Estaba compuesto por hijos de la nobleza inglesa y demostraron su valor con creces durante la Segunda Guerra Mundial
Por
Javier Ors
Eran
ricos, jóvenes y aventureros. Amaban los coches, los deportes, a las mujeres
guapas, las chupas de cuero, la juerga y el Oporto. Todos ellos procedían de
buenas familias inglesas y pertenecían a la última generación de nobles.
Aquella que había sustituido el caballo por el aeroplano como símbolo de clase
(algo que hicieron algunos aristócratas europeos durante la contienda del 14,
como aquel as de la aviación alemán, Manfred Albrecht Freiherr von Richtofen,
el Barón Rojo). La II Guerra Mundial ofreció a estos pilotos la oportunidad de
defender Inglaterra, colmar su sed de emociones y poner a prueba su coraje.
Apenas superaban la veintena en un principio, pero todos juntos formaron el
escuadrón 601 de la RAF, más conocido como el escuadrón de los millonarios.
Muchos habían aprendido a volar durante su juventud y algunos tenían aviones en propiedad. La idea inicial partió de Lord Edward Grosvenor, un excéntrico que convirtió el aire en su segundo hogar y se negaba a conducir coches como consecuencia de un azaroso accidente que sufrió (a partir de entonces contrató a un colega de la anterior guerra como chófer para que le ayudara en sus traslados: le pagaba un buen puñado de libras para que estuviera disponible las 24 horas del día). Grosvenor era un hombre de insospechadas virtudes y contradictorios gustos: simultaneaba su fervor militar (estuvo en la Legión Extranjera Francesa) con la pacífica afición de las carreras de globos. En 1925, propuso crear una reserva de voluntarios para proteger el cielo británico de posibles amenazas, aunque según otras fuentes fue Lord Trenchard, a principios de los años veinte, quien en realidad ideó el proyecto de alentar la creación de unidades de reserva.
El
escuadrón, como no podía ser de otra manera tratándose de ingleses, se formó en
el célebre White’s, un exclusivo club de hombres que existía en Londres. Como
resulta lógico de deducir, existían unas estrictas reglas para ingresar en este
selecto grupo de la RAF. No solo en cuanto a clase o apellido, sino también en
cuanto a educación, valentía y etiqueta. Lo primordial, antes de probar la
pericia con un Spitfire o un Hurricane, era demostrar que se era un caballero
bajo cualquier circunstancia. Para demostrarlo, los candidatos se sometían a
una prueba: beber ginebra hasta sucumbir de embriaguez y probar que en
semejantes condiciones etílicas eran capaces de conducirse como galanes ante
cualquier señorita. Algo imprescindible en una guerra, como se sabe.
Sus
extravagancias y su manera de vivir jamás les impidió cumplir con sus obligaciones.
Llegaban a los aeródromos en deportivos (el aparcamiento, según se cuenta, era
un escaparate de marcas y modelos solo al alcance de las grandes fortunas),
pero se entrenaban como cualquier piloto de la Royal Air Force. A pesar de las
licencias que se tomaban -eran adinerados, rebeldes y modificaron sus
uniformes: sustituyeron la corbata azul por otra negra y forraron con telas
caras la parte interior de sus chaquetas de vuelo- la realidad es que probaron
su valor en innumerables ocasiones contra la Luftwaffe.
Entre estos caballeros del aire estaba Roger Joyce Bushell, el autor de la fuga del Stalag Luft III en 1944 que el cine inmortalizó en “La gran evasión” (1963) -lo interpretaba Richard Attenborough-. Desde el principio fue de esos alumnos que mostraban escaso interés por lo que aprendía en las aulas de Oxford y Cambridge. Para compensar tan imperdonable desidia se convirtió en un hábil jugador de cricket, rugby y destacó como un diestro esquiador (llegó a ser el inglés más rápido en las pruebas de descenso). Fue capturado por los alemanes cuando su avión cayó durante una misión de apoyo para defender a los soldados atrapados en Dunquerque. Antes había destruido dos Messersmichtt. El resto de su vida fue una sucesión de escapadas de campos de internamiento de prisioneros. En 1943 lo consiguió, pero fue capturado de nuevo cuando esperaba en un tren que los llevara a Alsacia. La Gestapo lo fusiló días después.
Entre
este grupo de audaces hay que destacar también a William Henry
Rodhes-Moorrhouse, uno de los primeros pilotos en conseguir la Cruz de la
Victoria (eso de obtener condecoraciones debía ser ya algo familiar: su padre
también resultó condecorado en la I Guerra Mundial). Se enamoró
precipitadamente y luego se casó con Amalia Demetriadi, una mujer bellísima, si
se hace caso a los rumores, que incluso fue propuesta para el papel de Vivien
Leigh en “Lo que el viento se llevó” -el hermano de ella, por cierto, también
era piloto y falleció al comienzo de la Batalla de Inglaterra-. William alcanzó
todos los honores posibles y fue condecorado en Buckingham Palace, pero la
gloria de los héroes es por usual efímera y poco después murió en un combate.
Su esposa jamás volvió a contraer matrimonio.
Gordon
Cleaver también cuenta con su propia leyenda. Derribó ocho aviones alemanes
antes de que su Hurricane fuera tiroteado en pleno vuelo durante una de sus
misiones. El perspex de la carlinga reventó por las balas y algunos fragmentos
se le clavaron en los ojos. A pesar de las heridas logró aterrizar (y también
salvar su aparato, lo que era trascendental en ese momento de la guerra) y ser
tratado de urgencia en uno de los hospitales. Pero su heroicidad le dejó
secuelas: perdió parte de la vista de uno de los ojos. Otro nombre célebre del
escuadrón era Max Aitken, que les costó a los nazis 16 aparatos. Pero aquellos
duelos con los alemanes también pasaron una dura factura al escuadrón. De los
21 combatientes iniciales quedaron nueve. Otros pilotos ocuparon las bajas, y,
aunque ya no procedían de la nobleza ni tampoco eran millonarios, la leyenda
continuó.
Fuente:
https://www.larazon.es