Por Humberto Arioni Jones
Año 1963
Por la pequeña ventana de madera pintada de azul que
había atrás del escritorio del Jefe, se podía ver un sector de la explanada
asfaltada que rodeaba el edificio del Comando de la Base.
Un par de años antes lo habían ubicado en ese puesto,
directamente sobre un círculo de cemento que no era visible desde donde yo estaba
parado, en el despacho del Jefe del nuevo Grupo de Transporte. El P-51 no tenía
un pedestal ni nada parecido. Parecía estar en buenas condiciones para volar,
al menos visto desde los cincuenta o sesenta metros que había entre la oficina
y esa "isla" de césped recortado, donde descansaba...
Yo contemplaba la elegante silueta del P-51, mientras el
Mayor, de espaldas a la ventana, me hablaba, sentado atrás de su sencillo
escritorio donde solo se veía un canasto metálico para papeles y unas carpetas
de tapas rosadas. Casi cincuenta años más tarde, tengo como un recuerdo
fotográfico de esa escena y de las absurdas carpetas rosadas apiladas junto al
canasto.
"Mañana a primera hora, van a venir a trabajar unos
chatarreros que están autorizados a desmantelar los B-25 y llevarse los pedazos
de aluminio, los motores, las ruedas y todos los restos que queden al
cortarlos", decía el nuevo Jefe de Grupo. El nuevo Jefe era un Mayor recién
ascendido, que se había hecho cargo del Grupo, unas semanas antes.
El Mayor era un piloto de transporte, con muchas horas de
C-47. Le habían confiado la difícil tarea de convertir a la secta de los
adoradores de los B-25, en civilizados y pacíficos pilotos y mecánicos de los
C-47, transferidos al novel Grupo de Transporte.
El viejo Grupo de bombardeo, una vez dados de baja los
últimos siete B-25, se había metamorfoseado en Grupo de Transporte, equipado
con aviones de transporte, los veteranos Douglas C-47.
"Quiero que usted se encargue de controlar que esa gente
haga su trabajo sin interferir con la actividad normal, y que al final del día,
antes de irse, dejen limpia la planchada frente a los aviones. Que se lleven
todo lo que hayan cortado y que no quede mugre tampoco sobre el césped, donde
están los aviones.
Ellos van a traer una balanza para pesar el aluminio, y equipos de autógena. Usted no se preocupe por los kilos que cargan, porque ellos compraron toda la chatarra que salga de los siete aviones. Controle que carguen todo en el camión, porque capaz que pretenden hacerse los vivos, dejando algunos pedazos que a ellos no les interesen.
Téngalos “marcados” para que no haya relajo y pesadéelos para que terminen con el asunto lo más rápido que sea posible".
El Mayor hablaba con tono indiferente, asignándome"
esa tarea" como si se tratara de algo rutinario. Alguien tenía que
ocuparse de la carnicería, y parecía razonable que el candidato fuera yo. Como
oficial subalterno de Abastecimiento del Grupo, era lógico que me
correspondiera supervisar el desarrollo de esa macabra tarea.
No debería haberme sorprendido de ser el elegido, pero en el primer momento no podía creer lo que me estaban ordenando.
Para el nuevo Jefe, los B-25 ya dados de baja no eran más
que un engorro. Eran simplemente otro modelo de aviones fuera de uso, que había
que eliminar, para dejar lugar libre...
También se trataba de terminar con la pérdida de tiempo del personal, que debía limpiar la zona donde estaban estacionados. Ese lugar era de responsabilidad de otra unidad, hasta el día en que habíamos ubicado allí los siete B-25, remolcándolos con el tractorcito amarillo del Grupo...
Chatarreros...
Desmantelar... Partes
cortadas... Mugre en el césped... Sopletes de acetileno...
En aquel momento, esas palabras eran para mí sinónimo de
asesinos, destripadores, restos mortales y charcos de sangre. Yo tenía menos de
veinticinco años, y volar en los B-25 era lo mejor que me había pasado en mi
corta carrera de aviador. Y no era yo el único “adorador” de los Morcillones,
como los llamaban algunos pilotos del Grupo de Caza.
Allí afuera, en su placita de césped, el P-51D. Intacto,
con su timón de dirección luciendo la bandera azul, roja y blanca, y la gran
burbuja de plexiglás cerrando su estrecha cabina, no podría volar nunca más.
Pero a él nadie lo había desmantelado y cortado. No le habían arrancado partes,
aserrándolo y quemándolo con la llama de un soplete de corte. No volaría más,
pero todos los que pasaban junto a sus cortas alas plateadas, sentían la
irresistible necesidad de volver los ojos y admirarlo.
Era un recordatorio de un tiempo de aviadores audaces y
aviones con historia de combates.
Mientras el Mayor, con toda tranquilidad me trasmitía esas odiosas ordenes, yo no podía dejar de mirar la silueta del Mustang enmarcada en la pequeña ventana azul. Recordaba con nostalgia otra mañana, en que otro Jefe, sentado en el mismo sencillo escritorio de cedro, me había dado, también con voz tranquila, otras órdenes tan diferentes...
"Usted construya y emplace la balsa que vamos a usar de
blanco flotante para el bombardeo. Pida toda la ayuda que sea necesaria, a
cualquiera de la Base, por orden mía".
Eso había dicho aquel otro Jefe del Grupo, el petizo mayor, parecido al piloto del B-52 de "Dr. Insólito", la inolvidable película de Kubrick. Sólo unos pocos meses antes...
Cuando salí del despacho del Jefe, no quería hablar con
nadie.
Caminé los 200 metros hasta donde estaban alineados sobre
el pasto, ala con ala, los siete últimos guerreros clásicos, al borde de un
taxiway poco usado.
Los siete B-25 estaban algo sucios y bastante deteriorados. La pintura negra de las matrículas y de las barquillas de los grandes motores, había comenzado a descascararse. El negro se había vuelto gris oscuro. El rojo y el azul de las banderas en los timones gemelos lucían opacos, y en algunas de las escarapelas redondas de las alas, casi estaba desapareciendo... Se veían ventanillas y puertas mal cerradas. Cristales de plexiglás cuarteados por los años y empañados por la humedad de la lluvia que se colaba a través de las aberturas.
El primer avión de esa triste columna, era el “Charrúa”
156, mi B-25 predilecto. El “Charrúa” había sido el último de ellos en que yo
había volado. Un viernes de tarde, en la primavera pasada.
Ese día, sin poderlo imaginar, me había tocado ser el último
piloto en volar en el último B-25 operativo en el país. Se había tratado de un
sencillo vuelo de prueba después de unos trabajos de mantenimiento de rutina.
Unos días antes de ese último vuelo, ya se sabía que en
uno de los siete B-25 habían aparecido rastros de un óxido blanco en los
elementos estructurales del fuselaje. Todos en el Grupo creímos al principio,
que la corrosión era un problema solucionable, y que solo afectaba al único
modelo H, el 164.
Finalizado ese vuelo de prueba en el Charrúa, apagamos
los motores y bajamos del avión. Nadie en ese momento podía suponer que nunca
más volvería a volar uno de ellos.
Las semanas siguientes, ya con la orden de no volar, los
mecánicos siguieron poniendo en marcha los motores y cuidando de los aviones a
la espera de que se resolviera lo de la corrosión y se autorizaran los vuelos
nuevamente...
Pasaron meses sin que mediaran órdenes concretas.
Mantenimiento del Grupo los conservó en buen estado. Se revisaba la presión de
los neumáticos y de los amortiguadores, se limpiaba el interior de las cabinas
y la suciedad que los vientos empujaban dentro del capot y en los montantes del
tren de aterrizaje. Mientras hubo nafta en los tanques, se pusieron en marcha
los motores.
Fueron cambiados de ubicación, dos o tres veces, cuando
se necesitó más lugar para los C-47.
Nadie sabía qué hacer con los guerreros caídos en desgracia…, hasta el día en que fueron dados de baja oficialmente, y yo recibí la orden de controlar a los “verdugos“ en el cumplimiento de su desagradable tarea...
Caminé desde el despacho del Mayor, hasta el solitario taxiway. En el extremo de la fila de los “condenados“, estaba el 156 “Charrúa”, mi B-25 favorito...
Unos meses antes de aquel vuelo de prueba en el 156 que
había resultado ser el último, en una oportunidad en que despegábamos con ese
mismo avión en uno de los tantos entrenamientos de navegación táctica, ocurrió
uno de esos episodios extraños que, a pesar del peligro latente, parecen
tomados de una comedia al estilo de Mario Moreno en su papel de Cantinflas.
Yo volaba como copiloto de mi compañero el Oficial de
mantenimiento, el mismo sujeto que había “habilitado el mostrador” del Avro
Vulcan Pub, regenteado por su “pariente” inglés.
Los de nuestra tanda le decíamos “el loco”. Nunca se
podía saber con qué extravagancia iba a aparecer. Era un tipo sumamente
inteligente y bohemio. Podía leer un libro o estudiar un manual a una velocidad
asombrosa. Entendía y recordaba lo que había leído en cinco minutos, lo que a
la gente normal le podía llevar una hora.
Al "loco" le gustaban las arañas y parecía que
las arañas gustaban de él. Siempre tenía alguna en su armario o en un monedero
de cuero marrón que le había regalado una novia, casi tan "rara" como
él.
Masticaba hojillas de afeitar y escupía los pequeños
trozos de acero, para horrorizar a cualquier candidato desprevenido. Esa
pruebita era una gracia que él disfrutaba mucho.
Algunas veces lo vi pararse atrás de un B-25 con un motor
en marcha, vestido con su uniforme que previamente había sumergido en un medio
tanque con nafta 130. Era su técnica de lavado y planchado instantáneo. La
evaporación rápida de la nafta lo podía congelar o… si de alguno de los 14
escapes salía un carbón encendido…
Un poco excéntrico y calentón, pero excelente piloto en
los momentos difíciles. Como la vez que controló un T-6G en el que estábamos
despegando para un entrenamiento bajo capota, cuando una falla mecánica hizo
que el avión perdiera velocidad a altura mínima. “El loco" evitó el
inminente tortazo, ¡maniobrando el avión desde la cabina delantera, cerrada por
una capota de tela, guiándose sólo por los instrumentos!!!!!!
Con los dos Wrigth Cyclone acelerados a 2300 RPM, “el loco" soltó los frenos. El “Charrúa” arrancó a correr por la pista de hormigón, con la aviesa intención de dejar atrás todo lo que no estuviera sujeto dentro del avión. Termos, mates, portafolios, herramientas… o gente.
Nosotros dos, afortunadamente, estábamos bien sujetos a los asientos por los cinturones de seguridad. El mecánico, sentado en la tablita, no podía soltar las manos del mamparo trasero de la cabina. La aceleración nos apretaba contra los respaldos y se hacía difícil adelantar una mano para accionar un comando. Los 3400 caballos tiraban para adelante y la inercia tiraba para atrás. El 156 ganaba velocidad muy rápidamente, en una carrera corta y violenta. Pronto las ruedas se separaron del hormigón y el avión comenzó la trepada, aumentando la velocidad al mismo tiempo.
Cuando el estruendo de los motores parecía irse quedando atrás, en la cabina a nuestro alrededor estalló una violenta tormenta de aire polvoriento, arrastrando hacia arriba todas las basuras del piso, los papeles de adentro del portafolio de mapas, granos de arena, gorras y hasta cigarrillos que succionó de un paquete abierto en mi bolsillo. La puerta-tapa de la cabina se había desprendido de su marco y había desaparecido, arrastrada por el viento relativo, dejando un gran agujero en el techo, la puerta en el techo de la cabina medía medio metro cuadrado. Los mecánicos la usaban para recorrer la parte superior del avión, en sus tareas de limpieza o inspección. Alguien la había dejado mal trabada, y ninguno de nosotros lo había advertido. Ese tipo de puerta-tapa se mantenía en su lugar con los pestillos trabados por el mecanismo de cierre manual. En un segundo, el agujero del techo se tragó todo lo tragable, sopleteándonos de paso los ojos con polvo y mugres livianas.
El ruido del aire vibrando en los bordes del marco era
ensordecedor. Los tres tripulantes quedamos casi cegados por el polvo que se
nos introdujo en los ojos. Con el avión no muy seguro en el aire y los ojos
empolvados, “el loco” reaccionó rápido y bien. Como pudo, en medio del
escándalo del viento, le gritó al “Tigre” (que era el mecánico /ingeniero de
vuelo—muy picado de viruela y bastante más que morocho):
"Dejá el tren abajo y ¼ de flaps".
Volvió a aumentar la potencia de motores que acababa de reducir, y me hizo señas a mí de: “micrófono“, para que me comunicara con la Torre de Control. Enseguida comprendí que “el loco“ pretendía volver, para aterrizar lo más rápido posible. Era lo más razonable.
Antes de que yo pudiera alcanzar el “macro” micrófono de
baquelita negra, por los auriculares que afortunadamente el “tornado de cabina“
no había podido arrancarme, sonó la voz pachorrienta del Torrero.
"156, me pareció ver pasar volando entre sus timones un
objeto grande, que planeó y cayó al costado de la pista".
El “astuto y observador“ operador de la torre de control,
nos avisaba que habíamos perdido un pedazo de avión, por si nosotros no lo
sabíamos.
Conseguí ubicar el micrófono que se había escapado de su
percha, y contesté lo más rápido que pude:
"Carrasco, solicito autorización para circular por la
izquierda y proceder a pista 36. El OVNI que usted vio, era el techo de la
cabina, y ahora el 56 es convertible".
El torrero se despabiló y respondió alarmado:
"56, autorizado a circular por su izquierda. Si lo
prefiere puede usar la pista 09. El viento es de los 40 grados 5 nudos. Por
favor confirme pista".
En ese momento, mientras “el loco” viraba a la izquierda
con el avión volando a 600 pies y lo más lento que se podía en esas
condiciones, en el VHF sonó otra voz con tono mucho más enérgico:
"Fuerza Aérea 156, ¿usted declara emergencia?"
Seguramente se trataba del Jefe de Torre que había tomado
el micrófono para cubrir su responsabilidad.
”El loco” soltó las palancas de los aceleradores, y
desenganchando su propio micrófono habló con su más logrado tono de burla:
"Negativo Carrasco. Ahora que está más liviano, el avión
vuela mucho mejor, y voy a proceder a la pista 36 circulando por la izquierda.
156".
Él era el responsable del avión y si declarábamos
emergencia, el lío en que ya estábamos metidos iba a ser mucho peor. Además,
volábamos un poco lento como para andar sobrevolando los eucaliptos del parque,
que estaban adelante de la cabecera 09. Mi compañero era loco, pero sabía lo
que estaba haciendo.
Completamos el circuito y aterrizamos bastante bien, a pesar de las lágrimas y el tremendo ruido del viento en la cabina... Cuando el avión ya estaba rodando lento como para salir de la pista, “el Tigre” me llamó la atención, señalándome la tapa de la cabina que estaba allí nomas, a unos metros del borde del hormigón, en una zona de pasto alto y tupido. Le grité al “loco“ que parara el avión, y llamé a la Torre.
"Carrasco, desde aquí veo el objeto grande que se nos
voló al despegar. Si usted me autoriza a detenerme y a bajar del avión en la
posición actual, voy a recuperarlo y luego retorno a estacionamiento militar.
156".
"56 autorizado. Por el momento no tengo tránsito. Proceda
a recuperar su techo y después puede rodar a estacionamiento militar. Buenas
tardes 56".
El tipo sonaba un poco molesto. No le habría gustado el
tono burlón del ”loco“, o lo del OVNI…
Recuperamos la puerta, que afortunadamente estaba intacta y regresamos a estacionar el “Charrúa“. Por ese día teníamos más que suficiente.
“El loco”, como piloto, era responsable por no haber controlado que la dichosa puerta de la cabina estuviera asegurada. El mecánico de ese vuelo, que era el Sargento a cargo de los mecánicos del Grupo, era doblemente culpable. Casualmente, el mecánico de avión del 56 estaba de licencia, y el hermano del ”Tigre”, que era técnico de mantenimiento, estaba temporalmente sustituyéndolo . Probablemente el hermano había sido el que había dejado mal cerrada la traba. Y por supuesto, yo, como copiloto, también era responsable por una mala inspección pre vuelo. Debía haber revisado el cerrojo de la tapa... Todos bien culpables, sin excusas… pero con mucha suerte…
Con el avión estacionado, “el Tigre“ ajustó la tapa en su
lugar sin problemas, y después se arrimó a donde nosotros lo esperábamos. Creo
que él estaba preparado para una buena relajada de su jefe directo.
“El loco“ lo miró fijo un ratito, y le dijo sonriendo:
"Avisale a tu hermano que mañana voy a inspeccionar el
avión. Que lo limpie con la lengua, porque lo voy a revisar con una lupa. Lo
único que faltaba hoy en el piso de la cabina, eran trapos sucios y diarios
viejos".
Eso fue todo. Mi compañero sabía de sobra que la culpa
del incidente era de todos, no solo del que por un descuido había olvidado
cerrar bien aquella tapa. Los que reparaban y mantenían los aviones volaban en
ellos todos los días. Ellos también se arriesgaban.
Esa tarde seguíamos de suerte.
Cuando llegamos a Operaciones, allí no había nadie, y en
el despacho del Mayor estaba un Capitán del Grupo que era de mi barrio y me
conocía desde niño. El Capitán estaba sentado hablando por teléfono.
Colgó el tubo y nos miró riéndose:
"Ustedes dos tienen más culo que alma, dijo. El que
llamaba era el torrero. Quería quejarse al “Petizo” de que ustedes, no solo
perdieron el techo del 56 sobre la pista, sino que andan haciéndose los vivos
por la radio. El tipo me decía: “mi Mayor”, se creyó que hablaba con aquel…"
Habíamos tenido tanta suerte que el Mayor y el jefe de Operaciones, se habían ido de la Base juntos un rato antes a una reunión, y el Capitán estaba en ese despacho usando la máquina de escribir del Jefe.
En la fila de bombarderos sentenciados, el siguiente era el 150 “Guenoa”.
Dos años antes, ese avión ahora descuidado y sucio, volaba brillando al sol, al ras del agua frente a la costa de Rocha, simulando un ataque sorpresivo a la fortaleza de Santa Teresa. Para eludir el imaginario radar de las imaginarias tropas enemigas acampadas en el Parque de la Fortaleza, volábamos a altura mínima sobre el océano. El agua estaba apenas rizada por un viento moderado del sureste, y el sol alto en el cielo proyectaba un B-25 de sombra que nos acompañaba sobre el agua, como ladero fantasma, en formación con el “Guenoa“.
Ese día el piloto era yo. Mi socio, el “loco“, recostado en el otro asiento, comía un alfajor de merengue, llenando de migas blancas el piso de la cabina del 50, y su sacón de paño azul. Es difícil estimar la altura exacta volando sobre el agua, lejos de cualquier referencia firme. La sombra que nos acompañaba me trasmitía una falsa sensación de seguridad. Llevábamos unos cuantos minutos volando en esa actitud, cuando tocamos el agua. Repentinamente, la hélice derecha pellizcó la cresta de una ola un poco más alta que las otras. El B-25 se sacudió con una fuerte guiñada a la derecha, y el golpe de la pala contra el agua retumbó en todo el avión. Fue como si hubiéramos atropellado un objeto sólido.
No recuerdo haber pensado en nada. Mis dos brazos, por su
cuenta, casi arrancan el pequeño volante negro del comando con un violento
tirón hacia atrás. El 150 que venía volando recto y horizontal a 220 millas,
pegado a la superficie del mar, trepó como en una montaña rusa. Un pestañeo más
tarde, estábamos a 1000 pies de altura, y la velocidad había bajado a menos de
100 millas.
Mi compañero, sorprendido, solo atinó a exclamar:
"¿Qué haces, anormaaaaal?!!"
Se había incrustado en la nariz lo que quedaba del alfajor de merengue… El pobre mecánico, que era un canario bonachón y tímido, tartamudeaba bajito atrás nuestro:
"la mier…, la mier…, la mierda …"
Tuvimos suerte ese día. Un P-51 al que le pasó lo mismo
que a nosotros, terminó hundido en el lago de Rincón del Bonete, y su piloto
muerto en el acto.
El 158 que era el tercero en la fila, había sido el avión en que yo había volado la tarde en que atacamos y hundimos mi bonita balsa construida para blanco de bombardeo unos meses antes, por orden del Jefe, el Mayor que se parecía a T.J., alias King Kong, el piloto del B-52 en Dr. Insólito.
Después venía el 162, el “Chaná“, que era el avión que me había hecho la jugarreta de pararse de manos apoyando en tierra, el domo de acero de abajo de la cola. Ese domo era un saliente fijo a la estructura, ubicado allí para impedir daños en el fuselaje si un piloto un poco rústico, apuraba el despegue, o aterrizaba con la nariz demasiado alta.
Poco tiempo antes de ser dados de baja los B-25, algunos de ellos estaban estacionados sobre el pasto, atrás del área de los F-80, al costado del Hangar de Mantenimiento de la Base. Un sábado de tarde en que yo estaba de guardia en Carrasco, se había presentado en la Base un Coronel del Ejército, que años antes había sido profesor de mi clase, en la EMA. El Coronel venía acompañado de unos treinta alumnos del Liceo militar, y había coordinado para esa tarde una visita a las instalaciones. Me tocó acompañarlos y mostrarle a los muchachos los talleres, las oficinas, y por supuesto, los aviones.
El viejo profesor había sido muy generoso con mi tanda. Muchas veces una nota de 10 del Coronel, nos había salvado a algunos la licencia de fin de semana, gravemente amenazada por faltas disciplinarias diversas.
Me hice cargo de los treinta y pico de adolescentes hiperactivos y ruidosos, y los guié por toda la Base en un tour que me dejó agotado. Contesté cientos de preguntas, y atajé varias incursiones clandestinas a lugares prohibidos o riesgosos dentro de los talleres. Algunos de los muchachos estaban decididos a ingresar en la Fuerza Aérea el año siguiente. Cuando llegamos donde estaban los B-25, uno de los futuros pilotos advirtió que el 162 tenía la puerta semi abierta. Me pidieron para verlo por dentro y no supe como negarme.
Subí por la escalerilla y les recomendé a los que me seguían, que fueran entrando en grupos de cinco o seis, porque adentro el lugar era muy reducido. Me ubiqué en el asiento del copiloto, y les fui mostrando y comentando que era cada cosa, a los de cada grupo que se turnaban dentro de la cabina. Repentinamente, el 162 se empezó a mover. Despacio fue levantando la nariz de plexiglás, apuntando al cielo, hasta que el domo de la cola se apoyó suavemente en la tierra. El avión quedó posado en tres puntos, pero no se trataba de un tardío intento de volver a volar. Los chiquilines que ya habían pasado por la explicación mía en la cabina, en vez de bajar a tierra por donde habían entrado, habían descubierto el túnel que comunicaba con la parte trasera del avión, pasando sobre el compartimiento de bombas. Veinte robustos adolescentes amontonados tratando de meterse en la torreta de ametralladoras de cola, habían desequilibrado el B-25, que por entonces ya estaba con los tanques de nafta totalmente vacíos.
Por suerte para todos, no hubo nadie lastimado. El Coronel resolvió dar por terminada la visita inmediatamente. No querría arriesgarse a perder alguno de sus ”hombres”, a manos de la Fuerza Aérea… Nunca más lo volví a ver al Coronel.
Tal vez alguno de aquellos “chiquilines “ efectivamente haya ingresado en la Escuela de Aeronáutica, y hoy sea un piloto retirado y aun recuerde al B-25 encabritado, y al ingenuo oficial que no tuvo en cuenta los riesgos de confiar en la cordura de los adolescentes.
El siguiente en la fila era el 163 ”Arachán”, el gemelo del 162.
El 62 y el 63 eran los dos B-25 más parecidos entre sí, y los que se conservaban más originales. Mantenían todos los blindajes en su lugar y las torretas superiores instaladas, como en sus tiempos de guerreros. Los asientos de los pilotos eran como sarcófagos egipcios sin la tapa. Unas cajas de acero de 3/8 de pulgada, construidas para atajar balas de ametralladora y esquirlas de metralla que impactaran desde atrás, salvando a los pilotos.
Y el 164, que era el único B-25H.
Era el de la nariz chata y cerrada con aluminio en lugar de plexiglás. No era un típico bombardero. En el sitio donde en los demás modelos estaba el túnel para acceder al puesto del navegante /bombardero, el Modelo H llevaba un cañón. Era un avión de ataque. Equipado con ese cañón y ocho ametralladoras .50 que apuntaban hacia delante, el B-25H había sido un enemigo formidable para los barcos japoneses.
Fue el único en que nunca llegué a volar. Ni siquiera como observador.
El último era el 151, el “Yaro”.
Una mañana muy calurosa de enero, mi “socio“, “el loco“, me invitó a que lo acompañara en un tedioso vuelo de prueba en el 51, al que le habían hecho un trabajo en los carburadores y tenía que ser probado en vuelo. Había que subir a 18000 pies y volar una hora y media sobre el aeródromo. Luego aterrizar y controlar el consumo recargando los tanques, para que el cálculo fuera exacto.
Una vez más me tocaría hacer de copiloto. No me pareció
mala idea subir a refrescarme un poco a esa altura, donde la temperatura del
aire iba a ser mucho más agradable. Las cabinas de los veteranos aviones, no se
destacaban por ser muy herméticas. Siempre había alguna rendija que dejaba
pasar aire fresco hacia los puestos de los pilotos. Ese día húmedo y tórrido,
yo contaba con ello.
Los de mantenimiento habían hecho bien su trabajo. Los Holley funcionaban perfecto, y alcanzamos los 18000 pies cómodamente, sin usar los compresores.
Todo muy bien, pero la temperatura no era solo “un poco” más fresca. El aire estaba totalmente helado. El termómetro de tablero indicaba -50º centígrados. El “aire fresco“ que se colaba por las rendijas de la nariz de plexiglás, era como cuchillos de hielo que traspasaban nuestros uniformes de verano.
Era inútil tratar de convencer a mi compañero de abandonar la prueba y bajar a aterrizar. Conociéndolo, estaba seguro que se iba a reír de mi poco aguante, por unos cuantos días. Había que soportar los pies insensibles y la nariz y orejas prontas para caerse a pedazos. Cuando recién habíamos volado unos veinte minutos, sentí que el ruido de los motores no era el normal. Las agujas de los instrumentos de motor empezaron a sacudirse. Un motor primero y el otro después, las RPM caían en los tacómetros. Los dos Wrigth Cyclone sufrían un ataque de tos y las contra explosiones sacudían las aletas de capot cerradas.
"Me parece que se nos formó hielo en los carburadores", diagnosticó
el “Tigre”, que volaba una vez más con nosotros. (El “Tigre” era un hombre
valiente sin duda).
"Parecería que tenés razón", le respondió “el loco“:
"Falta como una hora para terminar la prueba, pero así no
vamos a poder seguir volando".
Claro que no podíamos seguir volando. El pesado B-25, no
estaba hecho para volar a vela, y mientras los técnicos analizaban los hechos y
las posibles opciones, el” Yaro“, que era un avión maduro y sensato, ya había
apuntado su nariz para abajo y descendía rápidamente, queriendo volver al clima
de verano, en alturas más adecuadas para viejos guerreros en tiempos de paz.
A 7000 pies la temperatura era de unos muy agradables 20
grados, y los Holley, reconfortados, volvieron a hacer su trabajo. Los motores
se estabilizaron y nosotros empezamos a recuperar la sensibilidad en los dedos
de las manos. Los pies helados tuvieron que esperar un poco más.
Nunca entenderé como hay a quien le gusta ir volando a la
Antártida. Son unos héroes.
La mañana siguiente a mi nostálgica recorrida por la fila
de los condenados, la “línea muerta“ (en ese caso el nombre del estacionamiento
de aviones era literal), llegaron los chatarreros en un camión destartalado,
con sus herramientas y una plataforma de caños desarmable, para alcanzar la
parte superior de sus futuras víctimas.
Inmediatamente empezaron con su odioso trabajo. Durante
varios días cortaron, golpearon, agujerearon, aserraron y quemaron.
Fue un final triste y poco glorioso para unos magníficos aviones. Uno por lo menos tendría que haberse conservado como exponente de una etapa clásica de la aviación. Yo por supuesto hubiera elegido salvar al “Charrúa”.
De entrada, le expliqué, muy poco amablemente, al capataz
del equipo de chatarreros, lo que se esperaba de ellos. No hubo problemas de
ninguna clase. Supongo que el capataz, un italiano gordo y pelado, entendió
enseguida que yo los odiaba a ellos y a su trabajo. Como se dice habitualmente,
puso sus barbas en remojo. Él sabía que estaba en mi territorio, y que yo lo
podía incomodar bastante. Él y sus empleados no eran mala gente, no tenían
ninguna culpa por lo que estaban haciendo. Pero mi odio no era ni racional ni
justificado.
Pasaba todos los días por la escena del crimen, lo más rápido posible, para no ver demasiado. No me fue necesario intervenir ni una vez.
Un día, cuando trabajaban con el “Charrúa“, me decidí a pedirle al italiano que cortara un poco del techo del 156 sin destrozar la famosa puerta voladora, y me la guardara como recuerdo. No sé para qué…
El hombre cumplió el pedido, y yo conservé aquella pieza. Durante 45 años estuvo recostada a una pared en mi sótano. A pesar del tiempo transcurrido, me daba cierta tristeza ver ese pedazo de aluminio y acrílico, que era lo único que quedaba del que fuera un magnífico avión.
Resolví entregarla al Museo Aeronáutico, donde está actualmente. Se trata de la única pieza original que se conserva del B-25J FAU 156 “Charrúa”. Es un pedazo de aluminio con mucha historia. Está en buenas manos.
Aquellos siete últimos aviones guerreros, de la clase de los que fueron los primeros en enfrentar al enemigo de su país de origen, en una terrible guerra, que durante años volaron por todo nuestro cielo, luciendo la bandera de nuestro Artigas en sus altos timones gemelos, fueron destruidos por una cuadrilla de hombres que no tenían ni idea de lo que estaban haciendo. Los que autorizaron ese final tan poco glorioso, sí que sabían. Tal vez no lo pudieron evitar.
Un final oscuro y triste para unos espléndidos aviones.
Fuente: http://www.pilotoviejo.com