El
ingeniero y consultor aeroespacial Allan McDonald pidió que se suspendiera el
despegue y se negó a firmar la aprobación del lanzamiento del transbordador
espacial, la nave que se desintegró 73 segundos después del despegue. “Fue la
decisión más inteligente que he tomado en mi vida”, dijo.
Por Alberto
Amato
Allan McDonald, a cargo del programa de propulsión de cohetes sólidos de los transbordadores espaciales, se negó a firmar el documento que daba su conformidad al despegue del “Challenger”
Steven
Spielberg tiene una fórmula infalible para el éxito de sus películas y para que
sus héroes sean inolvidables: son gente común que de pronto se convierte en
héroe. Son valerosos, decididos, esforzados;, o son éticos, responsables,
inclaudicables, insobornables. Hay muchos heroísmos.
Es un
tipo común el sheriff de Amityville que decide darle pelea al tiburón. El Capitán
encargado de rescatar al soldado Ryan es un maestro de escuela metido a soldado
en Normandía. Y es un abogado común y silvestre, inclinado a la mediación, el
encargado de canjear espías rusos por espías americanos en la Alemania de los
convulsionados años 60. La fórmula repite con astucia lo que a veces pasa en la
vida real.
Allan
McDonald era un tipo común. Ingeniero, atraído desde joven por la experiencia
espacial de la NASA, a los 21 años se metió a trabajar de lleno en la
Morton-Thiokol, la empresa encargada del diseño del aislamiento externo de las
primeras naves espaciales: la prehistoria.
Con los
años, después del alunizaje de la Apolo XI y con las estaciones internacionales
en el espacio, Thiokol fue contratada por la NASA y McDonald estuvo a cargo del
programa de propulsión de cohetes sólidos de los transbordadores espaciales:
esos dos enormes “lápices” que los transbordadores llevaban al costado y los
ayudaban a levantar vuelo hacia lo desconocido.
La de
McDonald era una historia común hasta el 28 de enero de 1986, día previsto para
el lanzamiento del Challenger tripulado por siete astronautas, uno de ellos una
maestra, encargada de dar la primera clase espacial de la historia.
La
noche anterior al lanzamiento, McDonald y un colega, Roger Boisjol, dudaron del
éxito de la misión, pidieron que se aplazara el lanzamiento y, por último, se
negaron a firmar el documento que daba su conformidad al despegue del
Challenger.
Si
firmaba esa conformidad, McDonald ponía en riesgo la vida de los siete
astronautas. Si se rehusaba a firmar, ponía en riesgo su trabajo, su carrera y
la buena vida que llevaba junto a su mujer y sus cuatro hijos. Y no firmó.
“Tomé la decisión más inteligente que he tomado en mi vida”, recordaría años
después.
¿Qué
temía McDonald? Había hecho mucho frío en Florida, el termómetro había marcado
hasta ocho grados bajo cero. De la estructura de la torre de lanzamiento del
Challenger colgaban y gruesas cordones de hielo. Los dos “lápices” del
transbordador eran los más grandes jamás construidos: cuarenta y cinco metros
de largo, tres metros y medio de diámetro, quinientas toneladas de combustible
propelente gelatinoso en su interior. Todo estaba conectado a los cinco
segmentos cilíndricos de la nave por unas juntas equipadas con unos anillos
dobles de goma, conocidas como “Juntas tóricas” o “Juntas O”. McDonald y
Boisjol temían que el hielo y la baja temperatura las hubiese tornado
quebradizas: cualquier escape podía ser fatal. Pidieron el aplazamiento de la
misión.
En la
NASA no estuvieron de acuerdo con los miedos de McDonald: pese a la noche fría,
el tiempo iba a mejorar, el lanzamiento, previsto para el mediodía aseguraba
mejor clima y sol. La cuenta atrás siguió.
Entonces
sucedió lo que todos vimos en lo que fue el primer desastre de la carrera
espacial televisado en directo. El Challenger despegó y 73 segundos después se
desintegró en el aire ante el horror de miles de espectadores en tierra, muchos
de ellos familiares directos de los siete astronautas.
Una de
las juntas tóricas, la falla que McDonald había previsto, falló en el despegue
y el gas caliente presurizado del interior del “lápiz” derecho del Challenger
provocó una brecha en el tanque externo de combustible que estalló, junto con
el resto de la nave. El compartimento de la tripulación y otros fragmentos del
Challenger fueron rescatados del fondo del mar después de una larga operación.
Nunca
se supo el momento exacto en que murieron los astronautas, aunque sí se
determinó que algunos sobrevivieron a la ruptura inicial del Challenger, que no
tenía salidas de emergencia: quienes hayan sobrevivido al estallido, murieron
cuando los restos de la nave cayeron al mar. Allí murieron Francis “Dick”
Scobee, Michael Smith, Ronald McNair, Ellison Onizuka, Gregory Jarvis, Judith
Resnik y Christa McAuliffe, la maestra que iba a dar aquella primera clase en
el espacio y que despegó hacia la muerte mientras sus alumnos veían el
lanzamiento del transbordador por televisión y en sus aulas.
A
McDonald le quedaba todavía otro acto de heroísmo ético. Doce días después de
la tragedia, el presidente Ronald Reagan nombró una comisión investigadora
presidida por William Rogers, ex secretario de Estado de Richard Nixon. Ante
ella desfilaron científicos de la NASA, investigadores, técnicos, ingenieros
aeronáuticos, expertos en accidentes.
McDonald
fue a una de esas sesiones y escuchó que uno de los ejecutivos de la NASA decía
que Thiokol había expresado sus preocupaciones, pero que había aprobado el
lanzamiento. No dijo lo que McDonald sabía: que la NASA había presionado con
dureza a Thiokol, y que Thiokol había terminado por anular los reparos de
McDonald y de Boisjol y autorizado el lanzamiento.
“Yo
estaba sentado en el fondo de la sala, y pensaba que lo que escuchaba era lo
más engañoso que jamás hubiese escuchado”, recordaría años después. Entonces
McDonald se paró y dijo: “Creo que esta comisión presidencial debería saber que
Morton-Thiokol estaba tan preocupada por el lanzamiento, que recomendamos no
hacerlo por debajo de los once grados de temperatura. Y lo pusimos por escrito
y lo mandamos a la NASA”.
Rogers,
que en su vida pública había escuchado algunas cosas, entrecerró los ojos, puso
en foco al tipo que se había parado en el fondo del salón y le dijo: “¿Podría
venir aquí adelante, por favor, y repetir lo que yo creo que escuché?”.
A
partir de entonces, la Comisión Rogers centró la investigación de la tragedia
en las juntas tóricas, en los esfuerzos de McDonald en tratar de impedir lo que
fue un desastre y en los oídos sordos hechos por la NASA.
Morton-Thiokol
degradó a McDonald por su infidencia y le otorgó uno de esos ascensos y
traslados destinados a la frustración y el desgaste. Hasta que Edward Markey,
un representante, hoy senador, demócrata por Massachussetts, presentó una
resolución que prohibiera a Thiokol acceder a futuros contratos con la NASA,
por el castigo que la empresa había aplicado a McDonald y el que, quedaba
implícito, amenazaba aplicar a cualquiera de sus empleados que hablara con
libertad.
McDonald fue ascendido a vicepresidente y tuvo a su cargo el rediseño de las articulaciones de los cohetes impulsores que habían fallado en el Challenger. Todas funcionaron con éxito cuando se reanudaron los vuelos de esas naves, treinta y seis meses después de la tragedia.
En 2001
McDonald se retiró de Thiokol y escribió “Mentiras, verdades y juntas tóricas”.
Dentro del desastre del Challenger, editado por University Press of Florida. Se
dedicó a ejercer como un ferviente defensor de las decisiones éticas y dio
centenares de conferencias a estudiantes de ingeniería, ingenieros y directivos
de empresas. Usaba en ellas una frase que lo define y definía también su drama:
“Al arrepentimiento por las cosas que hicimos, lo atenúa el tiempo. Pero el
arrepentimiento por las cosas que no hicimos, es inconsolable”.
El
pasado 6 de marzo, Allan McDonald, de 83 años, se cayó en su casa de Ogden,
Utah. Se golpeó la cabeza y murió poco después. Su familia dio la noticia con
mucho dolor y esta historia, sepultada casi en el olvido, polvo de estrellas,
volvió a la luz.
Es la
historia de un hombre común que se convierte en héroe. No sucede a menudo. Pero
a veces, pasa.
Fuente:
https://www.infobae.com