El análisis secuencial fue clave para fortalecer el blindaje de los bombarderos
Pedro Gargantilla (*)
Los cielos de Europa, Asia y África fueron testigos de
excepción de la barbarie humana durante la Segunda Guerra Mundial, debido al
protagonismo que cobraron los aviones de guerra.
Durante los primeros años, el tipo de aeronaves que más
bajas presentaba entre los aliados eran los bombarderos. Las razones parecían
evidentes, se trataba de aparatos de enorme tamaño, lentos y con una
trayectoria muy predecible, lo cual les hacía especialmente vulnerables a la
acción de los cañones antiaéreos.
Los derribos tenían dos aristas, por una parte, estaba la
reposición del avión, la producción era muy lenta y costosa y, por otro, las
vidas humanas, ya que en estos aviones la tripulación estaba en torno a nueve
personas, muy superior a los monoplazas o biplaza de los aviones de caza.
Científicos ayudando a pilotos
La primera medida que se adoptó fue robustecer el blindaje
de los bombarderos, hacerlos más resistentes al fuego enemigo y a los aviones
de caza teutones. Pero, ¿qué parte del avión había que reforzar? No se podía
apuntalar todo el fuselaje ya que incrementaría tanto el peso que reduciría sus
prestaciones y le haría perder efectividad.
Era prioritario elegir las zonas del avión más susceptibles
de recibir impactos que se tradujeran en pérdidas. Por este motivo, después de
cada misión se revisaban minuciosamente los impactos recibidos en cada uno de
los aviones y cuántos bombarderos habían sido derribados.
En un principio se asumió que las zonas del avión con mayor
número de impactos eran las áreas más frágiles del avión y las que, en
principio, se deberían reforzar. Un análisis inicial detectó una mayor
concentración en las alas, en el timón de cola y en el cuerpo central de
fuselaje, mientas que en el morro y en la zona entre las alas –la correspondiente
al motor y a la cabina- el número de impactos era mucho más reducido.
El blindaje de los puntos fuertes
Antes de continuar con el proyecto, el ejército solicitó la
colaboración de un grupo de expertos matemáticos de la Universidad de Columbia
de Nueva York. Allí se encontraban figuras tan destacadas como W Allen Wallis,
Frederick Mosteller, Jacob Wolfowitz o Leonard Jimmie Savage.
Pero el personaje clave de esta historia fue Abraham Wald
(1902-1950), un científico que huyó de Viena por su condición de judío. Fue él
quien desarrolló el análisis secuencial, el método que mejoró sustancialmente
el control de la calidad industrial.
Wald demostró que, a veces, lo evidente no es lo correcto.
Defendió la hipótesis de que si los aviones que regresaban tenían menos
impactos en ciertos lugares del avión, de lo que cabría esperar, era porque
quizás los aviones alcanzados en esas zonas habían sido derribados, puesto que
eran las más frágiles del aparato. En otras palabras, proponía reforzar las
zonas del avión en donde no había impactos.
El científico judío partió de la base de que no había
aviones perdidos sin impactos y calculó las probabilidades de ser derribado en
función del número de detonaciones recibidas.
De esta forma, estimó en un quince por ciento la
probabilidad de ser derribado por un solo disparo, pero en función de la
geografía del avión en la que se producía podía elevarse hasta el treinta y
nueve por ciento -zonas más vulnerables- o descender hasta el dos por ciento
-zonas más periféricas, como las alas-.
En honor a este matemático judío se decidió bautizar con su
nombre una prueba estadística paramétrica–la prueba de Wald- que se utiliza
para poner a prueba el verdadero valor de un parámetro en base a la estimación
de la muestra.
Paradojas del destino, este estadístico que tanto hizo por
los pilotos, falleció a los cuarenta y ocho años en un accidente aéreo mientras
se dirigía a la India para dar una conferencia.
(*) Pedro Gargantilla es médico internista del Hospital de El Escorial (Madrid) y autor de varios libros de divulgación
Fuente: https://www.abc.es