Fue
un ícono de lujo para el sector aeronáutico. Visitó la Argentina y llevó a
celebridades como Juan Pablo II y Mick Jagger. Auge y caída de un titán de los
cielos
Por
Lucía Fortin
Caminar
por el Times Square de Nueva York y a las tres horas y media contemplar la
Torre Eiffel desde cualquier rincón de París. Esta hazaña fue posible entre
1969 y 2003 gracias al Concorde, un avión supersónico que alcanzaba increíbles
velocidades y ofrecía los mayores lujos que solo aquellas personas con un alto
poder adquisitivo podían alcanzar.
Allí
volaron personalidades como Elizabeth Taylor, Robert Redford, Sean Connery, el
Papa Juan Pablo II y hasta figuras políticas como Margaret Thatcher, la reina
de Inglaterra Isabel II y el duque Felipe de Edimburgo. También, estrellas
musicales tales como Mick Jagger, Elton John y Phil Collins, que no se privaron
de subirse a la nave. Este último, de hecho, pudo tocar en un mismo día en dos
continentes distintos: participó en tan solo una jornada de los conciertos de
Live Aid tanto de Londres como de Filadelfia, Estados Unidos.
El Concorde fue desarrollado en conjunto por las compañías Air France y British Airways. En total, se construyeron 20 unidades de este modelo: seis funcionaron como prototipos, otros siete fueron destinados a la aerolínea francesa y el resto se los quedó la empresa inglesa.
Era
toda una novedad para la época. Su avanzada tecnología le permitía volar a 2179
kilómetros por hora y, de esta forma, duplicar la velocidad del sonido. Sin
embargo, consumía un alto nivel de combustible, 25.680 litros por hora, cuatro
veces lo que necesita un avión comercial tradicional.
En
tanto, por un tiempo tuvo prohibido sobrevolar algunas ciudades norteamericanas
por la contaminación sonora que generaba. Alcanzar tal velocidad tenía sus
efectos adversos. No obstante, conseguía una altura de entre 15.000 y 18.000
metros, lo que permitía, a bordo, observar la curvatura de la Tierra.
Lujo
y elegancia
En
su último año de circulación, un solo pasaje en el Concorde valía 7600 dólares.
Es que, además de la rapidez que proporcionaba para llegar a destino, las
compañías aéreas ofrecían toda una experiencia rodeada de lujos. Las naves
supersónicas fueron para Inglaterra y Francia dos estandartes económicos de los
que estaban orgullosos. Efectivamente, su nombre se debía a las buenas
relaciones entre ambos países al momento de lanzarlo.
Cada
vehículo contaba con un diseño diferente. El encargado de bañarlos de estilo
fue el famoso diseñador Terence Conran, quien alguna vez dijo: “No piensen que
exagero cuando digo que el Concorde es la pieza de diseño más importante de mi
larga vida”.
Sus
asientos eran redondeados y tenían colores azules y grises, que le daban un
toque futurista, aunque muchos pasajeros opinaron lo contrario, ya que
esperaban tonos más llamativos. A su vez, los viajantes que despegaban en Nueva
York tenían la posibilidad de transitar la previa del vuelo en una sala de
espera con muebles de lujo y hasta lámparas de la Bauhaus.
En
cuanto a la comida que se servía, destacaban los canapés, la ensalada de
langostas y trufas, el salmón ahumado, entre otros platos de alto nivel. Para
disfrutar del menú, el diseñador industrial Raymond Loewy ideó una serie de
cubiertos de la conocida empresa Christofle. “Son una obra de arte”, comentó
una vez Andy Warhol sobre las piezas que robaba cada vez que viajaba a Europa.
A
bordo ofrecían también una diversa carta de vinos añejos. Pero la bebida por
excelencia en el Concorde era el champagne. En los 5000 vuelos totales que el
modelo de avión realizó, se consumieron un millón de botellas de espumante.
Hasta
el día de hoy, la tripulación que viaja en las diferentes compañías aéreas del
mundo suele mantener una imagen prolija y elegante, pero probablemente ninguna
se asemeje a la que lucían las azafatas y azafatos del avión supersónico, dado
que llevaban uniformes diseñados por Edwin Hardy Amies, quien fuera modisto
oficial de la reina Isabel II.
El
paso por la Argentina
La
nave que trasladó un total de 2,5 millones de pasajeros dejó su rastro también
en la Argentina. Fueron tres ocasiones en las que el Concorde pisó suelo
argentino, con una diferencia de siete y 21 años.
La
primera vez se dio en 1971, cuando aterrizó en Ezeiza a nueve años desde su
primer vuelo. El avión supersónico llegó a Buenos Aires para emprender una
aventura experimental hasta Río de Janeiro en tan solo 95 minutos.
La
hazaña se llevó a cabo el 13 de septiembre de ese año y de ella participaron
representantes de la francesa Aerospatiale, de British Aircraft, directivos de
Aerolíneas Argentinas y dos periodistas, uno de La Prensa y otro de LA NACION.
El
siguiente aterrizaje en el país fue en 1978, para traer a la selección francesa
de fútbol con motivo del Mundial que se celebraba en la Argentina en plena
dictadura militar.
La
última vez que el Concorde pasó por el aeropuerto local fue en enero de 1999.
Viajaban unas 88 personas que habían pagado cada una la exorbitante suma de
52.500 dólares por un recorrido por ocho ciudades de América Latina que duraría
21 días. El tramo incluía un paso por Ushuaia y, más tarde, por Santiago de
Chile. Antes, había aterrizado en las Cataratas del Iguazú para que los
pasajeros disfrutaran del paisaje.
Ese
día de enero en Buenos Aires, Ezeiza acumuló unas 200 personas que se acercaron
para admirar la nave de la que hablaba el mundo.
Un
trágico final
Pero
el Concorde también destacaba por las complicaciones que generaba: tenía un
alto costo de mantenimiento y si una compañía aérea quería fabricar un modelo,
tenía que invertir tres veces lo que valía un Boeing 747. A esto había que
sumarle los elevados costos de combustible por todo lo que consumía.
Es
de público conocimiento que Air France nunca hizo ganancias con este avión y,
si bien British Airways alegaba lo contrario sobre su experiencia, muchos
especialistas desconfían de ello.
Además,
el vehículo tenía un particular detalle en su forma, que les hacía a los
pilotos todo un poco más difícil. Su punta alargada les impedía ver más allá de
la nave, por lo que debían inclinarle la nariz en las facetas de carreteo,
despegue y aterrizaje.
El
25 de julio de 2000, el Concorde, en el vuelo 4590 de Air France, despegaba del
aeropuerto Charles de Gaulle, en París, rumbo a Nueva York. A bordo iban 100
pasajeros y nueve miembros de la tripulación. Todo marchaba normal hasta que,
durante el carreteo, una de las ruedas pasó por encima de una lámina de metal
que se había desprendido de una nave de la empresa Continental Airlines.
El
neumático estalló y una parte impactó contra el ala izquierda, donde se ubicaba
el depósito de combustible. Todo se agravó cuando el líquido empezó a
derramarse sobre el ala, hasta que comenzó a incendiarse. Iban apenas 118
segundos de vuelo.
El
piloto intentó maniobrar para aterrizar en el aeropuerto más cercano, Le
Bourget, pero no lo consiguió y chocó contra el hotel Hotelissimo. El accidente
no dejó ningún sobreviviente y hasta acabó con la vida de cuatro personas que
se alojaban en el establecimiento.
Tres
años después, el Concorde vería su final. Con las dificultades económicas que
generaba, más la competencia de las clases ejecutivas de las compañías aéreas
convencionales, sumado a la caída del sector aeronáutico después del 11-S, el
avión supersónico que fascinaba al mundo entero dijo adiós en 2003 y no volvió
a surcar nunca más los cielos.
Fuente: https://www.lanacion.com.ar