17 de julio de 2021

UN VUELO ESPECIAL

 


 

Por Salvador Tomás Rubio

 

Desierto amigo,

de mi mano a tus arenas

hoy quise cambiar

bombas por poemas.

Y las palabras brotaron

de mis labios

como savia fresca.

 

Fue un día del mes de marzo de un ya lejano 1968. Mientras empujaba los mandos de gases a la posición de alta potencia de despegue y el mecánico de vuelo iba “cantándome” la lectura de los parámetros del panel de instrumentos, todo el cuerpo se nos iba llenando con las vibraciones de los 1.600 HP de cada uno de los motores de mi bombardero Heinkel 111, coloquialmente conocido como “Pedro”.

 


 

La pista fue rápidamente separándose de nosotros a 250 Km. por hora, iniciándose lo que debería ser una misión más de bombardeo sobre las arenas del desierto.

 

– ¡Tren arriba!…… Arriba y blocado.

– Presión de turbo a 0,65……. Ajustada.

– ¡Flaps arriba! …… Arriba y comprobados.

– 2.500 revoluciones…… Ajustadas.

– Reduciendo turbo a 0,5 …… Reducido.

– Velocidad de ascenso 240 Km./hora.

 

Las órdenes se emitían y contestaban con la precisión matemática de quien ha repetido los mismos procedimientos cientos de veces. Al unísono, el avión obedecía dócil a mis requerimientos de mando, como si sus 14 toneladas al despegue solo fueran realidad en su hoja de características. Pronto la tierra dejó paso al mar bajo las alas y con un suave “tirón” de la palanca comenzamos a trepar en busca del nivel de vuelo previamente establecido.

 

– Pedro tres, en el aire a las cero seis cero ocho horas – Informó por radio la torre de control de Gando.

 

– Autorizado viraje a la derecha y paso a frecuencia de formación. ¡Buen vuelo!

 

– Pedro tres, recibido. Gracias.


 

 

La bella costa de la isla de Gran Canaria se iba quedando atrás mientras mi vista resbalaba mecánicamente por el motor y ala izquierda de la aeronave, hasta detenerse en la lejana ciudad de Las Palmas. Traté de localizar mi casa y pensé en mi mujer, adormecida todavía, intentando dar el primer biberón del día a nuestro hijo recién nacido. Tan solo hacía unas semanas cuando, al regreso de una misión de bombardeo similar a la de hoy, vi llegar corriendo hasta mi avión apenas parados sus motores, a un soldadito de mi escuadrilla para avisarme todo nervioso que en esos momentos yo estaba siendo padre.

 

¡Cuántas caras de asombro debí despertar en el hospital cuando vieran pasar, corriendo como una exhalación, a un joven despeinado y sudoroso dentro de un mono de vuelo “color naranja”! Y debía estar, sin darme cuenta, riéndome en voz alta al recordarlo en ese momento, porque el mecánico dándome con el codo me dijo pegando su boca a mi oído con el fin de hacerse oír por encima del rugir de los motores: “Cuéntanos el chiste y nos reiremos todos”.

 

Hasta cinco grandes petroleros podían verse haciendo espera para entrar al puerto de la Luz con sus tripulaciones, imagino, ansiosas por bajar a tierra, después de largas singladuras en la mar, y poder bañarse en las plácidas aguas de la playa de las Canteras de dorada arena, o sentarse a refrescar sus trabajados cuerpos bajo las palmeras del parque Santa Catalina.

 

– Pedro uno a escuadrilla. Rumbo uno, cero, cero grados (Llegó por la radio la voz del jefe de la formación).

 

– Reunión en formación abierta.

 

– Pedro tres, recibido.

 

La orden me volvió a la realidad. Aumenté la presión del turbo. Ajusté compensadores. Varié diez grados mi rumbo e intenté acercarme al resto de los bombarderos para ocupar mi posición a la izquierda del jefe lo más rápidamente posible. Con los otros dos Heinkel a la vista cerrando la formación moví sabiamente mi cuerpo en el asiento de pilotaje buscando la postura más cómoda. Teníamos por delante 200 kilómetros hasta la costa de África y otros 100 más hasta alcanzar nuestro objetivo situado en el Sanguia el-Hamra, que era el uidian más importante del antiguo Sahara español. Un uidian es un lecho de río que solo se forma cuando ha habido tormentas.

 

Con el avión compensado, los motores “redondos” y en la cómoda situación de una formación abierta, dediqué un tiempo a observar la tripulación que me había sido asignada para esta misión. Con unos había volado más veces que con otros, pero todos eran viejos conocidos. El mecánico se afanaba, en esos momentos, por cambiar el combustible al depósito más lleno, previniendo, al ser un vuelo de larga duración, el desequilibrio del avión por un exceso de combustible en alguno de los depósitos. Enjuto de rostro y cuerpo, la nariz y mejillas ligeramente coloreadas y delatoras venillas fruto de una afición tal vez excesiva a empinar el codo. ¡Quién le iba a decir en esos momentos que meses más tarde compartiría conmigo un amerizaje forzoso, afortunadamente sin víctimas, frente a las costas canarias del pueblo Castillo del Romeral! Hombre de pocas palabras, sentencioso y flemático, algún problema pasado, del cual seguramente el alcohol no estaría muy lejos, lo tenía postergado en sus ascensos militares. No obstante, gozaba de mi total confianza como profesional.

 

A mi derecha, el bombardero, acurrucado en la dureza de su asiento, intentaba recuperar el sueño interrumpido a una hora tan temprana. Sabía que no se requerirían sus servicios hasta la proximidad del objetivo y sus muchos años de “mili” le habían enseñado a aprovechar el tiempo. Siendo para mí el menos conocido, recordaba, no obstante, haber volado con él al menos dos o tres veces. Era, con mucho, el de mayor edad de la tripulación, rozando los 50, ligeramente obeso y de expresión simpática, había demostrado en el chequeo pre-vuelo una actividad y meticulosidad impropia de su aspecto. Uno por uno había revisado los fosos de las bombas comprobando colocación y anclaje. En esta ocasión íbamos al completo, 3.000 Kg. de explosivos repartidos en dos bombas de 500 kilos, cuatro de 250 Kg. y el resto de 100 Kg. Rompedoras, incendiarias, metralla… toda una variada colección de muerte.


 

Gráfico representativo de la trayectoria de vuelo

 

No olvido comprobar circuitos en vacío y una por una verificó las ametralladoras de las góndolas, superior e inferior traseras, así como el cañón de proa. Después, satisfecho de la inspección, nos gastó un par de bromas con respecto a la mala suerte que tenía al verse obligado siempre a volar con una tripulación de niños. Subió al avión y se preparó para una larga siesta.

 

– Pedro uno a formación. Nivel de vuelo a 3.500 metros. Crucero económico.

 

– Pedro tres, recibido.

 

Mi atención volvió a concentrarse en el avión para ejecutar los ajustes necesarios. Bajé el “morro” y compensé. Aflojé la palomilla de los gases para un 0,3 de turbo y un paso de 2.500 vueltas. Volví a compensar en dirección y profundidad y con un vistazo de reojo a los instrumentos sincronicé “a oído” las hélices. El mecánico se permitió un retoque a mis ajustes, moviendo “un pelín” los gases. De sobra conocía yo ese gesto. Era su forma de decirme que los motores eran cosa suya. Después, sacándose un “Coronas” se dispuso a fumar relajado su primer cigarrillo del día.

 

Huyendo de las profundas bocanadas de humo que me llegaban por oleadas, volví la cara hacia la cola del avión y, a través, del estrecho pasillo que dejaban los fosos de las bombas, vi las piernas del radiotelegrafista colgado del alto asiento de su puesto como ametrallador en caso de combate, lugar donde gustaba sentarse habitualmente, siempre que no tuviera que realizar alguna transmisión. Era “el radio” un joven de mi edad aproximada, con quien salía frecuentemente por las noches antes de casarme. Andaluz socarrón y divertido, había pasado demasiado deprisa del árido campo de su tierra natal al abonado campo de las liberales turistas suecas y alemanas. Plantó a su novia de toda la vida nada más ser destinado a las islas Canarias y ahora se dedicaba en cuerpo y alma a coleccionar vikingas, intentando batir no sé muy bien que récord personal. El volar lo transformaba en un ser seco y taciturno, cumplidor a rajatabla, pero no recobraba su habitual alegría hasta que tomando tierra repetía su estribillo favorito: “Esto de volar es muy bonito, pero debería estar reservado solamente a los pájaros”. Siempre creí que mantenía su plaza en vuelo únicamente por dinero.

 

A lo lejos ya se comenzaba a ver la franja marrón típica de la costa del Sahara. Realmente mis pensamientos habían acortado la conciencia del tiempo de vuelo. Comprobé el rumbo con la marcación del radio-compás sintonizado con El Aaiun (hoy llamado Laâyoune, en el proceso de marroquización del territorio perdido tras la “marcha verde”). Aproximé mi avión a la posición correcta de formación, que había perdido en la relajación del largo vuelo, y me dispuse a comprobar en las cartas de navegación, una vez más, la situación exacta del objetivo. 



Sobre el mar.  Vista desde cabina


Entrar en vuelo en el Sahara procediendo del mar es una experiencia difícilmente olvidable. El contraste es tan brutal que sobrecoge siempre. Se llenan los ojos de ocres arenas y distancias eternas, de horizontes profundos y cegadora luz. El desierto se odia o se ama, pero nadie puede permanecer indiferente ante él.

 

Entrar en vuelo en el Sahara

 

Yo fui uno de los muchos a los que marcó con un sentimiento ambivalente de atracción/rechazo del que nunca pude desprenderme del todo. La zona costera está formada por una larga franja arenosa con dunas llamada erg, que cambia imperceptiblemente de forma y posición al arbitrio de los fuertes vientos, el irifi o alisio, que en determinadas ocasiones provoca tempestades de arena conocidas como siroco. En personas sensibles o poco acostumbradas el siroco lleva a enervar el sistema nervioso llegando, incluso, a provocar enajenación mental. Pues bien, dentro de esta zona arenosa se encuentra la ciudad de El Aaiun, con su pequeño puerto artificial y blancas casas de bóvedas semiesféricas. Atractiva ciudad, capital de la entonces provincia española. Comercial y administrativa. Cuartel y solaz de tropas nómadas.

 

– Torre del El Aaiun de formación Pedro.

 

– Adelante formación Pedro para El Aaiun.

 

– Procedente de Las Palmas en vuelo táctico al interior, autorización de sobrevuelo.

 

– Autorizado. No hay tráfico reportado. Cielo despejado. Viento de tres cinco cero grados, dos cinco nudos. QNH 1020.

 

– Gracias Aaiun. Contactaremos al regreso. Corto y cambio.

 

– Recibido. Buen vuelo.


 

Heinkel en formación

 

Con las últimas casas de la urbe mezcladas con los grig de típicas jaimas, cerca de las cuales se podían ver pequeños rebaños de cabras y algún dromedario, fuimos dejando atrás lo que para muchos significaba el último reducto civilizado antes de adentrarse en la terrible hamada o llanura, de suelo duro e intensamente erosionado por los vientos, que forma la mayor parte del Sahara.

 

Con un gesto indiqué al mecánico que fuera despertando al bombardero y este, sin muchos miramientos, zarandeó su hombro hasta ver que abría los ojos sobresaltado. A la muda pregunta, ¿qué pasa? Le contesté señalando con un dedo de mi mano el desierto que se extendía ante la enorme cristalera del morro del avión. Su experiencia le hizo interpretar rápidamente el gesto y tras identificar la zona sobrevolada, estiró sus brazos y piernas rematando con un fuerte bostezo.

 

Hacía poco que habíamos dejado a la derecha la cinta transportadora de mineral que, desde los yacimientos de Uad Bu Craa, lleva los fosfatos al puerto de El Aaiun.

 

El Aaiun

 

Uad Bu Craa. Mal recuerdo guardo de este lugar. ¿Cuánto tiempo hacía? Dos, tres años. Volaba yo entonces en la escuadrilla de C-6 de apoyo aeroterrestre en una de las diarias misiones de reconocimiento de fronteras. Teníamos que hacer el triángulo Cabo Bojador, Guelta Zemmur (en la frontera con Mauritania), Fos Bu Craa, El Aaiun. Veníamos cansados de un monótono vuelo cuando al sobrevolar las minas de fosfatos quisimos despabilar nuestro aburrimiento y alegrar los ojos del personal que en ellas trabajaban, dando unas impresionantes “pasadas” con algún que otro “toneau” o rizo de salida. Creo recordar fue en la segunda pasada cuando al pretender salir de entre un grupo de edificios, a la altura de cuyos tejados me había bajado, encontré un alto poste de tendido eléctrico o telefónico, ¡quién sabe!, obstruyéndome totalmente las posibilidades de maniobra. Solo tenía una alternativa, colocar mi avión con las alas perpendiculares al suelo e intentar pasar “de canto” entre el poste, las casas, los cables y el suelo. Inmediatamente enderezar, tirar de la palanca al pecho y esperar el milagro. Todo en dos segundos y a 450 Km. por hora. ¡Nunca tan poco tiempo fue tan importante para alguien! El solo recuerdo perla mi frente y acelera los latidos del corazón.

 

– Bombardero a piloto. Posición actual y distancia estimada al blanco.

 

– Piloto a bombardero. Sobre El Hamra, a quince minutos del objetivo.


 

Vista desde la cabina. foto: Ejército del Aire

 

La actividad había vuelto a mi tripulación. El mecánico manoseaba los fusibles, ponía las bombas auxiliares de combustible, efectuaba un nuevo cambio de depósitos, comprobaba instrumentos de motor y apagaba su décimo cigarrillo. “El radio”, que se había acercado momentos antes a la cabina de vuelo para charlar con “el bombardero”, lo sentía ahora en su puesto recibiendo en HF el último parte meteorológico de la zona. Y “el bombardero”, en su asombrosa transformación, tumbado boca abajo en la camilla de su puesto de combate, ajustaba el visor, medía la velocidad sobre el suelo, corregía la incidencia del viento y por enésima vez repasaba los dispositivos eléctricos de disparo.

 

A mi derecha el suelo, que se había ido elevando suavemente desde la costa, empezaba a dibujar en el horizonte las primeras estribaciones del Adrar, montaña rocosa de 2.470 metros de altura, ya en las proximidades de Smara. Esta es la ciudad santa del pueblo saharaui, camitas de religión musulmana. Aún puede verse en Smara restos de una hermosa Mezquita centro de peregrinación del musulmán pobre sabedor que no podrá hacerlo nunca a la Meca. Nuestro objetivo, pues, estaba muy cerca, pero era casi imposible abstraerse de la salvaje belleza que llenaba mis ojos, no por tantas veces contemplada menos intensa.

 

Fue entonces cuando surgió la pregunta. La voz del bombardero, tumbado casi a mis pies, me sobresaltó y sorprendió al mismo tiempo.

 

– Jefe, ¿es verdad que eres poeta?

 

– ¿Se puede saber a qué viene esa pregunta… y en este momento? Debí contestarle.

 

– Bueno, no te molestes, pero alguien lo ha ido diciendo en el escuadrón, incluso alguno asegura haber leído algún poema tuyo.

 

– ¡Jamás me hubiera atrevido a calificarme como poeta por haber escrito cuatro versos en un día de arrebato romántico! Maticé.

 

– ¿Qué puede inspirar el desierto a un poeta? Terció el mecánico, que de esta forma se incorporaba a la conversación.

 

– ¿Podrías recitar un verso ahora? Insistió el bombardero provocando. Nunca he visto a un poeta en acción.

 

Con todo ello no puede menos que reír con fuerza. ¡Qué absurdo desatino! En medio del desierto, a 4.000 metros de altura, a punto de soltar varias toneladas de bombas, unos hombres duros, curtidos por la vida y a quien nada en su aspecto, profesión o cultura, podrían relacionar con sensibilidades espirituales, estaban pidiendo un poema.

 

Mi vista barrió el horizonte como buscando explicación a los sentimientos despertados. Ante mí se desplegaba El Tiris, meseta central del Sahara, cortada por las curvas arenosas del uidian Sanguia El-Hamra. Salpicadas sus secas orillas por una escasa vegetación de leñosos arbustos llamados tarfas. Y rompiendo la monotonía del terreno, de vez en cuando, un cerro aislado de granito. Y fue uno de esos gueis de bruscas pendientes y orgullosas formas lo que hizo despertar en mí unos entrañables versos aprendidos tiempo atrás, para regar con ellos el desierto. Y las palabras brotaron de mis labios como savia fresca…

 

 



A UNA ROCA

 

Flor inmóvil y eterna.

Piedra dormida bajo el sol y el cielo.

Lágrima silenciosa de la tierra.

Estrella solitaria en el desierto.

Te has quedado en mitad de la llanura

como un pájaro muerto.

¡Quién pudiera esculpir sobre ti, roca,

con el cincel del viento,

un corazón que, pese a su dureza,

diese un poco de luz a tu destierro!

 

– Pedro uno a escuadrilla. Formación de combate. Objetivo a un minuto.

 

– Pedro tres, recibido.

 

– Bombardero a piloto. Compuertas de lanzamiento ABIERTAS y circuitos de disparo CONECTADOS.

 

– Piloto a bombardero. ¿Objetivo a la vista?

 

– Bombardero a piloto. A LA VISTA.

 

– Bombardero a piloto. DOS GRADOS A LA DERECHA.

 

– Bombardero a piloto. REDUCE VELOCIDAD.

 

– Bombardero a piloto. MANTEN EL RUMBO.

 

– ¡BOMBAS FUERA! ……. Comprobando y cayendo.

 

– ¿Trayectoria?

 

– Correcta ……. ¡¡BLANCO!!

 

– Bombardero a piloto. Luego lo confirmará la fotografía, pero te apuesto que el 70 % está dentro.

 

– Piloto a tripulación…… ¡Enhorabuena a todos!

 


 

Sé que fue la brusca sacudida del avión, al sentirse liberado de 3.000 Kg. de peso de un solo golpe, lo que me devolvió a la realidad. Los últimos minutos había volado mecánicamente. Mi cerebro ordenando a mis manos, pero mi corazón muy lejos.

 

El amplio viraje que nos devolvía rumbo a la costa nos hizo pasar por encima de una manada de gacelas que, corriendo despavoridas, huían del pavoroso estruendo que habíamos ocasionado en el silencio de la llanura. Viéndolas correr atormentadas hubiera querido decirles en hassanía, que es el dialecto de su tierra, que hoy unos hombres que tenían en sus manos el poder de la muerte, habían querido, por unos instantes, cambiar bombas por poemas.

 

(En recuerdo del poeta VICENTE GARCÍA DEL REAL de quien tomé prestado unos versos para regar con ellos el desierto.)

 

Fuente: https://www.hispaviacion.es