20 de octubre de 2021

EL DEBATE SOBRE LA PRIMACÍA DEL PODER AÉREO: UN RECORRIDO HISTÓRICO


 

Por Javier Jordán 

 

"El poder aéreo es una forma inusualmente seductora de fuerza militar, en parte porque, al igual que el cortejo moderno, parece ofrecer gratificación sin compromiso"[1]. 

 

Así advertía en Foreign Affairs, Eliot A. Cohen poco tiempo después de la guerra del Golfo de 1991. Y en otro artículo publicado en 2016, Steven Metz volvía a recordar lo tentador que es para los Estados Unidos recurrir de manera predominante al poder aéreo. Reduce el riesgo de bajas propias, permite explotar la abrumadora ventaja tecnológica de sus fuerzas armadas, y es fácil de retirar si la situación se complica en exceso[2]. Además, en determinados casos el poder aéreo permite enviar el mensaje de que el gobierno “está haciendo algo” a un coste político y militar asumible[3].

 

Pero las prevenciones de Cohen y Metz no son compartidas por toda la comunidad de Defensa norteamericana. A raíz de la campaña aérea contra el Daesh, hace un año Mike Pietrucha y Jeremy Renken defendían en War on the Rocks la necesidad de priorizar las campañas aéreas como alternativa a los grandes despliegues terrestres:

 

"Dada la falta de éxito militar evidente en los enfoques de los últimos 15 años, la base de recursos limitados de los Estados Unidos debe reasignarse hacia los elementos del poder militar nacional que han demostrado ser exitosos, y lejos de los enfoques centrados en el terreno y pesados del Ejército que caracterizaron a Vietnam, Irak y Afganistán". Abundando en la misma idea, añadían un poco más adelante: "Después de las experiencias del último cuarto de siglo, el Departamento de Defensa debería reequilibrar su asignación de recursos, con fondos actualmente dirigidos al Ejército redirigidos a aplicaciones aéreas y navales. Las fuerzas terrestres pesadas siguen siendo indispensables en Europa y en la península de Corea, pero menos en otros lugares” [4].

 

Es fácil tachar sus argumentos de simplistas –e incluso de institucionalmente interesados, pues tanto Pietrucha como Renken son oficiales de la USAF. Sin embargo, sus conclusiones se hacen eco de un debate estratégico más rico, con una tradición que se remonta a los primeros teóricos del poder aéreo. Además, no se trata además de opiniones aisladas. Sintonizan con el Joint Concept for Access and Maneuver in the Global Commons –conocido anteriormente como Air-Sea Battle, y asumido por la actual Third Offset Strategy norteamericana– que por razones obvias prioriza las capacidades aéreas y navales sobre las terrestres en un hipotético conflicto con China[5]. Lo cual, en un contexto de severos recortes presupuestarios no es, ni mucho menos, una cuestión menor.

 

Este documento pone en perspectiva la evolución histórica de un debate presente en la actualidad. Para ello comenzaremos con una breve introducción al concepto de poder aéreo y posteriormente distinguiremos tres fases históricas en su desarrollo teórico:


  • Las primeras aportaciones del periodo comprendido entre la Primera y la Segunda Guerra Mundial;
  • El debate sobre la capacidad coercitiva del poder aéreo en las décadas de 1980-1990; 
  • La teorización sobre las ventajas y límites del modelo Afganistán 2001, que –con adaptaciones– se está volviendo a emplear contra el Daesh en Siria e Irak desde agosto de 2014.

 

El documento no pretende ser una síntesis de la Historia del poder militar aéreo. Por esa razón, obviaremos la mayor parte de los hechos, campañas o innovaciones tecnológicas para centrarnos exclusivamente en un aspecto muy particular de su desarrollo teórico: la supuesta primacía del poder aéreo sobre las fuerzas terrestres en la conducción de la guerra.

 

Las fronteras conceptuales del poder aéreo

 

Según algunos autores, resultaría más apropiado hablar de “poder aeroespacial[6]”. Según otros, el poder espacial, el aéreo y el del ciberespacio serían complementarios pero no formarían una unidad[7]. Nuestro objeto de atención es otro, así que de entrada soslayaremos este debate y optaremos por el término más habitual de “poder aéreo”. Más congruente, como se verá, con los contenidos de este documento.

 

Las definiciones oficiales de poder aéreo ponen el acento en su carácter de capacidad. Por ejemplo, la USAF lo define como “la capacidad de proyectar poder militar o influencia mediante el control y explotación del aire, espacio y ciberespacio para alcanzar objetivos estratégicos, operacionales y tácticos[8]”. Por su parte, la RAF lo entiende como: “la capacidad de proyectar fuerza militar en el aire o en el espacio por o desde una plataforma o misil que opere por encima de la superficie terrestre. Dicha plataforma puede consistir en un avión, un helicóptero o un sistema no tripulado[9]. Según, la European Air Chiefs Conference (EURAC), en la que participa España, “el poder aéreo es la capacidad de proyectar y emplear fuerza militar en el aire o en el espacio desde una plataforma aérea o un misil operando sobre la superficie de la Tierra[10]”.

  

Lógicamente, el término capacidad debe entenderse en su sentido integral: materiales, infraestructura, recursos humanos, adiestramiento, doctrina y organización[11]. La definición de la USAF hace más explícito el carácter instrumental con respecto a las otras dos definiciones –donde se entiende como implícito. En ese sentido tiene más semejanza con la definición académica de poder aéreo aportada por Colin S. Gray. Este autor se basa en una definición previa propuesta por el General norteamericano William Mitchell –a su vez uno de los padres del poder aéreo, tanto en su dimensión teórica como sobre todo práctica. Según Colin S. Gray el poder aéreo es la “capacidad de hacer algo [estratégicamente útil] desde el aire[12]”. La introducción de este matiz resulta fundamental, pues de lo contrario el poder aéreo, entendido exclusivamente como una capacidad, quedaría desconectado del triángulo de la estrategia, compuesto por fines, modos y medios . Aunque resulte obvio decirlo, para que el poder aéreo logre efectos estratégicos es necesario establecer un puente entre las acciones militares desde el aire y los objetivos políticos. En su ausencia, si existe una desconexión entre el empleo del poder aéreo y los objetivos políticos, por falta de estrategia o por una estrategia mal concebida, la utilidad de la herramienta se verá gravemente afectada, por muy capaz que esta sea.

 

El debate teórico sobre la primacía del poder aéreo

 

Ante el consenso actual sobre la importancia de las operaciones conjuntas (tierra-mar-aire-espacio-ciberespacio), parece fuera de lugar preguntarse si el poder aéreo debe ser o no la herramienta estratégica predominante.

 

Sin embargo, operaciones como Deliberate Force (Bosnia, 1995), Desert Fox (Irak, 1998), Allied Resolve (Kosovo, 1999), las primeras fases de la guerra entre Israel y Hezbollah en 2006 (hasta que la incapacidad de los ataques aéreos para poner fin a los lanzamientos de cohetes llevó a una intervención terrestre a gran escala de resultado también insatisfactorio), o la campaña aérea de la OTAN contra el régimen de Gadafi en 2011 (Unified Protector), han otorgado un papel preponderante al poder aéreo en el empleo de la fuerza militar. Por tanto, más allá de los motivos que explicábamos al comienzo de este documento, relacionados con la campaña de bombardeos contra el Daesh y el nuevo replanteamiento del debate, hay razones más que de sobra para pensar que la cuestión sigue vigente. 

 

Para entender los argumentos actuales, y comprobar al mismo tiempo que ha habido una evolución teórica, vamos a dividir la exposición en los tres apartados que ya anunciamos en la introducción:


  • Las aportaciones de los primeros teóricos del periodo de entreguerras;
  • El debate de las décadas de 1980-1990 sobre la capacidad coercitiva del poder aéreo convencional;
  • Lo que llamaremos el modelo Afganistán 2001, que en cierta medida se está aplicando de nuevo contra el Daesh en Siria e Irak.

 

Estas tres etapas no comprenden todo el desarrollo histórico de la teoría del poder aéreo. No incluimos otros momentos fundamentales como las dos primeras décadas de la era nuclear, o la elaboración de la AirLand Battle entre finales de la década de 1970 y principios de 1980. La razón es que sólo nos interesa destacar los momentos más importantes donde se ha debatido la supuesta primacía del poder aéreo convencional sobre otras herramientas estratégicas, principalmente sobre el poder terrestre. Aclarado este punto iniciamos nuestro recorrido histórico.

 

Primer debate: El poder aéreo convencional como arma definitiva

 

El poder aéreo experimentó un impresionante desarrollo durante la I Guerra Mundial, tanto desde el punto de vista material como conceptual. La aviación militar, empleada en un inicio para tareas de reconocimiento, fue desempeñando un número creciente de misiones que mantiene en la actualidad: superioridad aérea, apoyo aéreo cercano, interdicción, bombardeo estratégico, lucha antisubmarina, etc[13].

 

El escepticismo con el que las mentalidades más resistentes al cambio suelen acoger las innovaciones tecnologías disruptivas se había quedado sin argumentos. Sin embargo, ¿cuáles eran las potencialidades y límites del poder aéreo de cara a nuevos conflictos? Las primeras respuestas teóricas tienen elementos comunes, y algunas diferencias sustanciales. En lugar de hacer una revisión histórica autor por autor, que puede consultarse con mayor profundidad en otras fuentes, ofrecemos una síntesis de sus aspectos más destacados[14].

 

En primer lugar, los puntos comunes. La mayoría de los primeros teóricos y defensores del poder aéreo pensaban que los avances de esta nueva capacidad militar evitarían el callejón sin salida y el enorme desgaste de la I Guerra Mundial. El poder aéreo ofrecería un atajo para eludir la monstruosa destrucción de la guerra de trincheras. Su argumentación se puede condensar en siete proposiciones[15]:

 

En el combate terrestre predomina la defensiva por el enorme coste de la ofensiva. Era una conclusión propia de la I Guerra Mundial, aunque demasiado genérica, pues el último año de la guerra la ofensiva Michael (también conocida como ofensiva Ludendorff) por parte alemana, y la ofensiva de los cien días, por parte aliada, demostraron que nuevas doctrinas y tecnologías –entre ellas la aviación– favorecían otra vez la ofensiva[16]. No obstante, si a lo largo de la Historia la inmensa mayoría de las guerras se habían ganado derrotando a las fuerzas terrestres del enemigo, la I Guerra Mundial demostraba que tal opción era cada vez más costosa en hombres y recursos. El poder aéreo permitía proyectarse por encima de ese punto muerto. Era capaz de superar el frente de batalla y atacar el corazón del territorio enemigo. Según uno de sus grandes partidarios, el Mariscal del Aire británico Hugh Trenchard:

 

"No es necesario, para una fuerza aérea, para derrotar a la nación enemiga, derrotar primero a sus fuerzas armadas. Airpower puede prescindir de ese paso intermedio[17]”.

 

En el enfrentamiento aéreo la ofensiva tiene ventaja sobre la defensiva. Es una idea relacionada con la anterior y propia de aquel estadio de desarrollo tecnológico. Teniendo en cuenta que los primeros radares no estuvieron operativos hasta muy poco antes del inicio de la II Guerra Mundial, las posibilidades de interceptar una ofensiva aérea eran por entonces prácticamente inexistentes. De ahí la famosa afirmación de Stanley Baldwin en el parlamento británico en noviembre de 1932:


"Creo que también está bien que el hombre de la calle se dé cuenta de que no hay poder en la tierra que pueda protegerlo de ser bombardeado. Independientemente de lo que la gente le diga, el bombardero siempre pasará. La única defensa es en la ofensiva, lo que significa que tienes que matar a más mujeres y niños más rápidamente que el enemigo si quieres salvarte a ti mismo..." [18].

 

Quienes vivieron aquel momento percibían la amenaza de los bombarderos de manera relativamente similar a la que décadas más tarde plantearían los misiles balísticos intercontinentales[19]. La capacidad de la aviación para sobrevolar las líneas enemigas le permitía adentrarse y golpear directamente a quienes tomaban las decisiones políticas y a quienes mantenían viva la voluntad de combatir[20].

 

Gracias al poder aéreo el que ataca primero tiene ventaja. Conclusión derivada de las dos proposiciones anteriores. Si el poder aéreo beneficia la ofensiva en detrimento de la defensiva, entonces lo conveniente es golpear primero. Por eso el General italiano Giulio Douhet aconsejaba lograr cuanto antes el control del aire, mediante ataques a las bases de la fuerza aérea enemiga. Algo que se aplicó efectivamente durante la II Guerra Mundial y en enfrentamientos muy posteriores como los primeros compases de la Guerra de los Seis Días.

 

Los efectos decisivos del bombardeo estratégico se derivan de las consecuencias de la destrucción, no de la destrucción física en sí misma. Es decir, para los primeros teóricos la fortaleza del poder aéreo se encontraba en su capacidad coercitiva para someter la voluntad de lucha del adversario, una cuestión que continuará siendo central en el debate de las décadas 1980-1990. También veremos en seguida que la diferencia principal entre estos primeros teóricos radicaba en cómo lograr tales efectos indirectos. De ahí, que ese tipo de bombardeos recibieran la denominación de “estratégicos”. Se asumía que sus consecuencias no se limitaban a un determinado teatro de operaciones, sino que permitían alcanzar objetivos que afectaban al conjunto de la guerra.

 

Como resultado de lo anterior, se pensaba que el poder aéreo proporciona una ruta independiente hacia la victoria. Esta es la piedra angular de lo que en este documento llamamos el primer debate: la posibilidad de ganar la guerra exclusivamente desde el aire, mediante golpes devastadores que provoquen el colapso moral del país enemigo. H. G. Wells ya había transmitido esta imagen al público en su libro War in the Air, publicado en 1907. Y el bombardeo de Londres por algunos zepelines y aviones Gotha alemanes, así como las represalias británicas contra objetivos civiles durante la I Guerra Mundial, habían sido un anticipo de la destrucción que provocarían oleadas de cientos de bombarderos en el siguiente conflicto. De ahí que los primeros teóricos contemplaran el avión como el arma definitiva. Un concepto que décadas más tarde también se aplicó a los artefactos nucleares.

 

La idea anterior conduce a otra más: la independencia institucional del poder aéreo. La Royal Air Force lo consiguió poco antes del fin de la I Guerra Mundial. Su principal promotor y primer jefe de Estado Mayor fue el ya mencionado Mariscal del Aire, Hugh Trenchard. En Italia la Regia Aeronautica se independizó del ejército de tierra en 1923. Mientras que en los Estados Unidos la United States Army Air Force (anteriormente Air Corps) no se transformó en USAF hasta septiembre de 1947. Más allá de las batallas burocráticas, el aspecto que nos interesa es que las nuevas fuerzas aéreas trataron de reafirmar su independencia priorizando el bombardeo estratégico por encima del apoyo a las fuerzas terrestres o navales (que consideraron una misión secundaria y, en casos extremos, una tarea al servicio de fuerzas llamadas prácticamente a desaparecer)[21].

 

Las teorías que defendían la primacía del poder aéreo se convirtieron así en parte de la cultura organizativa de la RAF, y más tarde de la USAF, lo cual tuvo importantes consecuencias en el desarrollo del poder aéreo durante la II Guerra Mundial y primeras décadas de la Guerra Fría. Un buen ejemplo de esa mentalidad son algunas declaraciones del General Henry Harley “Hap” Arnold, que estuvo al frente de la USAAF entre 1938 y 1941, y para quien el poder aéreo "es un arma ganadora de la guerra por derecho propio", el método de guerra "más barato en todos los aspectos" y "con mucho, el mayor economizador de vidas humanas"[22].

 

Hugh Trenchard

 

Por último, según los primeros teóricos, la primacía permitiría reducir el gasto militar. No se trataría de expandir aún más el tamaño de los ejércitos, sino de recortar el terrestre y el naval a favor del poder aéreo. Según Giulio Douhet: “esta nueva vía resulta económica pues nos permite lograr la defensa nacional con un gasto limitado de energías, una vez que se evalúan adecuadamente las armas de aire, tierra y mar”[23].

 

En la misma línea, el norteamericano William Mitchell afirmaba que el coste de operar una fuerza aérea sería similar al de uno o dos acorazados al año[24].

 

El segundo punto a comentar son las diferencias en el modo de lograr la coerción del adversario. Y antes de entrar en ello conviene introducir brevemente el concepto de coerción, pues también será el tema central del segundo debate. Para ello utilizamos la distinción clásica que establece Thomas C. Schelling entre fuerza bruta y coerción[25]:

 

  • La coerción recurre a la fuerza para rendir al adversario, aunque a este le queden todavía medios con los que resistir. Se utiliza para que el oponente ceda y evite más daños. Es una violencia instrumental dentro de un proceso de negociación. Por tanto, el proceso resultará más exitoso cuanto menor sea el nivel de fuerza aplicado. Conforme aumente, más cerca se estará de una victoria por fuerza bruta.
  • La fuerza bruta persigue, sin embargo, la subyugación completa, la imposición de los términos propios sin posibilidad alguna de resistencia por parte del adversario. Y en ocasiones extremas puede traducirse en el exterminio total de este.

 

Una vez clarificados ambos conceptos, veamos las vías propuestas para conseguir la coerción desde el aire. La diferencia principal era la selección de objetivos. De manera genérica podemos distinguir cuatro categorías:

 

Ataque directo a la población civil. Su principal exponente fue el oficial italiano Giulio Douhet, que llegó a justificar el lanzamiento de armas químicas sobre las ciudades enemigas. Pretendía forzar la rendición aterrorizando a la población. De ese modo, aunque el inicio de la guerra fuese brutal, el número último de víctimas sería sustancialmente menor –en términos comparativos– al provocado por combates terrestres estilo I Guerra Mundial. Douhet fue explícito: “sin duda los cementerios se ampliarán, pero no llegarán a alcanzar el tamaño previo a la firma del Tratado de Versalles[26]”. Los estrategas británicos Basil Liddell Hart y John C. Fuller también respaldaron el enfoque del mal menor, aunque trataron de rebajar su nivel de destrucción. Para ello Liddell Hart propuso arrojar sobre de las ciudades gases no letales con la esperanza de conseguir la victoria sin masacrar civiles ni dañar sus propiedades[27]. Y, una vez que estalló la guerra, tanto Liddell Hart como Fuller protestaron públicamente contra los bombardeos indiscriminados del Bomber Command británico[28]. Para Douhet las ciudades debían ser el principal objetivo, aunque no el único. Antes era necesario lograr la superioridad aérea con una fuerza propia equilibrada de bombarderos y cazas, y mediante el ataque inicial a los aeródromos y fábricas de aviación del adversario. En esos primeros momentos también debía hostigarse desde el aire la movilización militar enemiga mediante ataques de interdicción. No obstante, el factor decisivo sería el bombardeo de los principales centro de población, que quebraría la resistencia material y moral enemiga[29].

 

Giulio Douhet

 

Ataque al sistema económico y social enemigo. Sus proponentes, Hugh Trenchard en el lado británico y William Mitchell en el norteamericano, también confiaban en que el impacto moral de los bombardeos y la presión social llevarían a la rendición. En lugar de bombardear masivamente a la población, proponían atacar lo que Mitchell denominaba “centros vitales”:

 

  • Fábricas,
  • Nudos de comunicaciones,
  • Puertos
  • Otras infraestructuras.

 

El británico Trenchard trató de imprimir así una orientación de guerra económica al bombardeo estratégico de la RAF[30]. Por su parte, la propuesta de Mitchell incluía puntos concretos de algunos núcleos urbanos –de nuevo con bombas incendiarias o químicas– que forzasen su evacuación[31]. Habría víctimas civiles pero en menor número que en los bombardeos apocalípticos de Douhet.

 

Ataque al sistema industrial enemigo. Una propuesta más refinada fue la de los analistas del Air Corps Tactical School norteamericano (ACTS). Fundada en 1920, desarrolló los principios de empleo del poder aéreo del US Army dando prioridad al bombardeo estratégico (de ahí que muchos de sus integrantes y partidarios acabaran siendo conocidos como “the bomber mafia”). Por sus aulas pasaron miles de oficiales que estudiaron su pensamiento y doctrina. Entre los años 1935 y 1940 la ACTS elaboró la denominada “industrial web theory”. Su objetivo era acabar con la resistencia del adversario paralizando los “sistemas orgánicos” de los que dependían la mayor parte de las fábricas y la población. En una línea similar a Trenchard y Mitchell perseguían el colapso moral y económico enemigo pero no bombardeando indiscriminadamente el tejido industrial sino golpeando sólo sus nodos principales[32]. Ello requería identificar con exactitud esos puntos críticos tanto en abstracto como después sobre el terreno. Y este era el gran problema. Exigía un conocimiento muy detallado del sistema económico enemigo, sin caer en el error de mirarse en una imagen especular propia. El sistema industrial norteamericano difería del alemán o japonés, y en consecuencia las vulnerabilidades serían otras. La lista de objetivos fue variando en los años previos a la guerra, y una vez que los Estados Unidos entraron en la contienda se redujeron básicamente a dos para el caso alemán: los rodamientos y el suministro eléctrico. Respecto a los primeros, es probable que no tuviesen tanto impacto industrial como se diagnosticó y, en cuanto al suministro eléctrico, los bombardeos nunca llegaron a interrumpirlo seriamente[33].

 

Ataque a las fuerzas militares enemigas en apoyo del poder terrestre. Desde el punto de vista teórico, supuso el contrapunto de este primer debate. Fue la postura de quienes entendieron que la efectividad del poder aéreo sería mayor si actuaba de forma conjunta con el poder terrestre y con el poder naval. Por razones de espacio en este documento vamos limitarnos a la relación entre poder aéreo y poder terrestre, pero obviamente la II Guerra Mundial demostró la importancia de la aviación en la lucha antisubmarina (batalla del Atlántico), en el bloqueo naval (minado de los puertos y cabos japoneses por los B-29 norteamericanos) y sobre todo en la guerra aeronaval del Pacífico[34].

 

Como acabamos de ver, Douhet minusvaloraba la misión de apoyo a las fuerzas terrestres por considerarla un desperdicio de recursos[35]. Una opinión más o menos similar tenía William Mitchell, que otorgaba un rol secundario al poder terrestre e inferior aún al naval[36]. Y tanto el enfoque norteamericano como el británico priorizaron el bombardeo estratégico como herramienta de coerción independiente. Por ello, John Slessor –que más tarde, en 1950, se convertiría en jefe de Estado Mayor de la RAF– destacó como una de las voces minoritarias del lado británico durante el periodo de entreguerras. En su libro Air Power and Armies, Slessor defendió el empleo del poder aéreo en apoyo de la fuerza terrestre en misiones de interdicción: atacando la retaguardia enemiga y sembrando el caos en los sistemas de mando, logística, comunicaciones y unidades que se dirigiesen hacia el frente[37]. Slessor, sin embargo, era contrario a un uso excesivo del apoyo aéreo cercano, por ser más reactivo y necesitar de una estrecha coordinación con las unidades sobre el terreno. Slessor no entendía el poder aéreo como una herramienta subordinada al poder militar terrestre. Pensaba que ambos debían actuar en tándem, y por eso recomendó que los planes de operaciones terrestres incorporasen el factor aéreo como componente ineludible[38].

 

Esta visión minoritaria –en el plano teórico, pues en el práctico la RAF y la USAAF apoyaron a las fuerzas terrestres en las campañas del norte de África y de Europa– fue, sin embargo, una corriente aceptada en el pensamiento alemán y soviético previo a la II Guerra Mundial. Ello explica –junto a desafíos tecnológicos no resueltos– que los alemanes no se dotasen de bombarderos estratégicos similares al Lancaster británico o a los B-17 y B-29 norteamericanos (algo que echaron en falta en su campaña de bombardeo estratégico sobre Inglaterra)[39]. La aviación rusa sí contaba con bombarderos de largo alcance (como el cuatrimotor TB-3), que suponían cerca del once por cien de su flota en junio de 1941. Pero se utilizaron principalmente en misiones de apoyo a las operaciones terrestres, de acuerdo con su concepción del poder aéreo que –como decimos– priorizaba el empleo táctico y operacional sobre el estratégico[40]. 

 

En el lado alemán, el General von Seekt, comandante en jefe del ejército entre 1920 y 1926, entendía el poder aéreo como un elemento más de las futuras operaciones terrestres. Para von Seeckt, la aviación debía conseguir la superioridad aérea nada más empezar, para acto seguido atacar el sistema de movilización y transporte enemigo. En paralelo, las fuerzas terrestres tenían que abrirse paso y rodear al adversario paralizado por el hostigamiento desde el aire. Se contemplaba el poder aéreo desde la óptica del combate de armas combinadas, cuya importancia en la doctrina alemana se remontaba al General prusiano Helmuth von Moltke “el viejo”[41].

 

El enfoque alemán tenía mucho de especulación. El Tratado de Versalles impedía que Alemania se dotase de aviación militar (aunque precisamente bajo la jefatura de von Seekt comenzó la colaboración con la URSS para burlar dicha prohibición). Una vez restablecida la fuerza aérea tras la llegada de los nazis al poder, la Luftwaffe barajó el bombardeo estratégico de las ciudades, aunque acabó rechazándolo por considerar que lejos de hundir la moral adversaria fortalecería la voluntad de resistencia enemiga[42]. La teoría de la Luftwaffe en los años previos a la guerra mantuvo cierto equilibrio entre las misiones de bombardeo estratégico y las de interdicción y apoyo aéreo cercano. El principal teórico fue el General Walther Wever, que ocupó la jefatura de la Luftwaffe desde el 1933 hasta su muerte en un accidente de avión en 1936[43].

 

Tanto los alemanes como los soviéticos –estos últimos hasta que las purgas de Stalin acabaron con el Mariscal Tujachevski– concibieron el poder aéreo como un elemento integral del empleo combinado de armas y de lo que los soviéticos llamaron la batalla en profundidad[44]. Lo cual explica que la aviación de unos y otros estuviera orientada a lograr la superioridad aérea sobre el teatro de operaciones y a misiones de interdicción y apoyo cercano de la fuerza terrestre. En efecto, los alemanes le sacaron el máximo rendimiento durante las campañas de Polonia, Bélgica, Holanda y Francia, y en los primeros compases de la invasión de Rusia. Como también hicieron los soviéticos en sus posteriores contraofensivas.

 

A modo de recapitulación, los puntos clave del primer debate fueron los siguientes:

 

  • Consenso en que el poder aéreo sería un factor fundamental de los futuros conflictos.
  • Disenso sobre el mejor modo de emplearlo dentro de la gran estrategia bélica. 

Un primer grupo defendía la primacía del poder aéreo. Lo consideraban capaz de doblegar por sí solo la voluntad de resistencia enemiga. Sin embargo, diferían en el tipo de objetivos a bombardear. En esta postura se encuadran: Giulio Douhet, Hugh Trenchard, William Mitchell, y los analistas y profesores de la ACTS.

 

Un segundo grupo (Slessor, von Seekt, Tujachevski y, en menor medida, el General alemán Wever) entendieron el poder aéreo como una herramienta que debía actuar conjuntamente con el poder terrestre para lograr la victoria por coerción o por pura fuerza (utilizando la distinción de Schelling).

 

Un último aspecto destacable del primer debate es que en buena medida se realizó a tientas. A diferencia de autores como Clausewitz, Jomini, Mahan o Corbett, sus protagonistas teorizaron sobre capacidades que estaban por desarrollar o por ser contrastadas. Esto explica que sus propuestas fuesen en ocasiones exageradas. Por ejemplo, la visión de Douhet de miles de bombarderos penetrando el espacio aéreo enemigo sin apenas oposición. O la confianza de la ACTS en la capacidad de autodefensa de las formaciones de bombarderos B-17.

 

Tampoco se cumplió la promesa de acabar de manera rápida y decisiva con la guerra. Ni la población alemana, ni la japonesa se rebelaron contra sus gobernantes, ni tampoco estos se rindieron a pesar del enorme castigo infringido desde el aire. Según la British Bombing Survey Unit de la RAF, que evaluó los efectos de la campaña aliada sobre Alemania:

 

"En la medida en que la ofensiva contra las ciudades alemanas fue diseñada para romper la moral de la población civil alemana, claramente fracasó".[45].

 

La conciencia de este fracaso –que ya era visible desde el comienzo del bombardeo de ciudades– convirtió la campaña en una guerra de desgaste, tanto para los que atacaban como para quienes defendían[46]. Durante el conflicto murieron más de 55.000 pilotos y tripulantes del Bomber Command[47]. Lo que supuso una cuarta parte de todos los militares británicos muertos durante la guerra y el 44% de los 125.000 que sirvieron en dicho mando de bombardeo[48].

 

Por este motivo, el historiador Richard P. Hallion recomienda que los primeros teóricos dejen de ser fuente de inspiración doctrinal para el poder aéreo de nuestros días[49]. Al margen de que esto sea o no correcto, sí sería un error convertir esta primera discusión en una mera curiosidad histórica, pues como veremos en seguida, algunas de sus ideas han permanecido en debates posteriores.

 

Segundo debate: el poder aéreo como gran herramienta coercitiva

 

El segundo debate teórico tuvo lugar entre mediados de la década de 1980 y finales de la de 1990. Pero antes hemos de hacer un breve resumen de lo sucedido desde finales de la II Guerra Mundial.

 

Durante la contienda, la vertiente teórica del bombardeo estratégico prevaleció entre los principales Generales del USAAF. Aunque las misiones de interdicción y apoyo aéreo cercano jugaron un papel indispensable en las operaciones norteamericanas en el norte de África y Europa Occidental entre los años 1942 y 1945, la cúpula de la USAAF –y su principal centro de pensamiento, la ACTS– consideraron que el bombardeo estratégico de Alemania debía ser su principal contribución a la guerra. Hasta el punto de que los responsables de la Octava Fuerza Aérea –al igual que sus aliados del Bomber Command británico– lamentaron el empleo de sus aviones en la preparación y posterior apoyo de los desembarcos de Normandía[50].

 

Una vez finalizada la guerra, la primacía del bombardeo estratégico continuó dominando el pensamiento teórico y la doctrina de la USAF. El poderoso Strategic Air Command (SAC) se creó en marzo de 1946, mientras que la USAF nació un año más tarde, en septiembre de 1947. Según el historiador militar Martin Van Creveld, el bombardeo estratégico no fue sólo la doctrina predominante de aquellos primeros años sino "la vida y la razón de ser de la organización”[51].

 

En su historia del poder aéreo norteamericano, Carl H. Builder también coincide en que el SAC se convirtió en la piedra angular de la USAF y en la encarnación de su teoría del poder aéreo. Aunque dicha teoría no fuera algo central para muchos de los que sirvieron en sus filas, sí lo fue para el núcleo de líderes de la fuerza aérea norteamericana[52].

 

Como consecuencia del protagonismo del SAC, la teoría del bombardeo estratégico se transformó paulatinamente –durante las décadas de 1950 y 1960– en teoría de la disuasión nuclear, cuyo estudio y evolución queda fuera del ámbito de este trabajo. El poder aéreo se presentaba no ya como una herramienta fundamental para ganar las guerras, sino como piedra angular de la supervivencia de la nación. Sin embargo, y a falta de una teoría comprehensiva para el conjunto de la institución, la USAF se fue fragmentando en diversas ramas (transporte, caza y ataque, inteligencia, etc.)[53].

 

Por otra parte, el despliegue de cientos de misiles balísticos intercontinentales (ICBM) disminuyó desde finales de la década de 1960 la importancia de los bombarderos estratégicos tripulados. La guerra de Vietnam introdujo además la aparente paradoja de que los B-52, diseñados para atacar nuclearmente el corazón de la URSS, se emplearan para lanzar toneladas de bombas convencionales, a menudo en misiones de interdicción. El conflicto de Vietnam también potenció la denominada aviación táctica, lo que cambió en cuestión de años la composición del Generalato de la USAF (dando lugar a la llamada “fighter mafia” en contraposición a la antigua “bomber mafia”)[54]. Mientras tanto, la crisis interna que generó la guerra –en la sociedad norteamericana y sobre todo en sus propias fuerzas armadas– dio lugar a una renovada atención al frente europeo, y en concreto a la preparación de una futura batalla convencional contra las fuerzas del Pacto de Varsovia.

 

La guerra de los Seis Días (1967) y la del Yom Kippur (1973) habían demostrado las posibilidades y límites del poder aéreo en una guerra convencional moderna. Los observadores del US Army extrajeron lecciones de aquellos conflictos, sobre todo de la guerra del Yom Kippur, y a principios de la década de 1980 el proceso culminó en la doctrina de la Batalla Aeroterrestre[55]. Con ella se recuperaba la idea de la guerra de maniobra y el énfasis en el nivel operacional. La USAF asumía un rol de interdicción imprescindible para colapsar la ofensiva soviética. Aunque sin ser exactamente lo mismo, este enfoque se hacía eco de ideas compartidas durante el periodo de entreguerras por el británico John Slessor, el alemán Walther Wever o el ruso Tujachevski.

 

Y es en este contexto donde arranca el segundo gran debate teórico.

 

Nuevamente, el núcleo de la disputa consistió en si el poder aéreo era capaz de conseguir la victoria por sí solo, o si era preferible utilizarlo de manera conjunta con el poder terrestre y, en función del escenario, también naval.

 

La polémica se inició con la publicación de los escritos del Coronel de la USAF John A. Warden III. A diferencia de muchos oficiales jóvenes, Warden (que había realizado 266 misiones de combate en Vietnam como controlador aéreo avanzado en aparatos OV-10 Bronco) mostró interés por la estrategia y la teoría del poder aéreo desde el comienzo de su carrera. Su paso como estudiante por el National War Collegue de Washington entre 1985 y 1986 le permitió sistematizar su pensamiento estratégico. Y en 1988 la editorial de dicha institución publicó su libro The Air Campaign: Planning for Combat[56]. Al año siguiente fue nombrado responsable del Directorate of Warfighting Concepts del Pentágono donde continuó desarrollando sus propuestas.

 

El núcleo de la teoría de Warden se basaba en los siguientes principios[57]:

 

  • La clave del éxito se encuentra en doblegar la voluntad del enemigo. Es un principio básico de cualquier teoría de la guerra, a la que Clausewitz definió como un duelo de voluntades. También es la esencia del proceso de coerción.
  • La parálisis parcial o total del sistema adversario quebrará su voluntad de lucha. Warden fundamenta su teoría en una visión sistémica del enemigo a través del modelo de cinco círculos concéntricos que veremos a continuación.

 

La parálisis del sistema enemigo se logrará de dos maneras simultáneas:


  • Atacando los centros de gravedad de dichos círculos concéntricos desde el interior hacia el exterior.
  • Realizando ataques simultáneos que saturen las capacidades de respuesta y de recuperación del sistema enemigo.

 

Warden considera que las municiones guiadas y los sistemas de mando, control, comunicaciones e inteligencia (C3I en aquel momento) permiten hacer realidad ese tipo de ataques paralelos (parallel attacks). No así en periodos históricos previos.

 

La idea de parálisis estratégica se inspiraba parcialmente en las propuestas de otro Coronel de la USAF, John Boyd, quien a través de su famoso OODA Loop contemplaba la posibilidad de generar disfunciones en el proceso de decisión adversario. Algo que a su vez se remonta a otros clásicos de la estrategia del siglo XX como los británicos Basil Liddell Hart y John Fuller, y en último término al centro de gravedad de Clausewitz[58]. Warden ofrece su propia definición al respecto, entendiendo el centro de gravedad como “el punto donde el enemigo es más vulnerable y el punto donde un ataque tendrá más probabilidades de resultar decisivo[59]”.

 

Según Warden, todas las organizaciones pueden ser entendidas como un sistema formado por cinco círculos concéntricos (five rings system). Los objetivos de los ataques aéreos no deben verse de manera aislada (unidades militares, red de carreteras, economía que sostenía el esfuerzo bélico, etc.), sino como partes integradas de un sistema mayor.

 

A diferencia de los teóricos del primer debate, como Trenchard o los analistas de la ACTS, centrados en el colapso económico e industrial del adversario, Warden puso el acento en la dimensión política, en doblegar la voluntad de los decisores políticos de máximo nivel. La campaña aérea se diseñaría para influir en ellos. No se bombardearía una fábrica o una carretera por sus consecuencias sobre las fuerzas militares, sino por su efecto sobre los responsables políticos y militares. Se trataba de elevar los costes en términos de legitimidad y de reconstrucción posconflicto por encima de los eventuales beneficios de continuar la guerra[60].

 

Gráfico 1. Sistema de los cinco círculos de John Warden

 

Los cinco círculos concéntricos del sistema enemigo se ordenaban desde el centro hasta la periferia, según aparece en el gráfico 1. Algunos ejemplos de los componentes de cada círculo serían:

 

  • Liderazgo (gobierno, responsables militares, y sistemas de mando y control),
  • Orgánicos esenciales (electricidad, petróleo, dinero),
  • Infraestructuras (carreteras, industrias, aeropuertos),
  • Población
  • Fuerzas militares en el campo de batalla[61].

 

Según Warden, cada círculo concéntrico contaría con su propio centro de gravedad, pudiendo existir uno o varios en cada círculo. El sistema se degradaría en su totalidad cuando se neutralizase un número suficiente de ellos. Por ejemplo, en el caso de la guerra de Irak de 1991, la destrucción de treinta puentes entre Bagdad y Basora en las tres primeras semanas de la contienda redujo el tránsito casi por completo e hizo caer el suministro de las fuerzas desplegadas en Kuwait por debajo del nivel de supervivencia[62].

 

No obstante, según Warden, lo más efectivo sería localizar y dañar el auténtico centro de gravedad del sistema: el liderazgo. El plan de la campaña aérea debía centrarse siempre en él. En caso de no ser posible, los bombardeos se dedicarían a acabar con los centros de gravedad de otros círculos concéntricos. Logrando la parálisis parcialmente “física” del sistema y, sobre todo, su parálisis “psicológica”.

 

Por esa razón, aunque Warden es un claro defensor del bombardeo estratégico, no excluye el resto de misiones armadas del poder aéreo: superioridad aérea –sin ella sería extremadamente difícil mantener la campaña–, interdicción y apoyo aéreo cercano. Estas dos últimas podrían paralizar el círculo concéntrico más externo del sistema: las unidades militares del frente.

 

Un último aspecto a destacar es el “ataque paralelo” (parallel attack). Según Warden, la parálisis estratégica se lograría pasando de un sistema de operaciones secuenciales (bombardeo, seguido al cabo del tiempo de otro bombardeo, y entre medias recuperación adaptación del adversario) a otro de acciones simultáneas en diversos puntos del sistema de enemigo: una campaña aérea masiva que golpease a la vez los distintos centros de gravedad a lo largo y ancho de todo el escenario de la guerra. Sometido a esa multitud de ataques, el enemigo no tendría oportunidad de recuperarse, ni de responder de manera efectiva[63]. Warden creía que los avances tecnológicos (sistemas C3I, aviones stealth, bombas guiadas por láser, misiles de crucero, etc.) posibilitaban, mejor que en ningún otro momento histórico, ese tipo de ataques paralelos[64]. Su confianza en la tecnología era acorde con el entusiasmo despertado por la guerra del Golfo de 1991 y la teorización en torno a la Revolución en los Asuntos Militares (RMA)[65].

 

Las ideas de Warden fueron la base de la operación Instant Thunder, la plantilla inicial de la campaña de ataques aéreos contra Irak en la guerra del Golfo de 1991. En 1990 Warden dirigía una unidad de estrategia de la USAF conocida como “Checkmate”. Él y su equipo ofrecieron un plan que supuestamente permitiría incapacitar, desacreditar y aislar al régimen de Sadam Hussein tras una semana de intensos bombardeos. Según el General Schwarzkopf, comandante de las fuerzas de la coalición en aquel conflicto, la propuesta del Coronel Warden buscaba la rendición iraquí sin necesidad de enfrentarse a sus fuerzas terrestres[66].

 

Sin embargo, el plan de Warden no convenció al entonces presidente de la junta de jefes de Estado Mayor, General Colin Powell, ni tampoco al comandante del US Army en el teatro de operaciones, ni –muy significativamente– al General de la USAF Charles Horner, jefe del componente aéreo de la coalición[67]. La propuesta que el Pentágono presentó finalmente a la Casa Blanca incluía un prolongado bombardeo de desgaste contra las fuerzas iraquíes desplegadas en Irak en previsión de una campaña terrestre. Fue así como Instant Thunder acabó convirtiéndose en Offensive Campaign Phase I, de las cuatro etapas de Desert Storm[68].

 

Las ideas de Warden coincidían en parte con las Operaciones Basadas en Efectos (EBO en sus iniciales en inglés). Su propósito último era influir sobre la voluntad de lucha del adversario, mediante la aplicación coordinada de distintas capacidades militares, de modo que se alcanzasen los objetivos estratégicos deseados. Las EBO despertaron una notable atención a raíz de la Guerra del Golfo de 1991 y permearon en el desarrollo de la RMA y la consiguiente Transformación de la Defensa. El término EBO desapareció del vocabulario castrense norteamericano a partir de 2008, pero el concepto permanece y en gran medida se inserta en el todavía vigente Enfoque Integral (Comprehensive Approach)[69].

 

Las expectativas de una guerra limitada en el tiempo y alcance, con un número muy reducido de bajas propias y civiles del adversario, sintonizaron a la perfección con los condicionantes políticos y sociales[70]. De hecho, se dio un proceso de retroalimentación entre el cambio en la actuación de los ejércitos y la demanda política y social al respecto. Algo común en los grandes procesos de cambio militar[71]. La sociedad y los responsables políticos esperaban y pedían operaciones quirúrgicas y, por su parte, las organizaciones militares (fundamentalmente las fuerzas aéreas, también en su vertiente aeronaval) se adaptaban y trataban de proporcionárselas. Un indicador de ello fue la proporción de municiones guiadas utilizadas en los conflictos que siguieron a la guerra del Golfo. Si en la guerra de Irak de 1991 apenas el 8 por ciento de las municiones utilizadas por los Estados Unidos fueron guiadas, la ratio subió al 35 por ciento en Kosovo en 1991 y al 57 por ciento al comienzo de la operación Libertad Duradera en 2001[72].

 

La propuesta teórica de Warden ha sido objeto de importantes críticas. La principal es su carácter excesivamente mecanicista y prescriptivo. Se inserta en la tradición encarnada por Antoine-Henri de Jomini a principios del siglo XIX, según la cual sería posible reducir la estrategia y la conducción de la guerra a un conjunto de principios y reglas Generales[73]. La teoría de Warden parece minusvalorar la incertidumbre de la guerra, su carácter no lineal y la reacción del oponente, tal como la interpretó Clausewitz, también en las primeras décadas del XIX.

 

Para ser efectiva, la estrategia propuesta por Warden requeriría conocer en detalle el sistema enemigo y medir con exactitud los efectos generados durante el desarrollo de la campaña aérea. Pero en la práctica resulta enormemente difícil comprender en profundidad tanto el sistema adversario como las consecuencias reales provocadas por los bombardeos.

 

Por otra parte, en el modelo de Warden da la impresión de que el oponente permanece pasivo[74]. La experiencia histórica demuestra, sin embargo, que los adversarios se adaptan, reaccionan y a menudo son lo suficientemente redundantes como para evitar el colapso sistémico perseguido por el tipo de campaña aérea defendida por Warden[75]. Precisamente, en aquellos años de euforia tras la victoria del Golfo de 1991 y de confianza en la abrumadora ventaja tecnológica del poder aéreo norteamericano, Eliot A. Cohen advirtió proféticamente que los enemigos de Estados Unidos buscarían alternativas con las que contrarrestar su superioridad en el campo de batalla convencional[76].

 

El polo opuesto de este segundo debate está representado por Robert A. Pape, autor del libro Bombing to Win. Air Power and Coercion in War, publicado en 1996[77]. La relevancia de su trabajo también merece una exposición detallada.

 

Pape asume la distinción de Thomas C. Schelling –ya mencionada anteriormente– entre fuerza bruta y coerción. A partir de ella, Pape estudia la capacidad coercitiva del poder aéreo. Inspirándose en la teoría clásica de la disuasión distingue dos tipos de estrategias coercitivas: la de castigo (punishment) y la de negación (denial).

 

Según Pape, la estrategia de castigo se puede llevar a cabo de tres modos distintos:

 

Bombardeos estratégicos que dañen directa o indirectamente a la población civil. Serían acordes con las propuestas teóricas de Douhet, Mitchell, Trenchard y la “industrial web theory” de la ACTS norteamericana. Desde el punto de vista histórico se corresponderían con los bombardeos sobre industrias y ciudades durante la II Guerra Mundial.

 

Bombardeos estratégicos que sigan una escala gradual de destrucción. Se corresponden con lo que Schelling denomina estrategia de riesgo (risk strategy)[78]. Es similar a la anterior pero la destrucción iría in crescendo, acompañada de amenazas antes de subir un nuevo peldaño. Perseguiría coaccionar al adversario limitando la escala del conflicto. La campaña norteamericana Rolling Thunder (marzo de 1965 – noviembre de 1968) durante la guerra de Vietnam es, según Pape, el ejemplo más destacado de este tipo de estrategia[79].

 

Decapitación, tratando de matar a los responsables políticos o de debilitar su capacidad de mando y control. Chantajearía a las élites e incrementaría el riesgo de parálisis estratégica o de revuelta popular. Tal como hemos visto, este tipo de campaña aérea se correspondería con la propuesta de John A. Warden y con la primera fase de bombardeos en la guerra del Golfo de 1991. También pertenece a esta categoría el bombardeo de la residencia de Gadafi durante la operación El Dorado Canyon en abril de 1986.

 

Según Pape, el poder aéreo como instrumento de coerción por castigo no funciona cuando la cuestión en liza afecta a los intereses vitales del oponente. Por ejemplo, aceptar la derrota en la guerra, perder territorios que se consideran propios o sufrir un cambio de régimen. La conclusión de Pape se basa en el análisis cuantitativo de las treinta seis campañas de bombardeo estratégico acaecidas hasta el momento de publicar su libro, y en el estudio detallado de las cinco más relevantes de ellas:

 

  • Japón 1945,
  • Alemania 1945,
  • Corea 1953,
  • Vietnam 1965-1968 y 1972,
  • Irak 1991[80].

 

Sin embargo, continúa Pape, el poder aéreo sí adquiere utilidad coercitiva cuando se utiliza como parte de una estrategia de negación. La coerción se conseguiría quebrando la estrategia militar del enemigo. Haciéndole ver que no logrará lo que persigue por medios militares, y que seguir combatiendo sólo le acarrará mayores pérdidas.

 

La estrategia coercitiva por negación requeriría del poder terrestre además del poder aéreo[81]. También del poder naval, cuando la geopolítica lo permita, aunque –según Pape– la capacidad de negación de este último sea menor[82]. Al trabajar de manera conjunta, el poder aéreo debilitaría las fuerzas enemigas permitiendo que las fuerzas terrestres se impongan a un coste no prohibitivo. De este modo, las misiones fundamentales del poder aéreo deberían ser[83]:

 

  • Apoyo aéreo cercano, atacando a las fuerzas enemigas en primera línea del frente.
  • Interdicción operacional, atacando la logística, los centros de mando, las redes de comunicación y las fuerzas en tránsito adversarias.
  • Interdicción estratégica. Pape la entiende como bombardeo de la industria militar adversaria y de sus redes nacionales de transporte con el fin de interrumpir el suministro del frente. Según este autor, sólo resultaría útil en guerras prolongadas de desgaste[84].

 

El poder aéreo, como parte de una estrategia coercitiva de negación, también resultaría útil si el adversario no cede y se opta por una victoria de “fuerza bruta”. Pape considera además que los avances tecnológicos –en especial, las municiones guiadas– refuerzan las estrategias de negación al mejorar la eficacia de los ataques contra las fuerzas militares oponentes[85].

 

Como consecuencia de todo esto –y de otras ideas relacionadas que por motivos de espacio no vamos a desarrollar–, Robert A. Pape concluye que el poder aéreo debería dedicarse fundamentalmente al apoyo de las fuerzas terrestres, con el fin de quebrar la estrategia militar adversaria. La idea no es original, y Pape lo reconoce al citar a John C. Slessor, que como ya hemos visto en el epígrafe anterior también abogaba por la actuación conjunta tierra-aire[86].

 

Al negar contundentemente la utilidad del bombardeo estratégico, Robert A. Pape se enfrentó a la postura de John A. Warden y de muchos de los primeros teóricos del poder aéreo. También desafió la orientación estratégica que había facilitado la independencia institucional de la USAF, y que como hemos visto se mantuvo vigente durante las primeras dos décadas de la Guerra Fría[87]. Un año después de publicar Bombing to Win, Pape polarizó aún más sus argumentos al afirmar que debía priorizarse la adquisición de aviones de apoyo aéreo cercano como el A-10, y de aviones de combate y ataque al suelo como el F-15E, en detrimento de bombarderos como el B-2[88].

 

Como era de esperar, el trabajo de Pape suscitó ardientes críticas, algunas de ellas por parte de oficiales de la USAF y otras de académicos[89]. En el invierno de 1997/1998, la revista científica Security Studies publicó un intercambio de opiniones a raíz del libro Bombing to Win que incluía artículos de Pape y Warden[90].

 

En un número posterior de la misma revista, Karl Mueller trató de ofrecer una visión intermedia[91]. Según Mueller, la cuestión no era si el bombardeo estratégico logra o no la coerción por sí sólo, sino si es útil y si contribuye al esfuerzo bélico. Los principales argumentos de Mueller al respecto fueron[92]:

 

  • El bombardeo estratégico es una herramienta coercitiva en sí misma, aunque debe ir acompañada de otras medidas. Mueller pone como ejemplo la campaña aérea de la guerra del Golfo de 1991, valorando positivamente su capacidad coercitiva, pero en concierto con la amenaza –cumplida– de intervención terrestre.
  • El bombardeo estratégico contribuye al esfuerzo coercitivo conjunto. Mueller cita como ejemplo la rendición italiana en la II Guerra Mundial. La amenaza de bombardeos estratégicos sobre las ciudades italianas y la probable destrucción de su rico patrimonio cultural influyeron en la decisión de rendirse (además de la invasión aliada de Sicilia).
  • El bombardeo estratégico puede ser útil incluso cuando la coerción falla y es necesario lograr la victoria a través de la “fuerza bruta”. Mueller pone como ejemplo los bombardeos de los Vulcan británicos contra la pista de Port Stanley en la guerra de Malvinas de 1982.También es válido cuando se opta por la “fuerza bruta” en acciones muy puntuales, como el bombardeo israelí al reactor nuclear iraquí de Osirak en junio de 1981 (y años más tarde contra otro reactor nuclear en Siria en septiembre de 2007).
  • Las acciones de bombardeo estratégico pueden cumplir funciones políticas diferentes a la coerción por castigo o negación. Sería el caso de acciones con finalidad de política interna, que por ejemplo envíen el mensaje de que el gobierno “está haciendo algo” y que transmitan la imagen de llevar la iniciativa. Mueller cita como ejemplo el raid de Doolittle sobre Tokio en abril de 1942. 
  • Al mismo tiempo, Mueller considera que el bombardeo estratégico puede afectar a la actitud del oponente durante posguerra, reforzando la disuasión del vencedor. En ese sentido, la siembra de destrucción y muerte sobre las ciudades alemanas y japonesas durante la Segunda Guerra Mundial pudo jugar cierto papel en la transformación pacífica de ambas sociedades.

 

Mueller reconoce la dificultad de que el bombardeo estratégico logre la “decapitación” del sistema adversario, pero afirma que es prematuro descartar esta opción por completo[93]. Ciertamente, aunque como un elemento más, la campaña de ataques con drones armados contra Al Qaeda Central en Pakistán a lo largo de la década de 2000 y comienzos de la de 2010 generó disfunciones severas en la cúpula de la organización de Bin Laden[94].

 

Finalmente, Mueller critica la distinción de Pape entre aviones supuestamente dedicados en exclusiva a misiones de bombardeo estratégico, con otros diseñados para operaciones tácticas o de teatro, propias de estrategias de coerción por negación. En efecto, este es uno de los puntos más débiles de la argumentación de Pape que también ha sido criticado por otros autores[95].

 

Como ya se ha señalado, el ataque estratégico es aquel cuyos efectos trascienden el nivel táctico y operacional, incidiendo de manera directa en la consecución de los objetivos de la guerra. Que sea o no estratégico, no depende ni del tipo de arma utilizada ni del modelo de avión. Durante la II Guerra Mundial se emplearon bombarderos pesados para realizar ataques de saturación sobre las defensas alemanas en Normandía, y aviones tácticos como el Ju-87 Stuka para bombardear objetivos estratégicos. Tanto en Vietnam como en la guerra del Golfo de 1991, los bombarderos B-52 realizaron fundamentalmente misiones de interdicción e incluso de apoyo aéreo cercano (más tarde también lo hicieron con municiones guiadas en Afganistán e Irak). Mientras que aviones que Pape identifica como tácticos o de teatro, como el F-15E, realizaron en Irak numerosos bombardeos de objetivos que podrían ser considerados estratégicos.

 

Pocos años después de la publicación de los trabajos que estamos comentando, la campaña aérea de la OTAN en Kosovo en 1999 reavivó de nuevo el debate, dando aparentemente la razón a quienes defendían la capacidad coercitiva del poder aéreo en solitario[96]. No obstante, hubo otros factores añadidos como la amenaza de una intervención terrestre, el fortalecimiento del Ejército de Liberación de Kosovo, o –sobre todo– el hecho de que Moscú retirase su apoyo a Serbia a la hora de que el régimen de Milosevic cediera[97].

 

A raíz de esa cuestión Daniel L. Byman y Matthew C. Waxman propusieron superar el debate de si el poder aéreo es o no capaz de lograr la coerción por sí sólo. Al plantearse así caricaturizaba y confundía la auténtica contribución y límites del poder aéreo[98]. En su lugar Byman y Waxman proponían el siguiente modelo a la hora de entender su capacidad coercitiva[99]:

 

  • La variable dependiente sería la probabilidad de rendición del adversario.
  • La variable independiente (la explicativa) sería la amenaza del aumento de costes que genera el poder aéreo empleado, no en lugar de, sino en combinación con la posibilidad de acción militar terrestre.

 

La probabilidad de que la coerción tenga éxito depende del impacto esperado por la amenaza de quien coerce, y de las respuestas disponibles para quien es objeto de la coerción. Por tanto, a la hora de evaluar las herramientas de coerción no habría que fijarse sólo en los costes percibidos, generados por las amenazas, sino también en cómo las estrategias de coerción bloquean las eventuales respuestas del adversario.

 

De este modo, el poder aéreo tanto en misiones de bombardeo estratégico como en otras de apoyo a las fuerzas terrestres (superioridad aérea, interdicción y apoyo aéreo cercano) debería entenderse siempre como una herramienta que, gracias a sus especificidades y empleada sinérgicamente con otros instrumentos, contribuiría a la gran estrategia diseñada para ese conflicto.

 

El llamamiento de Byman y Waxman a pensar en clave sinérgica no puso punto final a la polémica. Esta se transformó a partir de lo sucedido tras el 11-S. Una nueva etapa que nos lleva al tercer y último debate de nuestro estudio.

 

Tercer debate: el poder aéreo como alternativa al “boots on the ground”

 

Los primeros compases de la reacción militar norteamericana a los atentados de Washington y Nueva York dieron lugar a una nueva discusión teórica sobre la primacía del poder aéreo. Giró en torno a lo que se denominó el “modelo Afganistán” (the Afghanistan model): la combinación de fuerzas de operaciones especiales, milicias autóctonas y ataques aéreos de precisión que logró derribar en pocos meses al régimen talibán.

 

En esta ocasión el debate fue mucho menos polarizado y pronto se logró cierto espacio de acuerdo. Su contenido resulta relevante a día de hoy, pues el modelo Afganistán es en buena medida el que se está aplicando contra el Daesh en Siria, Irak y Libia.

 

Nada más producirse los atentados del 11-S, el presidente Bush solicitó alternativas para deponer al régimen talibán, que cobijaba a Osama Bin Laden y a gran parte de la infraestructura de Al Qaida. Se le presentaron dos planes. El más convencional provenía del Estado Mayor Conjunto y requería el empleo de varias divisiones del US Army y meses de preparación. La segunda opción, a instancias de la CIA, apostaba por combinar fuerzas de operaciones especiales, milicias de la Alianza del Norte afgana y poder aéreo.

 

La Administración Bush optó por el segundo plan. La situación política demandaba una acción inmediata y las peculiaridades geográficas de Afganistán dificultaban el despliegue y sostenimiento de un gran contingente militar. También pesaba la mala experiencia de los soviéticos en la década de 1980. En este caso, las propiedades inherentes al poder aéreo (flexibilidad, ubicuidad, velocidad, alcance) inclinaron claramente la balanza a favor de su protagonismo.

 

Durante las primeras dos semanas de bombardeos la situación permaneció en gran medida estancada. Los ataques aéreos destruyeron los escasos “objetivos estratégicos” que poseía el régimen. Los talibanes dispersaron una parte de sus fuerzas y atrincheraron sólidamente a la otra. No fue hasta el 21 de octubre, momento en el que los operadores especiales norteamericanos comenzaron a marcar objetivos desde primera línea, cuando puede hablarse de la aparición del “modelo Afganistán” y de un inicio real de los avances. A lo largo de las siguientes semanas fueron cayendo Mazar-i-Sharif, Kabul, Kunduz y, por último, Kandahar el 7 de diciembre. 

 

La rapidez de la victoria generó titulares y columnas de opinión que daban gran parte del mérito al poder aéreo (merecidamente), y que calificaban el nuevo modelo de “revolucionario”[100]. Nuevamente se planteaba la cuestión de ganar las guerras desde el aire, sin una participación a gran escala de fuerzas terrestres.

 

Soslayando los análisis superficiales y la euforia del momento, vamos a comentar brevemente dos posturas que recogen lo esencial de aquel debate y que –como decimos– pronto coincidieron en un terreno más o menos común[101].

 

Un ejemplo de la postura partidaria al modelo Afganistán fue el artículo “Wining with Allies. The Strategic Value of the Afghan Model” de Richard B. Andres, Craig Wills y Thomas E. Griffith Jr. publicado en la revista científica International Security. Sin que ello quite valor alguno a su trabajo, resulta conveniente señalar la vinculación profesional de los tres autores con la USAF.

 

El argumento principal es que la combinación de operadores especiales, milicias autóctonas y poder aéreo proporciona un modelo robusto y aplicable en futuras intervenciones militares. Los autores daban las siguientes razones a partir de la experiencia afgana[102]:

 

  • Gracias a los avances tecnológicos, los operadores especiales son capaces de designar blancos con exactitud a las municiones guiadas de la aviación. Esto supone una mejora significativa respecto a Vietnam, donde ya se había ensayado el empleo combinado de operadores, fuerzas autóctonas y poder aéreo con resultados insatisfactorios.
  • Las sinergias que creó el modelo superaron al sistema defensivo adversario. Hasta entonces los talibanes habían utilizado contra la Alianza del Norte una defensa en profundidad: varias líneas defensivas, hostigamiento artillero contra quienes las penetraran y reservas móviles con las que contraatacar. El poder aéreo destruyó las posiciones defensivas de los talibanes con una eficacia mayor a la que habrían proporcionado las salvas artilleras. Impidió las comunicaciones por radio de los talibanes, atacando las fuentes de emisión. Y hostigó las concentraciones y movimientos de las reservas, así como su fuego artillero.
  • En consecuencia, la balanza en el combate terrestre se inclinó a favor de una fuerza atacante numéricamente inferior a la que defendía. Los talibanes gozaron de ventaja durante toda la campaña, a menudo en una proporción de miles frente a cientos. En Mazar-i-Sharif, por ejemplo, dos mil atacantes se enfrentaron a cinco mil talibanes.

 

Según los autores, este hecho –que contradice la norma del tres a uno para quien ataca– sería una prueba del carácter “revolucionario” del modelo.

 

El modelo Afganistán se aplicó de nuevo con éxito –según estos autores– durante la invasión de Irak en 2003. Se utilizó para acosar a las divisiones iraquíes desplegadas en el norte, evitando que se trasladasen al sur, donde se estaba produciendo la ofensiva principal. Se logró con un pequeño contingente de operadores especiales norteamericanos, ataques aéreos y varios miles de peshmergas kurdos.

 

Craig, Wills y Griffith reconocían en su artículo que el modelo Afganistán no resulta aplicable en todas las circunstancias (ninguna herramienta estratégica lo es). Pero sí sería lo suficientemente efectivo como para proporcionar algunas ventajas de carácter político. En concreto[103]:

 

  • Disminuye el coste en vidas y recursos de las misiones de estabilización y contrainsurgencia. El protagonismo de los combates terrestres recaería en fuerzas autóctonas que, con mayor probabilidad que las norteamericanas, serían recibidas como libertadoras una vez alcanzada la victoria.
  • Aumenta la capacidad militar de los Estados Unidos. Dicha capacidad –entendida en su sentido amplio, no el técnico militar– incluye, además de los instrumentos militares, la voluntad de emplearlos. El modelo Afganistán, con su bajo perfil de unidades terrestres (decenas o, como mucho, unos cientos de operadores especiales) y las ventajas inherentes al poder aéreo, ofrece una opción más aceptable políticamente.
  • Potencia y flexibiliza la diplomacia coercitiva, dotando de mayor credibilidad a la amenaza de empleo de la fuerza.

 

Los partidarios del modelo Afganistán ponían el acento en sus aspectos positivos y reconocían al mismo tiempo la dificultad de exportarlo a otras situaciones. Se trataba de una opción estratégica que, en función de las circunstancias, podía resultar más adecuada y efectiva que una intervención terrestre a gran escala.

 

No obstante, algunos de los partidarios del modelo Afganistán –incluyendo los autores del artículo que acabamos de comentar– no fueron capaces de evitar ciertas afirmaciones que recuerdan a argumentos clásicos del debate que hemos venido tratando:

 

"El pesimismo sobre el modelo afgano ha estado fuera de lugar. El modelo representa una nueva herramienta importante, incluso revolucionario, en el arsenal de política exterior de los Estados Unidos. En última instancia, el modelo permitió a los militares estadounidenses sustituir el poder aéreo, las SOF y los aliados locales por decenas de miles de tropas estadounidenses en las últimas dos guerras. Esto es economía de fuerza en estado puro".

 

Lo cual proporcionó munición teórica a sus críticos.

 

Uno de los más destacados es Stephen D. Biddle. Según este autor, para que el modelo Afganistán funcione deben cumplirse dos requisitos:


  • Las fuerzas autóctonas han de estar altamente motivadas,
  • Deben ser tan competentes militarmente o más que las del adversario[104]


Si no son capaces de tomar terreno fuertemente defendido, el modelo entra en quiebra.

 

Biddle analiza detalladamente el inicio de la campaña afgana y dos batallas posteriores:

 

  • La de Tora Bora (diciembre de 2001)
  • La operación Anaconda (marzo de 2002)[105].

 

Destaca, que a pesar de los avances tecnológicos, continúa siendo muy difícil acertar desde el aire a fuerzas que saben aprovechar el terreno manteniendo su capacidad defensiva[106]. Lejos de ser la panacea, el poder aéreo sería un elemento del sistema. Y, en caso de que fallase el componente terrestre autóctono, la aviación y las fuerzas de operaciones especiales norteamericanas no podrían alcanzar la victoria. Dada la dificultad de encontrar aliados sobre el terreno auténticamente competentes y fiables, el modelo Afganistán resultaría poco Generalizable y estaría lejos de convertirse en una “revolución” en el modo hacer la guerra.

 

En una línea similar Michael E. O’Hanlon sostiene que las fuerzas autóctonas rara vez combatirán de un modo que resulte congruente con los intereses de los Estados Unidos[107]. Desarrollando un poco más el argumento de este autor, y aprovechando la perspectiva que nos ofrecen las intervenciones militares ocurridas desde entonces, constatamos que este es uno de los puntos más problemáticos del modelo Afganistán: la incapacidad de controlar el desarrollo de los acontecimientos sobre el terreno. Tanto durante la marcha del conflicto –pensemos, por ejemplo, en el asesinato de prisioneros o en la masacre de civiles por parte de las fuerzas autóctonas a las que se esté apoyando–, como una vez finalizada la guerra (en caso de que realmente termine). Un ejemplo sería la intervención aliada en Libia en 2011, donde la caída del régimen de Gadafi trajo aun mayor inestabilidad. La misma incógnita queda abierta a día de hoy con el apoyo los peshmergas kurdos en Siria, o al ejército regular y a las milicias chiíes en Irak en la lucha contra el Daesh.

 

A ello hay que añadir, los límites del poder aéreo al atacar núcleos urbanos (por ejemplo en Irak y Siria) donde por muy precisas que sean las municiones se corre un grave riesgo de matar y herir a no combatientes[108]. Incluso en el escasamente urbanizado Afganistán –aunque en un contexto diferente a la ofensiva inicial de otoño de 2001–, los ataques aéreos han provocado la muerte de cientos de civiles. La mayoría de ellos en ataques aéreos no planificados, realizados en situaciones de emergencia[109]. Además de la tragedia humana, sus consecuencias son contraproducentes en términos políticos y mediáticos, y generan un profundo rechazo en la población autóctona que dificulta las labores de estabilización[110].

 

Durante su periodo al frente de la ISAF, el General McChrystal fue explícito al respecto:

 

"Señores, necesitamos entender las implicaciones de lo que estamos haciendo. El poder aéreo contiene las semillas de nuestra propia destrucción. ¿Un tipo con un rifle de cañón largo se topa con un complejo y le dejamos caer una bomba de 500 libras? Las bajas civiles no son solo una realidad con la prensa de Washington. Son una realidad para el pueblo afgano. Si usamos el poder aéreo de manera irresponsable, podemos perder esta lucha”[111].

 

Por último, el modelo Afganistán depende de la capacidad del poder aéreo para responder de manera casi instantánea a la marcha de la batalla. Lo cual plantea serios problemas. Además de la limitación de recursos, siempre estará presente la “fricción” de Clausewitz. Como afirma Martin Van Creveld, por mucho que se esté acortando la cadena que une “sensores” con “tiradores” (“the ‘kill chain’ between ‘sensors’ to ‘shooters’”) pensar en una disponibilidad inmediata es engañoso[112]. Un año después de la caída del régimen talibán, el jefe de Estado Mayor del US Army, General Eric Shinseki, se quejaba de que las unidades terrestres tenían que esperar una media de veinticinco minutos hasta que llegase el apoyo aéreo. Por lo que en muchas ocasiones acudía cuando ya había terminado la acción[113]. Durante la operación Plomo Fundido (2008-2009), las IDF israelíes rebajaron el tiempo a apenas treinta segundos, pero gracias a que sus helicópteros Apache estaban continuamente en el aire, orbitando sobre una franja de territorio reducida. En un campo de batalla más extenso o luchando contra un enemigo con cañones antiaéreos ligeros o con MANPADS dicho apoyo aéreo no habría sido ni de lejos tan inmediato[114].

 

Conclusión

 

Colin S. Gray añade un cuarto elemento al triángulo de la estrategia: las suposiciones (assumptions). Que afectan a cada uno de los otros tres elementos: los fines, los modos y los medios[115]. El debate sobre la supuesta primacía del poder aéreo gira fundamentalmente en torno a los modos, y a las suposiciones sobre esos modos. Cómo lograr con los medios disponibles los efectos estratégicos deseados.

 

Pero inevitablemente dicho debate está relacionado también con los medios, las capacidades en su sentido integral: materiales, infraestructura, recursos humanos, adiestramiento, doctrina y organización. Como consecuencia, la reflexión teórica sobre el rol del poder aéreo trasciende el ámbito de lo especulativo y genera múltiples ramificaciones. Sus impactos sobre la preparación de la fuerza y –cuando llega el momento– sobre su empleo es real y sustantivo. Por citar un par de ejemplos históricos, el triunfo de las ideas que priorizaban el bombardeo estratégico en detrimento agudo de otras misiones en la recién independizada USAF, pasó una dolorosa factura a su capacidad para prestar apoyo aéreo cercano muy pocos años después, durante la guerra de Corea[116]. Igualmente, el escaso interés de la Luftwaffe por el bombardeo estratégico se hizo sentir cuando el nivel político decidió aplicarlo de manera continuada en la II Guerra Mundial. Sus bombarderos medios y ligeros fueron aptos para atacar Varsovia o Róterdam pero no tan adecuados en la batalla de Inglaterra[117].

 

En definitiva, entender cuál puede ser la contribución real del poder aéreo en la gran estrategia, y en las estrategias específicas de cada conflicto, constituye el primer paso para que resulte estratégicamente efectivo. Del mismo modo, la aparición de tecnologías radicalmente nuevas lleva aparejado un esfuerzo por comprender en profundidad sus fortalezas y limitaciones. La trayectoria intelectual que hemos ido analizando a lo largo de estas páginas refleja ese deseo por encontrar el lugar del poder aéreo dentro la estrategia militar. Se trata de un proceso inacabado. Sensible a los nuevos avances tecnológicos y a las necesidades del entorno estratégico. Conocer sus raíces teóricas nos ayuda a entender su situación actual y su evolución futura.

 

Este documento ha sido publicado previamente por el autor como Documento de Investigación del Instituto Español de Estudios Estratégicos, 12/2016 16 de diciembre de 2016. Publicado en el sitio web del Instituto Español de Estudios Estratégicos.

 

 Fuente: https://www.ieee.es 

 

 

 



[1] Cohen, Eliot A. (1994), “The Mystique of U.S. Air Power”, Foreign Affairs, Vol 73, No 1, p. 109.

[2] Metz, Steven (2016), “For U.S., Ignoring the Limitations of Airpower a Recipe for Disaster”, World Politics Review, January 29. Disponible en: http://www.worldpoliticsreview.com/articles/17806/for-u-s-ignoring-the-limitations-of-airpower-a-recipe-for-disaster

[3] Cooper, Scott A. (2001), “Air Power and the Coercive Use of Force”, The Washington Quarterly, Vol. 24, No 4, pp. 81-93; McInnes, Colin (2001), “Fatal Attraction? Air Power and the West”, Contemporary Security Policy, Vol. 22, No 3, pp. 28-51.

[4] Pietrucha, Mike & Renken, Jeremy (2015), “Airpower May Not Win Wars, but It Sure Doesn’t Lose Them”, War on the Rocks, August, 19.

[5] Colom, Guillem (2016), De la Compensación a la Revolución. La configuración de la política de defensa estadounidense contemporánea (1977-2014), Madrid: Instituto Universitario General Gutiérrez Mellado, pp. 266-284. Conviene recordar además que la lectura histórica de los aviadores norteamericanos sobre la campaña del Pacífico durante la Segunda Guerra Mundial es la de un poder aéreo respaldado por el resto de fuerzas, no al revés.

[6] Lombo López, Juan Antonio (2002), “El poder aéreo, instrumento decisivo para la resolución de las crisis del siglo XXI”, Árbor, No 674, p. 233.

[7] Gray, Colin S. (2013), Perspectives on Strategy, Oxford: Oxford University Press, p. 19.

[8] United States Air Force (2015), Basic Doctrine Vol. 1, Disponible en: https://doctrine.af.mil/download.jsp?filename=Volume-1-Basic-Doctrine.pdf

[9] Así lo recoge su sitio web oficial: http://www.raf.mod.uk/role/role-air-power.cfm

[10] EURAC Air Power Paper, 2001. Disponible en: https://www.home.scarlet.be/jansens.andre/EuracAirpower.pdf

[11] Íñigo de la Puente Mora-Figueroa, “Influencia del desarrollo multinacional de capacidades en el planeamiento nacional”, en Escuela de Altos Estudios de la Defensa, Enfoque multinacional al desarrollo de capacidades de Defensa. La Smart Defense de la OTAN frente al Pooling Sharing de la UE, Documento de Seguridad y Defensa, No 56, 2013, p. 69.

[12] Gray, Colin S. (2012), Air Power for Strategic Effect. Air Force Research Institute. Maxwell Air Force Base, Alabama: Air University Press, p. 149.

[13] Van Creveld, Martin (2011), The Age of Aipower, New York: Public Affairs, pp. 25-50.

[14] Para una revisión completa de la biografía y aportaciones de los primeros teóricos del poder aéreo puede consultarse: Meilinger, Philip S. (Ed.) The Paths of Heaven. The Evolution of Air Power Theory, Maxwell Air Force Base, Alabama: Air University Press, pp. 1-277.

[15] Las cinco primeras pueden encontrarse en el libro de Freedman, Lawrence, Strategy: A History, Oxford: Oxford University Press, pp. 126-127.

[16] A este respecto puede consultarse el capítulo sobre la Primera Guerra Mundial del libro: Biddle, Stephen D. (2005), Military Power: Explaining Victory and Defeat in Modern Battle, New Jersey: Princenton University Press.

[17] Citado en Freedman, Lawrence, Strategy: A History, p. 126.

[18] Stanley Baldwin, Parliamentary Debates—Commons, November 10, 1932, Vol. 270, cols. 631–32; rpt. as “Mr. Baldwin on Aerial Warfare—A Fear for the Future”.

[19] Mueller, Karl P. (2010), “Air Power”, en Denemark, Robert A. (ed.) The International Studies Encyclopedia, Oxford: Wiley-Blackwell, pp. 47-65.

[20] Sherry, Michael S. (1987), The Raise of American Air Power. The Creation of Armageddon, New Haven: Yale University Press, p. 24.

[21] El italiano Giulio Douhet y el norteamericano William Mitchel acabaron defendiendo las posturas más exageradas, proponiendo la hegemonía casi absoluta del poder aéreo en las futuras guerras. Ver, por ejemplo, Meilinger, Philip S. (2003), Airwar: Theory and Practice, New York: Fran Cass Publishers, p. 29.

[22] Sherry, Michael S. (1987), The Raise of American Air Power. The Creation of Armageddon, p. 125.

[23] Douhet, Giulio (1998 reprint), The Command of the Air, Washington, D.C.: Air Force History and Museums Program, p. 31.

[24] Sherry, Michael S. (1987), The Raise of American Air Power. The Creation of Armageddon, p. 34.

[25] Schelling, Thomas C. (1966), Arms and Influence, New Haven, CT: Yale University Press, pp. 4-5.

[26] Sherry, Michael S. (1987), The Raise of American Air Power. The Creation of Armageddon, pp. 23-27.

[27] Ibid.

[28] Ibid. p. 155.

[29] Van Creveld, Martin (2011), The Age of Aipower, p. 56-57.

[30] Sin embargo, durante la Segunda Guerra Mundial la imprecisión de los sistemas de bombardeo y la necesidad de atacar de noche para evitar las defensas enemigas contribuyeron a que el Bomber Command, dirigido por el General Arthur Harris, asumiese los postulados más extremos de Douhet, aplicando al carpet bombing contra las ciudades alemanas. A ello también se sumó la situación estratégica de Reino Unido tras la derrota en la batalla de Francia. En una carta escrita el 10 de julio de 1940 Winston Churchill hacía la siguiente valoración: “Cuando miro a mi alrededor para ver cómo podremos ganar la guerra sólo veo una senda segura. No tenemos un ejército continental capaz de derrotar al poderío militar de Alemania. El bloqueo se ha roto y Hitler cuenta con Asia y probablemente también con África para apoyarse en ellas. Si fuera rechazado aquí o si no intentara llevar a cabo la invasión, recularía hacia el este y no tenemos nada para detenerlo. Pero hay una cosa que lo haría volver y lo traería de nuevo a la realidad, y es un ataque absolutamente devastador y de aniquilación lanzado desde este país con bombarderos pesados contra la patria del nazismo” (el énfasis es nuestro). Citado en Hasting, Max (2012), La guerra de Churchill. La Historia ignorada de la Segunda Guerra Mundial, Madrid: Crítica. (Edición Kindle).

[31] Clodfelter, Mark A. (2001), “Molding Air Power Convictions: Development and Legacy of William Mitchell’s Strategic Thought”, en Meilinger, Philip S. (Ed.) The Paths of Heaven. The Evolution of Air Power Theory, p. 95. Mitchell consideraba que no era necesario destruir por completo las ciudades, sino aterrorizar a la población para que las abandonara: Sherry, Michael S. (1987), The Raise of American Air Power. The Creation of Armageddon, p. 30.

[32] Sherry, Michael S. (1987), The Raise of American Air Power. The Creation of Armageddon, pp. 51-53.

[33] Faber, Peter R. (2001), “Interwar US Army Aviation and the Air Corps Tactical School: Incubators of American Airpower”, en Meilinger, Philip S. (Ed.) The Paths of Heaven. The Evolution of Air Power Theory, p. 211-221.

[34] En el desarrollo teórico del poder aeronaval norteamericano jugó un papel fundamental el Almirante William A. Moffet. Sobre sus aportaciones y el desarrollo teórico del poder aeronaval puede consultarse: Trimble, William F. (1993), Admiral William A. Moffet. Architect of Naval Aviation, Washington, D.C.: Smithsonian Institute Press; Mets, David R. (2001), “The Influence of Aviation on the Evolution of American Naval Thought”, en Meilinger, Philip S. (Ed.) The Paths of Heaven. The Evolution of Air Power Theory, p. 115-149. Rubel, Robert C. (2014), “A Theory of Naval Airpower”, Naval War College Review, Vol. 67, No 3, pp. 63-80.

[35] Sherry, Michael S. (1987), The Raise of American Air Power. The Creation of Armageddon, p. 27.

[36] Ibid. 29.

[37] Slessor, John C. (1936), Air Power and Armies, Oxford: Oxford University Press.

[38] Meilinger, Philip S. “Trenchard, Slessor, and Royal Air Force Doctrine before World War II”, en Meilinger, Philip S. (Ed.) The Paths of Heaven. The Evolution of Air Power Theory, pp. 64-65.

[39] Van Creveld, Martin (2011), The Age of Aipower, New York: PublicAffairs, p. 101.

[40] Greenwood, John T. (2014) “Soviet Frontal Aviation during the Great Patriotic War”, en Higham, Robin, Greenwood, John T. & Hardersty, Von (eds.), Russian Aviation and Air Power in the Twentieth Century, New York: Routledge, pp. 63-64.

[41] Van Creveld, Martin (2011), The Age of Aipower, p. 58.

[42] Corum, John S. “Airpower Thought in Continental Europe between the Wars”, en Meilinger, Philip S. (Ed.) The Paths of Heaven. The Evolution of Air Power Theory, p. 173.

[43] Ibid.

[44] Van Creveld, Martin (2011), The Age of Aipower, p. 57-58.

[45] Citado en Thomas, Ward (2006), “Victory by Duress: Civilian Infrastructure as a Target in Air Campaigns”, Security Studies, Vol. 15, No 1, p. 15.

[46] Sherry, Michael S. (1987), The Raise of American Air Power. The Creation of Armageddon, p. 117.

[47] Bomber Command Memorial: https://www.rafbf.org/bomber-command-memorial

[48] Van Creveld, Martin (2011), The Age of Aipower, p. 137.

[49] Hallion, Richard P. (2001) “The Future of Air Power”, en Stephens, Alan (Ed.), The War in the Air, 1914-1994, Canberra: RAAF Air Power Studies Centre, p. 357.

[50] Sherry, Michael S. (1987), The Raise of American Air Power. The Creation of Armageddon, p. 164.

[51] Van Creveld, Martin (2011), The Age of Aipower, p. 238.

[52] Builder, Carl H. (2009), The Icarus Syndrome: The Role of Air Power Theory in the Evolution and Fate of the U.S. Air Force, Santa Monica, CA: RAND, p. 204.

[53] Ibid.

[54] Gray, Colin S. (2012), Air Power for Strategic Effect, p. 206

[55] Jordán, Javier (2014), “Fases de la innovación militar. La Batalla Aeroterrestre como caso de estudio”, Análisis GESI, 7/2014.

[56] Warden, John A. (1988), The Air Campaign: Planning for Combat, Washington D.C: National Defense University Press Publication. Disponible íntegramente en: http://www.au.af.mil/au/awc/awcgate/warden/ward-toc.htm

[57] Ibid.

[58] Fadock, David S. (1997), “John Boyd and John Warden: Air Power Quest for Strategic Paralysis”, en Meilinger, Philip S. (Ed.) The Paths of Heaven. The Evolution of Air Power Theory, pp. 357-398; Coram, Robert (2002), Boyd: The Fighter Pilot Who Changed the Art of War, New York: Back Bay Books (edición Kindle).

[59] Warden, John A. (1988), The Air Campaign: Planning for Combat, Washington D.C: National Defense University Press Publication.

[60] Warden, John A. (1992), “Employing Air Power in the Twenty-first Century”, en Shultz, Richard H. & Pfaltzgraff, Robert L. (Ed.) The Future of Air Power in the Aftermath of the Gulf War, Maxwell Air Force Base, Alabama: Air University Press, pp. 67-68.

[61] Warden, John A. (1995), “The Enemy as a System”, Airpower Journal, (Spring). Disponible en: http://www.airpower.maxwell.af.mil/airchronicles/apj/apj95/spr95_files/warden.htm

[62] Warden, Jonh A. (1997/1998), “Success in modern war: A response to Robert Pape’s bombing to win, Security Studies, Vol. 7, No 2, p. 179.

[63] Warden, John A. (1995), “The Enemy as a System”.

[64] El argumento de Warden fue el siguiente: el B-17, el principal bombardero norteamericano utilizado contra Alemania durante la Segunda Guerra Mundial, tenía un círculo probable de error (CPE) de aproximadamente 900 metros. Según esto, para golpear un objetivo que tuviera el tercio de tamaño de un campo de fútbol con un 90% de probabilidades de que al menos una bomba cayera dentro de dicha área era necesario arrojar cerca de nueve mil bombas. En la Segunda Guerra Mundial eso se traducía en unas mil salidas de B-17. Lo que obligaba a concentrar grandes formaciones de bombarderos para garantizar su penetración en el espacio aéreo alemán y para asegurar que unos cuantos objetivos valiosos dentro de un área concreta acabarían siendo alcanzados. Pero gracias a los avances tecnológicos, un misil de crucero Tomahawk o un F-117 stealth como los empleados en 1991 contra Irak era suficiente para acertar a ese objetivo. Ello suponía una mejora de varios órdenes de magnitud en la efectividad del poder aéreo y permitía emplear simultáneamente un número importante de esos sistemas de armas, realizando ataques paralelos. En: Warden, Jonh A. (1997/1998), “Success in Modern War: A response to Robert Pape’s Bombing to Win, Security Studies, Vol. 7, No 2, p. 177-178. 

[65] Ibid.

[66] Schwarzkopf, Norman & Petre, Peter (1992), It Doesn’t Take a Hero: The Autobiography of General Norman Schwarzkop, New York: Linda Grey Bantam Books, p. 318.

[67] Mueller, Karl (1997), “Strategies of coercion: Denial, punishment, and the future of air power”, Security Studies, Vol. 7, No 3, p. 212.

[68] Arkin, William M. (1998), “Masterminding an Air War”, The Washington Post. Disponible en: http://www.washingtonpost.com/wp-srv/inatl/longterm/fogofwar/wargoals.htm

[69] Colom Piella, Guillem (2011), “La evolución de la concepción operativa basada en efectos”, Revista Política y Estrategia, No 117, pp. 61-77.

[70] Jordán, Javier y Calvo Albero, José Luis (2005), El nuevo rostro de la guerra, Pamplona: EUNSA, pp. 63-65.

[71] Baqués, Josep (2013), “Revoluciones Militares y Revoluciones en los Asuntos Militares”, en Jordán, Javier (Coord.), Manual de Estudios Estratégicos y Seguridad Internacional, Madrid: Plaza y Valdés, pp. 117-145.

[72] O’Hanlon, Michael E. (2002), “A Flawed Masterpiece”, Foreign Affairs, Vol. 81, No. 3, p. 52.

[73] Fadock, David S. (1997), “John Boyd and John Warden: Air Power Quest for Strategic Paralysis”, p. 379.

[74] Ibid.

[75] Gray, Colin S. (2012), Air Power for Strategic Effect, p. 208.

[76] Cohen, Eliot A. (1994), “The Mystique of U.S. Air Power”, pp. 109-124.

[77] Pape, Robert A. (1996), Bombing to Win. Air Power and Coercion in War, Itaca, NY: Cornell University Press.

[78] Ibid. pp. 2-3.

[79] Ibid., p. 68.

[80] Ibid. p. 10.

[81] Ibid. p. 39.

[82] Ibid.

[83] Ibid. pp. 75-79.

[84] Ibid. p. 75.

[85] Pape, Robert A. (1997), “The Limits of Precision-Guided Air Power”, Security Studies, Vol. 7, No. 2, pp. 93-114.

[86] Pape, Robert A. (1996), Bombing to Win. Air Power and Coercion in War, p. 69.

[87] Sherry, Michael S. The Raise of American Air Power. The Creation of Armageddon, pp. 357-363.

[88] Pape, Robert A. (1997), “The Limits of Precision-Guided Air Power”, p. 114.

[89] Faulise, Angelique L. (2003), Two Theories on the Use of Air Power: Warden vs. Pape, National Defense University; Conversino, Mark J. (1997/1998) “The Changed Nature of Strategic Air Attack”, Parameters, (Winter), pp. 28-41. Bratton, Patrick C. (2003) “A Coherent Theory of Coercion? The Writings of Robert Pape”, Comparative Strategy, Vol. 22, pp. 355-372; Gray, Colin S. (2012), Air Power for Strategic Effect. p. 230.

[90] Watts, Barry D. (1997), “Ignoring reality: Problems of Theory and Evidence in Security Studies”, Security Studies, Vol. 7, No 2, pp. 115-171; Warden, John A. (1997/1998), “Success in Modern War: A Response to Robert Pape’s Bombing to Win, Security Studies, Vol. 7, No 2, pp. 172-190; Pape, Robert A. (1997), “The Air Force Strikes Back: A Reply to Barry Watts and John Warden”, Security Studies, Vol, 7, No 2, pp. 191-214

[91] Mueller, Karl (1997), “Strategies of coercion: Denial, punishment, and the future of air power”, Security Studies, Vol. 7, No 3, pp. 182-228.

[92] Ibid. pp. 205-206.

[93] Mueller, Karl (1997), “Strategies of coercion: Denial, punishment, and the future of air power”, p. 218.

[94] Jordán, Javier (2014), “The Effectiveness of the Drone Campaign against Al Qaeda Central: A Case Study”, Journal of Strategic Studies, Vol. 37, No 1, pp. 4-29.

[95] Conversino, Mark J. (1997/1998) “The Changed Nature of Strategic Air Attack”.

[96] Grant, Rebecca (1999), “Air Power Made It Work,” Air Force Magazine, November, pp. 30–37. En la misma línea el historiador militar británico John Keegan llegó a afirmar: “Now there is a new turning point in the calendar: June 3, 1999 when the capitulation of President Milosevic proved that a war can be won by airpower alone” publicado en The Daily Telegraph el 4 de junio de 1999.

[97] Byman, Daniel L. & Waxman, Matthew C. (2000), “Kosovo and the Great Air Power Debate”, International Security, Vol. 24, No. 4, pp. 5-38; Hammond, Grant T. (2000), “Myths of the Air War over Serbia. Some ‘Lessons’ not to Learn”, Aerospace Power Journal, (Winter), pp. 78-86; Lambeth, Benjamin S. (2001), NATO’s Air War for Kosovo A Strategic and Operational Assessment, Santa Monica, CA: RAND, pp. 68-86; Thomas, Ward (2006), “Victory by Duress: Civilian Infrastructure as a Target in Air Campaigns”, Security Studies, Vol. 15, No 1, p. 17; McInnes, Colin (2001), “Fatal Attraction? Air Power and the West”, pp. 28-51.

[98] Byman, Daniel L. & Waxman, Matthew C. (2000), “Kosovo and the Great Air Power Debate”, p. 15.

[99] Ibid.

[100] Kelly, Michael (2002), “The Air-Power Revolution”, Atlantic Monthly, Vol. 289, No 4; Gordon, Michael (2001), “New U.S. War: Commandos, Airstrikes and Allies on the Ground”, The New York Times, December 29; Shanker, Thom (2002), “Conduct of War is Redefined by Success of Special Forces”, The New York Times, January 21; Fitchett, Joseph (2001), “Swift Success for High-Tech Arms”, The International Herald Tribune, December 7.

[101] Además de los trabajos que vamos a comentar pueden consultarse otros que ofrecen una perspectiva equilibrada sobre las ventajas y límites del poder aéreo actuando en apoyo de fuerzas terrestres ligeras. Por ejemplo: Shafer, Stephen William (2007), “Three Models of Air Power as an Asymmetrical Asset”, Journal of Applied Security Research, Vol. 3, No 1, pp. 93-106; Lambeth, Benjamin S. (2005), Air Power Against Terror: America’s Conduct of Operation Enduring Freedom, Santa Monica, CA: RAND Corporation.

[102] Andres, Richard B., Wills, Craig and Griffith, Thomas E. (2005/2006), “Winning with Allies: The Strategic Value of the Afghan Model”, International Security, Vol. 30, No. 3 pp. 136-138.

[103] Ibid. pp. 153-157.

[104] Biddle, Stephen D. (2005/2006), “Allies, Airpower and Modern Warfare”, International Security, Vol. 30, No 3, p. 163.

[105] Biddle, Stephen D. (2003), Afghanistan and the Future of Warfare: Implications for Army and Defense Policy, Strategic Studies Institute Monograph, Carlisle, PA: US Army War College.

[106] Biddle, Stephen D. (2005/2006), “Allies, Airpower and Modern Warfare”, p. 163.

[107] O’Hanlon, Michael E. (2002), “A Flawed Masterpiece”, Foreign Affairs, Vol. 81, No. 3, pp. 54-57.

[108] Wrage, Stephen (2003), “Prospects for Precision Air Power”, Defense & Security Analysis, Vol. 19, No 2, p.  

[109] Human Rights Watch (2008), “Afghanistan: Civilian Deaths from Airstrikes”. Disponible en: https://www.hrw.org/legacy/english/docs/2008/09/08/afghan19766.htm

[110] Kemsley, Harry (2007), “Air Power in Counter-insurgency: A Sophisticated Language or Blunt Expression?”, Contemporary Security Policy, Vol. 28, No 1, pp. 112-126.

[111] Filkins, Dexter (2009), “Stanley McChrystal’s Long War”, The New York Times Magazine, October, 14.

[112] Van Creveld, Martin (2011), The Age of Aipower, p. 431.

[113] Ibid. pp. 431-432.

[114] Ibid. p. 432.

[116] Chun, Clayton, K. S. (2001), Aerospace Power in the Twenty-First Century. A Basic Primer, Maxwell Air Force Base, Alabama: Air University Press, pp. 165-172; Cohen, Eliot A. & Gooch, John (2006), Military Misfortunes: the Anatomy of Failure in War, New York: Free Press, pp. 192-193.

[117] Chun, Clayton, K. S. (2001), Aerospace Power in the Twenty-First Century. A Basic Primer, pp. 192-193.