Las
hazañas no siempre son límpidas y puras. Y los héroes tampoco. Unas y otros
están signadas por el factor humano. Hace sesenta y un años este astronauta
viajó al espacio en una cáscara de nuez, pasó a la historia por eso y por haber
usado como baño su cápsula viajera y su traje espacial. La historia un hombre
con sentido del humor que cuando llegó a la Luna jugó al golf.
Por Alberto
Amato
Fue una
hazaña destinada a cambiar el mundo y la carrera espacial. Fue una hazaña
humedecida, pero hazaña al fin. El héroe, acabó con el mito del súper hombre,
se portó como el más común de los mortales y se hizo pis encima, dentro de su
traje espacial y en el interior de la cápsula que lo llevaba a la gloria y lo
hacía entrar en la historia. La gloria y la historia son nada cuando la
Naturaleza llama. Y el episodio, un astronauta mojado, lleno de electrodos y
rumbo al espacio, desató la alarma en los responsables del vuelo: ¿y si el tipo
moría electrocutado por culpa de su propia orina?
Todo
pasó hace sesenta y un años, cuando las naves espaciales eran unos cachivaches
que, como gran adelanto técnico, portaban un equipo computarizado con 64 K de
potencia para todo, y el éxito de la misión estaba confiado a la pericia del
tripulante, que con el vuelo espacial dejaba de lado su profesión de piloto de
pruebas y se convertía en astronauta.
El 5 de
mayo de 1961, Alan Shepard se convirtió en el primer americano en ser lanzado
al espacio. Veintitrés días antes, Yuri Gagarin y la URSS de Nikita Khruschev
habían tomado la delantera de la carrera espacial con un vuelo histórico que
alcanzó 357 kilómetros de alto y duró una hora cuarenta y ocho minutos.
Shepard, a bordo de la nave Freedom 7, impulsada por un cohete Rodstone 3, iba
a llegar a 187 kilómetros de alto y después de sólo quince minutos de vuelo.
Eso le
hizo decir a Khruschev que el de Shepard era “el salto de una pulga” al lado
del vuelo del soviético, porque si algo sabía hacer Khruschev era provocar: le
salía muy bien. Pero el vuelo de Shepard marcó la entrada de lleno de los Estados
Unidos en la era espacial que, ocho años después, iba a alcanzar su mayor
logro: poner a dos hombres en la Luna y devolverlos a la Tierra sanos y salvos.
Alan Shepard durante uno de los entrenamientos para el viaje espacial (Bettmann Archive)
Shepard
era un privilegiado. Había trabajado durísimo en un también durísimo proceso de
selección para convertirse en astronauta. Había nacido el 18 de noviembre de
1923; a los veinte años egresó de la Escuela Naval y se metió en un destructor
de la Armada para pelear parte de la Segunda Guerra Mundial en el Pacífico y
contra Japón. En 1947, a sus veinticuatro años, consiguió sus alas de piloto y
doce años después acumulaba más de ocho mil horas de vuelo, tres mil
setecientas de ellas en aviones de reacción.
La
flamante NASA (Administración Nacional de Aeronáutica y Espacio), creada el 29
de julio de 1958 por el presidente Dwight Eisenhower, llamó a inicios de 1959 a
una especie de concurso para ser astronauta. Eisenhower admitió que las fuerzas
armadas podían aportar sus mejores pilotos, con lo que el proceso de selección
se simplificó. De los quinientos ocho candidatos iniciales que se presentaron
en enero de 1959, quedaron apenas ciento diez que cumplían con los estándares
mínimos que exigía la NASA. Buscaban pilotos de prueba, acostumbrados a volar
en las naves más modernas, avanzadas y poderosas, naves que no tenían siquiera
todos sus secretos revelados, que podían fallar y mejorar. Los pilotos contribuían
a detectar las fallas y a recomendar mejoras: se jugaban la vida en cada vuelo.
El despegue de la nave que llevó a Shepard al espacio, el 5 de mayo de 1961 (Donald Uhrbrock/Getty Images)
De los
ciento diez pilotos elegidos, cinco eran infantes de marina, cuarenta y siete
pertenecían a la Armada y cincuenta y ocho a la Fuerza Aérea de los Estados
Unidos. Todos pasaron por una batería de pruebas escritas, entrevistas técnicas
y psiquiátricas y por una revisión profunda de sus historiales médicos.
Quedaron treinta y dos candidatos seleccionados para pasar por nuevas pruebas
ambientales, físicas y mentales, en el Wright Air Development Center de Dayton,
Ohio. Luego pasaron por una semana de evaluaciones médicas que incluyeron más
de treinta pruebas de laboratorio, de recopilación de datos químicos y de
decenas de encefalogramas y cardiogramas. Los exámenes de rayos X trazaron un
mapa puntual del cuerpo de cada candidato, y lo mismo hicieron los laboratorios
de oftalmología, garganta, nariz y oído.
Shepard
zafó, quién sabe cómo, de que un examen de oído detectara un mal que iba a
desencadenarse años después, y que entonces lo hubiese dejado fuera de la
lista: padecía la “enfermedad de Meniere”, un trastorno del oído interno que
puede causar mareo severo, un sonido agudo o estruendoso y persistente, pérdida
de la audición, que va y viene a capricho, vértigo, presión o dolor en el oído
afectado: el mal siempre afecta uno solo.
La idea
de la NASA era que quedaran doce elegidos para su primer equipo de astronautas,
que iban a arriesgarlo todo. Después de todas las pruebas médicas, los
candidatos se sometieron a exámenes fisiológicos especiales, pruebas
ergométricas, un conteo de radiación corporal, determinación de grasa y agua en
el cuerpo, nuevos exámenes cardiológicos completos y… nuevas pruebas con trajes
de presión, ensayos de aceleración y vibración, pruebas de calor y ruidos
agudos, resistencia física, exámenes con temperatura ambiente bajo cero, o con
los pies en agua helada y hasta una rara prueba que consistía en inflar globos
hasta el agotamiento físico.
Después,
llegaron las entrevistas psiquiátricas. Los candidatos convivieron con
psicólogos a lo largo de varias semanas en las que fueron estudiados, como
ratones de laboratorio, para establecer sus personalidades, sus motivaciones,
su capacidad intelectual, sus aptitudes especiales. Uno de los candidatos, que
sería elegido, sintetizó exámenes, pruebas y análisis psiquiátricos en una
breve frase: “Ya nada es sagrado”.
Por
fin, quedaron siete pilotos: los siete elegidos, los siete magníficos. Todos
ingresaron al Proyecto Mercury de la NASA y fueron presentados en sociedad en
Washington, y en conferencia de prensa, por el administrador de la NASA,
Washington Glenann, el 9 de abril de 1959. Los elegidos eran: Scott Carpenter,
Gordon Cooper, John Glenn, Virgil Grissom, Walter Schirra, Donald Slyton y Alan
Shepard.
Todos
eran hombres blancos, las mujeres no eran aceptadas en las escuelas militares
de pilotos de prueba, y el primer hombre negro en graduarse como tal fue John
Whitehead Jr., en enero de 1958 y no fue uno de los finalistas. A los siete
elegidos los llamaron los “Mercury Seven” y tenían mucho en común: cuatro
llevaban el mismo nombre de sus padres; todos eran los hijos mayores o únicos
de sus familias; todos, nacidos en los Estados Unidos, se habían criado en
pueblos pequeños; todos estaban casados y tenían hijos y todos eran
protestantes. Sus edades oscilaban entre los treinta y dos años de Cooper, el
más joven, y los treinta y siete de Glenn, el mayor. Shepard era el más alto,
un metro ochenta, y Grissom el más bajo, uno setenta. El coeficiente
intelectual de los Mercury Seven oscilaba entre 135 y 147.
Con esa
mochila subió Shepard a la Freedom 7 aquel viernes 5 de mayo de 1961 a jugarse
la vida en una nave que apenas medía un metro diez centímetros más que él y que
daba tantas comodidades como daba el estar detrás del volante de una camioneta
rural de las grandes, sólo que ésta iba al espacio. Shepard era un tipo de muy
buen carácter. No había sido él quien había dicho que ya nada era sagrado. Era
un piloto de pruebas a tiempo completo, apasionado por los desafíos, con cierto
placer por el peligro y con un humor a prueba de balas. Esa mañana había
desayunado muy liviano: jugo de naranja y café. Líquidos. El desayuno le iba a
pasar factura horas después.
Instalado
frente a los mandos de la Freedom 7, esperó la hora del lanzamiento y
enfrascado, dijo después, en un pensamiento muy de Shepard: “No la cagues,
Alan”. Pensaba así porque su vuelo no iba a ser totalmente automático, como sí
había sido el de Gagarin: el proyecto Mercury contemplaba la posibilidad de que
el piloto ejerciera cierto control sobre la nave, en especial durante el vuelo
suborbital. Después del vuelo exitoso, y cuando le preguntaron en qué pensaba
antes del lanzamiento, Shepard hizo gala de su humor corrosivo y en referencia
a las licitaciones de la NASA, dijo que no estaba del todo convencido del éxito
de la misión porque el cohete impulsor había sido fabricado “por alguien que
ofreció hacerlo por el mínimo precio”.
De
pronto, aún ensimismado en no cometer errores, Shepard tuvo ganas de ir al
baño. Les dijo a los controladores: “Comprueben si puedo salir rápido y hacer
mis necesidades”. En el control se desató el pánico. ¿Qué era eso de salir de
la nave y volver a entrar después de ir al baño? Eso no era un tren. Ni un bus.
Era una nave espacial con una misión que no iba a durar más de quince minutos,
una hora si se tenía en cuenta el lapso calculado para el rescate de la nave y
su tripulante de las aguas del Océano. Las ganas de Shepard se convirtieron
casi en una cuestión de Estado.
La
consulta del astronauta fue girada al mandamás del proyecto y jefe de la NASA,
Werner von Braun. Von Braun era alemán, había prestado valiosos servicios al
Tercer Reich y a Adolf Hitler. Era el padre de la cohetería moderna, creador de
las bombas voladoras V-1 y V-2 con las que Hitler intentó doblegar al Reino
Unido. Cuando la derrota nazi, logró evitar que lo capturaran los rusos y dejó
que lo hicieran los americanos, que no solo lo sacaron de Alemania sino que lo
pusieron al frente del proyecto de desarrollo espacial estadounidense. Los británicos
lo odiaban. Decían de él: “Ah, sí, Von Braun… Ya de joven apuntaba a las
estrellas… y hacía blanco en Londres”.
Por
supuesto, von Braun dijo no: Shepard no podía dejar la nave para ir al baño y
reingresar luego, como si estuviese en un bar de Brooklyn. Cuando le informaron
al astronauta sobre la decisión que había tomado von Braun, Shepard recurrió a
una lógica de acero y a una frase memorable que no figura en las alturas de la
de Neil Armstrong al pisar la Luna: “Este es un pequeño paso para el hombre...”,
pero es igual de elocuente. O más: “Viejo, tengo que mear”, dijo.
Lo que
siguió, el intercambio entre el centro de control y el piloto, es historia
perdida: las transcripciones de la charla fueron borradas y eliminadas de los
registros por manos más que piadosas. Pero la discusión, el debate en todo
caso, entre el urgido comandante de la Freedom 7 y el centro de control, siguió
unos minutos hasta que por los auriculares de los controladores llegó algo así
como un suspiro de alivio, o Shepard dejó de debatir. En el control de vuelo,
preparado para dar solución a tremendas emergencias menos a las más
elementales, supieron enseguida que Shepard se había orinado en su traje
espacial.
El
líquido fue a parar a la parte baja de la espalda del astronauta y empapó toda
su ropa interior. En la sala de control y ante el hecho consumado, el drama
pasó a ser otro: algunos de los cientos de electrodos a los que estaba
conectado Shepard y que medía su estado físico y hasta anímico, sus
pulsaciones, su ritmo cardíaco y sus reflejos, podía fallar si se mojaba, podía
haber chispazos, todo podía estallar.
Como
revelaría luego el escritor Neal Thompson en su libro “Enciende esa vela” la
simple idea de tener que admitir que el primer viajero espacial de los Estados
Unidos había muerto electrocutado por su propia orina era un escenario
terrible. ”Pero la aventura terminó bien. Shepard llegó sano y salvo al mar
primero y a suelo firme después. No dejó de lado el humor y cuando le
preguntaron sobre el éxito de la misión, dijo con falsa candidez y con total
lógica: ‘Yo no la juzgué un éxito hasta que me sacaron del agua…'”. Y hablaba
del agua del mar.
Alan Shepard jugó al golf en la Luna (NASA)
Así fue
la historia, humedecida, del primer viaje espacial de los Estados Unidos. Pero
Shepard volvió a hacer de la suyas. Se perdió los vuelos del proyecto Gemini,
en el que volaban dos astronautas, porque recrudeció, o le detectaron por fin
la enfermedad de Meniere. No se desvinculó de la NASA y fue jefe de la Oficina
de Astronautas hasta que, en 1969, y ya curado de su mal, volvió a ser incluido
en un vuelo de la misión Apolo. Debió volar en la Apolo XIII, aquella de
“Houston, tenemos un problema”, pero decidió esperar y prepararse mejor para
comandar el vuelo de la Apolo XIV, junto a los astronautas Edgard Mitchell y
Stuart Roosa.
El 15
de febrero de 1971, Shepard, de cuarenta y siete años, y Roosa, pisaron la
Luna, mientras Mitchell la orbitaba. Hicieron dos caminatas espaciales,
recolectaron cuarenta y tres kilos de rocas, algunos fragmentos se pueden tocar
al entrar al Museo de la NASA, en Washington, y realizaron algunos experimentos
científicos en suelo lunar. Shepard entonces, se las ingenió para sacar de su
pesado traje espacial la cabeza de un hierro 6 y dos pelotas de golf. Adosó la
cabeza de hierro al mango delgado de un excavador lunar y, pese al traje, al
casco, a la mochila y a los guantes, convirtió al golf en el primer deporte en
ser practicado en la Luna y a su tiro en el más largo de la historia de ese
deporte, gracias a la baja gravedad: “Esto también es ciencia”, dijo a modo de
justificación.
En 1974
se retiró de la NASA. Murió de leucemia el 21 de julio de 1998, veintinueve
años después de la llegada de Neil Armstrong a la Luna.
Fuente:
https://www.infobae.com