31 de julio de 2021

LA AVIACIÓN: UNA NUEVA AMENAZA EN LA GUERRA CIVIL ESPAÑOLA

 

Carga de bombas a un He 111E de la Legión Cóndor. Fotografía del German Federal Archive. aviación guerra civil cóndor
 

Antesala de la Segunda Guerra Mundial, la Guerra Civil española demostró al mundo el mortífero poder que había alcanzado la aviación. Las ciudades se convirtieron en objetivo militar. 

 

Por Joaquín Armada

 

Los Ju-52 alemanes llevan días y noches atacando Madrid cuando el periodista y escritor Arturo Barea recuerda asqueado una visita al aeródromo de Getafe muchos años antes, durante el reinado de Alfonso XIII. Allí, un técnico alemán le describió cómo el cuatrimotor comercial que presentaba –un Junkers G-38– podía convertirse en pocas horas en un bombardero. “Era tan fácil lanzar bombas sobre ciudades indefensas: se desatornillan unos falsos remaches y se atornillan las patas de ametralladoras o las perchas para las bombas...”. Fue así, como cuenta Barea en la novela autobiográfica La llama, con aviones de transporte reconvertidos artesanalmente en bombarderos, como empezaron los ataques a las ciudades y pueblos españoles nada más estallar la Guerra Civil. 

 

Cuando el 17 de julio tuvo lugar la sublevación contra el gobierno de la República no existían bombarderos en España, pero los dos bandos no tardaron en transformar los contados Fokker F-VII y Douglas DC-2 de que disponían. Ignacio Hidalgo de Cisneros, jefe de la aviación republicana, describe en sus memorias la improvisada y mortífera chapuza: “La instalación que hicimos fue muy simple: quitamos la puerta del fuselaje y pusimos, en la parte baja del hueco, una rampa de madera como las que empleaban las lavanderas, bien encerada. Sobre ella colocábamos una bomba de cien kilos. El observador, con su visor, iba en la cabina del piloto. Cuando calculaba que el avión estaba pasando por la vertical del objetivo, levantaba un brazo. A esta señal se empujaba la bomba con el pie, haciéndola deslizar por la rampa”.

 

Más que a patadas, las bombas se tiraban en los primeros días a mano... y a ojo. Los dos bandos decidieron atacar desde el principio las ciudades del enemigo. El 17 y 18 de julio, los improvisados bombarderos republicanos atacaron Ceuta, Larache, Melilla y Tetuán. Su objetivo fueron los cuarteles de los militares sublevados, pero en Tetuán las bombas provocaron numerosas víctimas entre la población local. Pronto los sublevados contaron con auténticos bombarderos. El primer Ju-52 alemán llegó el 29 de julio. Al día siguiente, Mussolini envía a Franco 12 bombarderos S-81. Los Junkers, que pronto superan la veintena, se utilizaron primero para el decisivo puente aéreo que permitió que el ejército de África burlara la vigilancia republicana del Estrecho. Pero conforme dejaron de ser necesarios como transporte, los trimotores se reconvirtieron en los bombarderos que Junkers había soñado.

 

En las zonas franquistas muchos son ejecutados como represalia por las víctimas de bombardeos. En las republicanas las represalias no son oficiales, pero sí superiores.

 

A pesar de la precariedad de las técnicas empleadas, los ataques causaron víctimas civiles desde el primer momento. Ambos bandos carecían de los cazas y cañones antiaéreos necesarios para defender sus pueblos y ciudades. Lejos de llegar a un acuerdo que parara los ataques, recurrieron al terror. Con los primeros bombardeos llegaron los asesinatos de presos políticos. En la España sublevada, las autoridades militares aprobaron bandos anunciándolos. Ocurrió en Granada tras el primer ataque en la noche del 29 de julio. El anuncio no frenó los bombardeos. Solo en agosto, la ciudad sufrió 23 ataques, que provocaron 26 muertos y 97 heridos. Como represalia por el ataque del 6 de agosto, 20 presos políticos son ejecutados.

 

“Te escribo impresionado por lo que está ocurriendo aquí –anota Manuel Fernández Montesinos, cuñado de Federico García Lorca y alcalde republicano de Granada, preso en la cárcel de esta ciudad– desde hace varios [días] y esta noche ha continuado: el fusilamiento de presos como represalia por las víctimas de los bombardeos”. En la España republicana las represalias no son oficiales, pero sí muy superiores. Las “sacas de presos” se producen casi después de cada gran ataque. En Málaga, 270 personas fueron ejecutadas entre agosto y septiembre. Más de 200 en Cartagena entre agosto y octubre. En Guadalajara 280, cuando una multitud asalta la cárcel tras un bombardeo que mató a 18 personas el 6 de diciembre de 1936.

 

Para entonces, los aviones franquistas llevaban semanas bombardeando Madrid. Los cazas y bombarderos italianos y alemanes daban a los sublevados una abrumadora superioridad aérea que aprovechan en su avance imparable hacia la capital. El 30 de octubre de 1936, un Ju-52 bombardeó una escuela en el centro de Getafe y mató a 60 niños. Arturo Barea, censor de las crónicas de los corresponsales extranjeros en Madrid, quiere difundir las imágenes de los niños muertos para lograr una condena internacional. Su jefe, asustado por el imparable avance de las tropas franquistas sobre Madrid, quiere destruirlas, pero Barea se niega: “Había un chiquitín con la boca abierta de par en par en un grito que nunca acabó. Me pareció como si Hidalgo, en su miedo, estuviera asesinando de nuevo a estos niños muertos”. Las fotos serán publicadas. Finalmente, Madrid no caerá, pero se convertirá en la primera gran ciudad europea bombardeada de forma sistemática.

 

Vivir bajo las bombas

 

Siempre que aparecen aviones en el cielo de Madrid hay grupos de madrileños que se quedan en las esquinas siguiendo con la vista sus evoluciones con la esperanza de que sean de la República y no de los franquistas. “¡Son nuestros, son nuestros!” –grita entusiasmado un optimista–. “¡Qué van a ser nuestros, si son seis!”. “¿Es que no tenemos nosotros seis aviones?”. “¡Que te crees tú eso!”. Manuel Chaves Nogales incluye esta conversación en La defensa de Madrid, un extenso reportaje escrito en 1938 a partir de las notas que el periodista tomó durante el largo noviembre de 1936, el mes en el que la capital estuvo a punto de ser conquistada por las tropas franquistas.

 

Aunque el primer gran ataque ocurrió en la noche del 27 de agosto, fue a partir del 23 de octubre cuando los Ju-52 iniciaron el bombardeo diario de la ciudad. Sin cazas ni artillería antiaérea que les haga frente, los lentos trimotores bombardean cuándo y dónde quieren. Y lo hacen con total impunidad hasta que, en la primera semana de noviembre, entra en combate la primera escuadrilla de cazas soviéticos, pronto bautizados por los madrileños como “Chatos”. “Desde septiembre no hay corridas –escribe Jorge Martínez Reverte en el ensayo La batalla de Madrid–. Las sustituyen los combates aéreos que, además, son gratis”. Es un entretenimiento mortal que se repetirá en las otras grandes ciudades bombardeadas –Barcelona, Valencia, Alicante–, pese a las advertencias oficiales del peligro.

 

En los primeros días, los motoristas avisan con sus bocinas del inminente ataque y se improvisan refugios en los sótanos de los grandes edificios. El bombardeo se intensifica en noviembre. Las colas para comprar los alimentos racionados se convierten en un terrible imán para las bombas. Los pícaros aprovechan la huida de las mujeres para ponerse los primeros. Día a día, “Madrid fue teniendo aspecto de boca estropeada, con enormes caries [...] las bombas –anota en su diario el escritor José Moreno Villa– caían sobre iglesias, edificios de administración, casas humildes, plazas públicas, escuelas y palacios indistintamente”. Solo el gran barrio burgués, Salamanca, se salva del ataque. En el resto de la ciudad, los vecinos aprenden qué acera evitar, duermen vestidos, tapan las ventanas y colocan sacos de arena en los descansillos de las escaleras para apagar los inevitables incendios, mientras las estaciones de metro se llenan de familias enteras que viven en los andenes.

 

La “intimidación por bombardeos aéreos”, objetivo del ataque, como reconoce el General Alfredo Kindelán, jefe de la aviación franquista, fracasa. Porque entre los vecinos se extiende el miedo, pero también el odio al enemigo y un macabro sentido del humor. Los madrileños bautizan a la muerte “la Pepa”, y no tardan en encontrar apodos para los aviones atacantes. Llaman a las escuadrillas de Ju-52 “las tres viudas”; “el churrero” al bombardero del amanecer; “la burra de la leche” al de la madrugada. Cuando el bombardeo es casi continuo, los nombres se reducen a “Otto” y “Fritz”, protagonistas de los chistes alemanes. “Ya se ha marchado Otto; ahora vendrá Fritz”, escribe Chaves Nogales recordando las conversaciones en las calles. Los apodos cambiarán en cada ciudad. Los bilbaínos, con un humor que no ha cambiado en siglos, bautizan a los Ju-52, el mayor de los bombarderos franquistas, como “Pajarito”. Pero en otras pequeñas ciudades no hay tiempo para motes. El bombardeo es tan terrible que destruirá la ciudad en un solo día.

 

El bombardeo italiano de Barcelona en marzo de 1938 demostraría al mundo que bastaba un puñado de aviones para aterrorizar una gran ciudad.

 

El infierno de Guernica

 

“Guernica fue... Hoy no es más que brasa y cenizas”. Así resumía Telesforo Monzón, el consejero de Gobernación del ejecutivo vasco, cómo había quedado la villa vizcaína tras el terrible bombardeo de la Legión Cóndor. El telegrama, dirigido al gobierno republicano, mostraba el terror que tenía el gobierno vasco a que Bilbao quedase reducida a un puñado de humeantes esqueletos de hormigón. Los bombarderos alemanes e italianos habían destruido el casco viejo de Durango el 31 de marzo provocando 250 muertos, pero la destrucción de Guernica fue muy superior. En solo unas horas, cerca de cuarenta aviones arrasaron el 75% de la villa, en una demostración de terror aéreo insólita en la historia hasta aquel 26 de abril de 1937.


Guernica tras el bombardeo de 1937. Fotografía de German Federal Archives TERCEROS

 

Era lunes, día de mercado, cuando, a las cuatro y media de la tarde, la campana mayor de Guernica avisó de la llegada de los primeros bombarderos, tres trimotores S-79 italianos. Los siguientes ataques, al menos cuatro oleadas, estuvieron íntegramente formados por bombarderos alemanes de la Legión Cóndor, entre 17 y 19 Ju-52 y tres bimotores (He-111 o Do-17), más 13 cazas que realizaron varias pasadas ametrallando a aquellos que intentaban huir. Por primera vez, los alemanes utilizaron una combinación de bombas incendiarias de 50 kg y explosivas de 250 kg, que rompieron las tuberías de agua e impidieron apagar los incendios que causaban las primeras. La mezcla fue devastadora.

 

La destrucción fue tan grande que la propaganda franquista no tardó en acusar al enemigo en un rápido comunicado. “Son completamente falsas las noticias transmitidas por el ridículo presidente de la República de Euzkadi [sic] [...] ¡Miente Aguirre! Miente vilmente. En primer término, no hay aviación alemana ni extranjera en la España Nacional [...]. En segundo lugar, Guernica no ha sido incendiada por nosotros, la España de Franco no incendia”. La magnitud del bombardeo convirtió Guernica en un símbolo de la lucha contra el fascismo. La propaganda republicana difundió folletos en el extranjero afirmando que el bombardeo había provocado 1.645 muertos y 889 heridos. Algunos de los estudios más recientes estiman el número de muertos entre 250 y 300; aun así, cerca de un 5% de la población.

 

El corresponsal de The Times, George Steer, no tardó en informar sobre la autoría alemana del bombardeo. Sus artículos desmontaron rápidamente la primera e inverosímil versión de los sublevados del ataque. A partir de entonces, el bando franquista se esforzó en justificar el bombardeo como una operación táctica –destinada a destruir el puente para impedir la retirada del ejército vasco, a pesar de que ni el puente sufrió daños ni la combinación de bombas era necesaria para destruirlo–, mientras los historiadores franquistas harían responsable del ataque única y exclusivamente a la Legión Cóndor, dado que Franco había ordenado que ninguna ciudad fuese bombardeada sin su consentimiento. Si los alemanes desobedecieron al español, no solo no fueron reprendidos por ello, sino que siguieron gozando de total impunidad para utilizar las ciudades y pueblos peninsulares como un gran polígono de tiro, efectuando pruebas que han permanecido ocultas casi 75 años.

 

El gran test de los “Stuka”

 

Los cazas y bombarderos que utilizaba la Legión Cóndor eran transferidos a la fuerza aérea franquista conforme los pilotos alemanes recibían versiones más modernas. Todos menos uno, el Ju-87, conocido como “Stuka”. Todo lo que rodeaba a este revolucionario bombardero en picado se mantenía en secreto. El prototipo número 4 llegó a Cádiz en la bodega del carguero Usaramo, el 6 de agosto de 1936, entre los primeros aviones enviados a los sublevados. Ningún otro aparato muestra mejor cómo la Alemania nazi utilizó la Guerra Civil como un laboratorio para probar las armas y tácticas que permitieron a la Luftwaffe, la aviación alemana, aterrorizar Europa durante la Segunda Guerra Mundial.

 

El prototipo fue testado a lo largo de 1937, y sus mejoras se incorporaron a la primera versión de serie que llegó a España en enero del año siguiente. Los tres ejemplares del Ju-87A no tardaron en ser empleados en la ofensiva de las tropas franquistas sobre el frente de Aragón y Levante, que partió en dos la zona republicana. Pero los mandos de la Legión Cóndor no querían demostrar lo que el “Stuka” podía hacer ya, sino comprobar hasta dónde podía llegar. “Les interesaba, sobre todo, verificar la precisión de los bombardeos de los “Stuka” con bombas de 500 kg”, escribe el historiador Antony Beevor en La guerra civil española. Cuatro pequeños pueblos agrícolas del Maestrazgo –Albocácer, el único que tenía una importancia estratégica, Ares del Maestre, Benasal y Villar de Canes– sufrieron la terrorífica prueba.

 

Para poder llevar la gigantesca bomba de 500 kg, la más grande empleada durante la conflagración, el “Stuka” debía prescindir de su artillero trasero. Alejados del frente unos treinta kilómetros, sin defensa alguna, los cuatro pueblos elegidos parecían perfectos para probar la que, según Beevor, fue “el arma de mayor importancia psicológica que ensayó la Legión Cóndor en España”. El ataque estuvo siempre precedido por un avión de reconocimiento, mensajero inofensivo que fotografiaba los pueblos desde 4.000 metros de altura para que los analistas de la Luftwaffe pudieran valorar después los daños causados. El resultado fue un detallado informe de 50 páginas del Mayor Leopold Graf Fugger, ilustrado con 65 fotografías y recién descubierto en los archivos alemanes por el Grupo de Recuperación de la Memoria Histórica de Benasal.

 

El 25 de mayo de 1938, los “Stuka” lanzaron tres bombas de 500 kg sobre Benasal, que destruyeron la calle mayor y la iglesia del pueblo, mataron a 13 personas e hirieron a muchas más. En Ares del Maestre cayeron nueve bombas, 16 vecinos fallecieron en el ataque y varios lo hicieron días después por las heridas. En Villar de Canes perdieron la vida tres personas. Cuando los pueblos fueron conquistados, los alemanes se hicieron fotografías entre las ruinas de ayuntamientos, iglesias y casas para documentar los daños causados. Para entonces, los cuatro pueblos ya estaban abandonados. Los “Stuka” no solo habían demostrado que podían lanzar con precisión una bomba gigantesca, sino que sus ataques infundían a sus víctimas un terror inolvidable.

 

Morir bajo las bombas

 

La gran prueba de los “Stuka”, que durante décadas solo ha sido una nota a pie de página en un puñado de libros sobre la Guerra Civil española, demuestra que ni los pueblos pequeños y alejados del frente estaban libres del terror aéreo. “No hay manera de amparar, por medio de ametralladoras y cañones antiaéreos, todo el territorio leal”, reconocía Indalecio Prieto, ministro de Defensa de la República, en junio de 1937. Los habitantes de los pueblos y ciudades atacados ya lo habían comprobado. El 25 de mayo de 1938, dos escuadrillas de S-79 italianos bombardearon el mercado de abastos de la ciudad de Alicante. Murieron 236 personas, 224 resultaron heridas “y una parte importante de la población –escriben los historiadores Josep Maria Solé i Sabaté y Joan Villarroya– inició un éxodo general que se ha conocido como “la columna del miedo”. Este tipo de columnas se repitieron a lo largo de la guerra en pueblos y ciudades de la España republicana. Decenas de miles de personas huyeron para escapar de los bombardeos, cada vez más mortíferos.

 

Es muy difícil, casi imposible, saber cuántas personas murieron durante la Guerra Civil a causa de los bombardeos.

 

Los que se quedaban tuvieron que convivir con horrendas escenas cotidianas. “Yo he cruzado la calle Ferrocarril para ir a trabajar, saltando para no pisar cadáveres”, escribirá años después la poeta Gloria Fuertes recordando los ataques a Madrid. Los dos bandos saben que sus bombarderos pueden causar un gran daño en la población enemiga. “Frente a los aviones, arma terrible, no hay más recurso: la aviación usada con los mismos métodos que emplee el enemigo, en mayores proporciones, si es posible. Es decir, el terror contra el terror”, reconocía en su informe Indalecio Prieto. Era una batalla en la que la República no podía competir. En 1937, el gobierno republicano intenta pactar con el bando sublevado un acuerdo para no atacar las ciudades, pero las negociaciones fracasan.

 

“Toda la noche se ha oído el rumor del cañón lejano y las ametralladoras –anota en su diario el diplomático chileno Carlos Morla Lynch el 3 de noviembre de 1938, atrapado en el Madrid sitiado–. El bombardeo de anoche ha sido represalia por el de Toledo y Talavera de la Reina. ¡Salvajes todos!”. Responder al bombardeo del enemigo se convirtió en la excusa perfecta para justificar el ataque a la población civil. Aunque a partir de febrero de 1938 los ataques aéreos republicanos sobre pueblos y ciudades de la retaguardia franquista se tornaron escasos, fue precisamente a finales de ese año cuando se produjo el más mortífero de ellos. Cuatro días después del bombardeo que cita Morla Lynch, tres “Katiuskas” arremetieron contra la ciudad cordobesa de Cabra. Perdieron la vida 109 habitantes y más de doscientos resultaron heridos.

 

Es muy difícil, casi imposible, saber cuántas personas murieron durante la Guerra Civil a causa de los bombardeos. En septiembre de 1938, el representante español en la Asamblea de la Sociedad de Naciones estimó que los ataques aéreos franquistas habían provocado 7.000 muertos y 11.000 heridos civiles. Pero, como destacan Solé i Sabaté y Villarroya, “una parte considerable de las víctimas mortales se produjo a partir del 22 de diciembre de 1938, cuando el curso de la guerra era total y definitivamente favorable a las armas franquistas”. Eso no impidió que continuasen los ametrallamientos a los civiles que huían durante la conquista de Cataluña o el bombardeo indiscriminado de muchos pueblos catalanes y levantinos. Hasta mayo de aquel año, el bando franquista calculaba que los asaltos republicanos desde el aire habían causado 1.088 muertos y 2.231 heridos. Ramón Salas Larrazábal estimó en 11.000 los civiles muertos en ambos bandos durante toda la guerra, pero su cálculo parece inferior al posible total.

 

En la memoria de los supervivientes quedó para siempre la muesca del miedo. La escritora Gamel Woolsey relató muy bien el efecto traumático que causaban los ataques. “Habíamos vivido tantos bombardeos antes de marcharnos de España –dice en su volumen Málaga en llamas– que llegué a tener la idea inconsciente, creo que bastante justificada, de que todos los aviones del mundo eran asesinos en potencia, hasta el punto de que, al llegar a Inglaterra, no podía quitarme de encima la sensación de que cada avión que veía iba ponerse a bombardear”. El bombardeo italiano de Barcelona en marzo de 1938 demostraría al mundo que bastaba un puñado de aviones para aterrorizar una gran ciudad.

 

Fuente: https://www.lavanguardia.com