Por Octavio Domosti
Corría el año 1902 cuando la industria tecnológica española tuvo la oportunidad de trazar un camino bien distinto al que conocemos. Apenas un puñado de años antes de que Miguel de Unamuno estigmatizara nuestro porvenir con su lapidario y despectivo “que inventen ellos”, el ingeniero de caminos y prolífico inventor Leonardo Torres Quevedo conmocionó a la Academia de Ciencias francesa al presentar una memoria titulada “Perfeccionamientos en aerostatos dirigibles” basada en unas patentes que había solicitado.
Faltó poco para que lo sacaran a hombros. En
aquellos tiempos de señores con chistera y densos mostachos, los dirigibles
eran la gran esperanza para la conquista del cielo. Es cierto que había algunos
lunáticos que se lanzaban por los terraplenes con pesados trastos más densos
que el aire, pero en aquel momento nadie apostaba un duro por aquel sistema
denominado aviación, sino que lo que estaba de moda era la aerostación, es
decir, el vuelo con ayuda de artefactos más ligeros que el aire. Y Torres
Quevedo había dado un tremendo golpe en la mesa con un prototipo de dirigible
denominado semirrígido que aglutinaba las ventajas de los sistemas rígido y
flexible, pero que adolecía de sus respectivas desventajas[1].
Tras maravillar en París, unos días más tarde el
ingeniero civil presentó una memoria similar en la Academia de Ciencias de
Madrid que fue recibida de forma, digamos, más tibia. Esta diferencia de
acogida ya le debería haber dado mala espina a Torres Quevedo. “Tal vez son más
comedidos que los franceses”, pudo pensar, puesto que posteriormente le
aseguraron que iban a poner a su disposición los medios necesarios para
desarrollar sus prototipos. Bien, año y medio tardaron en disponer de fondos,
perdiendo un tiempo decisivo para tomar la iniciativa mundial: en enero de 1904
se crea el Centro de Ensayos de Aeronáutica con el objetivo de probar los
ingenios ideados por el inventor cántabro. Además de una partida presupuestaria
y un local (el abandonado frontón Beti Jai), le facilitaron varios auxiliares
técnicos, entre los que destacaba el Capitán Alfredo Kindelán, un ingeniero
militar con gran experiencia en vuelos en globo, que rápidamente se convirtió
en la mano derecha de Torres Quevedo gestionando las entregas de material
proveniente de Francia para fabricar la envuelta, así como aportando ideas para
el diseño de la misma, la ubicación de la barquilla, etc.
Estamos ya en el año 1906 y había llegado el
momento de realizar pruebas en el exterior, para lo cual el Parque de
Aerostación de Guadalajara era el lugar propicio. Y el Coronel Pedro Vives, que
dirigía las instalaciones militares y que ya en 1902 redactó un duro informe
oponiéndose a que Torres Quevedo usara sus recursos para pruebas aerostáticas,
en desacuerdo con la elección, se la tuvo que envainar a regañadientes y,
aventuramos, prometiendo venganza. Mientras se tramitaba la concesión del
permiso para utilizar las instalaciones de Guadalajara, Torres Quevedo solicitó
una nueva patente titulada “Un nuevo sistema de globos fusiformes deformables”
que, huyendo de términos técnicos, solo se puede calificar como La Repanocha.
Estos nuevos prototipos se describían como dirigibles trilobulados auto rígidos,
es decir, su sección era similar a un trébol en el que sus hojas están unidas
unas a otras mediante tirantes de tela de tal forma que, al inflar la envuelta,
esos tirantes se tensaban creando una especie de viga interior que rigidizaba
todo el conjunto. Una idea revolucionaria que daba sopas con honda a todo lo
creado hasta entonces.
Trabajando duramente y tras numerosos ensayos, el
día 11 de julio de 1908 el Torres Quevedo 2 realizó el primer vuelo con éxito
de un dirigible diseñado y construido en España. El porvenir era francamente
esperanzador; por echar un vistazo a la competencia, por ejemplo, había una
prometedora empresa alemana que en esas mismas fechas estaba probando su modelo
LZ 4, pero esos Luftschiffbau Zeppelin no se consideraban rivales de entidad
puesto que hasta el momento se habían comportado muy erráticamente. Por
desgracia, en pocos meses se desbarató el trabajo de años: una serie de
reiterados malentendidos, según la versión de Kindelán, hizo que varios medios
publicaran tras entrevistarle que el militar era el creador del dirigible. A
pesar de que el ingeniero militar insistía en que no le interesaba poner su
nombre a los aerostatos, a Torres Quevedo no le sentó muy bien que se pusiera
en entredicho su autoría, por lo que fue necesaria una aclaración formal; en
concreto, una Real Orden con fecha 27 de julio de 1908 proclamaba que el
inventor era el único creador de los dirigibles y por tanto llevarían su
nombre, si bien destacaba que esta empresa contó con la “inestimable ayuda” de
Kindelán. En este momento saltó por los aires el sentido común y Kindelán,
aparentemente despechado y con una rabieta antológica, presentó su dimisión
porque consideraba que no se habían tenido en cuenta sus aportaciones. Total,
que aquello significó la expulsión de facto de Torres Quevedo de Guadalajara
porque todos los militares, con el Coronel Vives a la cabeza, el cual tal vez
echó más leña al fuego para cobrarse las afrentas pasadas (“jo, tío, no te
merecen, tío”), se pusieron de parte de Kindelán.
La nave voladora descrita en Nave atmosférica y tentativa sobre la posibilidad de navegar por el aire, no sólo especulativa sino prácticamente, un libro anónimo publicado en Madrid en 1783.
Así que, de nuevo, se pierden unos meses
valiosísimos entre recoger y conseguir una nueva partida presupuestaria y un
nuevo lugar de ensayos, hasta que lo obtiene a finales de 1908: Torres Quevedo
dispondrá de unas ciento cincuenta mil pesetas para seguir sus ensayos en una
parcela en Madrid el año siguiente. Y como las desgracias no vienen solas, en
enero de 1909 se produce un accidente en Zaragoza en la única fábrica de
hidrógeno que proporcionaba todo el gas necesario para las pruebas de
dirigibles. Bueno, la única a excepción del Parque de Aerostación de
Guadalajara, claro, pero allí Torres Quevedo no podía pedir ni la hora. La
falta de hidrógeno retrasaría durante muchos meses la posibilidad de realizar
ensayos, por lo que el inventor acabó sucumbiendo a los cantos de sirena de la
empresa francesa Astra, que desde hacía una década le ofrecía instalaciones,
materiales y pilotos para desarrollar su dirigible. Las pruebas con los
primeros Astra-Torres no hacen más que confirmar que el diseño del ingeniero
español es sensacional, por lo que los franceses pujaron por hacerse con los
derechos de explotación de la patente en exclusiva. A pesar de todo lo que
había pasado, Torres Quevedo excluye de ese acuerdo al territorio español, que
podría disponer de sus patentes si lo consideraba oportuno (spoiler: nunca lo
consideraron oportuno).
En paralelo, Kindelán y Vives conseguían también
para el año 1909 una partida presupuestaria de cuatrocientas mil pesetas para…
¡comprar un dirigible! Por si fuera poco, al año siguiente pidieron otro medio
millón para realizar ensayos con el mismo. Visto con el poso que da la
distancia de más de un siglo, cualquiera podría pensar que tenían todo aquello
preparado para echar a Torres Quevedo a cualquier precio. Y lo más sangrante
aún estaba por llegar: mientras el inventor estaba en unos hangares de Astra
probando sus dirigibles con éxito, la empresa francesa estaba cerrando el trato
con Kindelán vendiéndole un modelo de dirigible flexible que ya no iba a
fabricar más puesto que los de Torres Quevedo eran mucho mejores. De hecho, a
lo largo de las pruebas que realizaron ese año tuvieron tres accidentes que
delatan la poca fiabilidad del España, nombre con el que fue bautizado este
aerostato.
En los siguientes años, entre meses desmontado,
siendo objeto de reparaciones e incluso del cambio un par de veces de la
envuelta por problemas en la misma, el España apenas pasó tiempo en el aire.
Sus escasos paseos sobre Madrid fueron bastante mediáticos, disfrutando de un
efímero momento de gloria en febrero de 1913 cuando Alfonso XIII, entre una
nube de periodistas, se montó en la barquilla junto a Kindelán y volaron
durante unos minutos. Apenas un mes después, el dirigible se desmanteló para
siempre sin haber cumplido la misión para la que en principio fue comprado:
apoyar a las tropas en tierra en la campaña de Marruecos y servir de punto de
partida para crear una flota de dirigibles militares.
Por comparación, en estas fechas, Zeppelin no había
perdido el tiempo con intrigas palaciegas y ya había fletado su modelo LZ 14.
Mientras tanto, Torres Quevedo estaba arrasando en Francia con sus
Astra-Torres, que batían récords mundiales de velocidad sin incidencias. El
comienzo de la I Guerra Mundial en 1914 supuso el impulso definitivo para sus
trilobulados: tanto Francia como el Reino Unido utilizaron masivamente los
Astra-Torres para realizar labores de vigilancia costera y seguimiento de
submarinos, ya que las experiencias con los aerostatos en primera línea fueron
bastante malas (eran literalmente carne de cañón). El último modelo que se
fabricó fue el AT 24, de doce mil quinientos metros cúbicos de volumen, en
1925. España parecía que había perdido definitivamente la oportunidad de ser un
país puntero en el ámbito aerostático. Aunque aún quedaba una posibilidad.
El vuelo trasatlántico
Unos meses antes del inicio de la Gran Guerra, el
ingeniero militar y comandante Emilio Herrera presentó al Gobierno un
visionario estudio técnico-económico sobre las posibilidades de una ruta aérea
entre España y América y, como sucedió en un primer momento con Torres Quevedo,
la propuesta no despertó excesivo interés. Debido al parón forzoso por la
guerra que se estaba viviendo en el continente, Herrera aprovechó para preparar
en profundidad su proyecto. En esta versión corregida y ampliada proponía unir
Cabo Vilán (Galicia) con la costa este de Norteamérica mediante vuelos en
dirigibles auto rígidos similares a los de Torres Quevedo. El inventor,
entusiasmado, aceptó la oferta de adaptar sus trilobulados para que resistieran
el viaje. Lamentablemente, el proyecto español había vuelto a perder años
valiosos buscando inversores, porque cuando Torres Quevedo presentó en verano
de 1919 la patente de “Un nuevo tipo de globo denominado Hispania” tanto un
dirigible rígido como un avión ya habían cruzado el Atlántico.
Al año siguiente se crea Colón, una compañía
transaérea que relanza el proyecto de Herrera, aunque cambiando la ruta (uniría
Sevilla con Buenos Aires) y el tipo de aerostato, que sería rígido porque
despertaban más interés en los potenciales inversores que veían los progresos
de Zeppelin con sus viajes a los Estados Unidos y por Europa. Si en un primer
momento no eran excesivamente fiables, la empresa alemana tuvo la audacia de
crear la primera línea de transporte de pasajeros en dirigible, carísima y
exclusiva, que reforzó su imagen.
Tantos frentes tenían abiertos los alemanes y tan
poca visión los potenciales inversores que tuvieron que pasar varios años antes
de que fructificaran las negociaciones. En la década de 1930, los Zeppelin
comenzaron a frecuentar España a ver si así atraían dinero para la Colón. Tal
vez el vuelo más célebre fue el del gigantesco LZ 127 (sí, el modelo ¡127! de
los alemanes, también conocido como Graf Zeppelin) en mayo de 1930, que embarcó
en Sevilla a una serie de personalidades entre los que estaban Herrera y el
infante Alfonso de Orleans y Borbón y viajó rumbo a Brasil, donde realizó
varias paradas para después volar a Nueva York y volver a la capital andaluza
sin incidentes. Ni así: en el año 1931 finalizó la concesión de la Colón sin
pena ni gloria. El Graf Zeppelin siguió luciendo por los cielos de España su
espigado perfil de unos doscientos treinta metros de longitud y treinta y seis
de diámetro en los siguientes años, llegando hasta nuestros días numerosas fotografías
de este colosal artefacto sobre Madrid, Barcelona, Cádiz, Huelva o Sevilla,
siendo apreciables en algunas de ellas las esvásticas que lucía en la cola.
Tras años de gestiones, con Herrera ya apartado del
proyecto que capitaneó durante casi dos décadas, el Ayuntamiento de Sevilla
(apoyado económicamente por el Gobierno español) llegó a un acuerdo con
Zeppelin, pero la autorización para la construcción de las instalaciones
necesarias para la ruta transoceánica se firmó en una fecha crucial en la
historia de España: el 18 de julio de 1936.
Obviamente, con la Guerra Civil en marcha el asunto cayó en el olvido, sobre todo porque al año siguiente se produjo el traumático accidente del LZ 129, más conocido como Hindenburg, que acabó con la confianza de los viajeros en los dirigibles. Además, los avances en maquinaria bélica durante la II Guerra Mundial fueron el espaldarazo definitivo a la aviación frente a la aerostación. Por su parte, los últimos dirigibles que había en España fueron destruidos en 1937 en la Casa de Campo de Madrid por la aviación franquista. Por cierto, el jefe de las Fuerzas del Aire del bando nacional era nuestro viejo conocido Alfredo Kindelán. El mismo que, junto a Pedro Vives, privó al país de desarrollar los diseños de Torres Quevedo fue el encargado de apuntillar la triste y maldita historia de estos artefactos fabulosos en nuestro país.
Fuente: https://www.jotdown.es
[1] Los dirigibles flexibles mantenían su forma por la
alta presión del gas de inflado y eran muy ligeros, pero eran muy inestables
frente a rachas de viento imprevistas y no podían llevar barquillas muy
pesadas. Por el contrario, los dirigibles rígidos tenían una estructura
interior que mantenía su forma y los hacían más estables durante el vuelo a
costa de necesitar mayor volumen para poder levantar su propio peso.