14 de febrero de 2020
LA MUERTE QUE CAYÓ DEL CIELO: TRES DÍAS DE ESPANTO Y MONTAÑAS DE CADÁVERES EN DRESDE
Entre
el 13 y el 15 de febrero de 1945 más de 800 aviones de las fuerzas aliadas
convirtieron a la localidad alemana en una hoguera gigante. La llamada
“Florencia del Elba”, por sus imponentes construcciones medievales y del
Renacimiento, recibió miles de toneladas de bombas explosivas e incendiaras que
arrasaron con todo y dejaron decenas de miles de muertos. Los feroces
bombardeos del “Carnicero Harris”. La crónica del horror de un soldado
prisionero que sobrevivió
Por
Matías Bauso
La
ciudad de Dresden fue bombardeada durante 3 días por los Aliados entre el 13 y
15 de febrero de 1945 (Northcliffe Collection/ANL/Shutterstock)
Cualquier
habitante de Dresde sabe cuál fue la peor noche en la vida de su ciudad: esa
noche de hace 75 años en la que desde el cielo cayó una fuerza destructiva
incomparable. Y también sabe cuáles fueron la segunda y tercera peores noches
de su vida: las dos siguientes. Cuando terminaba el 13 de febrero de 1945
sonaron las alarmas antiaéreas. La gente corrió a los sótanos de los edificios.
Más de 200 aviones integraron esa primera oleada. Las fuerzas aliadas se habían
propuesto destruir Dresde. Una lluvia de devastación, que duraría tres días,
cayó sobre la antigua ciudad alemana
Hasta
ese momento Dresde había sido bastante afortunada. Recién en agosto de 1944
recibió los primeros ataques aéreos. Sus habitantes no estaban preparados para
las bombas enemigas. Casi no existían refugios antiaéreos de hormigón. Nadie
los construía. Creían que la ciudad era inexpugnable.
Como
sucedió también en Hiroshima por sus calles se fortalecían las leyendas que
justificaban que se mantuviera intacta. Algunos decían que era porque vivía una
tía de Winston Churchill, otros sostenían que existía un acuerdo secreto en el
que los enemigos se habían comprometido a mantener indemnes a Oxford y a esta
ciudad, también estaban los que aseguraban que los Aliados pretendían que
Dresde, una vez terminada la guerra, fuera la nueva capital alemana debido a su
enorme valor cultural. Era llamada, hasta ese momento, la Florencia del Elba.
Imponentes construcciones medievales y del Renacimiento se concentraban en la
Ciudad Vieja. Tenía una enorme vida cultural y una hermosa arquitectura.
La
RAF, la Fuerza Aérea inglesa, estaba al mando de Arthur Harris, el Carnicero o
Bombardero Harris. Se lo conocía por su dureza, por ser un militar rígido e
inclemente, que se vanagloriaba de su falta de sensibilidad. Logró imponer los
bombardeos “alfombra o de área”. Consistían en que los aviones dejaran caer sus
bombas sobre zonas determinadas, tratando de arrasar ese sector, sin atacar
objetivos específicos, sino poblados en su totalidad. La combinación de las
bombas explosivas con las incendiarias convertía a ese cóctel asesino en algo
arrasador. Nada quedaba en pie.
Tres
horas después del primer ataque, llegó la segunda oleada. Miles de toneladas
lanzadas desde el aire. Luego, a razón de uno por día, volvieron los bombardeos
hasta el 15 de febrero. Participaron en total más de 800 aviones.
Dresde
quedó destruida, se convirtió en una hoguera gigantesca. El segundo ataque
encontró a gran parte de la población en las calles tratando de remover
escombros, intentando rescatar heridos, buscando con desesperación a sus
familiares. En este caso ya no hubo sirenas antiaéreas masivas (Northcliffe
Collection/ANL/Shutterstock)
Dresde
quedó destruida, se convirtió en una hoguera gigantesca. El segundo ataque
encontró a gran parte de la población en las calles tratando de remover
escombros, intentando rescatar heridos, buscando con desesperación a sus
familiares. En este caso ya no hubo sirenas antiaéreas masivas. Sólo algunas
activadas manualmente.
La
ciudad ya estaba sin luz ni agua. Al no existir refugios o bunkers de hormigón,
la gente, en su desesperación, corrió a protegerse en los sótanos de estas
antiguas edificaciones. A muchos lo que los debía proteger, los aplastó; cayó
literalmente sobre sus cabezas. A muchos otros el calor los consumió, el
oxígeno se acabó y sólo quedaba monóxido de carbono para respirar. El lugar que
habían elegido para protegerse se había convertido, literalmente, en un horno.
Alcanzados
por las bombas, aplastados por las construcciones derrumbadas, calcinados,
quemados por dentro o asfixiados. Decenas de miles de personas murieron en
pocos minutos. El infierno se había instalado en esa antigua ciudad alemana.
Por lo que habían sido sus calles (en 20 minutos se habían convertido en una
especie de cantera espectral) se escuchaban quejidos, llantos desgarrados,
explosiones tardías y cada tanto el ruido sordo de algún derrumbe tardío.
Uno
de los pilotos británicos que atacó Dresde la noche del 14 de febrero dijo:
"El infierno, tal y como lo imaginamos los cristianos, debe ser algo
parecido a esto. Esa noche me hice pacifista”
Alcanzados
por las bombas, aplastados por las construcciones derrumbadas, calcinados,
quemados por dentro o asfixiados. Decenas de miles de personas murieron en
pocos minutos. El infierno se había instalado en esa antigua ciudad alemana
(Northcliffe Collection/ANL/Shutterstock)
El
fuego de las bombas incendiarias se esparcía, se contagiaba. La ciudad era una
gran bola de fuego. Esa tormenta de fuego absorbía el oxígeno y calcinaba los
pulmones. Hubo gente que se tiraba dentro de los tanques de agua, pero estos se
habían convertido en gigantes ollas de agua hirviendo, en inesperada lava.
El
escritor Kurt Vonnegut, uno de los sobrevivientes, escribió: “Encontramos por
doquier una especie de troncos abrasados que eran los restos de las personas
calcinadas bajo la tormenta de fuego. Dresde parecía un paisaje lunar. No
quedaba nada”.
Después
vino el problema de la remoción de los cuerpos debajo de los cientos de kilos
de escombros, el reconocimiento de los cadáveres, su entierro. Cuando cambió el
clima, el hedor comenzó a ser insoportable. El cementerio de la ciudad no daba
abasto. Las fuerzas de los sobrevivientes se agotaban. El reconocimiento de las
mujeres era más dificultoso que el de los varones: ellas llevaban sus
documentos en las carteras que habían quedado lejos de sus cuerpos o se
confundían con las de otras. En un momento se tomó la decisión de ingresar en
los sótanos dónde todavía había decenas de cuerpos con lanzallamas para
cremarlos in situ.
Las
reacciones posteriores variaron según de qué lado de la contienda se estuviera.
El escritor alemán Thomas Mann, exiliado en California, sostuvo que esa
destrucción se justificado por el odio y la violencia sembrada por los nazis.
Las justificaciones de los altos mandos de los Aliados se centraron en la importancia
táctica de Dresde. Se dijo que era uno de los nudos ferroviarios alemanes más
importantes, de los pocos que se mantenían en funcionamiento. Que había
fábricas importantes que seguían aportando armamento al frente. Que era vital
para ayudar a los soviéticos que venían por el frente del Este. Sin embargo, el
puente del Río Elba que permitía conectar los trenes con toda la región
oriental no fue destruido.
Después
vino el problema de la remoción de los cuerpos debajo de los cientos de kilos
de escombros, el reconocimiento de los cadáveres, su entierro. Cuando cambió el
clima, el hedor comenzó a ser insoportable. El cementerio de la ciudad no daba
abasto (Sovfoto/Universal Images Group/Shutterstock)
En
Londres, en la Cámara de los Comunes en marzo del 45 se debatió la cuestión.
Richard Strokes, del Partido Laborista, citó diarios ingleses y alemanes para
describir el horror que habitaba las calles de Dresde. Luego explicó las
distintas motivaciones que puede tener un bombardeo en medio de una guerra y se
opuso a que continuaron “los bombardeos del terror”.
Churchill,
en ese momento, escribió una carta a sus altos mandos: “Me doy cuenta de que es
necesario concentrarse en los objetivos militares, tales como las plantas
petrolíferas y las comunicaciones inmediatamente contiguas a la zona de
combate, antes que en meros actos de terror y de destrucción gratuitos, por
espectaculares que éstos resulten”.
Luego,
por sugerencia de algunos de sus asesores, cambió el contenido de la carta:
“Creo que llegó el momento de revisar los supuestos bombardeos zonales en
Alemania, teniendo en cuenta nuestros propios intereses. Si tomamos el control
de un país que ha sido totalmente reducido a escombros, nos resultará difícil
alojar a nuestros soldados y a los aliados”.
El
cambio de táctica, la suspensión de los bombardeos a ciudades, no tuvieron un
móvil humanitario: estaban pensando en lo que sucedería después de la guerra,
en cómo harían ellos para controlar esos territorios y de qué manera vivirían
los integrantes de las fuerzas de ocupación.
Sin
embargo, la actitud que prevaleció fue que no se hablara demasiado de este
ataque durante mucho tiempo. Hiroshima, Nagasaki y el fin de la guerra
monopolizaron la conversación.
En
Alemania sucedió lo mismo. La culpa colectiva por las atrocidades del nazismo
condenó al olvido, durante años, los bombardeos aliados sobre las poblaciones
civiles en los meses finales de la contienda. Había una especie de contrato
tácito que hacía que los alemanes no hablaran del estado de ruina material y
moral en la que estaban sumidos.
En
la actualidad los bombardeos de Dresde son esgrimidos por negacionistas y por
integrantes de la extrema derecha para impugnar las acusaciones contra el
genocidio perpetrado por los nazis. O para igualar esta operación de los
aliados con el plan sistemático de los nazis (Sovfoto/Universal Images
Group/Shutterstock)
Fue
el escritor W.G. Sebald el que puso el foco sobre la cuestión. En su libro
Historia natural de la destrucción acusa a varias generaciones de autores
alemanes de haber soslayado la cuestión. “El reflejo casi natural determinado
por sentimientos de vergüenza y de despecho hacia el vencedor, fue callar y
hacerse a un lado”. Y para graficar esto recuerda un episodio que tuvo como
protagonista a un periodista sueco, Stig Dagerman, en 1946.
Dagerman
cruzaba en tren por el territorio alemán. Al pasar por una de estas ciudades
arrasadas por los ataques aéreo sufridos un años antes no se pudo despegar de
la ventanilla. Miraba con una incómoda mezcla de fascinación, curiosidad y
compasión el paisaje desolado de los esqueletos de los edificios llenos de
agujeros, los escombros acumulados, lo caminos tapados de desechos, la ausencia
de vida: a veces como un zombi pasaba alguien con la ropa raída haciendo
equilibrio entre la pila de paredes derribadas en busca de algún alimento
enterrado. El tren estaba lleno, pero nadie, excepto el periodista sueco,
miraba por las ventanillas, nadie miraba hacia afuera. Los demás pasajeros
supieron que ese hombre rubio era un extranjero porque era el único que había
posado sus ojos sobre la destrucción que estaban atravesando. Los demás no
veían, no querían ver.
En
la actualidad los bombardeos de Dresde son esgrimidos por negacionistas y por
integrantes de la extrema derecha para impugnar las acusaciones contra el
genocidio perpetrado por los nazis. O para igualar esta operación de los
aliados con el plan sistemático de los nazis.
El
Zwinger Palace en Dresde en 1953, luego de que comenzara la reeconstrucción
(Sovfoto/Universal Images Group/Shutterstock)
La
discusión sobre si se trató de un ataque necesario, de una acción de combate
válida o de un crimen de guerra continuará durante muchos años.
A
la distancia, el ataque a Dresde parece haber tenido motivaciones que exceden
lo táctico. Por un lado, era un compromiso que había asumido Churchill con
Stalin en la reciente conferencia de Yalta, para ayudar a las tropas
soviéticas. Y un mensaje hacia este sobre el poder de fuego de los ingleses.
Por otro parecía una especie de venganza del Carnicero Harris por los 55 mil
pilotos británicos que habían sido derribados por los alemanes en los 5 años de
la Segunda Guerra Mundial. Y también una táctica para infundir terror sobre la
población civil alemana, para corroer su moral y confianza y apurar el final de
la guerra. El poder aleccionador de la devastación, creían los altos mandos
británicos, sería mayor si el ataque se dirigía hacia una ciudad que hasta el
momento estuviera intacta.
El
número de víctimas también está en discusión. En algún momento se llegó a
hablar de casi 200 mil muertos. Al inicio de la guerra, Dresde tenía algo más
de 600 mil habitantes. Para 1945 habían llegado miles de refugiados, corridos
por el avance de los aliados. Algunas cifras oficiales del momento hablaban de
30 mil muertos. Hace dos décadas se creó una comisión integrada por
prestigiosos historiadores e investigadores para intentar determinar el número
de víctimas. La conclusión fue que oscilaba entre 18 mil y 25 mil, aunque unos
años después ajustó el piso en 22500 muertos. Otros investigadores sostienen
que el número pudo ascender a 40 mil.
La
catedral de la Santísima Trinidad en Dresdeen, parcialmente destruida durante
los bombardeos de 1945 (Granger/Shutterstock)
Entre
los sobrevivientes hubo uno que tuvo mayor fama (o prestigio) que el resto. Un
joven soldado norteamericano que había sido apresado y era obligado a trabajar
para los nazis y que había sido alojado en un matadero. Kurt Vonnegut utilizó
su experiencia en Dresde para escribir Matadero 5, una de sus obras maestras.
Vonnegut había estado ahí. Había sufrido, había visto el horror, había
sobrevivido. Pero sabía que ni él ni nadie era capaz de explicarlo, de
comprenderlo. Por eso su novela salta en el tiempo, hay seres venidos de otro
planeta, de Tralfamador, hay paranoia. Por eso Matadero 5 es una de los grandes
textos bélicos de la literatura, un deforme manifiesto pacifista.
¿Cómo
enfrentar lo incomprensible, cómo intentar asirlo, cómo lidiar con la
devastación? Kurt Vonnegut escribió en Matadero 5: “Después de una matanza sólo
queda gente muerta que nada dice ni nada desea; todo queda en silencio para
siempre. Solamente los pájaros cantan. ¿Y qué dicen los pájaros? Todo lo que se
puede decir sobre una matanza; ¿algo así como pío-pío?”.
Fuente:
https://www.infobae.com