Carga de bombas a un He 111E de la Legión Cóndor. Fotografía del German Federal Archive. aviación guerra civil cóndor
Antesala de la Segunda Guerra Mundial, la Guerra Civil española demostró al mundo el mortífero poder que había alcanzado la aviación. Las ciudades se convirtieron en objetivo militar.
Por
Joaquín Armada
Los Ju-52 alemanes llevan días y noches atacando Madrid cuando el periodista y escritor Arturo Barea recuerda asqueado una visita al aeródromo de Getafe muchos años antes, durante el reinado de Alfonso XIII. Allí, un técnico alemán le describió cómo el cuatrimotor comercial que presentaba –un Junkers G-38– podía convertirse en pocas horas en un bombardero. “Era tan fácil lanzar bombas sobre ciudades indefensas: se desatornillan unos falsos remaches y se atornillan las patas de ametralladoras o las perchas para las bombas...”. Fue así, como cuenta Barea en la novela autobiográfica La llama, con aviones de transporte reconvertidos artesanalmente en bombarderos, como empezaron los ataques a las ciudades y pueblos españoles nada más estallar la Guerra Civil.
Cuando
el 17 de julio tuvo lugar la sublevación contra el gobierno de la República no
existían bombarderos en España, pero los dos bandos no tardaron en transformar
los contados Fokker F-VII y Douglas DC-2 de que disponían. Ignacio Hidalgo de
Cisneros, jefe de la aviación republicana, describe en sus memorias la
improvisada y mortífera chapuza: “La instalación que hicimos fue muy simple:
quitamos la puerta del fuselaje y pusimos, en la parte baja del hueco, una
rampa de madera como las que empleaban las lavanderas, bien encerada. Sobre
ella colocábamos una bomba de cien kilos. El observador, con su visor, iba en
la cabina del piloto. Cuando calculaba que el avión estaba pasando por la
vertical del objetivo, levantaba un brazo. A esta señal se empujaba la bomba
con el pie, haciéndola deslizar por la rampa”.
Más
que a patadas, las bombas se tiraban en los primeros días a mano... y a ojo.
Los dos bandos decidieron atacar desde el principio las ciudades del enemigo.
El 17 y 18 de julio, los improvisados bombarderos republicanos atacaron Ceuta,
Larache, Melilla y Tetuán. Su objetivo fueron los cuarteles de los militares
sublevados, pero en Tetuán las bombas provocaron numerosas víctimas entre la
población local. Pronto los sublevados contaron con auténticos bombarderos. El
primer Ju-52 alemán llegó el 29 de julio. Al día siguiente, Mussolini envía a
Franco 12 bombarderos S-81. Los Junkers, que pronto superan la veintena, se
utilizaron primero para el decisivo puente aéreo que permitió que el ejército
de África burlara la vigilancia republicana del Estrecho. Pero conforme dejaron
de ser necesarios como transporte, los trimotores se reconvirtieron en los
bombarderos que Junkers había soñado.
En
las zonas franquistas muchos son ejecutados como represalia por las víctimas de
bombardeos. En las republicanas las represalias no son oficiales, pero sí
superiores.
A
pesar de la precariedad de las técnicas empleadas, los ataques causaron
víctimas civiles desde el primer momento. Ambos bandos carecían de los cazas y
cañones antiaéreos necesarios para defender sus pueblos y ciudades. Lejos de
llegar a un acuerdo que parara los ataques, recurrieron al terror. Con los
primeros bombardeos llegaron los asesinatos de presos políticos. En la España
sublevada, las autoridades militares aprobaron bandos anunciándolos. Ocurrió en
Granada tras el primer ataque en la noche del 29 de julio. El anuncio no frenó
los bombardeos. Solo en agosto, la ciudad sufrió 23 ataques, que provocaron 26
muertos y 97 heridos. Como represalia por el ataque del 6 de agosto, 20 presos
políticos son ejecutados.
“Te
escribo impresionado por lo que está ocurriendo aquí –anota Manuel Fernández
Montesinos, cuñado de Federico García Lorca y alcalde republicano de Granada,
preso en la cárcel de esta ciudad– desde hace varios [días] y esta noche ha
continuado: el fusilamiento de presos como represalia por las víctimas de los
bombardeos”. En la España republicana las represalias no son oficiales, pero sí
muy superiores. Las “sacas de presos” se producen casi después de cada gran
ataque. En Málaga, 270 personas fueron ejecutadas entre agosto y septiembre.
Más de 200 en Cartagena entre agosto y octubre. En Guadalajara 280, cuando una
multitud asalta la cárcel tras un bombardeo que mató a 18 personas el 6 de
diciembre de 1936.
Para
entonces, los aviones franquistas llevaban semanas bombardeando Madrid. Los
cazas y bombarderos italianos y alemanes daban a los sublevados una abrumadora
superioridad aérea que aprovechan en su avance imparable hacia la capital. El
30 de octubre de 1936, un Ju-52 bombardeó una escuela en el centro de Getafe y
mató a 60 niños. Arturo Barea, censor de las crónicas de los corresponsales
extranjeros en Madrid, quiere difundir las imágenes de los niños muertos para
lograr una condena internacional. Su jefe, asustado por el imparable avance de
las tropas franquistas sobre Madrid, quiere destruirlas, pero Barea se niega:
“Había un chiquitín con la boca abierta de par en par en un grito que nunca
acabó. Me pareció como si Hidalgo, en su miedo, estuviera asesinando de nuevo a
estos niños muertos”. Las fotos serán publicadas. Finalmente, Madrid no caerá,
pero se convertirá en la primera gran ciudad europea bombardeada de forma
sistemática.
Vivir
bajo las bombas
Siempre
que aparecen aviones en el cielo de Madrid hay grupos de madrileños que se
quedan en las esquinas siguiendo con la vista sus evoluciones con la esperanza
de que sean de la República y no de los franquistas. “¡Son nuestros, son
nuestros!” –grita entusiasmado un optimista–. “¡Qué van a ser nuestros, si son
seis!”. “¿Es que no tenemos nosotros seis aviones?”. “¡Que te crees tú eso!”.
Manuel Chaves Nogales incluye esta conversación en La defensa de Madrid, un
extenso reportaje escrito en 1938 a partir de las notas que el periodista tomó
durante el largo noviembre de 1936, el mes en el que la capital estuvo a punto
de ser conquistada por las tropas franquistas.
Aunque
el primer gran ataque ocurrió en la noche del 27 de agosto, fue a partir del 23
de octubre cuando los Ju-52 iniciaron el bombardeo diario de la ciudad. Sin
cazas ni artillería antiaérea que les haga frente, los lentos trimotores
bombardean cuándo y dónde quieren. Y lo hacen con total impunidad hasta que, en
la primera semana de noviembre, entra en combate la primera escuadrilla de
cazas soviéticos, pronto bautizados por los madrileños como “Chatos”. “Desde
septiembre no hay corridas –escribe Jorge Martínez Reverte en el ensayo La
batalla de Madrid–. Las sustituyen los combates aéreos que, además, son
gratis”. Es un entretenimiento mortal que se repetirá en las otras grandes
ciudades bombardeadas –Barcelona, Valencia, Alicante–, pese a las advertencias
oficiales del peligro.
En
los primeros días, los motoristas avisan con sus bocinas del inminente ataque y
se improvisan refugios en los sótanos de los grandes edificios. El bombardeo se
intensifica en noviembre. Las colas para comprar los alimentos racionados se
convierten en un terrible imán para las bombas. Los pícaros aprovechan la huida
de las mujeres para ponerse los primeros. Día a día, “Madrid fue teniendo
aspecto de boca estropeada, con enormes caries [...] las bombas –anota en su
diario el escritor José Moreno Villa– caían sobre iglesias, edificios de
administración, casas humildes, plazas públicas, escuelas y palacios
indistintamente”. Solo el gran barrio burgués, Salamanca, se salva del ataque.
En el resto de la ciudad, los vecinos aprenden qué acera evitar, duermen
vestidos, tapan las ventanas y colocan sacos de arena en los descansillos de
las escaleras para apagar los inevitables incendios, mientras las estaciones de
metro se llenan de familias enteras que viven en los andenes.
La
“intimidación por bombardeos aéreos”, objetivo del ataque, como reconoce el General
Alfredo Kindelán, jefe de la aviación franquista, fracasa. Porque entre los
vecinos se extiende el miedo, pero también el odio al enemigo y un macabro
sentido del humor. Los madrileños bautizan a la muerte “la Pepa”, y no tardan
en encontrar apodos para los aviones atacantes. Llaman a las escuadrillas de
Ju-52 “las tres viudas”; “el churrero” al bombardero del amanecer; “la burra de
la leche” al de la madrugada. Cuando el bombardeo es casi continuo, los nombres
se reducen a “Otto” y “Fritz”, protagonistas de los chistes alemanes. “Ya se ha
marchado Otto; ahora vendrá Fritz”, escribe Chaves Nogales recordando las
conversaciones en las calles. Los apodos cambiarán en cada ciudad. Los
bilbaínos, con un humor que no ha cambiado en siglos, bautizan a los Ju-52, el
mayor de los bombarderos franquistas, como “Pajarito”. Pero en otras pequeñas
ciudades no hay tiempo para motes. El bombardeo es tan terrible que destruirá
la ciudad en un solo día.
El
bombardeo italiano de Barcelona en marzo de 1938 demostraría al mundo que
bastaba un puñado de aviones para aterrorizar una gran ciudad.
El
infierno de Guernica
“Guernica
fue... Hoy no es más que brasa y cenizas”. Así resumía Telesforo Monzón, el
consejero de Gobernación del ejecutivo vasco, cómo había quedado la villa
vizcaína tras el terrible bombardeo de la Legión Cóndor. El telegrama, dirigido
al gobierno republicano, mostraba el terror que tenía el gobierno vasco a que
Bilbao quedase reducida a un puñado de humeantes esqueletos de hormigón. Los
bombarderos alemanes e italianos habían destruido el casco viejo de Durango el
31 de marzo provocando 250 muertos, pero la destrucción de Guernica fue muy
superior. En solo unas horas, cerca de cuarenta aviones arrasaron el 75% de la
villa, en una demostración de terror aéreo insólita en la historia hasta aquel
26 de abril de 1937.
Era
lunes, día de mercado, cuando, a las cuatro y media de la tarde, la campana
mayor de Guernica avisó de la llegada de los primeros bombarderos, tres
trimotores S-79 italianos. Los siguientes ataques, al menos cuatro oleadas,
estuvieron íntegramente formados por bombarderos alemanes de la Legión Cóndor,
entre 17 y 19 Ju-52 y tres bimotores (He-111 o Do-17), más 13 cazas que
realizaron varias pasadas ametrallando a aquellos que intentaban huir. Por
primera vez, los alemanes utilizaron una combinación de bombas incendiarias de
50 kg y explosivas de 250 kg, que rompieron las tuberías de agua e impidieron
apagar los incendios que causaban las primeras. La mezcla fue devastadora.
La
destrucción fue tan grande que la propaganda franquista no tardó en acusar al
enemigo en un rápido comunicado. “Son completamente falsas las noticias
transmitidas por el ridículo presidente de la República de Euzkadi [sic] [...]
¡Miente Aguirre! Miente vilmente. En primer término, no hay aviación alemana ni
extranjera en la España Nacional [...]. En segundo lugar, Guernica no ha sido
incendiada por nosotros, la España de Franco no incendia”. La magnitud del
bombardeo convirtió Guernica en un símbolo de la lucha contra el fascismo. La
propaganda republicana difundió folletos en el extranjero afirmando que el
bombardeo había provocado 1.645 muertos y 889 heridos. Algunos de los estudios
más recientes estiman el número de muertos entre 250 y 300; aun así, cerca de
un 5% de la población.
El
corresponsal de The Times, George Steer, no tardó en informar sobre la autoría
alemana del bombardeo. Sus artículos desmontaron rápidamente la primera e
inverosímil versión de los sublevados del ataque. A partir de entonces, el
bando franquista se esforzó en justificar el bombardeo como una operación
táctica –destinada a destruir el puente para impedir la retirada del ejército
vasco, a pesar de que ni el puente sufrió daños ni la combinación de bombas era
necesaria para destruirlo–, mientras los historiadores franquistas harían
responsable del ataque única y exclusivamente a la Legión Cóndor, dado que
Franco había ordenado que ninguna ciudad fuese bombardeada sin su
consentimiento. Si los alemanes desobedecieron al español, no solo no fueron
reprendidos por ello, sino que siguieron gozando de total impunidad para
utilizar las ciudades y pueblos peninsulares como un gran polígono de tiro,
efectuando pruebas que han permanecido ocultas casi 75 años.
El
gran test de los “Stuka”
Los
cazas y bombarderos que utilizaba la Legión Cóndor eran transferidos a la
fuerza aérea franquista conforme los pilotos alemanes recibían versiones más
modernas. Todos menos uno, el Ju-87, conocido como “Stuka”. Todo lo que rodeaba
a este revolucionario bombardero en picado se mantenía en secreto. El prototipo
número 4 llegó a Cádiz en la bodega del carguero Usaramo, el 6 de agosto de
1936, entre los primeros aviones enviados a los sublevados. Ningún otro aparato
muestra mejor cómo la Alemania nazi utilizó la Guerra Civil como un laboratorio
para probar las armas y tácticas que permitieron a la Luftwaffe, la aviación
alemana, aterrorizar Europa durante la Segunda Guerra Mundial.
El
prototipo fue testado a lo largo de 1937, y sus mejoras se incorporaron a la
primera versión de serie que llegó a España en enero del año siguiente. Los
tres ejemplares del Ju-87A no tardaron en ser empleados en la ofensiva de las
tropas franquistas sobre el frente de Aragón y Levante, que partió en dos la
zona republicana. Pero los mandos de la Legión Cóndor no querían demostrar lo
que el “Stuka” podía hacer ya, sino comprobar hasta dónde podía llegar. “Les
interesaba, sobre todo, verificar la precisión de los bombardeos de los “Stuka”
con bombas de 500 kg”, escribe el historiador Antony Beevor en La guerra civil
española. Cuatro pequeños pueblos agrícolas del Maestrazgo –Albocácer, el único
que tenía una importancia estratégica, Ares del Maestre, Benasal y Villar de
Canes– sufrieron la terrorífica prueba.
Para
poder llevar la gigantesca bomba de 500 kg, la más grande empleada durante la
conflagración, el “Stuka” debía prescindir de su artillero trasero. Alejados
del frente unos treinta kilómetros, sin defensa alguna, los cuatro pueblos
elegidos parecían perfectos para probar la que, según Beevor, fue “el arma de
mayor importancia psicológica que ensayó la Legión Cóndor en España”. El ataque
estuvo siempre precedido por un avión de reconocimiento, mensajero inofensivo
que fotografiaba los pueblos desde 4.000 metros de altura para que los
analistas de la Luftwaffe pudieran valorar después los daños causados. El
resultado fue un detallado informe de 50 páginas del Mayor Leopold Graf Fugger,
ilustrado con 65 fotografías y recién descubierto en los archivos alemanes por
el Grupo de Recuperación de la Memoria Histórica de Benasal.
El
25 de mayo de 1938, los “Stuka” lanzaron tres bombas de 500 kg sobre Benasal,
que destruyeron la calle mayor y la iglesia del pueblo, mataron a 13 personas e
hirieron a muchas más. En Ares del Maestre cayeron nueve bombas, 16 vecinos
fallecieron en el ataque y varios lo hicieron días después por las heridas. En
Villar de Canes perdieron la vida tres personas. Cuando los pueblos fueron
conquistados, los alemanes se hicieron fotografías entre las ruinas de
ayuntamientos, iglesias y casas para documentar los daños causados. Para
entonces, los cuatro pueblos ya estaban abandonados. Los “Stuka” no solo habían
demostrado que podían lanzar con precisión una bomba gigantesca, sino que sus
ataques infundían a sus víctimas un terror inolvidable.
Morir
bajo las bombas
La
gran prueba de los “Stuka”, que durante décadas solo ha sido una nota a pie de
página en un puñado de libros sobre la Guerra Civil española, demuestra que ni
los pueblos pequeños y alejados del frente estaban libres del terror aéreo. “No
hay manera de amparar, por medio de ametralladoras y cañones antiaéreos, todo
el territorio leal”, reconocía Indalecio Prieto, ministro de Defensa de la
República, en junio de 1937. Los habitantes de los pueblos y ciudades atacados
ya lo habían comprobado. El 25 de mayo de 1938, dos escuadrillas de S-79
italianos bombardearon el mercado de abastos de la ciudad de Alicante. Murieron
236 personas, 224 resultaron heridas “y una parte importante de la población
–escriben los historiadores Josep Maria Solé i Sabaté y Joan Villarroya– inició
un éxodo general que se ha conocido como “la columna del miedo”. Este tipo de
columnas se repitieron a lo largo de la guerra en pueblos y ciudades de la
España republicana. Decenas de miles de personas huyeron para escapar de los
bombardeos, cada vez más mortíferos.
Es
muy difícil, casi imposible, saber cuántas personas murieron durante la Guerra
Civil a causa de los bombardeos.
Los
que se quedaban tuvieron que convivir con horrendas escenas cotidianas. “Yo he
cruzado la calle Ferrocarril para ir a trabajar, saltando para no pisar
cadáveres”, escribirá años después la poeta Gloria Fuertes recordando los
ataques a Madrid. Los dos bandos saben que sus bombarderos pueden causar un
gran daño en la población enemiga. “Frente a los aviones, arma terrible, no hay
más recurso: la aviación usada con los mismos métodos que emplee el enemigo, en
mayores proporciones, si es posible. Es decir, el terror contra el terror”,
reconocía en su informe Indalecio Prieto. Era una batalla en la que la
República no podía competir. En 1937, el gobierno republicano intenta pactar
con el bando sublevado un acuerdo para no atacar las ciudades, pero las negociaciones
fracasan.
“Toda
la noche se ha oído el rumor del cañón lejano y las ametralladoras –anota en su
diario el diplomático chileno Carlos Morla Lynch el 3 de noviembre de 1938,
atrapado en el Madrid sitiado–. El bombardeo de anoche ha sido represalia por
el de Toledo y Talavera de la Reina. ¡Salvajes todos!”. Responder al bombardeo
del enemigo se convirtió en la excusa perfecta para justificar el ataque a la
población civil. Aunque a partir de febrero de 1938 los ataques aéreos
republicanos sobre pueblos y ciudades de la retaguardia franquista se tornaron
escasos, fue precisamente a finales de ese año cuando se produjo el más
mortífero de ellos. Cuatro días después del bombardeo que cita Morla Lynch,
tres “Katiuskas” arremetieron contra la ciudad cordobesa de Cabra. Perdieron la
vida 109 habitantes y más de doscientos resultaron heridos.
Es
muy difícil, casi imposible, saber cuántas personas murieron durante la Guerra
Civil a causa de los bombardeos. En septiembre de 1938, el representante
español en la Asamblea de la Sociedad de Naciones estimó que los ataques aéreos
franquistas habían provocado 7.000 muertos y 11.000 heridos civiles. Pero, como
destacan Solé i Sabaté y Villarroya, “una parte considerable de las víctimas
mortales se produjo a partir del 22 de diciembre de 1938, cuando el curso de la
guerra era total y definitivamente favorable a las armas franquistas”. Eso no
impidió que continuasen los ametrallamientos a los civiles que huían durante la
conquista de Cataluña o el bombardeo indiscriminado de muchos pueblos catalanes
y levantinos. Hasta mayo de aquel año, el bando franquista calculaba que los
asaltos republicanos desde el aire habían causado 1.088 muertos y 2.231
heridos. Ramón Salas Larrazábal estimó en 11.000 los civiles muertos en ambos bandos
durante toda la guerra, pero su cálculo parece inferior al posible total.
En
la memoria de los supervivientes quedó para siempre la muesca del miedo. La
escritora Gamel Woolsey relató muy bien el efecto traumático que causaban los
ataques. “Habíamos vivido tantos bombardeos antes de marcharnos de España –dice
en su volumen Málaga en llamas– que llegué a tener la idea inconsciente, creo
que bastante justificada, de que todos los aviones del mundo eran asesinos en
potencia, hasta el punto de que, al llegar a Inglaterra, no podía quitarme de
encima la sensación de que cada avión que veía iba ponerse a bombardear”. El
bombardeo italiano de Barcelona en marzo de 1938 demostraría al mundo que
bastaba un puñado de aviones para aterrorizar una gran ciudad.
Fuente:
https://www.lavanguardia.com