Desde siempre me han apasionado las fotografías antiguas. Dentro del milagro fantástico que supone atrapar el tiempo en un instante, personajes anónimos en unos casos, queridos en otros, todos ya desaparecidos de entre nosotros, nos miran desde el otro lado del papel.
En ese
instante captado por la cámara quedan reflejados multitud de detalles
anatómicos y psicológicos que, unas veces ponen a prueba la agudeza del
observador, y otras, alimentan su fantasía; siempre en el convencimiento de que
la imagen está intentando narrar toda una serie de acontecimientos que van
mucho más allá de la apariencia del propio soporte fotográfico.
Fruto
de mi afán y mi afición por mantener vivo de alguna manera parte del espíritu
de esas personas, llegó a mí, un poco por casualidad, la fotografía de los
aviadores republicanos de la base aérea de El Carmolí en Murcia, tomada el día
de Navidad de 1938.
Dormida
durante algunos años en mi carpeta, poco sabía de la historia de uno de los personajes
que en ella aparecen, la de Tomás Aguilar (segundo por la derecha), porque poco
era lo que Tomás quería contar.
Cuando
el pasado afloraba a su cabeza la emoción lo alienaba y lo bloqueaba por
completo, fenómeno muy frecuente entre aquellos que han vivido tan dura
experiencia como es el paso de una guerra y la no menos traumática posguerra.
Por eso, esta reseña no pretende ser la su biografía, sino tan solo un simple
recorte de todo lo que Tomás ha querido transmitirnos y algún otro que de él,
también por casualidad, hemos llegado a conocer.
Armados
con dos ametralladoras tenían la misión de interceptar a los bombarderos
nacionalistas que, desde Mallorca, atacaban Valencia.
Tomás
Aguilar Martín nació en 1916, en Casas Bajas, en el Rincón de Ademuz.
Habiéndose proclamado la rebelión fascista en julio de 1936 y prolongándose en
el tiempo como una verdadera guerra civil, el gobierno de la República se vio
en la necesidad de formar nuevos pilotos con los que alimentar la voracidad del
frente.
La
evolución de la situación política internacional forzaría al gobierno
republicano a tener que depender, casi exclusivamente, de la ayuda de la URSS
(¡y a qué precio!).
Por
aquel entonces el estalinismo se encontraba en todo su apogeo y la URSS, tan
alejada y aislada, era una gran desconocida para el mundo occidental.
Esta
circunstancia favorecía el apoyo militar soviético a la causa republicana
española, pasando completamente desapercibida al Comité de No Intervención, que
al menos en teoría, prohibía la ayuda militar a cualquiera de los dos bandos
enfrentados.
Dentro de esa ayuda militar soviética se incluía la formación de los futuros pilotos republicanos, quienes, después de pasar una duras pruebas de selección en tierra española, se lanzaban a la aventura de atravesar el Mediterráneo para recalar en el puerto de Odessa y, recorriendo las inmensas extensiones rusas, llegar a la escuela de vuelo comunista de Kirovabad en el Cáucaso, donde poder cumplir el sueño de convertirse en pilotos, emprendiendo después el largo camino de vuelta. De esta manera Tomás llegaría a ser uno de los selectos alumnos de las cinco promociones de aviadores que se formarían en la Unión Soviética.
Una anécdota
Ya en
España, Tomás Aguilar prestó sus servicios en el mencionado aeródromo 212 de El
Carmolí, donde se hallaba la Escuela de Vuelos Nocturnos. Esta base aérea
republicana realizaba servicios de escolta, reconocimiento, vigilancia marítima
y bombardeos nocturnos. Entre las acciones de defensa costera, los aviones de
El Carmolí tenían la misión de impedir la aproximación de los submarinos
italianos a las costas, lanzándoles desde el aire sus cargas de profundidad.
El
servicio de una de estas misiones fue a corresponder a un piloto castellonense,
Joaquín Betoret Oms (en la fotografía, de pie, séptimo por la derecha).
Éste,
en el momento de partir a cumplir con su trabajo, detectó un sonido extraño en
el motor del avión, por lo que pidió que los mecánicos revisaran el aparato
antes de emprender el vuelo.
En este
punto, Tomás Aguilar, de carácter impulsivo y quitándole importancia a aquel
supuesto ruido, se prestó voluntario para realizar la misión, aunque no le correspondía.
Dicho y
hecho, Tomás despegó. Pero, cuando no habían transcurrido más que unos minutos
de vuelo, el motor comenzó a fallar, viéndose forzado a efectuar un aterrizaje
de emergencia en un campo de olivos. En el accidentado aterrizaje las alas del
avión quedaron destrozadas al chocar con los árboles, y el resto del aparato
(el “puro”, como le llamaban), dando varias vueltas, quedó clavado de morro en
el suelo.
Tomás,
consciente en todo momento, había quitado el contacto. Viéndose ileso, se
desprendió de los atalajes, alejándose tan rápidamente como pudo de los restos,
y un buen rato después fue recogido por una ambulancia.
Tomás
Aguilar participaría en diversas acciones de guerra, pero la más llamativa, por
la categoría del piloto enemigo derribado, fue la que protagonizó junto a sus
compañeros de escuadrilla al final de la contienda. Una historia que llegó
hasta mí por terceras personas, habida cuenta del bloqueo emocional por parte
de su protagonista, y del que ya hemos hablado.
Efectivamente,
de resultas de ese combate resultó derribado el aviador Manuel Vázquez
Sagastizábal, que en aquellos momentos era considerado como uno de los primeros
ases de la aviación nacionalista junto con sus compañeros Joaquín García Morato
y Julio Salvador Díaz Benjumea.
Esta es la historia.
El último cartucho de la República: la batalla de Peñarroya.
La
ofensiva republicana en Extremadura, conocida como la batalla de Peñarroya,
desarrollada por las fuerzas republicanas durante el mes de enero de 1939, ha
sido ignorada por la historia oficial, considerándola como una acción menor.
Pero nada más lejos de la realidad. Y es que después de la victoria en la
batalla del Ebro la magnitud de la derrota republicana en Cataluña era inmensa.
Los
ejércitos franquistas arrollaban al enemigo empujándolo de manera imparable
hacia los Pirineos y la propaganda oficial no podía permitir de ninguna manera
que este brillante avance sobre los despojos de la República se viera
ensombrecido por la acción de un enemigo que ya se consideraba batido.
Pero
durante los primeros días de 1939, a sólo tres meses para el final de la
Contienda, el maltrecho Ejército Popular aún iba a jugar la última de sus
bazas, poniendo en apuros al somnoliento Ejército del Sur del General Queipo de
Llano. Efectivamente, al mando del General
Escobar se iban a poner en movimiento 90.000 hombres que, partiendo desde
Badajoz y penetrando en el frente andaluz, amenazarían la retaguardia enemiga y
aliviarían la presión fascista sobre la región catalana y sobre Barcelona,
entonces capital de la República.
Fue
durante esta ofensiva en la que el joven Capitán Vázquez Sagastizábal, héroe de
la aviación nacionalista, iba a encontrar la muerte. De esta acción, como de
tantas otras, la historiografía oficial ha pretendido ensalzar a sus mártires,
y en el caso de Vázquez Sagastizábal lo hizo pretendiendo un combate contra un
enemigo muy superior en número (nada menos que tres contra doce).
Pero la realidad, como enseguida veremos, fue más prosaica, humildemente narrada y reconocida por sus protagonistas directos.
El
derribo de Vázquez Sagastizábal.
Finalizada
la campaña del Ebro, la aviación republicana había quedado reducida a unos
niveles operativos mínimos.
Cada
vez más, los pilotos rojos debían de emplearse a fondo mediante agotadoras
jornadas para mantener una mínima presencia sobre los cielos.
Durante
la mencionada batalla de Peñarroya, en una de las misiones de reconocimiento en
las proximidades de Pozoblanco (Córdoba), dos escuadrillas de I-15 “Chato”
volaban bastante separadas y a distintas alturas. La verdadera protagonista de
la historia fue la tercera escuadrilla, mandada por el Teniente Álvaro Muñoz y
en la que se encontraba Tomás Aguilar.
El Teniente
Muñoz, en un momento dado, divisó volando de cara hacia ellos pero a más baja
altura, una escuadrilla enemiga de Fiat CR-32 “Chirri”, que acercándose cada
vez más no daba muestras de haberles visto.
En este
punto, disponiendo de mayor altura y contando con el factor sorpresa, se dio
presto la señal de combate. Todo fue muy rápido, en una sola pasada la
escuadrilla de siete “Chatos” derribó a tres Fiat y los paracaídas de sus
pilotos aparecieron enseguida en el aire, uno de ellos era el de Vázquez
Sagastizábal, su jefe.
El
resto de los Fiat, ante el desconcierto, sin líder y viéndose en inferioridad
numérica, no pudieron hacer otra cosa que dispersarse lo más rápidamente
posible.
Cuando
llegó la segunda escuadrilla de “Chato” ya estaba todo hecho, prácticamente sin
combate, sin heroísmos, sin demostraciones, en una situación donde nada tuvo
que ver la pericia ni la veteranía, sólo la fortuna, que se alió totalmente con
uno de los dos bandos.
El Capitán Vázquez Sagastizábal, con heridas de gravedad, moriría poco después en un hospital republicano de Pozoblanco.
Manuel
Vázquez Sagastizábal.
Esta
fue prácticamente la última misión de Tomás Aguilar y de sus compañeros. Pronto
llegaría la derrota y el amargo exilio o la terrible posguerra para los que no
pudieron o no quisieron huir.
Éste fue el caso de Tomás
La
posguerra y la cárcel.
Finalizado
el conflicto, Tomás, en el convencimiento de que no había hecho nada malo más
que cumplir con su deber, no huyó, quedándose en Valencia donde se encontraba
toda su familia.
Su
propio hermano había sido mecánico de aviones en la zona Nacional. Pero las
nuevas autoridades no tardaron en proceder a su detención, siendo encarcelado
en la cárcel Modelo.
De aquí
pronto sería trasladado al monasterio de El Puig, habilitado como prisión. Allí
pasó cuatro terribles años prisionero y sobreviviendo en durísimas condiciones.
El
hacinamiento en los módulos de la cárcel era tal que los presos debían
agacharse al pasar por las ventanas, pues los guardianes habían recibido la
orden de tirar a matar a través de ellas para “dejar sitio”. Al recordar este
tipo de vicisitudes todo el sistema emocional del propio Tomás se venía abajo
incapaz de seguir contando nada más.
Muchos
pilotos republicanos tuvieron que afrontar juicios sumarísimos acusados de
“haber asesinado” en acción de guerra a sus iguales del bando nacionalista.
En este
sentido, y aunque me salga un poco del tema, es preciso recordar el
comportamiento honorable de la familia del aviador nacionalista Carlos Haya,
derribado durante la Contienda.
En el
juicio celebrado en Valencia contra los aviadores republicanos que lo
derribaron, el fiscal les tachaba de “asesinos”, a lo que la viuda y el propio
hermano del Capitán Haya le respondieron que el aviador no había sido
“asesinado”, simplemente falleció durante un combate en el frente.
Una
postura digna de resaltar en un ambiente tan lleno de odio como el que a Tomás
le tocó vivir. Pero esto ya es otro tema.
Fuente:
http://www.errepublika.org