Allá por el más que centenario mes de
octubre de 1910 mencionaba la revista Vida Marítima, con gran asombro, cierta
exhibición o, como decían entonces, experiencia de aviación, que tuvo lugar por
aquellas fechas en San Sebastián. Ver volar un aeroplano era por entonces algo
extremadamente novedoso y, si se trataba de contemplar varios a la vez, la cosa
ya tomaba un aspecto muy serio. Comentaba el periodista encargado de la
crónica, asombrado incluso al trazar lo que acababa de ver, que en presencia
del rey Alfonso XIII, de la familia real y de un público numeroso, como también
anonadado, los cielos de San Sebastián acababan de ser testigos de un destello
del futuro. El acontecimiento había tenido lugar el mes anterior, pero seguía
en boca de todos los espectadores. Dos aviadores franceses habían realizado
diversas acrobacias sobre el Cantábrico y sobre la ciudad, pero lo que más
llamó la atención fue ver volar a un joven, al que no dudaban en calificar como
“principiante”, a bordo de su biplano tipo Farman.
El protagonista del evento fue aquel
chaval que llevaba la aviación en la sangre: el piloto vasco Benito Loygorri
que, si bien era cierto que acababa de llegar al mundo de los aparatos más
pesados que el aire, no parecía un neófito del vuelo, ni mucho menos. Tal y
como comentaba el periodista:
“Loygorri (…) siempre consigue
completo triunfo. El rey le condecoró por sus prodigiosos vuelos, entre los que
merece especial mención el recorrido Biarritz-San Sebastián (…). Había
abandonado Biarritz en un vuelo recto y decidido, y a los treinta y cinco
minutos se presentaba en San Sebastián. Embocó la entrada de la bahía, dio una
vuelta por la Concha, llegó al campo de Ondarreta y aterrizó sin novedad
alguna. El público no sabía cómo expresar su admiración”.
Hace tiempo escribí sobre la figura
del genial Heraclio Alfaro, constructor del primer avión de fabricación
española. Aquello sucedió en 1914, en plena fiebre de la aviación. Bien,
aquella historia no está completa si no se recuerda a un pionero anterior,
Loygorri, que cuatro años antes había logrado obtener la primera licencia de
piloto de avión de nuestro país. Hay que reconocer que estos pioneros, y otros
que les acompañaron en ese tiempo, poseían una audacia y un espíritu aventurero
que parece haberse perdido en gran parte en nuestra época.
Benito Loygorri Pimentel nació en la
francesa ciudad de Biarritz en septiembre de 1885 y falleció en Madrid en 1976.
Lo más curioso de su historia como aviador, además de sus aventuras, se
encuentra en que, a pesar de tener una larga vida, su carrera como piloto fue
intensa pero muy breve. Avanzado el año 1910 había llegado la noticia a España:
teníamos dos pilotos en nuestro país. Puede parecer algo nimio hoy día, pero
entonces fue novedad muy comentada. Benito Loygorri, junto a Alfonso de Orleáns
y de Borbón, habían conseguido un título oficial de piloto de avión en Francia,
siendo además avalados por el Real Aero Club de España. Comenzó así una carrera
llena de exhibiciones de vuelo para Loygorri que le llevó, por ejemplo, a
realizar el vuelo con el que se inauguró en 1911 el aeródromo de Cuatro
Vientos. De ese tiempo, recordaba ya en 1930 el Teniente Coronel Herrera,
testigo de aquellas aventuras, lo arriesgado que era volar. Así lo plasmó el
militar en la edición del 9 de mayo del mencionado año en la revista Nuevo
Mundo:
“En 1911 en Cuatro Vientos se
establece la primera escuela de la aviación española. Los únicos pilotos
hispanos, con títulos conseguidos en Francia, eran el Infante don Alfonso de
Orleáns y Benito Loygorri. Nosotros volábamos con los aparatos de aquella
escuela de las maneras más absurdas. No se podía virar a la derecha sin jugarse
la vida, y para ganar altura, para remontarse sobre la línea telegráfica, había
que hacer un recorrido hasta Alcorcón…”
Benito logró su licencia de vuelo unos días antes de que Alfonso de Orleáns consiguiera la suya. La licencia de la Federación Aeronáutica Internacional le llegó oficialmente el 30 de agosto de 1910. No dejó pasar siquiera horas hasta poder volar con su avión Farman. Su pasión por los aviones le venía desde niño. Se cuenta que había quedado “enganchado” al mundo del vuelo cuando vio volar a los hermanos Wright en sus exhibiciones en Francia.
En aquellos años todo lo relacionado
con esa nueva tecnología se desarrollaba a una velocidad increíble. Pocos años
antes ni siquiera se pensaba en los aviones y, entonces, a principios del siglo
XX, aparecían modelos y se rompían marcas casi todos los días. En el verano de
1909 había tenido lugar en Reims la primera exhibición aeronáutica concebida
como tal, y en ella el industrial del automóvil Henri Farman había presentado
su avión capaz de realizar vuelos largos llevando pasajeros. Convertido en
afamado diseñador de aviones, Farman había dejado a todo el mundo asombrado al
volar cerca de 180 kilómetros en unas tres horas de viaje. Días más tarde, como
aquello parecía poco, logró superar los 230 kilómetros de vuelo en menos de
cinco horas. La cosa tiene su miga, porque la mayor parte de los intentos de
vuelo hasta entonces se limitaban a tímidos saltos, vuelos muy cortos, muchas
veces sin giros. Farman construyó sencillos pero audaces aparatos, dotados de
timones maniobrables y pensados para viajes que merecieran tal calificativo.
Todo ese ambiente llevó a Loygorri a
convertirse en ingeniero y, tras completar sus estudios, decidió ir en serio
con su pasión. Voló en globo y comenzó a formarse como piloto en una escuela
oficial cerca de Reims. Y así, fruto de ese incontenible deseo por surcar los cielos
en aquellas primitivas y peligrosas máquinas, el bueno de Benito acabó por
convertirse en el primer piloto con licencia oficial de España, pero aquello
sólo era un primer paso en una aventura de amplios horizontes.
Y, ya que había obtenido su título de
piloto volando con un avión de los fabricados por Henri Farman, un modelo con
motor Gnôme de 50 CV, el siguiente paso lógico era hacerse con un avión similar
para realizar exhibiciones. Ahí es cuando llega la prueba aérea que he
mencionado al comienzo de estas letras, la que tuvo lugar en San Sebastián. Por
supuesto que Loygorri era un “principiante”, como escribía el periodista, pues
apenas había pasado poco más de un mes desde que lograra su licencia de piloto,
pero eso no fue un obstáculo para que consiguiera superar a sus rivales, los
franceses Tabuteau y Garnier, en aquel concurso de vuelo organizado por el Real
Aeroclub de Guipúzcoa. Imaginemos cómo se encontraba Benito en ese momento,
¡había triunfado siendo un piloto recién graduado de apenas veinticinco años!
Lo malo es que aquella tarde no terminó del todo bien. Después del concurso,
nuestro ganador, feliz y exultante, decidió ofrecer algún bautismo de vuelo.
Contaba por entonces Loygorri con una novia donostiarra a la que llevó volando
por la costa. Se trataba de María Minondo, que se convirtió a partir de
entonces en la primera mujer que voló en España como pasajera y, de paso, en la
primera que se estrelló. No pasó nada grave, por fortuna. El avión de Loygorri
volaba sobre la playa de Ondarreta intentando aterrizar tras un fallo del
motor, pero terminó planeando sobre las aguas cantábricas hasta finalizar su
viaje flotando muy cerca de las arenas y del gentío. La chica se llevó un buen
susto y un remojón que a buen seguro no olvido nunca, además de un enfado
monumental que terminó con su relación con el piloto en aquel mismo momento.
Lo de San Sebastián fue el primero de
muchos eventos de exhibición que Loygorri llevó a cabo en numerosas ciudades
españolas. Su avión de la casa Farman, que por lo mencionado en las crónicas
fallaba bastante, fue el primero de los diversos aviones que el piloto adquirió
para aquellas celebraciones aéreas. No vaya a creerse que la cosa era sencilla.
Tener un avión y una licencia de piloto no era suficiente. Los campos de vuelo
prácticamente no existían, por lo que nuestro piloto montó toda una compañía,
con cierto parecido a un “circo”, con la que recorría los caminos españoles de
ciudad en ciudad, de feria en feria, eligiendo campos más o menos adecuados y
cargando con gran cantidad de equipamiento, transportado todo ello en tren o
con carruajes. Llegado a la ciudad de destino, había que montar el avión,
probar los equipos, revisar si el campo era adecuado y, finalmente, volar
mientras el público no salía de su asombro. A sus aventuras como piloto se
unión una incansable labor para promocionar la aviación como deporte, además de
convertirse en representante comercial de los aviones Farman para España. En
esos días la aviación militar española estaba naciendo, siendo Loygorri el
primer proveedor de aviones para el ejército, concretamente tres unidades de la
casa Farman.
Fue pionero igualmente del vuelo
turístico, pues en 1913 voló desde Peñaranda de Bracamonte en Salamanca hasta
Medina del Campo para, al día siguiente, continuar hacia Valladolid, con
intención de seguir hasta Burgos. Su familia vivía por entonces en Valladolid,
ciudad en la que, mientras nuestro piloto visitaba a su madre, una tempestad
averió su avión, terminando con aquella excursión aérea. Llegada la Gran
Guerra, con escasez de materiales en Europa, el piloto saltó al otro lado del
Atlántico. En México formó a nuevos pilotos durante varios años, hasta que todo
cambió para siempre. Sucedió en 1917, en Bridgeport, Estados Unidos. Realizando
las pruebas de un avión tuvo un grave accidente. Durante un tiempo continuó con
su tarea formando pilotos, pero pronto quedó claro que sus lesiones le impedían
seguir con su aventura aérea.
No fue el final de su pasión por la
tecnología, simplemente decidió cambiar de aires. De vuelta a España, viviendo
en Madrid, tras casarse en 1918 en Cuba, Loygorri se convierte en representante
de diversas industrias. Destaca por encima de todas ellas su labor durante
muchos años como gerente para España y Portugal del gigante estadounidense
General Motors. Siendo exitoso empresario, recordaba Benito Loygorri sus viejos
tiempos de aviador de esta manera en las páginas del diario As, en la edición
del 9 de agosto de 1932, a través de una entrevista realizada por F. Díaz Roncero:
—¿Cómo se le ocurrió a usted hacerse
piloto?
—Fue un capricho. Yo por entonces
podía disponer de dinero para satisfacer mis caprichos, y uno de ellos fue
hacerme piloto y comprarme un aparato. Y, en efecto, realicé los primeros
vuelos de aprendizaje en la Escuela francesa de Mourmelon. Era en los meses de
junio y julio de 1910. Allí, en Francia, conseguí volar lo suficientemente bien
para que me considerasen con capacidad de obtener el título de piloto. Pero el
caso es que, a pesar de haber nacido en Biarritz, yo soy español, y mi deseo
fue solamente hacerme piloto en España.
—Pero aquí no había nada de eso…
—Pues precisamente el hecho de no
existir aviación en nuestro país fue lo que me hizo interesarme por la creación
de la misma, y como estaba dispuesto a ello, me compré un avión en Francia y me
vine a España decidido a no quedarnos atrás en el avance de la civilización.
—¿Cuánto le costó el primer aeroplano?
—Treinta y cinco mil francos. Y ¡hay
que ver lo que era aquello! Allí, como es sabido, no había cabina para el
piloto ni ninguna de las comodidades que llevan los aparatos modernos. El
aviador iba al aire, como sentado en el sillín de una bicicleta.
—¿Había más españoles dispuestos a
volar?
—Había, sí señor. Precisamente fueron
los primeros entusiastas hombres que después destacaron en la aviación, y otros
que perecieron en accidentes de aeroplano cuando fueron desarrollándose los
vuelos en Madrid. Entre los primeros figuran Kindelán y Herrera. Este último
fue, cuando instalamos el primer aeródromo, el encargado de cuidar el aparato.
—¿Dónde estaba instalado?
—Puede usted suponer cómo sería
aquello. Elegimos los terrenos de Cuatro Vientos, que nos parecían los mejores
para los aterrizajes y como allí no había siquiera casas, el único sitio donde
guarecerse era el cajón donde había venido embalado el aparato, Emilio Herrera
fue el encargado de quedarse custodiando el avión. Claro está que en aquel
magnífico “hotel” no había más remedio que dormir precisamente en el cajón de
que le hablo. Después pudimos construir dos barracones, pero aún Herrera tenía
aquella confortable “cama” donde había venido el Farman, que era el primero y
único aeroplano de que disponíamos.
—Aquello prosperó rápidamente…
—Sí, tuvieron eficacia en los primeros
vuelos y el número de aficionados aumentó considerablemente. Aquel primer
aparato fue haciéndose antiguo y conseguimos tener hasta cinco aparatos más.
Claro es que el motor del primer avión nos sirvió para los demás aparatos que
íbamos adquiriendo, y que estaban dotados de mayores adelantos. (…)
—¿Qué velocidades hacían los primeros
aparatos?
—Los primeros que tuvimos hacían una
velocidad máxima de 65 o 70 kilómetros por hora, cosa que parecía
extraordinaria, pero cuando logramos uno que hacía 90 kilómetros por hora de
velocidad máxima, según el viento, el asombro fue enorme.
—Los motores, ¿qué fuerza tenían?
—El primero que tuvimos era de 50
caballos. Luego conseguimos uno de 90 que nos parecía un bólido. ¡Quién iba a
pensar que se iba a llegar a lo que hoy es la aviación en el mundo! (…) Los
aviadores de entonces pensábamos en el avance de la aviación, pero no en la
forma tan extraordinaria en que se ha alcanzado. Yo tengo actualmente cuarenta
y cinco años, y por el progreso de la aviación que he visto, parece que ha
pasado un siglo. (…) Me asombro de las proezas que realizan los aviadores
modernos como un neófito, porque… ¿quiere usted creer lo que le diga?
—¿Qué?
—Que cuando vuelo, ahora hay una gran
seguridad en los aviones, pero como no los voy pilotando yo… ¡tengo un miedo…!
Imágenes: Biblioteca Nacional de
España.
Fuente: https://alpoma.net