2 de diciembre de 2018
EL BARÓN ROJO TENÍA EL ALMA NEGRA
La edición de las memorias de combate del célebre
piloto de caza y una nueva biografía muestran a un depredador aéreo alejado de
la caballerosa estampa de su leyenda
Manfred
von Richthofen
En el rutilante firmamento de la lucha aérea sobre
las embarradas trincheras de la I Guerra Mundial destacan con el color acerbo y
desafiante de Marte el aeroplano y el nombre de Manfred Von Richthofen
(1892-1918), el Barón Rojo, el piloto de combate más famoso de todos los
tiempos. Su leyenda le ha convertido, además de en una de las figuras
emblemáticas de la contienda que este año conmemora el centenario de su inicio,
en el paradigma de aviador de caza caballeroso, tan temido como admirado y
respetado por sus enemigos. Sin embargo, y como suele suceder con los mitos,
hay grandes fisuras en la personalidad real del famoso piloto, el campeón de
los cielos de la Gran Guerra, con 80 victorias confirmadas.
Ahora la publicación en España de sus memorias de
guerra El avión rojo de combate (Macadán) y de una extensa biografía de 600
páginas (Almuzara) a cargo del entusiasta J. Eduardo Caamaño, que ha buceado en
la monumental bibliografía sobre Von Richthofen, especialmente en los libros
del gran especialista Peter Kilduff- para poner a disposición del lector en
castellano un completo relato de su vida y peripecias, incluidas las listas y
coordenadas de sus derribos y bonitas láminas de los aeroplanos que pilotó y
abatió el barón volante, permiten observar en toda su dimensión a un individuo
con bastantes facetas inquietantes, antipáticas y desagradables. Ya hubo gente
que lo percibió así en su tiempo. “Es una suerte que esté muerto”, expresó con
sincero alivio y sin ambages el capitán Middleton, del 40 escuadrón de la RAF.
Otro piloto fue más directo: “Richthofen era una mierda”.
El retrato del Manfred von Richthofen real es el de
un joven, empezó su carrera de piloto de caza con 23 años y la acabó por la
pista peor, la de la muerte, a los 25, militarista, arrogante, ambicioso y
mucho más cruel y despiadado de lo que su fama da a entender. Mucha
testosterona, chulería, sed de gloria, arrojo y técnica y muy poca humanidad o
compasión. Para el Barón Rojo, cuya ensangrentada imagen disolviendo el cielo
en una granizada de proyectiles era lo último que veían en su vida muchos
rivales, volar significaba una extensión de los placeres de la caza terrestre
de animales, a la que se entregaba desde niño con afición fanática. En el aire,
se convirtió con extremado deleite en un halcón implacable, la temible joya
escarlata en la percha de cetrería del Káiser.
Ni en su libro, solo escribió otro, un manual de
combate, Reglement für Kampfflieger, ni en informes ni cartas encontramos la
sutileza, la reflexión, la conmiseración, el hálito poético o la literatura, de
los grandes pilotos de guerra escritores como Salter, Richard Hillary, autor de
El último enemigo, o Saint Exupéry.
“Soy un cazador por naturaleza”, escribe Von
Richthofen en El avión rojo de combate. “Cuando he abatido a un inglés, mi
pasión por la caza se calma por lo menos durante un cuarto de hora “. Es
difícil conciliar ese frívolo comentario cinegético con la realidad de los
aviadores aullando en sus desesperadas caídas mientras se consumen con
antorchas en sus aeroplanos incendiados. Y añade el barón: “Los cazadores
necesitan trofeos”. Así justificaba una de sus costumbres, aparte de matar
gente, que más aversión puede producir: su obsesión por recoger o arrancar
elementos de los aviones que abatía, las ametralladoras, palas de hélice y
sobre todo los números de identificación pintados que arrancaba con fruición de
rapaz como terribles souvenirs de sus victorias. Con ellos decoró una
habitación en su casa familiar. Uno se pregunta cómo sentado allí entre esos
espantosos recuerdos del destino fatal de tantos aviadores podía sentirse a
gusto y no percibir el espectro de la muerte que también le rondaba a él.
Cuando lo derribaron, convertido ya en leyenda, en estremecedor remedo de su
costumbre las manos ávidas de los soldados aliados arrancaron de su máquina
voladora y de su cuerpo inerte innumerables recuerdos, incluidas las botas.
Desde su primer derribo, además, Von Richthofen encargó a un joyero que le
confeccionara copas de plata, una por cada enemigo abatido.
En El avión rojo de combate, el as, kanonen, decían
los alemanes, explica de manera bastante propagandística y con un tono
desenfadado digno de materia más ligera que la guerra aérea su trayectoria
desde sus primeros pasos a sus penúltimos vuelos. “Todo lo arriesgado me
cautivaba”, escribe. Ingresó en el ejército en 1911, en caballería, y entró en
la guerra del 14 muy dichoso, considerándose por ello todo un hombre. Realizó
varias acciones “audaces” en Francia como teniente de un destacamento de ulanos
y no duda en relatar cómo habían “arrimado a la pared”, fusilado, a supuestos
francotiradores y “colgado de una farola” a algunos monjes que colaboraban con
el enemigo. En 1915, ante el estatismo del frente que hace inútil la
caballería, pide pasar a la aviación. Volar, al principio lo hace como
observador de reconocimiento en Rusia, “es una lástima que no tenga ningún ruso
en mi colección, sus insignias quedarían muy decorativas en la pared de mi
cuarto”, y luego como ametrallador en un biplaza, le parece sublime y muy
seguro. Se lo pasa “en grande” ametrallando a las tropas terrestres. Su primer
derribo le provoca gran excitación. Ya en el Oeste, con el gran Boelcke, de
comandante y maestro, su carrera despega. Disfruta salvajemente abatiendo
enemigos. Muchos de ellos, véase Under the guns of the Red Baron, Caxton 1998,
pilotos noveles, casi niños, o que volaban en aparatos muy inferiores a su
Albatros D III. Las acciones bélicas se entremezclan con relatos de caza en los
que mata jabalíes o en una ocasión muy especial en el coto de un familiar del
Káiser, un bisonte.
Escribe que tuneó su avión pintándolo de rojo sin
ninguna razón especial, en realidad uno de los motivos fue que quedara claro
quién era el autor de los derribos, para acreditárselos, y se muestra orgulloso
de que le “petit rouge” o “le diable rouge”, como lo llaman los franceses,
cause temor. Abona la especie, falsa, de que los británicos han creado una
unidad especial para cazarlo. Aboga por “la decisión y las agallas” y reclama
para los alemanes el dominio del aire por su “natural espíritu ofensivo”.
Vamos, una joya de hombre. “No tenía piedad por mis enemigos”, escribió. Y es
verdad que se cernía sobre los rivales tirando decididamente a matar, sin dejar
de disparar un momento y contemplando luego desapasionadamente la caída mortal
del aeroplano herido.
El libro se cierra con 52 victorias, tras el
bautizado por los británicos como el “abril sangriento” de 1917 en el que los
Albatros y Fokkers alemanes se cobraron un sobrecogedor tributo de sangre. Tras
un permiso, Richthofen volvería al frente, sería malherido en julio, un balazo
en la cabeza le dejó momentáneamente ciego, pese a lo que fue capaz de
aterrizar, y entraría en la fase final de su carrera. Sus dos últimas víctimas
fueron sendos Sopwith Camel derribados uno detrás del otro. El piloto del
último, David Lewis, sobrevivió milagrosamente para luego salvarse también de
un atentado en Rodesia en 1958.
A la vista de todo lo dicho cabe preguntarse qué
hubiera sido del Barón Rojo de sobrevivir a la guerra y tener que enfrentarse a
las decisiones morales a las que abocaron a sus compatriotas el nazismo y la
llegada del III Reich. Poco en su carácter y su comportamiento hace presuponer
que no hubiera abrazado el revanchismo, el rearme y la vuelta a las andadas
bélicas como hicieron la mayoría de los alemanes en pos de Hitler. Quizá sería
mucho suponer que hubiera sido un Goering, popular as de caza como él, pero
mucho más inteligente, y sin duda malévolo, y acaso de los nazis lo hubieran
distanciado sus orígenes aristocráticos, pero no olvidemos el importante papel
que jugó en la aviación y la guerra de Hitler su propio primo, Wolfram Von
Richthofen, con 8 derribos en la I Guerra Mundial, nazi fanático, el mariscal
más joven del ejército alemán y jefe de la Legión Cóndor en la Guerra Civil. La
muerte del Barón Rojo aquel 21 de abril de 1918 abatido sobre el Somme por una
única bala que es de las más reivindicadas de la historia de la munición quizá
evitó que fuera un Von Richthofen más famoso el encargado de devastar Gernika.
Lo que es seguro es que uno no se imagina a Manfred
adoptando un papel displicente con los nazis como Ernst Jünger, otra de las
grandes figuras militares de la primera contienda y poseedor como él de la
preciada Pour le Mérite, el Blue Max, la mayor condecoración alemana. Jünger
enervó a Goebbels y el propio Hitler hubo de ordenar “no toquéis a Jünger” a
sus secuaces que le tenían ganas. Sin veleidades intelectuales y culturales de
ningún tipo, sensible al halago y deseoso de honores, Manfred habría sido presa
fácil para el Ministerio de Propaganda. ¿Son estas suspicacias injustas con el
gran aviador? Curiosamente el cine ya se ha mostrado bastante ambiguo con el
barón Rojo. Ninguna de las muchas películas sobre él, de la canónica The Red
Baron and Brown (1971), con John Philip Law, hasta la reciente Der Rote Baron
(2008), alemana, ofrecen un perfil tranquilizador. Se le suele mostrar como un
aviador estupendo, noble y tal, pero con un lado oscuro y desagradable, una
faceta que se traduce en un cierto nihilismo áspero que vuelve su figura
incómoda y que es una forma narrativa de traducir la falta de empatía que
provoca el personaje.
Un solo indicio nos hace pensar que Manfred Von
Richthofen, de no morir, hubiera podido quizá transformarse en un personaje más
interesante de lo que realmente fue. Tras ser herido en la cabeza comenzó a
despegarse de la figura frívola y descerebrada del piloto solar para adentrarse
en un mundo más tenebroso. Seguramente ver tantas muertes alrededor y la suya
propia tan cerca empezaban a transformarlo. Escribió entonces un breve texto,
Gendanken in unterstand, Reflexiones en mi refugio, no publicado hasta 1933, como
parte de su libro, en el que apunta que piensa escribir una continuación de El
avión rojo de combate, cuyo tono encuentra ya insolente, en la que explicará
que la guerra no es tan divertida, ni heroica, sino un asunto “muy serio y
pesaroso”. Confiesa entonces que siente angustia cada vez que vuelve de un
combate y la vida le parece sombría. En ese crepúsculo, más digno y humano, es
donde de verdad brilla la luz del Barón Rojo.
Fuente: https://www.lasegundaguerra.com