Antes
de 1914, nadie imaginaba el horror de los bombardeos desde el aire. Al final de
la contienda y demostrada su letal eficacia, la aviación se había convertido en
el arma definitiva.
Por Fran
Navarro *
El 30
de agosto de 1914, escasamente un mes después del estallido de la guerra, un
monoplano Taube del 11º Grupo de Aeroplanos alemán despegó desde San Quintín,
al norte de París. Lo pilotaba el Teniente Ferdinand von Hiddessen, quien era
todo un veterano con dos años de experiencia en vuelos postales, acostumbrado a
los vuelos a larga distancia. Llevaba con él, además de un pasajero, el
habitual observador, una banderola con los colores alemanes lastrada por un
saco de folletos y cuatro bombas de algo más de dos kilos.
Su
misión no era muy diferente de las realizadas hasta entonces: observar los
movimientos de las tropas enemigas, sobrevolando la capital francesa, y lanzar
folletos de aviso a los parisinos de que el Primer Ejército alemán se disponía
a cruzar el río Marne, a escasos 150 kilómetros de la Ciudad de la Luz. Von
Hiddessen había despegado tarde, tras tener que esperar a que la niebla matinal
se dispersara, pero su Taube (paloma en alemán, por su semejanza con esta
pacífica ave) llegó a su objetivo y dio varias vueltas a unos mil metros de
altitud, detectando los posibles objetivos de próximas misiones, como las
estaciones de ferrocarril y otras instalaciones estratégicas.
La primera bomba
A las
12:45 de esa mañana, Von Hiddessen inauguró una nueva era al soltar la primera
de sus poco dañinas pero ruidosas bombas. El proyectil, “con forma de pera pero
sin aletas estabilizadoras”, cayó en el número 9 de la calle de los Vinagreros,
junto a una panadería cuyo escaparate voló en pedazos mientras que una espesa
columna de humo negro se elevaba desde el lugar del impacto. Le siguieron de
inmediato las otras tres, aunque la última no explosionó y fue encontrada y
desactivada poco después. La prensa se cebaría en el detalle de su diabólica
fabricación, pues contenía, además de la pólvora negra, un puñado de bolas de
acero como metralla.
No hay
acuerdo en la cifra de las víctimas que, en el peor de los supuestos, fueron
tal vez dos y algunos heridos leves. La banderola, de metro y medio de largo,
también cayó a tierra muy cerca, con su saquete lleno de arena para aumentar el
peso y un puñado de panfletos en los que los muy sorprendidos ciudadanos
pudieron leer, en francés: “El ejército alemán está a las puertas de París; no
podéis hacer más que rendiros”.
Esta
misiva era el objetivo principal de la misión de Von Hiddessen, que puede
considerarse la primera operación aérea de guerra psicológica. Se suponía que
esta arma de propaganda crearía el pánico entre los franceses, causando su
rendición en masa. Muchos la han considerado también el primer bombardeo aéreo
de una ciudad pero, en realidad, tan lúgubre honor le corresponde a Lieja. La
ciudad belga fue atacada por un dirigible alemán tan solo seis días después del
inicio de las hostilidades, durante la invasión germana del país, que
desencadenó la entrada en guerra de Gran Bretaña.
Expectativa
y recelo
El
hecho pasó desapercibido porque, durante el asalto, la ciudad fue bombardeada
también con artillería convencional, incluido el famoso obús Gran Berta, de 420
milímetros, y un mortero austro-húngaro Skoda de 305. La misión del Teniente
Von Hiddessen, sin embargo, es representativa de lo que los ejércitos de 1914
esperaban de la recién nacida aviación.
En 1908
y de forma absolutamente desafortunada, el conde Henri de la Vaulx, uno de los
fundadores del Aero Club de Francia, había dicho: “Por mi vida que no soy capaz
de ver lo que un aeroplano pueda hacer de utilidad en una guerra”. Registradas
quedaron frases similares que pronunciaron algunos de quienes, por oficio,
tendrían que haber sido más visionarios. Como los lores del almirantazgo
británico, que decidieron desechar la utilidad de las aeronaves sobre el mar —“no
vemos ninguna aplicación práctica de las máquinas voladoras para el servicio
naval”— el mismo año en el que el acróbata aéreo estadounidense Eugene B. Ely
despegaba y se posaba sobre una pequeña cubierta de madera instalada ad hoc
sobre el crucero USS Birmingham, anclado en la bahía de Chesapeake.
La
mayoría de los Estados Mayores europeos eran de esa misma y errónea forma de
pensar, aunque se habían visto obligados a adquirir algunos aeroplanos a
insistencia de la oficialidad de algunas armas, principalmente la caballería y
los ingenieros. E incluso los habían utilizado en ensayos, aunque ya se
conocían las ventajas que los globos proporcionaban durante el bombardeo
artillero, demostradas por los británicos en la guerra de los bóers menos de un
decenio antes.
Un
chófer del aire
El
resto del ejército oscilaba entre la indiferencia o el escepticismo y el odio
más descarado, como pasaba con algunos oficiales para quienes tan ruidosas
máquinas solo servían para espantar a sus monturas.
En
cualquier caso, el piloto de un aeroplano —por entonces el término avión no se
había popularizado— no era más que un chófer que llevaba a la grupa al
verdadero protagonista de la misión: el observador que tomaba nota de las
posiciones y el despliegue de las tropas enemigas. De ahí que,
tradicionalmente, los primeros aviadores militares procedieran de las armas con
funciones similares, la caballería y los ingenieros. De la primera, porque
sobre ellos había descansado siempre la tarea de la exploración o “descubierta”,
adentrándose velozmente en territorio enemigo para, una vez hallado este y
medida su fuerza y posición, regresar a las líneas propias. En el caso de los
ingenieros, se habían encargado de las primeras unidades de aerostación, de
globos, cometas y dirigibles, a causa de sus capacidades técnicas.
De esa
procedencia ecuestre de los primeros pilotos se cree que proviene el hecho de
que los aviones tengan “morro” y “cola”, y también la denominación de
escuadrones y escuadrillas.
No es
cierto, tampoco, que la Gran Guerra supusiera el primer empleo de la aviación.
Ya se habían utilizado aeroplanos en conflictos que hoy llamaríamos “de baja
intensidad”. Fueron usados en los Balcanes y en Libia, en 1911, durante la
guerra ítalo-turca; o por los españoles en Marruecos, en 1913. De hecho, en
1908 ya se habían efectuado pruebas de tiro en los EEUU desde un biplano
Wright, uno de los cuales fue el primer aeroplano armado con ametralladora.
Según
algunos, también habría tenido lugar ese año el primer combate aéreo, a tiros
de pistola y sin ningún resultado, entre dos estadounidenses, Lamb y Rader,
contratados respectivamente por los bandos enfrentados en la llamada Revolución
Mexicana. En Europa se habían diseñado visores de puntería y bombas para
aeronaves, y prácticamente todos los ejércitos habían ensayado aeronaves,
dirigibles y cometas tripuladas durante las maniobras de los años previos.
La
Aviation Militaire francesa, aunque más pequeña que la alemana, estaba mejor
entrenada y organizada, contando con 156 aviones y 15 dirigibles. También
existía un servicio aéreo naval. Sus enemigos, más numerosos que cualquier otro
servicio militar de aviación, disponían de 246 aeronaves, casi todas biplazas,
y su fuerza de dirigibles incluía siete grandes zepelines. Estaban organizadas
en 40 escuadrones y el servicio naval tenía una fuerza de 36 hidroaviones y un
zepelín.
Ingleses
y rusos
Gran
Bretaña, por su parte, aunque más atrasada que las demás potencias en liza,
solo reunía 113 aeroplanos, en su mayoría obsoletos, y de ellos únicamente 70
estaban listos para actuar. El servicio naval añadía otros 71 aeroplanos, siete
dirigibles y algunas bombas de 45 kilos, las únicas disponibles. Rusia era un gigante
de papel: de sus 250 aeronaves y algunos dirigibles, la mitad estaba fuera de
servicio y escaseaban los pilotos, aunque en su flota estaban los únicos
cuatrimotores de la época, los Sikorsky Ilya Murometz. La mise en place estaba
concluida, pero ninguno de los chefs sabía qué era lo que iba a cocinar.
Desde
antes de que la guerra comenzara, los dirigibles alemanes, conocidos por el
apellido del más famoso de sus diseñadores-constructores, el conde Ferdinand
von Zeppelin, se habían considerado la más sólida amenaza para las grandes
ciudades y otros objetivos estratégicos. Incluso se habían preparado redes de
alerta y localización, con proyectores luminosos para el caso de los
previsibles ataques nocturnos.
Nada
tiene de particular, por tanto, que las primeras misiones estratégicas aliadas
fueran ataques preventivos contra las bases de esas grandes aeronaves. Ya el 14
de agosto, dos aviones franceses bombardearon los hangares de Metz. Y dos meses
después, los británicos se encargaron de las bases de dirigibles en Colonia y
Düsseldorf, aunque solo en este último caso se consiguió destruir el recién
estrenado Z IX.
Un
nuevo horror
Las
ciudades habían sido atacadas en prácticamente todos los conflictos anteriores,
pero los bombardeos aéreos con dirigibles (zepelines) y grandes bombarderos
desataron un nuevo horror para el que no se estaba preparado. París y Londres,
pero también otras urbes de casi todos los países beligerantes, sufrieron este
tipo de ataques desde el principio del conflicto. En el frente del Este se
produjeron casos similares en Minsk, Varsovia y otras ciudades, con dirigibles
unas veces y otras con aeroplanos, en los balbuceos de una campaña que ya en
1915 se hizo sostenida.
El
káiser Guillermo II, en principio, se había resistido a autorizar el bombardeo
de Londres por razones de su parentesco con la familia real británica. Solo
había permitido operaciones limitadas a los puertos e instalaciones militares,
prohibiendo específicamente el bombardeo de la capital. Pero finalmente cedió
ante la insistencia del Almirante Von Tirpitz, ministro prusiano de la Marina,
quien ponderaba el supuesto efecto psicológico y desmoralizador que tendría
sobre la población civil.
El 19
de enero, los dirigibles navales L-3 y L-4 fueron los primeros de los muchos
bombarderos alemanes que cruzaron el mar para demostrarle a Gran Bretaña que ya
no era una isla. Los 600 kilos de explosivos y bombas incendiarias que
arrojaron sobre Yarmouth y Norfolk ocasionaron la muerte de cuatro personas y
lesiones a otras 16. Cinco meses después, el káiser anuló las restricciones
sobre Londres y, el día 31 de mayo, el LZ-38 fue el primer bombardero alemán
que atacó la capital británica.
Los
dirigibles, sin embargo, no eran invulnerables: en una incursión nocturna
posterior, el 6 de junio, junto con el LZ-37 , un escuadrón del Servicio Aéreo
de la Royal Navy con base en Dunkerque recibió órdenes de interceptarlos. Uno
de los aviones consiguió bombardear el LZ-38 cuando ya se hallaba en su refugio
y lo destruyó. Otro de los aviones británicos, el del Alférez Reginald
Warneford, persiguió al LZ-37 y, a pesar del fuego de las ametralladoras,
consiguió alcanzarlo mientras descendía para aterrizar y acertarle con una
bomba de 10 kilos.
Casta
de héroes
Por
desgracia, los restos incendiados del zepelín cayeron en uno de los suburbios
de Gante, matando a cuatro civiles e hiriendo a varios más. Luego, el osado
aviador británico se vio obligado a posarse, en medio de la oscuridad con su
motor parado. Antes de ser descubierto por las patrullas alemanas que ya lo
buscaban, encontró y reparó la pequeña avería que le había obligado a tomar
tierra, despegó de nuevo y consiguió alcanzar las líneas aliadas sin más
incidentes. Sin embargo, no llegaría a recibir la Cruz Victoria, máxima
condecoración militar británica, debido a que murió poco después en un
accidente aéreo.
Había
nacido una nueva categoría de héroe: el as del aire. No era Warneford el
primero —y tampoco sería el último— en derribar una aeronave enemiga. Este
honor le correspondió al Capitán Nesteroff, un pionero del aire ruso que, el 26
de agosto de 1914, chocó su avión deliberadamente contra uno de los tres
biplazas austriacos que acababan de bombardear su aeródromo, muriendo en el
empeño junto con sus enemigos. Otros aviadores consiguieron abatir a sus
contrarios, por extraño que hoy nos parezca, a tiros de pistola o de fusil; o
incluso golpeándolos y desgarrándolos con un ancla lastrada sujeta a un cable,
como hizo el también ruso Kazakov.
Obviamente
no se tardó en dotar a los aviones con ametralladoras. El 5 de octubre de 1914,
un biplaza de bombardeo Aviatik alemán caía en llamas cerca de Reims, alcanzado
por el fuego de la Hotchkiss del Cabo francés Quénault, quien se mantenía de
pie mientras el piloto, Sargento Frantz, mantenía el avión estable.
Había
que encontrar maneras más fáciles y seguras, y muy pronto las ametralladoras se
instalaron a los lados o sobre el ala superior en los biplanos, con lo que se
trataba de evitar que los disparos alcanzasen accidentalmente su propia hélice.
Los aviones de tipo pusher, con motor y hélice trasera, eran la solución
aparente, pero este tipo de aeronaves eran muy frágiles a causa de su
estructura. Roland Garros, hoy famoso por el torneo de tenis que lleva su
nombre, encontró la solución, aunque de forma rudimentaria: la ametralladora de
su monoplano estaba fija sobre el motor, disparando a través del disco de la
hélice. Ciertamente la fama de este deportista dejó de lado el mérito de sus
muchas hazañas aéreas: por ejemplo, fue el primero en atravesar el
Mediterráneo, en 1913, en vuelo directo desde Francia al norte de África.
También
resultó un logro importante esta solución para disparar balas sin dañar las
palas de la hélice, pues colocó placas metálicas deflectoras que se encargaban
de desviar las pocas que chocaban contra ellas. Funcionó y pronto los derribos
aumentaron, gracias a la capacidad de apuntar que ahora tenía el piloto
chasseur (cazador), como se les denominó a los encargados de perseguir y
derribar a los aviones de reconocimiento enemigos.
Más
veloces y a más altura
El
mecanismo se perfeccionó luego, sincronizando el tiro de las ametralladoras.
Ahora ya se tenían las herramientas y los aviones dedicados a esta tarea fueron
mejorando progresivamente hasta dejar de ser scouts o exploradores para
convertirse en fighters o cazas.
Al
principio del conflicto, aviones como el DH-2 británico o el Fokker E-III
alemán alcanzaban una velocidad máxima de entre 130 y 150 kilómetros por hora.
En cambio al final, dos o tres años después, modelos como el Fokker D.VII o el
Sopwith Snipe llegaban hasta casi los 200. De la misma forma, si las alturas
máximas se hallaban en 1914 entre los 500 y los 2000 metros, en 1918 algún caza
alcanzaba ya más de 7500.
Precedente
de futuro
Lo más
importante, sin embargo, era que su producción, con métodos que precedían a la
fabricación en serie, se había incrementado: solo Francia, en los cuatro años
de conflicto, fabricó 50.000 aviones y 90.000 motores. Baste recordar que, al
inicio de la última ofensiva alemana de 1918, la aviación de la Cruz de Hierro
reunía más de dos mil aviones desplegados en el frente del oeste, que se
enfrentaban a un enemigo aún más numeroso.
*Historiador
y experto en documentación
Fuente:
https://www.muyinteresante.es