Por Carlos Prego
Si
hay destino, un trío de retorcidas Parcas encargadas de hilar cada vida como si
de una alfombrilla de trapillo se tratara, las de Juan de la Cierva se
gastaban, sin duda, el peor y más funesto de los humores, digno casi del guion
de una peli dramática de sábado tarde.
Durante buena parte de sus 41 años De la Cierva —De la Cierva y Codorniú, para citar su abolengo al completo—, murciano de cuna, se afanó en impulsar y perfeccionar el tráfico aéreo. Quería mejores aeronaves, con diseños más precisos, mayor potencia y autonomía; y las quería, sobre todo, lo más seguras posible. Fruto de esos desvelos ideó en los primeros compases del siglo XX el autogiro, un aparato volador que revolucionó la aeronáutica, le granjeó la amistad de Henry Ford o Guillermo Marconi y llegó a despertar la admiración, entre otros, de Thomas Alva Edison. A los mandos de uno de aquellos aparatos consiguió cruzar incluso el Canal de la Mancha.
Ironías
de las Moiras, pese a todos sus empeños el ingeniero murió en 1936 sentado
entre el pasaje de un avión holandés modelo Douglas DC2 que se estrelló cuando
despegaba del aeropuerto de Croydon, al sur de Londres. Solo la azafata
sobrevivió al accidente.
De
la Cierva forma parte de la lista de inventores que, a menudo contra viento y
marea —turbulencias, en su caso— brillaron en la España de finales del siglo
XIX y principios del XX. La misma en la que puede incluirse a Mónico Sánchez,
creador de un aparato portátil de rayos X que llegó a utilizarse en la flota de
ambulancias impulsada por Madame Curie durante la Primera Guerra Mundial;
Antonio Sanjurjo Badía, padre de un submarino con el que aspiraba a defender
las costas de las Rías Baixas de los buques de los EEUU durante la desastrosa
Guerra hispano-estadounidense, en 1898; o Ángela Ruiz Robles, quien entre clase
y clase en Ferrol encontró tiempo para desarrollar una enciclopedia mecánica
que hoy se considera digna precursora del ebook.
Ochenta
y cinco años después de su muerte, De la Cierva forma parte por derecho propio
del Olimpo de los genios de la aeronáutica, a la altura de Wilbur y Orville
Wright, los hermanos que en 1903 lograron un breve, pero exitoso vuelo en
Carolina del Norte con un aeroplano de factura propia. Su memoria, sin embargo,
se ha visto empañada en parte por otra de sus facetas, totalmente ajena al
autogiro: la política. En concreto el papel que desempeñó en el golpe de Estado
de 1936, un capítulo polémico, envuelto aún, pese al paso de las décadas, en
interrogantes.
Un
recuerdo empañado por el golpe del 36
Historiadores
como Ángel Viñas le atribuyen —y sin el menor asomo de duda— “funciones
fundamentales” en los preparativos del golpe de 1936. Además de mediar en
Londres con el propósito de que el General Franco dispusiese de un Havilland
Dragon Rapide, la aeronave que lo trasladó de Canarias a Marruecos, Viñas
asegura que —tras el 17 y 18 de julio— el ingeniero empezó a “trabajar para
conseguir aviones no militares que enviar a los sublevados” e incluso en el
aprovisionamiento de armamento. “Intuir que De la Cierva desconocía la utilidad
del Dragon Rapide se me antoja de una candidez supina, lo que no obsta para
reconocer la tremenda valía de un pionero”, reflexionaba hace poco Manuel
Segura Verdú en un artículo de elDiario.es.
Sus
herederos argumentan que “no hay ningún documento que pruebe la vinculación” de
De la Cierva con los golpistas y lamentan lo que consideran un intento “burdo”
por “manchar su memoria”. “Llevaba once años viviendo en Londres cuando estalla
la Guerra Civil. Poco antes el corresponsal de ABC en Londres, Luis Antonio
Bolín Bidwell, hombre de confianza de Luca de Tena, director del diario, le
llama y le pide que le ayude a contratar un vuelo chárter para llevar a unos
amigos desde Canarias a África. Juan de la Cierva lo único que hace es hacer
unas llamadas telefónicas, enterarse de que hay una compañía chárter en Croydon
y ponerle en contacto”, reivindica Fernando de la Cierva, nieto del inventor y
autor de Un invierno en Filadelfia, obra dedicada a su abuelo.
“De
haberlo sabido, lo primero que habría hecho es sacar a su familia de España
para evitar problemas. Era muy conocido en Inglaterra y ya se los había llevado
en otras ocasiones. Los habría sacado porque nada más estallar el golpe militar
del 18 de julio su padre, que había sido ministro de Alfonso XIII en varias
ocasiones, se tuvo que refugiar en la embajada noruega, donde murió dos años
más tarde; y el hermano de Juan de la Cierva, Ricardo, fue detenido,
encarcelado y fusilado en Paracuellos. Él sabría que su familia, monárquica,
estaría en peligro”, razona.
A
nivel internacional, los expertos sitúan a De la Cierva entre los grandes
pioneros de la aviación y en vida llegó a ganarse la admiración de Edison. Su
recuerdo, hoy, se ve empañado por su papel en el golpe de Estado de 1936
La
discusión va más allá de los foros académicos. De hecho, no puede ser más
actual. Hace cuestión de semanas, en junio, el Ministerio de Transportes y
Movilidad vetó que se bautizase el aeropuerto de Murcia con el nombre de Juan
de la Cierva, una decisión que había sido avalada en 2017 por la Asamblea de la
región. La oficina de José Luis Ábalos lo hizo con la Ley de Memoria Histórica
en la mano y por consejo de la Secretaría de Estado de Memoria Democrática.
La
polémica ha ido creciendo igual que una bola de nieve en invierno. En pleno
duelo argumental entre partidarios y detractores de la medida, con discursos y
sobre todo tonos que fluctúan en función del lugar que ocupe cada uno en el
arco ideológico, hace varias semanas trascendió una orden del Ministerio de
Ciencia —publicada en marzo de 2021— en la que se avanzaba una reestructuración
de los Premios Nacionales de Investigación, creados a principios de la década
de 1980. Además de reorganizarlos, se rebautizarían. En la práctica la medida
conllevaba que sus nombres dejasen de estar ligados a los de científicos,
humanistas y grandes inventores del país.
Se
modificarían por ejemplo las denominaciones de los galardones Santiago Ramón y
Cajal, Ramón Menéndez Pidal, Torres Quevedo, Gregorio Marañón, Rey Pastor,
Malaspina... Y, coincidencia —o no— el del área de Transferencia de Tecnología,
que toma el nombre de De la Cierva. El objetivo pasaría por que cada uno
quedase designado por su área específica, como Biología y Medicina, Ciencias
Químicas, Físicas y Matemáticas o Humanidades y Ciencias Sociales. Igual que
los Nobel. Tras la asonada de rectores, partidos políticos y comunidades
autónomas, molestas con la medida, el departamento de Pedro Duque ya ha
garantizado que los Premios Nacionales se citarán con "los nombres de los
investigadores e investigadoras españoles más apropiados".
Con
el recuerdo recién reflotado y en plena revisión de su figura, cuando acapara
casi más titulares que el día de su muerte, hace ya ocho décadas y media, las
preguntas del millón son: ¿Quién es Juan de la Cierva? ¿Qué hizo? ¿Es su legado
tecnológico tan importante?
De
los aviones de papel a los planeadores
A
De la Cierva la pasión por los aviones y los altos vuelos le picó casi en la
cuna. El ambiente, desde luego, lo propiciaba. Desde muy pequeño, Juanito, como
lo llamaban en su casa de Murcia —allí nació en 1895—, se dedicó a devorar
libros sobre inventores y escuchar las explicaciones de su abuelo materno sobre
vuelos con la misma fascinación con la que podría seguir los cuentos de los
hermanos Grimm. Del otro lado del Atlántico y más allá de los Pirineos llegaban
relatos fabulosos de aeroplanos, globos aerostáticos y enormes zeppelines. En
España misma el genial Leonardo Torres Quevedo impulsaba diseños de dirigibles
que parecían sacados de relatos de fantasía.
Para aderezar ese caldo de cultivo, De la Cierva se rodeó de amigos —geeks, los llamaríamos hoy— que compartían su amor por los avances de la aviación. Junto a sus más afines, los hermanos Barcala, Tomás de Martín-Barbadillo y su propio hermano, Ricardo, empezó a fabricar aviones de papel. Con más maña que medios y una fiebre infantil que sirvió a Juan para hornear su vocación, el grupo elaboraba prototipos con papel para cartas, varillas y gomas que servían de hélices.
En
marzo de 1910 el grupo acudió a una exhibición del piloto francés Julio Mamet
en Madrid —a donde se había mudado la familia en 1904— y lo que ya entonces era
fascinación por los aviones se elevó varios grados, hasta la categoría de
fiebre virulenta. De los modelos de papel y gomas pasaron primero a las cometas
y más tarde a los planeadores. Para otoño de ese mismo año encontramos a Juan,
Ricardo, los Barcala y un nuevo amigo, algo mayor que ellos, Pablo Díaz, cerca
del hipódromo de la Castellana, probando un prototipo de planeador pilotado que
bautizaron BCD, fusión de las iniciales de sus tres apellidos. Los experimentos
—difícil que hubiera sido de otra forma— les salieron rana y durante alguno de
aquellos conatos de vuelo Ricardo y Pablo acabaron magullados.
Al
BCD le siguió el BCD1 (“Cangrejo”), provisto ya de un motor proporcionado por
Mamet y que dio mejores resultados, y un monoplano biplaza en 1913 que acabó
destrozado. Durante los seis años siguientes De la Cierva se volcó en sus
estudios de Ingeniería de Caminos —con ellos rompió la tradición familiar,
encaminada hasta entonces hacia las Leyes— y diseñó un trimotor, el C3, que
acabaría también defenestrado. En 1919, con la carrera terminada, De la Cierva
se casó con María Luisa Gómez-Acebo y arrancó otra de sus facetas, la política,
heredada de su abuelo y su propio padre: fue designado diputado a Cortes por el
distrito de Murcia. No duró mucho. Se mantuvo en el cargo hasta 1923, año en
que se instaura la dictadura de Primo de Rivera.
El
gran invento del murciano: el autogiro
La
mente de Juan de la Cierva seguía volando sin embargo bastantes metros por
encima del edificio de las Cortes. Tras el fiasco del trimotor C3, siniestrado
debido a la pérdida de sustentación de las alas, empezó a darle vueltas a un
cambio de calado en sus diseños: incorporar palas giratorias y aprovecharse de
la autorrotación. Nació entonces el autogiro, el gran invento del murciano.
Entre 1920 y 1922 ideó y construyó cuatro prototipos —el C1, C2, C3 y C4—,
hasta que, a comienzos de 1923, con el Teniente Alejandro Gómez Spencer sentado
a los mandos, el aparato logró elevarse 25 metros y volar más de tres minutos.
Las posibilidades del artilugio captaron incluso la atención de Aviación
Militar. Un año después —recuerda Adolfo Roldán en su biografía sobre De la
Cierva para la Real Academia de la Historia (RAH)— lo había mejorado lo
suficiente como para moverse entre los aeródromos de Cuatro Vientos y Getafe o
lucir en una demostración ante el rey Alfonso XIII.
El
aparato gustó a los expertos españoles. Gustó en Aeronáutica Militar, que
encargó la fabricación de varios autogiros. Y gustó, desde luego, más allá del
Canal de la Mancha. Gracias al interés que despertó el último modelo, el
C6-bis, durante una exhibición en Farnborough, De la Cierva recibió una jugosa
oferta de inversores ingleses. Fue el espaldarazo económico que necesitaba para
dar alas a su aventura aeronáutica. Meses después, en 1926, se lanzaba The
Cierva Autogiro Company Ltd, fundada en la City y con el propio Juan al frente
de la dirección técnica.
Aunque
en España De la Cierva logró el respaldo del ejército, fue en Inglaterra y en
los EEUU donde encontró el apoyo financiero que necesitaba para desarrollar sus
ambiciosos planes y perfeccionar el autogiro
Junto
a su prestigio como hombre de negocios e ingeniero, creció el de aviador. En un
gesto que demuestra un talento para el marketing que no le va a la zaga a su
genio técnico, el mismo Juanito que de niño fabricaba aviones de papel con
motores elaborados a base de elásticos y varillas se sentó en 1928 a los mandos
de uno de sus autogiros para cruzar el Canal de la Mancha.
En
los EEUU se codeó con Henry Ford, para el delicioso pasmo del presidente H.C.
Hoover —ingeniero y empresario, como él— aterrizó uno de sus autogiros en pleno
jardín de la Casa Blanca y llegó a un pacto con el industrial Harold F.
Pitcairn que hizo posible fundar, en 1929, la Pitcairn Cierva Comp. Berlín,
Ámsterdam, Hannover, Colonia, París… Con las américas ganadas y bien asentado
en Inglaterra, el murciano protagonizó un periplo internacional para difundir
las bondades de su ingenio. Y no le salió nada mal. Con el paso de los años sus
autogiros terminarían repartidos por Asia, Oceanía, América del Sur y del Norte
y, por supuesto, Europa. Menos éxito logró en España, donde emprendió una
tournée similar por ciudades y pueblos —de San Sebastián a Burgos, Madrid,
Albacete, Murcia e incluso San Javier— que generó expectación entre la población,
pero no sirvió para animar a industria y financieros a impulsar una gran
compañía “made in Spain”.
Las dificultades para enraizar su aventura empresarial en España —donde no consiguió el respaldo del capital, pero sí el del ejército, que por entonces tampoco andaba sobrado de posibles— no aguaron su apuesta por el autogiro. En 1935 su compañía daba vueltas al modelo C30 A, nuevas versiones monoplaza y de cinco asientos o la mejora del despegue directo. Aunque rondaba los 40, su impulso no era muy diferente al que se gastaba de adolescente, cuando probaba el BCD al lado del hipódromo de la Castellana. Llegó incluso a acariciar la idea —señala Fernando de la Cierva— de “un automóvil autogiro”, provisto de aspas. “Al final no se desarrolló”, anota el autor de Un invierno en Filadelfia, quien recuerda que, durante su última visita a España, 15 días antes de morir, el ingeniero reconoció a su familia que le daba vueltas a la fabricación de un helicóptero.
“Les
dijo que había llegado ya el autogiro hasta donde podía llegar y que iba a
hacer un helicóptero”, revela Fernando. Henrich Focke, padre de Fw 61, el
considerado como primer helicóptero funcional fabricado en Alemania y que
registró su primer vuelo con éxito en el verano de 1936 —meses antes de la
muerte de De la Cierva—, conocía muy bien la labor desarrollada por el
ingeniero murciano, los autogiros y sus rotores. “Focke, el primero que hizo un
helicóptero práctico, dijo que él lo había hecho porque Juan de la Cierva no
quiso porque con sus conocimientos y trabajos lo habría logrado mucho antes y
mejor que él”, comenta el autor de Un invierno en Filadelfia.
“En
cuanto a la importancia del desarrollo de su invento, del autogiro, lo más
importante y que cambió la historia de la navegación, fue el rotor, el diseñar
un rotor con paso positivo. La idea del helicóptero era anterior al autogiro,
pero no conseguían que volase. Lo que él buscó desde un principio fue la
seguridad en el vuelo”, anota Fernando. Para dejar claro ese vínculo recuerda
la “Decisión Lane”, por la que en 1976 el Tribunal de Apelaciones de los EEUU
condenó subsidiariamente al Gobierno de su país a indemnizar a Autogiro Company
of América por el uso, sin autorización, de sus patentes del autogiro. El juez
concluyó que el Estado era responsable de adquirir helicópteros de varias
empresas que se habían fabricado sin las licencias necesarias de la compañía.
En
los años 70 la Decisión Lane obligó a los EEUU a compensar a Autogiro Company
of América por la compra de helicópteros que se habían fabricado sin pagar por
sus patentes, lo que demuestra el estrecho vínculo entre el autogiro de Juan de
la Cierva y los helicópteros.
“Es
una de las decisiones judiciales más importantes en tema de patentes de los EEUU
el juez acabó determinando que el helicóptero es hijo del autogiro”, reivindica
el nieto del ingeniero murciano. Otros autores señalan que De la Cierva aportó
las “soluciones mecánicas” que hoy hacen posible el vuelo de todos los aparatos
de ala rotatoria y desarrolló "la teoría aerodinámica de las alas
giratorias". “Estos nuevos inventos realizados por De la Cierva, como la
articulación del batimiento y del arrastre, la autorrotación, el mando directo,
junto con su teoría aerodinámica, son los que posibilitan el vuelo de los
actuales helicópteros —asegura Miguel Ángel González en un artículo dedicado al
creador del autogiro y que recogió en 2015 la revista Sanidad Militar— Tanto es
así que el padre del helicóptero moderno, Igor Sikorsky, se refería a él como
‘inventor’ del helicóptero, siendo su empresa una de las que pagó por el uso de
estas patentes”.
Antes
y después de su muerte prematura, a finales de 1936, De la Cierva se codeó con
grandes popes de la ingeniería del siglo XX, como Ford y Marconi, y recibió una
lluvia de reconocimientos —muchos de las asociaciones de aviación más prestigiosas
del mundo— en Italia, Francia, Brasil, EEUU, Inglaterra… Y España, que acabó
profesándole honores de héroe. En otoño de 1946, rematados ya los horrores de
la contienda civil y la Segunda Guerra Mundial, con las aguas internacionales
más relajadas, sus restos se trasladaron de Inglaterra a España. Años después,
en 1954, durante la dictadura de Franco se le otorgó el título póstumo de conde
de la Cierva.
“Para hacernos una idea de lo que representa De la Cierva a nivel internacional, todos los años, en Londres, los 21 de septiembre, se celebra una conferencia en su honor en la Royal Aeronautical Society. Hace pocos años en Filadelfia se hizo una serie de conferencias en su honor”, presume Fernando. Quizás el mayor reconocimiento de todos para el murciano, el niño que hurtaba a escondidas papel de cartas con el que fabricar aviones o trasteaba con planeadores, ya adolescente, las manos pringadas de aceite y los antebrazos lacerados, sea ver cómo sus invenciones zumban por el cielo convertidas —y mejoradas— en modernos helicópteros y drones o incluso aportan su grano de arena al primer vuelo controlado en la atmósfera de Marte. Cotas todas vetadas hace un siglo incluso a la imaginación portentosa de un pionero de la aviación.
Imágenes:
Cedidas por Fernando de la Cierva
Fuente:
https://www.xataka.com