Capaz
de conectar Nueva York y Londres en tres horas, el Concorde se convirtió en
símbolo de elegancia y lujo. Quizás desmedido
Por Luis Ini
Fue
en el mismo año en que se empezó a ver la Luna con otros ojos. Aunque la gesta
de la misión Apolo XI y su aterrizaje en suelo lunar en plena carrera espacial
tiene mucho de espejo de la terráquea guerra fría que mantenían los EE UU y la
URSS, lo cierto es que en 1969 muchos eran los motivos para mirar el cielo:
había allí algo de modernidad, del futuro recientemente anticipado por Stanley
Kubrick con su metafísica odisea espacial.
La
década que concluía, en su conjunto, es considerada la edad dorada de la
aviación, con nuevas máquinas, los aviones a reacción, los jets, que
revolucionaron el viaje de largas distancias. De hecho, en febrero de ese año
el Boeing 747 iniciaba un dominio de tres décadas, hasta la irrupción del
Airbus A380, como el mayor avión de pasajeros.
Pero
otra estrella parecía asomar. El 2 de marzo de 1969, en la francesa Toulouse,
el Concorde 001 hizo su vuelo de prueba inaugural: nada menos que un aeroplano
supersónico –es decir, que supera la velocidad del sonido: 1.225 km/h– con
ambición comercial. Su aparición era producto de la asociación desde 1962 de
dos potencias europeas, Gran Bretaña y Francia, a través de las compañías
estatales British Aircraft Corporation y Aérospatiale, respectivamente.
El
nombre del avión, Concorde, elegido de mutuo acuerdo, venía a ejemplificar la
avenencia de ambos países, aunque hubo algún pequeño desliz en la relación
cuando el primer ministro británico, Harold Macmillan, tras una disputa con el
presidente francés, Charles De Gaulle, pretendió darle un carácter más
anglófilo al nombre y quitarle la ‘e’ final; pero finalmente, la concordia
prevaleció.
Lo
que también predominó fue la excelencia en el diseño del bólido. Muchas
cuestiones tuvieron una resolución que marca el alto estándar al que debieron
entregarse sus creadores. Uno era el sistema de propulsión, los motores, que
fueron encargados a –nada menos– Rolls Royce, y que estaban controlados
electrónicamente, toda una novedad por entonces.
Otro
tema fundamental pasaba por la aerodinámica, lo que derivó, junto a la afilada
nariz, en una marca de pertenencia, las icónicas alas delta. También hubo que
dar solución al tipo de pintura exterior a utilizar, que tendía a disolverse
debido al rozamiento del aire a la velocidad supersónica, o la propia
presurización de la cabina, es decir el oxígeno que llegaba a tripulación y
pasajeros, un tema nada menor a los 18.000 metros de altura en los que surcaba
la estratosfera –frente a los 10.000 o 12.000 de los vuelos convencionales– y
le permitía volar con poca incidencia de las condiciones meteorológicas.
Todos
estos elementos, y otros tantos que dejaron huella, como el primer uso de
neumáticos de carbono, dotados a su vez de frenos de fibras de carbón, por
ejemplo, terminaron por darle un carácter revolucionario. Un dato final, quizá
el más relevante, sirve para justificar la afirmación anterior: podía superar
los 2.100 km/h, lo que le permitía hacer la ruta Nueva York-Londres en tres
horas, aproximadamente la mitad del tiempo de un avión convencional.
Atención
y precios a la altura
Volar
en el Concorde, además, pasó a ser un símbolo de prestigio económico y social,
pero especialmente sinónimo de elegancia y lujo. El viajar es un placer que nos
suele suceder decía aquella letra de una canción de “Los Payasos de la Tele”.
Aquí se cumplía la primera mitad de la premisa: era un placer en el sentido
sibarita del término; pero la segunda precisaba de un desembolso de unos 10.000
dólares, garantía de una plaza y unas atenciones a las que hoy no sería erróneo
calificar como premium XXL.
El
menú a bordo en aquel vuelo inaugural tuvo la firma del chef francés Paul
Bocuse, y de ahí en adelante esa fue la vara de medir, con estrellas Michelin
tomando los mandos gastronómicos. Canapés de caviar, langostas, trucha
oceánica, champán Dom Perignon, una selecta gama de vinos... Todo eso y más
podía estar en la carta, con cubiertos diseñados, por ejemplo, por Raymond
Loewy. A propósito del menú y la influencia que hoy sigue teniendo todo lo que
rodea al avión, es posible encontrar a la venta en un portal de la red una
carta de un vuelo del año 2000 por la módica suma de 895 libras, unos mil
euros.
La
irrupción de este ingenio aéreo quedó representada en la cultura popular. El
comediante Bob Hope resumió así la posibilidad de conectar dos continentes en
tan poco tiempo: “El Concorde es genial –dijo–. Te da tres horas extra para
encontrar tu equipaje”. Woody Allen lo utiliza en su película “Todos dicen I
Love You” en boca de uno de sus personajes: “Me voy a suicidar. Debería ir a
París y saltar desde la Torre Eiffel. De hecho, si tomara el Concorde podría
estar muerto tres horas antes”. Dos películas, incluso, lo tuvieron como
protagonista y escenario principal: la italiana “Operación Concorde” y la
producción hollywoodense “Aeropuerto 79” (“The Concorde... Airport 79”, en su
título original). Un último apunte: con ocasión del evento Live Aid, dos
conciertos simultáneos realizados el 13 de julio de 1985 en Londres y
Filadelfia para recaudar fondos para Etiopía y Somalia, el batería y cantante
Phil Collins actuó en ambos gracias a que pudo cruzar el océano en Concorde.
Finalmente,
la decadencia llegó entre polémicas. Por un lado, desde los Estados Unidos hubo
intentos de boicoteo basados en acusaciones manifiestas de polución sonora y
medioambiental –ambas descartadas por la propia Suprema Corte del país–, y
otras subyacentes que cabría enmarcar en una guerra comercial. Por otro lado,
sus detractores europeos mencionaban en su contra los altos costes de
fabricación (tres veces el de un Boeing 747) y mantenimiento, casi el doble de
consumo de combustible, y la duda de la existencia de un mercado que en
definitiva solo aseguraba ahorrar un poco de tiempo a unas cuantas personas
ricas.
La
realidad fue más cruda. La crisis petrolera de 1973, una nueva percepción sobre
la contaminación medioambiental, el fatal accidente de julio de 2000 y el
ataque a las Torres Gemelas marcaron la senda del museo, donde hoy existen algunas
de la veintena de máquinas que llegaron a fabricarse: siete se los quedó
British Airways, otros siete Air France, y los seis restantes nunca llegaron a
despegar.
El
accidente de 2000, en el que murieron los 109 pasajeros y cuatro personas que
se hallaban en tierra, fue el único que sufrió a lo largo de su vida útil,
aunque posteriores investigaciones determinaron que se debió a que, al despegar
del parisino aeropuerto De Gaulle, la máquina pasó sobre la pieza metálica
desprendida de otro avión, lo que provocó la rotura de un neumático y un efecto
en cadena que hizo estallar uno de los tanques de combustible.
Es
difícil asegurar si la era de los aviones supersónicos ha quedado atrás, pero
sí, como en esa canción de Amaral –una metáfora sobre la pérdida de la
inocencia–, que “ya no verás volar más el Concorde sobre nuestras cabezas”.
Una
cronología supersónica
2/1965,
comienza la construcción de dos prototipos: el francés Concorde 001 y el
británico 002.
2/3/1969,
primer vuelo de prueba.
1/10/1969,
supera por primera vez la velocidad del sonido.
4/9/1971,
primer vuelo trasatlántico.
21/1/1976,
primer vuelo comercial.
7/2/1996,
vuelo trasatlántico comercial más veloz de la historia: Londres-Nueva York en 2
hs, 52 min, 59 segs.
25/7/2000,
accidente con más de 100 muertos en Gonesse, Francia, único en 27 años de
servicio.
26/11/2003,
último vuelo.
Fuente: https://www.gentleman.elconfidencial.com