Testimonio
de Rafael Ballester Linares.
Son
muchos los servicios y horas de vuelo que realizó Ballester: el relato completo
de ellos requeriría un volumen aparte. Nos limitaremos a exponer el último
servicio que realizó y las consecuencias del mismo.
He
aquí su verídica historia.
-
El día 15 de diciembre de 1938, al atardecer, me preguntó mi jefe de
escuadrilla, Francisco Gómez, si quería acompañarle a cenar en Bañolas, con
Mendiola, quien le había invitado.
-
Prefiero no ir -le respondí-. Cuando Mendiola invita a cenar no es para nada
bueno. Prefiero enterarme mañana por la mañana.
Fui
al cine. Cuando regresé a la casa, Gómez ya estaba durmiendo.
Al
día siguiente, día 16, cuando Gómez se estaba vistiendo me desperté y le dije:
-
¿Porque no me has llamado? -Y él me respondió:
-
Hoy voy a ir con Medina de observador. Tú has volado ya mucho y quiero
desquitarte algunas horas.
-
Bien -le respondí-. Seguiré durmiendo en la cama y dentro de un rato me
levantaré para veros despegar.
Cuando
oí que salían las tripulaciones para los autocares, me vestí rápidamente y
alcancé a Gómez antes de que saliese en su automóvil ligero. (Medina había
salido ya con el autocar.)
Durante
el trayecto al aeródromo, me dice Gómez:
-
Hoy vamos a hacer un servicio difícil. Vamos a bombardear La Cenia, base de la
Legión Cóndor. Si no te importa, y aunque ya le he dicho a Medina que volaría
conmigo y que estará esperándome en el avión, iremos juntos. Otro día me desquitaré de las horas que me
llevas de ventaja.
Llegamos
al aeródromo y nos acercamos a nuestro avión. Medina ya estaba preparado con
todo su equipo puesto y le digo:
-
Quítate el paracaídas y dame los datos y cálculos, a mí ya no me quedaba tiempo
para hacerlos.
Me
pongo mi equipo que ¡por fin! y después de absurdas demoras, que nos hacían
llorar de dolor al subir a más de 6000 metros sin oxígeno ni calefacción y
bajar violentamente a ras del suelo, tenía las botas y los guantes con
calefacción eléctrica e instalado ya el servicio de oxígeno, Medina me estaba
ayudando a vestirme y le digo:
-
Pon mis zapatos debajo del asiento (en vez de dejarlos, como teníamos por
costumbre, al pie del avión).
-
¿Por qué? -me pregunta.
Y
le contesto muy decidido.
-
Hoy no volvemos a este campo -Al mecánico le pido prestado dinero, me entrega
100 pesetas y me pregunta:
-
¿Para qué diablos quieres el dinero allá arriba?
-
Hoy nos derriban -le respondí-, y voy a necesitar dinero para tomar algo, si me
apetece. No volveremos a este campo. Seguro que nos quedaremos en algún otro
aeródromo por ahí.
Cogí
mi documentación. Como el paracaídas ya se lo había puesto Medina y estaba
ajustado a su medida (es más bajo que yo), al ponérmelo, no me lo ajusté bien,
por suerte o por desgracia, como más adelante se verá.
Despegamos
los cinco aviones que teníamos disponibles en la escuadrilla del campo de
Figueras, donde estábamos. En Bañolas, dos de nuestros aviones se agregaron de
puntos a Mendiola, jefe del grupo 24.
La
primera patrulla era la de Mendiola, la segunda la mandaba el Capitán Gómez,
con quien iba yo, y la tercera la completaban los aviones de Celrá.
Entramos
en La Cenia por Vinaroz a 7500 metros y fuimos descendiendo hasta los 3500
metros, altura determinada para bombardear.
Cuando
faltaban escasos segundos para lanzar las bombas, explotó un nutrido fuego
antiaéreo delante de nuestro avión y exactamente a nuestra misma altura.
Por
el visor de bombardeo veo los disparos de los cañones y pienso:
-
Esos pepinos vienen directamente para nosotros. -Así fue. Una violenta
explosión sacude nuestro avión e inmediatamente entra en acentuado picado,
rectamente hacia tierra. Llamo a Gómez y al ametrallador y no me contesta
nadie. Por la trayectoria de un trozo de metralla que entró en mi cabina
deduzco que la explosión debió efectuarse en el lado izquierdo del avión,
ligeramente más alta que ésta y casi encima de la cabina del piloto. Sin duda,
la explosión dio de lleno al piloto y al ametrallador. Los dos motores del
avión rugían al máximo de sus evoluciones, pero no vi humo por ninguna parte.
Al quedar herido gravemente el piloto, debió quedar su cuerpo encima de la
palanca de mando y originó la inmediata caída del avión en picado: digo herido
porque estando ya a poca altura del suelo el avión se enderezó, voló un corto
trecho horizontalmente y seguidamente se estrelló contra el suelo explotando
los depósitos de gasolina. También es posible que el piloto se deslizase a un
lado liberando de la presión, de su cuerpo a la palanca de mando, e
inmediatamente el avión recuperó su posición de vuelo horizontal, pero, sin
mando, se estrelló contra el suelo.
Mientras
descendía en acentuado picado no cesaba de llamar al piloto y al ametrallador.
Tiré las bombas. Cerré el depósito de oxígeno. Desconecté los cables de la
calefacción. Abrí la puerta inferior de salida y lancé al airé el visor de
bombardeo. Intenté lanzarme en paracaídas, pero no pude salir de cabeza: estaba
firmemente pegado al respaldo. Saqué los pies y la succión tiró de mí saliendo
despedido al exterior, pero antes me di un fuerte golpe entre ambas cejas con
la abertura de salida y perdí momentáneamente el conocimiento. Lo recuperé
pocos segundos después: lo primero que vi fue mi paracaídas plegado por encima
de mí. Recojo las ataduras y se coloca el paracaídas a mi altura. Tiro de la
anilla y siento un golpe brutal en el brazo izquierdo. Maniobro con las cuerdas
del paracaídas y evito caer encima de un árbol: di contra el suelo sobre un
montón de piedras con el consiguiente daño momentáneo.
Desde
que la explosión nos derribó hasta mi llegada al suelo tardo más en contarlo
que en realizarlo. Fue todo tan rápido que aun hoy día no me explico cómo pude
realizar tantas cosas puesto que también me dio tiempo, en los breves segundos
que duró mi descenso en paracaídas, a sacar la pistola y cargarla poniendo una
bala en la recámara mientras pensaba: -Si me reciben a tiros, a tiros contesto.
Según
decían, los observadores de los Katiuska tenían pocas posibilidades de saltar
del avión teniendo el paracaídas puesto, ya que debido a la posición que
llevábamos, cuando efectuábamos el bombardeo se tenían las ametralladoras con
las manos o estábamos agarrados al visor, y con el paracaídas tapábamos
prácticamente la puerta de escape.
Además,
íbamos casi de rodillas y nosotros, parodiando la frase de Dolores Ibarruri,
-"Más vale morir de pie que vivir de rodillas"-, decíamos: -Más vale
vivir de pie que morir de rodillas. El caso es que ese mismo día y de otro Kati
derribado por los Messers también se salvó el observador, lo mismo que yo, creo
que del piloto Ricondo y supongo que recordaría la célebre frase. Para mejor
conocimiento de los hechos vamos a intercalar en este relato la declaración de
Jaime Mata, jefe de la 4ª escuadrilla, participante en este mismo servicio,
pero antes indicaremos la ubicación de las escuadrillas: el jefe del grupo, Teniente
Coronel Leocadio Mendiola y su EM estaban en el aeródromo de Bañolas,
posiblemente con sólo uno o dos aviones:
“La
1ª escuadrilla al mando del Capitán Francisco Gómez, con Ballester de
observador, estaba en la base de Figueras; y Mata al mando de la 4ª en Celrá
(Gerona). Sigue el relato de Mata: Nos encontrábamos un tanto deprimidos, no
por la actuación de nuestra Aviación en particular, si no por el resultado que
iba teniendo la guerra.
Además,
fuese en broma o en serio, comentábamos, los responsables de las dos
escuadrillas y el mando del grupo, la posibilidad de que todas nuestras
conversaciones fuesen captadas por el enemigo.
El
día 15 de diciembre nos llamó a su despacho el Teniente Coronel Mendiola para
preparar "un servicio muy delicado", y que debido a su misma
importancia deseaba que lo preparásemos en su presencia.
La
2ª escuadrilla la mandaba el Capitán Francisco Gómez. Era un muchacho que había
estado mucho tiempo sin volar, creo que desde que se disolvió la 2ª escuadrilla
de Katiuska, y en aquel momento tenía gran interés en recobrar el tiempo
perdido.
Yo
mandaba la 4ª después del desastre de Extremadura, cuando el Capitán Salas nos
derribó a una patrulla completa en un solo combate.
Nos
personamos los dos jefes de escuadrilla con nuestros observadores y nuestros
jefes de EM.
Mendiola
nos expuso el servicio a realizar. Consistía en bombardear el aeródromo base de
la Legión Cóndor, en La Cenia, repleto de aviones.
No
podíamos disponer de la protección de nuestra caza debido a lo muy reducida que
se encontraba a consecuencia de las duras batallas del Ebro y, más
principalmente, porque un reciente temporal había hecho impracticables los
aeródromos donde estaban.
Mendiola
nos expuso muy claramente las muchas dificultades que presentaba la operación,
y para dar mayor realcé a la misma propuso que Mata fuese con su escuadrilla
abriendo la formación, y que él iría detrás mandando la 2ª escuadrilla,
descansando así el Capitán Gómez.
Ante
las protestas de éste, Mendiola razonó:
- No debemos salir nunca los tres juntos; ya que en caso de un desastre no quedaría nadie cualificado para continuar nuestra labor. El día que yo vuele con tu escuadrilla, descansas, y el día que lo haga con Mata, descansará él.
-
Mi Teniente Coronel -respondió Gómez-, me encuentro con una gran moral y le pido
por favor que no me deje en tierra en un servicio de tanta responsabilidad. Se
lo pido por favor.
Accedió
Mendiola y le dijo:
-
Bien: entonces mandarás tu escuadrilla e irás detrás de la 4ª.
Ya
me veía en tierra cuando accedió a la petición de Gómez, sabiendo que Mendiola
también quería volar en este difícil y comprometido servicio.
Viendo:
que en sus planes admitía que volásemos los tres, le pregunté en qué patrulla
volaría yo, a lo que me respondió:
-
Tú irás al frente de la formación de las dos escuadrillas, y yo iré de punto
tuyo.
-
Pero, mi Teniente Coronel, ¿cómo voy a ir delante y usted detrás?
-
No tiene importancia alguna el lugar que ocupe. Lo interesante es que vayamos:
es todo.
No
era esta la primera vez qué iría al frente de una formación de dos escuadrillas
de bombardeo, escoltadas por 5 o 6 monoplanos de gran altura y llevando a
nuestro jefe de grupo en el centro de la formación, mezclado con Sargentos
pilotos con muy pocas horas de servicio. Esta era una de las actitudes que más
admirábamos de nuestro jefe de grupo.
Despegamos
con el alba y la formación no se agrupó del todo hasta llegar a Arenys de Mar,
ya que la falta de luz y la poca práctica de volar en esas condiciones hizo que
no nos agrupáramos con la rapidez de otras veces.
Tal
como estaba ordenado el servicio, nos internamos en el mar a una altura de 6000
metros hasta; Punta La Baña, y desde allí, con rumbo de 290º descendimos en
dirección al objetivo para pasar sobre el mismo a 3500 metros (altímetro calado
en Celrá) con el propósito de virar a la derecha y dirigirnos a nuestras líneas
con 45º de rumbo y perdiendo altura para obtener mayor velocidad, ya que no
contábamos con la protección de nuestra caza.
El
servicio se efectuó exactamente como se había previsto, y así realizamos el
bombardeo. Tengo entendido que fue eficiente debido a la gran concentración de
aviones que había.
Sin
embargo, y después de haber lanzado toda la carga de bombas, creo que no obramos
acertadamente, aunque no me considero culpable y creo que actué lo más
acertadamente posible, con arreglo a las circunstancias.
Acabábamos
de realizar el bombardeo cuando fuimos atacados por los Me-109, los cuales se
presentaron por la parte de atrás de nuestra derecha, independientemente de la
fuerte barrera antiaérea que nos formaron.
El
bombardeo lo realizamos en perfecta formación las dos escuadrillas. Salimos del
objetivo virando hacia la derecha buscando la protección de las nubes que
descendían por la parte montañosa, ya que el monte Caro estaba casi cubierto
por completo.
La
1ª escuadrilla no nos siguió por razones que ni yo ni los componentes de la
misma que aún viven pueden determinar.
Fueron
derribados dos de sus aparatos: el del Capitán Gómez, su jefe de escuadrilla y
el del Sargento Ricondo. De estas dos tripulaciones sólo se salvó, tirándose en
paracaídas, el Teniente Rafael Ballester, observador del jefe de escuadrilla”.
Leída
la versión de Mata, jefe de la 4ª escuadrilla, continuaremos el relato de
Ballester, cuando acababa de tomar tierra con su paracaídas encima de un montón
de piedras.
Ya
se cumplieron mis vaticinios de que no volvería al aeródromo de donde había
despegado, pero la verdad es que yo nunca pensé que iba a "cambiar de
campo" de forma tan radical.
Pensaba
que por causa de impactos de los cazas o antiaérea nos viésemos obligados a
tomar tierra en Reus o en algún otro campo parecido.
Me
desprendo del paracaídas que se quedó colgado del árbol donde había caído y
cruzo un camino que había a pocos metros de allí. Oí el ruido de una
motocicleta y me oculté: el motociclista paró su moto, se apeó y examinó el
paracaídas colgado, pero no me vio y se marchó. Seguí campo adelante en
dirección al mar.
Debían
ser las 8 de la mañana, aproximadamente.
Al
poco rato de andar me entraron ganas de hacer mis necesidades y me puse a
hacerlas tranquilamente mientras fumaba un cigarrillo.
Según
supe después por unos compañeros que estuvieron presos en la cárcel de Porlier,
un soldado que estaba de vigilancia en la cárcel les contó que me vio mientras
yo hacía mis necesidades fumando un cigarrillo, pero que yo no le veía a él y
no me dijo nada: tal vez fuese porque yo llevaba un cronómetro Omega que me
habían dado en la escuadrilla y que al ser derribado, y para evitar que me lo
quitasen, lo envolví en un pañuelo.
Me
levanté: sangraba profusamente por la herida entre ambas cejas que me hice al
saltar de la cabina de mi avión.
Saqué
el pañuelo, sin acordarme del reloj, para secarme la sangre y entonces se debió
caer el reloj, pues ya no recuerdo más de él.
El
soldado, que dijo que estaba muy cerca de mí, es muy posible que lo viese caer
y optó por el reloj en vez del prisionero.
Yo
iba medio inconsciente por la herida y por el tremendo dolor del brazo debido
al fortísimo tirón que me dio el paracaídas por no estar debidamente ajustado.
Mi
pensamiento era ir hacia el mar y en un bote a remo dar la vuelta al Delta del
Ebro y pasarme a nuestra zona.
De
repente me tropiezo con un campesino que estaba arando la tierra: me ve, viene
hacia mí y me pregunta si yo era uno de los aviadores rojos que acababan de
bombardear La Cenia.
Le
contesto afirmativamente y me dice:
Venga
usted a mi casa. Está sangrando mucho y le curaré.
Así
lo hizo el buen hombre.
Además,
su esposa me hizo unas sopas con un par de huevos dentro que comí con gran
apetito, así como también bebí un buen vaso de vino. Hablamos y le digo la
intención que tenía.
Me
contestó que consideraba irrealizable mi proyecto debido a la gran vigilancia
que había en toda esa parte de la costa. Además, no habían dejado ni un solo
bote para poder pasar al otro lado.
Sus
argumentos y debido, además, a que no podía ya ni mover siquiera el brazo
izquierdo, me hicieron desistir de mis propósitos.
Es
muy posible que, si hubiese tenido el paracaídas perfectamente ajustado y con
mi brazo en perfectas condiciones, no me hubiesen convencido sus argumentos y
habría decidido intentar el salto al otro lado: lo más posible es que hubiese
muerto acribillado a tiros en alguna playa. El campesino era una excelente
persona.
Hablamos
de todo. Me dijo que, si me decidía a irme, él no diría nada a nadie, pues con
los republicanos las tierras eran suyas y ahora era un asalariado.
Siguió
aconsejándome para que me presentase ante la Guardia Civil de San Jorge, pues
en San Rafael, pueblo cercano, había moros y no respondía de lo que pudiesen
hacer.
Sin
embargo, en San Jorge no había más fuerzas que el puesto de la Guardia Civil al
mando de un Sargento que era muy buena persona.
Salimos
de su casa hacia San Jorge y a eso de las doce y media llegamos al cuartel de
la Guardia Civil, donde me presentó al Sargento.
Éste,
después de tomarme la filiación, llamó al médico para que me hiciese un
reconocimiento en el brazo. El médico me examinó y dijo que no tenía ninguna
rotura, sino una fuerte distensión muscular y que al cabo de unos días
desaparecería. Me recetó unos calmantes.
El
Sargento de la Guardia Civil me llevó a unas tiendas donde me proporcionaron
unas alpargatas, pues las botas de vuelo estaban sin suela. Al regreso me dijo
que lo primero que haríamos sería comer y que después llamaría a Vinaroz para
que viniesen por mí.
Yo
no tenía apetito debido al buen desayuno que me había dado la esposa del
campesino, pero insistió, me llevó a su casa y en compañía de su esposa comimos
un estupendo cocido.
Mientras
comíamos los tres sentados a la mesa me dijo que si me preguntaban algo no
dijese que me había dado de comer, pues ya sabe usted cómo son, sobre todo los
jefes: pueden pensar que yo protejo a los republicanos y puedo tener líos.
Después
de comer voy a sacar un cigarrillo del bolsillo y me doy cuenta de que todavía
llevó la pistola, y montada.
Pienso
que si me registran y me la encuentran voy a meter en un verdadero lío al Sargento
y se la entrego, advirtiéndole que estaba cargada y montada.
Lo
comprueba, la descarga, me da las gracias y me dice:
-
¿Tendría usted inconveniente en que me quede con la pistola en vez de
entregarla y usted no diga nada de que llevaba armas?
Le
contesté que prefería muy gustosamente que se quedase con ella por lo muy
correctamente que se había portado conmigo.
Me
reitera las gracias y se la guarda. Llama al cuartel de la Guardia Civil de
Vinaroz delante de mí e informa que me he presentado voluntariamente al
cuartel.
Al
rato llega un coche y, acompañado por el Sargento, nos dirigimos a Vinaroz, y
me entrega a sus jefes.
Mientras
uno de ellos me tomaba la filiación oigo que hablan los jefes en voz alta y no
bien de mi familia:
-¡Hijos
de puta! ¡Cabrones! -son los mejores piropos con que me obsequian.
De
repente entra un grupo de alemanes y me ordenan que no conteste a nada.
Discuten: llaman por teléfono al General Kindelán, jefe de la Aviación
franquista, quien ordena que me entreguen a los pilotos alemanes.
Me
suben a otro automóvil y me llevan al aeródromo de La Cenia. Durante el
trayecto nadie dijo una sola palabra.
Llegamos
al aeródromo y pasa el auto delante de una fila de aviones. Me preguntan si los
conozco.
-Sí;
-les digo-, son Me-109 con hélice tripala de paso variable, equipados con
ametralladoras y un cañón en el buje de la hélice.
Tenemos
muchos más de los que usted ve aquí. Aquellos otros Messerschmitt, más
anticuados, van a ser substituidos todos por estos más modernos.
Me
llevan a la casa donde precisamente me incorporé yo a Aviación. Allí había
cuatro o cinco altos oficiales alemanes y, según me informaron, uno de ellos
era el jefe de la Legión Cóndor.
Me
preguntaron si hablaba alemán y les respondí que no: lo que no era cierto pues
lo había estudiado cuatro años.
-
¿Sabe usted algún otro idioma, además del español?
-El
francés, -les contesté.
Seguidamente
empieza el minucioso interrogatorio en alemán, que yo entendía antes de que un
intérprete me lo repitiese en español. Fue un Currículum Vítae mío.
Todo
lo que sabía o podía recordar: estudios, amigos, lugares de residencia,
etcétera, desde que tenía uso de razón. Llegamos al tema de la Aviación.
Me
preguntan cuándo me enteré de la orden del servicio que acabábamos de realizar.
Les respondí que este mismo día por la mañana. Nosotros, me dicen, lo sabíamos
desde hace dos días.
El
EM de usted se lo comunicó a Mendiola personalmente: Mendiola se lo comunicó a
las escuadrillas ayer, y usted se ha enterado esta mañana.
Es
más, continuó, el día . . . (no recuerdo la fecha) los mismos aviones
despegaron para bombardear nuestro aeródromo de la zona de Fraga, donde se
encontraban estos mismos
Los
Messerschmitt que usted ha visto aquí, pero antes de cruzar la línea del frente
se volvieron ustedes sin efectuar el bombardeo porque había muchas nubes bajas,
a pesar de que su parte meteorológico les había informado que estaba despejado.
- ¿No es cierto? -Yo les contestó que ese día no había volado y lo ignoraba. La
verdad era esa, que efectivamente no volé, pero sí era cierto todo lo que los
alemanes me dijeron.
Continuaron
diciéndome:
-El
día que nos trasladamos a este aeródromo de La Cenia, el Puesto de Observación
que tienen ustedes en... -me dijeron su nombre, pero no lo recuerdo- se lo
comunicó a sus jefes y por eso su EM ordenó el bombardeo. Los estábamos
esperando, pero lo cierto es que no creíamos que madrugasen tanto.
Por
eso había aquí tres patrullas de Heinkel 111 que despegaron antes de que
llegasen ustedes.
-Vuélvase
y mire en ese mapa si tenemos bien localizados todos sus aeródromos- Me volví
y, efectivamente, tenían bien ubicados todos nuestros aeródromos.
También
vi otros que ni siquiera conocía su existencia. Les dije que, efectivamente,
estaban bien localizados, pero que había muchos aeródromos de los cuales ni
siquiera conocía su existencia.
-Es
natural -me dijeron-, muchos de ellos, son de emergencia y no sirven para los
Katiuska.
-
Como ve -continuaron-, no nos interesa de su información más que el aspecto
personal suyo.
Yo
les había dicho antes, cuando me preguntaron si Mendiola volaba ese día, que
no. Ellos me contestaron:
-Aunque
no sepa usted que Mendiola volaba con ustedes, nosotros sabemos perfectamente
que unos aviones han salido de Figueras y otros de Celrá: que en Bañolas se han
unido al avión de Mendiola. Por cierto -continuaron- que la localización del
aeródromo de Figueras no era correcta, pero como ha podido comprobarlo usted
ahora, ya lo tenemos perfectamente ubicado.
No
cometemos el error de bombardear dos veces un aeródromo por otro.
Esto
también era cierto. Primeramente, nos bombardearon un aeródromo que había muy
cerca de donde vivíamos nosotros, pero que no tenía aviones. Salimos todos
corriendo de la casa.
Miñana,
a quien hacía pocos días le habían concedido la Medalla del Valor, corría que
se las pelaba. Yo iba detrás de él, también corriendo, gritándole:
-
¡Miñana! ¡Miñana! -¿Qué pasa? -me dijo sin dejar de correr-.
-¡Que
se te ha caído la Medalla del Valor! - Nos dio un ataque de risa tan grande que
tuvimos que pararnos.
Días
más tarde bombardearon el aeródromo de verdad. Según rumores que circularon por
la escuadrilla parece ser que la información la había proporcionado el jefe del
Camión-Taller que estaba allí, y que cuando fueron a detenerle y pidieron
información a Gómez, jefe de escuadrilla, éste, al igual que yo, contestamos
que no podíamos creerlo: que era un hombre cumplidor en extremo, hasta el punto
de que el día que tomaron tierra dos aviones con el tren plegado, uno lo
enviaron a la fábrica, y al otro lo reparó allí mismo, en el campo, trabajando
día y noche, en muy poco tiempo.
Ignoro
el resultado del interrogatorio a que fue sometido este excelente mecánico,
pero a juzgar por lo que vi y me dijeron en La Cenia, seguían disponiendo de un
perfectísimo sistema de espionaje.
Después
vino el interrogatorio informal. Dijeron a los pilotos de los Messers que
podían preguntarme todo lo que quisieran.
Hablamos
sobre la calidad y características de velocidad y maniobrabilidad de los
aviones que había en España. Fiat, Savoia, Heinkel, Katiuska, Mosca, Messers .
. .
Yo
les daba mi sincera opinión.
En
unas cosas estábamos de acuerdo y en otras, no. Era una discusión amistosa
defendiendo cada uno sus puntos de vista. Me preguntaron si deseaba ser
canjeado y les respondí inmediatamente que SI, con énfasis. Me dijeron que se
alegraban mucho de ello y que verían el modo de que, el canje se efectuase
antes de fin de año para que tanto ellos, como yo poderlo pasar con las
respectivas familias y compañeros.
Cené,
y muy bien, con los pilotos de los Messers. La mayoría hablaba español por
haber estado en España antes de nuestra guerra, como empleados en AEG, Siemens,
Telefunken, etc.
También
estaba con los alemanes un piloto español, de la misma escuadrilla de Morato,
natural de Sevilla y estudiante -lamento no poder recordar su nombre-.
Entre
salchichas de Frankfort y botellas de cerveza alemana me dijeron que estaban
muy enfadados con nosotros. Ante mi interrogativa mirada, me respondieron:
-Porque
el bombardeo que acabábamos de realizar estuvo muy mal hecho. Todos los
aviones, cómo yo había visto, habían quedado intactos, pero que habíamos
destruido su casa de niñas, que estaba en el Castillo. Si hubiese sido al
revés, podríamos estar de descanso con las niñas hasta que les llegasen otros
aviones de Alemania. Que éramos muy malos compañeros: que les tenía que decir
dónde teníamos situada nuestra "casa de niñas" para bombardearla
ellos, y fastidiarnos así igual que lo habíamos hecho nosotros. Al decirles que
nosotros no teníamos ninguna casa de niñas particular, me dijeron que eso era
un auténtico disparate, ya que de esa forma podríamos contraer enfermedades que
nos impedirían volar.
Que
ellos tenían las niñas con exclusividad, controladas tanto ellas como ellos por
el médico de la escuadrilla para evitar enfermedades venéreas.
Después
de la cena, y en un automóvil DKW, el piloto español de la escuadrilla de
Morato me llevó a Zaragoza. Los dos íbamos en la parte trasera y el chofer solo
adelante.
Hablamos
mucho.
De
los italianos hablaba pestes: me ganaba en insultos. Lo mejor que dijo de ellos
fue que eran unos hijos de puta. También me dijo que al final de la guerra tendríamos
que luchar juntos para echarlos a todos de España.
En
cambio, cuando le dije que los alemanes eran iguales, me respondió que no, que,
de ninguna manera, que eran totalmente distintos.
Los
alemanes eran unos perfectos caballeros y que les ayudaban en la guerra sin más
interés que el ideológico, pero que los italianos, no.
Antes
de llegar a Zaragoza me dijo: -Vamos a pasar por mi escuadrilla-. Recorrimos el
aeródromo y vi una larga, hilera de Fiat. Después pasamos al pabellón donde
dormían sus compañeros.
A
pesar de que eran las dos de la mañana los despertó a todos y pasamos al bar.
Tuve que beber una copa por invitación de cada uno de los pilotos, así que
acabamos medio trompas.
Me
dijeron que iban a tratar de que estuviese con ellos en la escuadrilla hasta
que llegase mi canje, aunque dudaban que pudiesen conseguirlo porque sus jefes
eran unos marranos.
Llevaban
ya mucho tiempo tratando de hacer igual que hacíamos nosotros con los aviadores
nacionalistas que caían en la zona republicana. Se extrañaron mucho de que
Rómulo Negrín y Redondo, hijo del alcalde de Madrid, estuviesen volando en el
frente. Comentamos el episodio de cuando derribaron a Redondo y éste les saludó
con el puño cerrado en alto mientras que su derribador, el Capitán Ángel Salas,
le saludaba con el brazo extendido mientras protegía su caída. También me
dijeron que Morato había ordenado que se protegiese contra los italianos a los aviadores
que caían en paracaídas, pues él vivía gracias a que un aviador republicano lo
protegió, cuando descendía en paracaídas, del ataque de otro caza italiano.
Verdad
o no, así me lo contaron.
Continuamos
el viaje hasta Zaragoza donde el piloto español me entregó a las Fuerzas del
Aire. Allí otro médico volvió a reconocerme el brazo, pues seguía con fuertes
dolores y apenas podía moverlo.
Se
trataba de una distensión muscular, como ya me lo habían dicho, que se curaría
en unos días, como así fue.
En
Zaragoza el Teniente Castillo, juez instructor, me hizo el interrogatorio:
repetición de mi vida desde que tenía uso de razón.
Estuve
en Zaragoza dos o tres días. Un día me visitó, para ver si me conocía, un
piloto que se había pasado hacía poco tiempo.
Se
llamaba Carrasco y era el piloto del Coronel don Antonio Camacho. Me dijo que
se había pasado a la zona nacional porque no le gustaba el régimen implantado
en la zona de la República.
Que
se había pasado solo pues no quiso hacerle una faena a su jefe, llevándolo a la
zona nacional, pues era, buena persona.
En
Zaragoza, como en La Cenia, me preguntaron si deseaba ser canjeado, para, en
caso afirmativo, comunicarlo a nuestras autoridades a través del Aero Club
francés y la Cruz Roja.
Dije
un SI muy grande.
Me
advirtieron que si era canjeado y volvían a cogerme prisionero sería fusilado,
pues ya no tendría excusa.
Esta
conversación fue motivada porque el Teniente Castillo, de palabra muy florida,
me preguntó cómo era posible que una persona culta, inteligente y muchas más
lindezas, como yo, no me había pasado a la zona nacional.
Le
contesté que ni siquiera se me había ocurrido pensarlo. Dio media vuelta y me
dijo:
-"Escriba
una Carta a su familia y démela".
Así
lo hice. En la carta decía a mi familia que se comunicase con mi escuadrilla y
con nuestras Fuerzas Aéreas y que solicitasen mi canje.
En
un automóvil que iba camino de Salamanca con un Capitán de Aviación de la
Escala de Tierra y su chofer, un Sargento de Aviación me llevó a Prisiones
Militares de dicha ciudad.
Comimos
los cuatro en Pancorbo y en Burgos tomamos café.
Había
nieve y yo no tenía mucho calor. El chofer, que era de las Islas Canarias, me
prestó su abrigo. Creo que entonces el que pasaba frío era él.
El
Sargento de aviación me entregó en las Prisiones Militares de Salamanca y el
director, previa toma de filiación, me pasa a la sala donde estaban los
aviadores, republicanos.
Estaban
en la cama medio dormidos y saludo:
-¡Buenas
noches, muchachos!
Al
oír mi voz, exclama sorprendido Pazos:
¿Y
tú qué haces aquí? -Lo mismo que tú-, le contesto.
-Cojones!
¿Siempre tienen que venir donde estoy yo! Me vas siguiendo por todos los
sitios.
Preguntas,
más preguntas y contestaciones: en fin, toda la noche sin apenas dormir. Ya soy
un aviador rojo.
Hablamos
del canje. Todos lo han solicitado y unos esperan salir de un momento a otro:
Se
acerca la Nochebuena y están preparando una celebración extraordinaria.
Para
obtener dinero, en la prisión de Salamanca instalaron un verdadero taller
particular donde fabricábamos peines de asta de toro que vendíamos, a 2, 3, 4 y
6 pesetas, según tamaño.
En
una habitación, aparte teníamos limas, pelos de sierra, escofinas, escoplos,
infiernillo de gasolina, sosa para cocer los cuernos, y "la máquina
infernal", una sierra circular de construcción casera que por medio de una
manivela, correas y poleas hacíamos girar por turnos para poder hacer las púas
de los peines. Con los pitones de los cuernos hacíamos Katiuskas y Moscas, que
también los vendíamos a 25, 30 o 40 pesetas cada uno, según resultaban.
Trabajábamos
para obtener dinero, pero una vez conseguido lo suficiente para comprar tabaco,
alguna botella de coñac, algo de comida extra y las cosas de aseo necesarias,
nos dedicábamos a gastarlo, sin trabajar. Por regla general, trabajábamos
haciendo peines: unos ocho o diez días al mes, pues tampoco pretendíamos
establecer una industria de peines.
Recibimos
una carta de San Sebastián en la que nos encargaban les suministrásemos no sé cuántos
miles de peines a razón de más de mil mensuales. No aceptamos.
En
Prisiones Militares de Salamanca la mayoría de los que había eran suboficiales
del ejército nacional: legionarios, moros, etc. presos por robar, faltar a las
guardias, violaciones: en fin; gente indeseable.
También
estaban allí dos falangistas condenados a muerte, seguidores de Hedilla: uno
llamado Daniel López, gran muchacho, y el otro, cuyo nombre no recuerdo, era el
lugarteniente de Hedilla, ambos jefes de Falange. Como nosotros, tenían
habitaciones separadas del resto de los presos.
También
había un alemán de las Brigadas Internacionales que apenas hablaba con nadie;
sólo de cuando en cuando con nosotros que le dábamos tabaco; bastante mayor y
que, según decía, había recorrido casi toda Europa huyendo de Hitler.
También
estaba un comisario político, sevillano, que mi maldita memoria no consigue
recordar su nombre y que era precisamente el jefe de nuestro taller o fábrica
de peines:
Buen
elemento. Creo que, al igual que el alemán, estaban en Prisiones Militares en
vez del campo de concentración en que estaban los demás prisioneros por
considerarlos más peligrosos; para los nacionales se entiende.
Llega
la Nochebuena: preparamos nuestra mesa para la cena con aperitivos con nombres
adecuados a nuestra situación.
Confeccionamos
nuestro "menú": pusimos tarjetas con títulos nobiliarios en los
sitios de cada uno. A eso de las seis y media de la tarde entra el vigilante de
la prisión con varios paquetes para los aviadores rojos:
Nos
los entrega y vuelve a aparecer con paquetes, más paquetes y cestas para los
aviadores rojos... ¿Quién o quiénes los envían? -preguntamos-. Nadie nos da
ningún nombre.
Nunca
sabremos quién envió aquellos obsequios que nos hicieron llorar de emoción y
que aún hoy se me saltan las lágrimas al recordarlo.
De
los obsequios recibidos sólo sabemos el que nos envió una chica llamada Elena
Vicente y sus hermanas y madre; que nos lavaban la ropa desinteresadamente: nos
daban conversación, cuando se podía, a través de una ventana: nos repetían el
parte de guerra de la República. También nos informaron que los nacionales
habían fusilado a su padre enfermo y a su hermano por ser de la UGT.
Con
uno de los paquetes llega el director de la prisión y nos dice:
-Tengan
ustedes. Estoy viendo que hay más rojos en Salamanca que en la zona de ustedes-
¡Quizás no se equivocase! Lo mismo se repitió el día final del año.
Salieron
canjeados unos cuantos antes de finalizar el año y se incorporó a nuestras
filas Gallardo. Quedamos allí Pazos, Gallardo, Saturnino R. de Momblona y
Tundidor, piloto que volando una avioneta, porque no servía para otra cosa,
tomó tierra en zona nacional porque al ver a unos soldados con boinas rojas
pensó, según dijo, que eran Internacionales.
Este
mismo piloto fue el causante de que estuviese en la cárcel el piloto de otra
avioneta que iba junto a él, y que era de Salamanca, al informar su filiación
política.
Como
en muy pocos días se habían marchado casi todos, solicitamos permiso para escribir
una carta a Mendiola, carta que en mal momento firmamos todos, como más delante
se verá por sus resultados.
No
recuerdo las palabras exactas que le dije -la carta la escribí yo- pero el caso
es que decía, más o menos: "para volver a estar con nuestros
compañeros"-.
Un
día se presentó el Teniente Castillo diciéndonos que hacía varios días que se
había recibido la contestación de Mendiola, pero que había estado dudando si
sería conveniente entregárnosla o no.
Que
había leído, naturalmente, la carta que nosotros le habíamos enviado y que no
comprendía la actitud ni la contestación de nuestro jefe. La carta que nos
entregó, y que supongo la conservará Plácido Pazos todavía, decía, después de
comunicarnos su alegría al tener noticias nuestras, lo siguiente:
-No
esperaba menos de tan buenos camaradas que viendo su patria ultrajada por la
invasión extranjera, piden volver con sus compañeros para seguir luchando hasta
el exterminio del fascismo en España.
El
resultado final fue una mayor condena "por observar una conducta de
perfecto marxista durante su estancia en Prisiones Militares de Salamanca"
Copia de mi sentencia a veinte años y un día después de la petición de pena de
muerte.
Hubiésemos
preferido una carta menos exaltada y una acción más eficaz para conseguir
canje.
Cuando
los nacionales se acercaron a Barcelona leímos en la prensa de Salamanca que 75
aviadores nacionales que los rojos tenían prisioneros en el Castillo de Montjuich
habían cruzado ya la frontera y se había hecho cargo de ellos al Aero Club
francés. Nuestras esperanzas de canje se disiparon. Al Teniente Castillo le
preguntábamos por las gestiones de canje y nos decía que los rojos pedían siete
aviadores por cada uno de los nacionales.
Yo
le contesté que sería exactamente al revés, ya que ¿cómo van a pedir si sólo
quedamos aquí cuatro? No supo qué responder por que era la realidad.
Parece
ser que a nuestros jefes también les importaba un comino nuestro destino. En el
año 1944 salí de la cárcel. Había entrado en ella con 22 años recién cumplidos.
Fuente:
http://www.errepublika.org