que habían apagado a pedido de Lunney,
funcionó a la perfección cuando lo pusieron en funcionamiento y después de
pasar cuatro días en aquella heladera espacial. La batería cargada les
garantizaba electricidad suficiente para accionar el mecanismo de lanzamiento
de los paracaídas, que suavizarían el impacto de Apolo en las aguas.
La
última hazaña de Lunney fue calcular con exactitud, después de varias correcciones
de trayectoria, no sólo el punto exacto de acuatizaje de la nave, sino, lo más
importante, que Apolo 13 no se “pasara de largo” de la Tierra, lo que la
hubiera convertido en un ataúd perdido para siempre en el cosmos. El habitual
lapso de entre siete y diez minutos de silencio de radio que rodea la entrada
de una nave en la atmósfera fue, en el caso de Apolo 13, más tenso y dramático.
En
el Océano Pacífico, a unos mil kilómetros al sudeste de Pago Pago, en la Samoa
estadounidense, esperaba a los astronautas el portaaviones “Iwo Jima”, que
había recuperado antes a cuatro tripulaciones del proyecto Apolo. A bordo no
estaban tranquilos. Por si hubiesen sido pocas las desgracias de Apolo 13, a
cuatrocientos kilómetros de las islas amenazaba Helen, una borrasca tropical
candidata a convertirse en huracán, que podía dificultar el rescate. Cuando en
Houston volvieron a escuchar la voz de los astronautas, respiraron aliviados.
La cápsula espacial cayó minutos después a sólo cinco kilómetros del “Iwo Jima”.
Cuando los primeros buzos rodeaban la nave a flote, Haise asomó la cabeza por
la compuerta, algo que parecía imposible días y horas antes. Fue el primero en
ser izado al helicóptero de rescate: estaba enfermo, el frío y la escasez de
agua le habían provocado una infección renal que lo mantuvo unos días en la
enfermería del Iwo Jima.
Al
lado de lo que había pasado, parecía un chiste.
Después
de convertir un fracaso en un éxito espectacular, Lunney, junto a sus colegas
directores del vuelo de Apolo 13, recibió la Medalla Presidencial de la
Libertad, y fue después elegido por la NASA para viajar a la URSS a discutir la
eventual cooperación espacial entre los dos países. Cuando ese acuerdo llegó y
se convirtió en el Proyecto de Prueba Apolo-Souz (ASTP según su sigla en
inglés) fue nombrado director técnico: su trabajo consistía en lograr un
acoplamiento de dos naves espaciales de Estados Unidos y la URSS. Lo logró en
1975. En 1981 tuvo a cargo el programa Space Shuttle. Dejó la NASA en 1985 y al
año siguiente fue llamado a declarar por la comisión del Congreso que
investigaba la tragedia del Challenger. Después trabajó en la industria privada
hasta que se jubiló, en 1999.
Quién
sabe qué hubiese sido de la carrera espacial, si Lunney no hubiese estado al
pie del micrófono cuando el comandante Lovell dijo aquello de: “Houston, we’d
had a problema here”.
Fuente:
https://www.infobae.com