Erich
Hartmann, que pasó diez años preso en un gulag soviético, accedió a ser
entrevistado para hablar de todos los asuntos espinosos sobre su pasado al
servicio del “Führer” que había evitado durante toda su vida. Todavía hoy es
considerado como el mejor aviador de caza de la historia por sus 352 derribos
durante la Segunda Guerra Mundial
Por
Israel Viana
Erich
Hartmann (1922-1993) es considerado todavía hoy el mejor piloto de caza de la
historia y, por lo tanto, el más letal y temido de todos los que participaron
en la Segunda Guerra Mundial. Combatió a las órdenes de Hitler siempre en el
frente oriental y llegó a ser conocido por sus adversarios como “el diablo
negro”. Consiguió un récord impresionante: derribar 352 aviones enemigos sin
que él fuera derribado jamás. Tan solo se vio obligado a estrellar su aparato
contra el suelo en 14 ocasiones debido a fallos mecánicos o a los daños
recibidos por los trozos de los aparatos que él abatía.
El
piloto nazi había aprendido a volar casi de niño, instruido por su madre, una
de las primeras mujeres piloto de Alemania. Los Hartmann, de hecho, tenían su
propio planeador, que tuvieron que vender por la mala situación económica de la
familia. Cuando Hitler llegó al poder en 1933, sin embargo, las clases de vuelo
se pusieron de moda y decidieron crear una escuela. Para el año 1936, con solo
15 años, el pequeño Erich ya era instructor de planeadores.
Realizó su primera misión en el frente oriental en octubre de 1942, con 20 años. Su primera victoria la obtuvo un mes después al derribar un caza Shturmovik Il-2 soviético. En julio de 1943, durante la batalla de Kursk, abatió siete aviones en un solo día. Terminó el año con 159 victorias y, en 1944, ya acumulaba 172, lo que le valió para ser condecorado personalmente por Hitler con la Cruz de Caballero de la Cruz de Hierro.
El
último derribo
El
avión de Hartmann, el mítico Messerschmitt Bf 109, tenía marcas distintivas que
lo hacían reconocible y temible ante los pilotos soviéticos: el morro pintado
de negro en forma de tulipán y un corazón atravesado por una flecha en la que
había escrito el nombre de su novia: Úrsula. Y en el fuselaje llevaba pintado
un número 1, para que no quedara duda de quién era el líder de su escuadrón.
Al
final de la guerra, en mayo de 1945, el piloto nazi desobedeció la orden de
volar al sector británico y abandonar a sus hombres para evitar que fuera
capturado por los soviéticos. Decidió permanecer con su unidad y consiguió su
último derribo, el número 352: un caza ruso Yakovlev Yak-9. Solo tenía 24 años,
pero no le tembló la mano al ordenar que se destruyeran los 25 aparatos de su
legendario escuadrón, el JG52, poniendo fin a la unidad más exitosa de la
historia de la aviación militar. Después se rindió a los estadounidenses, que
entregaron al prisionero a los rusos en aplicación de los acuerdos de Yalta.
Hartmann
pasó diez años en un gulag acusado por la URSS de haber matado a 780 civiles en
Bryansk, una ciudad a 380 kilómetros de Moscú, y haber destruido esos más de
350 aviones soviéticos. Tras ser liberado, se mudó a la República Federal
Alemana para asumir el mando de la primera unidad de cazas a reacción de la
posguerra. Permaneció en el cargo hasta 1970, año en que decidió abandonar la
vida militar y dedicarse a la instrucción hasta su muerte en 1993. Pero antes
de fallecer a 71 años, el antiguo piloto nazi accedió a conceder una entrevista
– recogida por la web “Migflug”– para hablar de todos los asuntos espinosos
sobre su pasado al servicio de Hitler de los que había evitado hablar desde que
acabó la Segunda Guerra Mundial.
Entrevista
completa:
–¿Por
qué se convirtió en piloto?
–Por
la misma razón que la mayoría de los chicos de mi edad entonces: obtener la
gloria que estos habían alcanzado durante la Primera Guerra Mundial, además del
hecho de que mi madre también era piloto y nos enseñó. Obtuve mi licencia a los
14 años y volaba muy a menudo. A los 15 ya era instructor de las Juventudes
Hitlerianas. Aunque salvó su vida, mi hermano Alfred fue capturado en Túnez,
por eso mi padre no estaba contento de que yo quisiera ser piloto. Quería que
siguiésemos sus pasos en la medicina, pero no ocurrió.
–¿Cuándo
se unió a la Luftwaffe?
–Comencé
el entrenamiento militar de vuelo en octubre de 1940, en Prusia, y me gradué
como Teniente en marzo de 1942, en Zerbst. Justo antes de que comenzara el
invierno llegué a Rusia y fui enviado al escuadrón JG52.
–¿Fue
ahí cuando estrelló un Stuka?
–Bueno,
yo no diría que se estrelló, puesto que nunca llegó a levantarse del suelo. Se
supone que íbamos a trasladar estos Stuka hasta Mariúpol (Ucrania), pero cuando
encendí el mío me di cuenta de que no tenía frenos y de que respondía de forma
muy diferente a como lo hacía un Messerschmitt 109. Al intentar acelerar, me
estrellé contra el hangar y otro piloto volcó su Stuka sobre su morro. Los
oficiales decidieron enviarnos como pasajeros en un Ju-52, ya que era mucho más
seguro para nosotros y los aparatos.
–¿Fue
allí donde conoció al Comandante Dieter Hrabak?
–Sí.
Con los años se convirtió en un gran amigo. De hecho, fue él quien me sugirió
que accediera a su entrevista, ya que los otros antiguos pilotos parecen
confiar en usted. Dieter era un comandante muy comprensivo y disciplinado. Nos
enseñó no solo a volar y combatir, sino a trabajar como equipo y seguir vivos.
Ese fue un gran regalo. Y siempre estaba muy abierto a discutir sus propios
errores, para que nosotros también aprendiéramos de los nuestros. Fue él quien
me puso bajo el mando del Mayor Hubertus von Bonin, un viejo piloto que había
luchado en la Guerra Civil española y en la batalla de Inglaterra, al comienzo
de la Segunda Guerra Mundial. Mi primera misión fue el 14 de octubre de 1942.
–¿Qué
ocurrió en ella?
–Bueno,
salí a volar como escolta del piloto Paule Rossmann. En un momento dado, él me
informó por radio de que había avistado a diez aviones enemigos por debajo de
nosotros, que estábamos a 12.000 pies. Yo no podía ver nada, pero seguí a
Rossmann en la picada y llegamos hasta ellos. Pensé que debía obtener mi
primera victoria, así que aceleré y abandoné a Rossmann para disparar a uno de
los aviones, pero fallé y a punto estuve de chocar contra el enemigo. Tuve que
enderezar el aparato de emergencia. Me hallaba rodeado de soviéticos y fui a
cubrirme en una capa de nubes bajas para poder escapar. Entonces empezó a sonar
la alarma del combustible y el motor se apagó. Tuve que aterrizar con la panza
y el caza se destruyó. Sabía que había violado todas las reglas por las que
debe regirse un piloto y estaba convencido de que me expulsarían de las Fuerzas
Aéreas.
–¿Qué
le ocurrió?
–Fui
sentenciado por el Mayor Von Bonin a tres días de trabajo con los mecánicos. Me
dio tiempo de pensar en lo que había hecho. Lo que aprendí de Rossmann se lo
enseñé después a los nuevos pilotos cuando me convertí en líder.
–¿Cuándo
derribó su primer avión?
–El
5 de noviembre de 1942, nunca olvidaré. Fue un Sturmovik IL-2, que tenía un
blindaje muy grueso y era el más difícil de derribar. Tenías que disparar al
líquido refrigerante que había debajo del motor, de otra manera no podías
acabar con él. Ese fue también el día de mi segundo aterrizaje forzoso, ya que
volé a través de los restos del avión que había derribado e impactaron contra
mi aparato.
–¿Cómo
conoció al Teniente General Günther Rall, el tercer piloto de caza de la
Luftwaffe que más derribos consiguió durante la Segunda Guerra Mundial?
–Él
reemplazó al Mayor Hubertus von Bonin y nos presentaron. Fue Rall quien me nombró
comandante del 9° escuadrón en agosto de 1943.
–Usted
voló junto a otro de los ases de la Luftwaffe, Walter Krupinski. ¿Cómo era
volar con él?
–En
un principio la relación fue difícil, pero encontramos la forma de trabajar
juntos. Al final funcionó bien. Además, tenía que asegurarme de que regresara a
casa, debido a las muchas novias que siempre le esperaban cuando bajaba del
avión. Volando con él fue cuando gané la Cruz de Caballero de la Cruz de
Hierro. Con él aprendí que lo peor que te puede ocurrir es perder un Ala
[piloto que forma parte de una formación relativamente grande de cazas], porque
las victorias eran menos importantes que la supervivencia. Yo sólo perdí a uno,
Günther Capito, un antiguo piloto de bombardero, pero fue por su falta de experiencia
con los cazas. Aun así, sobrevivió.
–¿Cuántas
victorias obtuvo antes de ganar la Cruz de Caballero de la Cruz de Hierro?
–Un
total de 148. Supongo que me llegó un poco tarde, supongo. Y fue injusto,
porque muchos pilotos la obtuvieron al superar las 50.
–¿Cómo
fue su primer encuentro con Krupinski?
–Yo
estaba recibiendo instrucción de mi nuevo comandante cuando un caza llegó
echando humo y, de repente, aterrizó, volcó y estalló. Estábamos seguros de que
el piloto había muerto. Alguien dijo: “Es Krupinski”. Y, efectivamente, él
salió de entre el humo, caminando con el uniforme tiznado, pero sin daños. Se
quejaba del fuego antiaéreo que había sufrido en el Cáucaso, pero no mostraba
ninguna emoción en el rostro. Ese fue mi primer encuentro con “El Conde”.
–¿Quién
fue su mejor amigo durante aquellos días?
–Hubo
muchos y la mayoría de ellos siguen vivos, pero mi jefe de mecánicos, Heinz
Mertens, se convirtió en mi mejor amigo. Confiabas en tu Ala para que te
cubriera en el aire, pero también en tu equipo de mecánicos para que se
encargara de que tu avión volara correctamente. Yo nunca habría tenido éxito
sin el arduo trabajo de Mertens.
–El
lazo que hubo entre ustedes dos se ha convertido en leyenda. ¿Cómo llegaron a
ese nivel de complicidad?
–No
lo puedo explicar. Cuando me derribaron por primera vez, fui capturado por los
soviéticos, pero logré escapar. Cuando salí corriendo hacia nuestro territorio,
Mertens cogió un rifle y salió a buscarme y no se rendiría hasta lograrlo. Esa
es una lealtad solo se encuentra en una guerra.
–¿Cómo
fue capturado?
–En
agosto de 1943. Nuestra misión era apoyar a los Stuka de Hans Ulrich Rudel en
un contraataque, pero las cosas cambiaron. La fuerza aérea rusa bombardeaba las
posiciones alemanas para apoyar una ofensiva, así que mi escuadrón, con ocho
aparatos, tuvo que atacar al enemigo. Logramos ver de cerca a cuarenta aviones
LaGG y Yakovlev y a otros cuarenta Sturmovik bombardeando terrestre. Derribé a
un par de ellos cuando algo impactó contra mi avión. Hice un aterrizaje forzoso
y fui capturado por los soldados soviéticos. Les hice creer que estaba herido
cuando llegaron hasta mi avión y me llevaron a su cuartel general para que los
doctores me examinaran. Me pusieron en la parte trasera de un camión, tumbado
en una camilla y, mientras los Stuka atacaban, golpeé al guardia del camión.
Este se desplomó y salí corriendo a través de un enorme campo de girasoles.
Varios hombres salieron corriendo detrás de mí disparándome, pero logré escapar
hacia la zona de la que yo había venido volando. Al anochecer llegué a una zona
que parecía segura y me dormí un rato. Fue en ese momento cuando Mertens tomó
su rifle y salió en mi búsqueda. Al despertar me dirigí hacia el oeste y me
topé con una patrulla de unos diez rusos y decidí seguirlos en la distancia. La
patrulla desapareció sobre una pequeña colina en la que había un pequeño
incendio y supuse que debían ser las líneas alemanas cuando vi a los hombres
retroceder, de repente, a toda prisa. Entonces pasé al otro lado de la colina y
fui detenido por un centinela alemán, que, aterrorizado, previamente me
disparó, rasgando mi pantalón.
–¿Qué
era, según la llamaban ustedes, una “fiesta de cumpleaños”?
–Una
fiesta que se organizaba en honor de un piloto que había sobrevivido a una
situación que debería haberle matado. Tuvimos muchas, la verdad.
–Cuente,
por favor, la ceremonia en la que recibió de Hitler la Cruz de Caballero de la
Cruz de Hierro.
–Fue
extraño. En primer lugar, porque la mayoría de los que la recibimos estábamos
ebrios. Walter Krupinski aseguró, años después, que tuvo que ayudar a
mantenernos en pie. Habíamos bebido mucho Coñac y Champagne, una combinación
mortal cuando no has comido nada en un par de días. La primera persona que
vimos fuera del tren de Hitler fue al oficial adjunto de la Luftwaffe, el Mayor
Nicolaus von Below, que se quedó conmocionado al vernos en aquellas
condiciones. Nos manteníamos en pie con mucha dificultad, pero Hitler nos
recibiría igualmente un par de horas después.
–La
biografía de Walter Krupinski escrita por Ray Toliver y Trevor Constable cuenta
un incidente con su gorra.
–Sí.
No la encontraba y decidí coger una que había colgada en un gancho, que me
estaba muy grande. En ese momento, von Below se dirigió a mí furioso diciéndome
que qué hacía con ella, que pertenecía a Hitler. Todos se rieron mucho menos
él. Incluso hice alguna broma sobre la gran cabeza de Hitler, lo que provocó
más risas.
–¿Cuál
fue su impresión de Hitler?
–Un
poco decepcionante, aunque pareció muy interesado en la guerra en el frente y
estaba muy bien informado. Sin embargo, tenía una tendencia a centrarse en
detalles menores y eso me aburría. Fue interesante, pero no me impactó. También
me percaté de su falta de conocimiento sobre la guerra del este en el aire, ya
que estaba más preocupado por el frente aéreo en el oeste y en el bombardeo de
las grandes ciudades. Aunque lo que más le interesaba era la guerra en tierra.
Hitler escuchaba a los hombres del frente oeste y les aseguraba que la
producción de armas y de cazas se estaba incrementando, aunque luego
comprobaríamos que no era cierto. Y luego habló sobre la guerra submarina y
cómo esta destruiría el comercio marítimo y todo eso... Me pareció un hombre aislado
y enfermo.
–¿Cuál
era el sentimiento común de sus compañeros sobre la guerra en esos momentos?
–No
recuerdo a nadie hablar de una posible derrota, pero sí recuerdo que
comentábamos el gran número de pilotos muertos que teníamos. También hablábamos
de las noticias que nos llegaban sobre cómo los Mustang americanos estaban
adentrándose en Alemania.
–¿Y
cuál era la atmósfera cuando obtuvo la Cruz de Caballero de la Cruz de Hierro
con Hojas de Roble, Espadas y Diamantes en 1944?
–El
3 de agosto de 1944 fui a visitar a Hitler de nuevo para la ceremonia de
entrega. Éramos unos diez miembros de la Luftwaffe en total. Hitler no era el
mismo hombre. Esto fue poco después del atentado del 20 de julio. Su brazo
derecho temblaba y parecía exhausto. Tenía que colocar su mano en su oreja
izquierda cuando alguien le hablaba, porque había quedado medio sordo por la
explosión. Hitler discutió el cobarde acto para matarle y atacó la calidad de
sus Generales, con algunas excepciones. También declaró que Dios le había
perdonado la vida para que pueda librar a Alemania de la total destrucción y
que los aliados serían echados de Europa inevitablemente. Me hallaba muy
sorprendido por todo esto, quería dejarle y ver a mi novia, como así hice.
–¿Y
cómo fue su reunión con Hitler cuando recibió la cruz de Diamantes? ¿En qué se
diferenció de las otras reuniones?
–Mis
compañeros me organizaron una fiesta antes de partir y, al día siguiente,
estaba tan borracho que no podía mantenerme en pie. Parece que fuéramos
alcohólicos, pero no. Cuando llegué a Wolfsschanze [uno de los mayores
cuarteles de Hitler durante la Segunda Guerra Mundial, ubicado en la aldea de
Gierloz, en Polonia] el mundo había cambiado. Hitler ya había comenzado a
juzgar y ejecutar a aquellos que habían estado envueltos en su atentado. Pero
resultaba que, para él, todos eran sospechosos. Debías pasar por tres áreas de
seguridad y nadie podía llevar un arma. Le dije al guardia de las SS que le
dijera al “Führer” que no recibiría la Cruz de Diamantes si no me permitía
llevar mi pistola Walter. Al final me permitieron portarla. Me colgué mi
pistolera, me puse mi gorra y, cuando Hitler me vio, me dijo: “Desearía que
hubiera más hombres como usted y Rudel”. Entonces me entregó la cruz. Tomamos
café y, durante el almuerzo posterior, Hitler me confió diciendo: “Militarmente
la guerra está perdida”. Luego me dijo que seguramente yo ya sabía eso. Después
comentó que, si esperábamos lo suficiente, los aliados occidentales y los
soviéticos entrarían en guerra los unos contra los otros. También me hablo
sobre el problema de los partisanos y me pidió mi opinión sobre las tácticas
usadas en la guerra contra los bombarderos americanos y británicos. Además, le
informé sobre las deficiencias en el entrenamiento de los pilotos, ya que
muchos de ellos apenas estaban entrenados y desperdiciaban sus vidas. Por último,
se refirió a las nuevas armas y a sus tácticas y, a continuación, nos
despedimos. Esa fue la última vez que lo vi, un 25 de agosto de 1944.
–¿Cuáles
fueron sus peores temores durante la guerra?
–Ser
capturado por Rusia y el bombardeo de nuestras ciudades, por nuestras familias.
Después me enteré que los soviéticos sabían perfectamente quién era yo e,
incluso, que Stalin puso una recompensa de 10.000 rublos por mi cabeza. Esta
fue en aumento progresivamente y Rudel y yo fuimos los soldados con mayor
recompensa después de Hitler y algunos altos funcionarios nazis. Cada vez que
ascendía al aire sabía que alguien me buscaba. Me sentía marcado y me di cuenta
de que, cuando usaba el tulipán negro, tenía dificultades para encontrar
oponentes. Necesitaba camuflarme.
–¿Cómo
eran las condiciones de vida en Rusia?
–R:
Bueno, en el invierno se puede imaginar. A veces no teníamos un techo para
dormir por lo que debíamos dormir en tiendas de campaña. Los piojos eran lo
peor y había poco que hacer aparte de quitarte la ropa y acercarla a una fogata
hasta escucharla reventar. Teníamos DDT y nos bañábamos en el cuándo se podía.
Las enfermedades, como la neumonía y el pie de trinchera, eran terribles,
particularmente para los mecánicos. La comida siempre fue una preocupación,
especialmente en los últimos tramos de la guerra.
–¿Cómo
trataban ustedes a los soviéticos que capturaban? ¿Había un abierto racismo
hacia ellos?
–Para
nada. De hecho, una parte de nuestro grupo encontraba al Nacional Socialismo un
poco enfermizo. Una vez, nuestro comandante, Dietrich Hrabak, llegó a
explicarles a los nuevos pilotos que, si pensaban que combatían por el Nacional
Socialismo o por Hitler, debían ser transferidos a las SS. Él no tenía tiempo
para la política, peleaba una guerra contra un enemigo. Creo que esa actitud
dañó su imagen a los ojos de Göring. Hannes Trautloft, Adolf Galland y la
mayoría de los grandes mandos de la Luftwaffe eran igual, con algunas
excepciones. Algunos prisioneros rusos, incluso, nos enseñaron cosas sobre la
mecánica de nuestros aviones. Yo estaba triste por esos hombres que no odiaban
a nadie y fueron forzados a ir a la guerra.
–¿Cuáles
son las situaciones más memorables de sus experiencias en combate que recuerda?
–Una
vez estaba en un duelo con un Yak-9 ruso pilotado por un tipo muy bueno.
Intentaba ponerse detrás de mí y luego viraba y se dirigía de frente hacia mi
mientras disparaba. Realizó este movimiento en dos ocasiones, hasta que yo giré
en picado y, con un tirabuzón, le alcancé por detrás y dejé en llamas. El
piloto saltó del avión y fue capturado. Luego lo conocí y hablé con él. Era un Capitán
muy agradable. Le dimos comida y le permitimos andar por la base cuando nos dio
su palabra de que no escaparía. Estaba feliz y confundido a la vez, porque sus
superiores le habían dicho que los pilotos soviéticos eran ejecutados en cuanto
eran capturados. Él, en cambio, tuvo las mejores comidas de la guerra e hizo
amigos. Me gusta pensar que regresó a casa y les contó a sus compatriotas la
verdad sobre nosotros, no la propaganda que surgió después de la guerra.
Recuerdo otra vez que vi a unos 20.000 soldados alemanes muertos sobre un valle
donde había sido rodeados por los soviéticos. Aún hoy cierro los ojos y puedo
verlo. ¡Qué tragedia! Recuerdo que lloré mientras volaba sobre ellos.
–¿Cómo
superaba usted al enemigo en el aire?
–Yo
sabía que, si un piloto enemigo comenzaba a disparar pronto, lejos del máximo
alcance de sus armas, sería una victoria fácil. Pero si un piloto se acercaba y
contenía el fuego, como observando la situación, sabía que era un piloto
experto. Y desarrollé diferentes tácticas según las condiciones del vuelo, como
girar siempre hacia los cañones de un enemigo que se aproximaba o girar con
fuerza para forzarle a seguirte o alejarte. En esta situación siempre generaba
ventajas.
–Hubo
algunos mandos nazis que cuestionaron sus victorias.
–Hermann
Göring no se creía las impresionantes victorias que conseguimos en 1941. Había
incluso un piloto de mi unidad, Fritz Oblesser, que cuestionó mis victorias.
Entonces le pedí a Rall que lo nombrara mi compañero de ala por un tiempo y,
poco después, se convirtió en un ferviente defensor, llegando a firmar como
testigo de muchos de mis derribos. Luego nos hicimos amigos.
–¿Cómo
cayó preso de los soviéticos la última vez?
–Fue
el 8 de mayo de 1945. Despegué a las 8.00 del aeropuerto de Checoslovaquia con
dirección a Bruenn. Mi compañero de ala y yo vimos ocho Yak debajo de nosotros.
Derribé uno, que fue mi última victoria. Decidí no atacar a los otros y nos
dirigimos a un área donde el humo del bombardeo podría ocultarnos. Cuando
salimos del humo, aterrizamos y nos comunicaron que la guerra había terminado.
Debo decir que durante la guerra nunca desobedecí una orden, pero cuando el General
Hans Seidemann me ordenó volar hacia el sector británico y rendirme para evitar
que los rusos me capturaran, no quise dejar a mis hombres. Sabía que yo era
conocido y que Stalin quería capturarme, pero no lo hice. Entonces me fui con
toda mi unidad hacia una unidad blindada americana para rendirnos y ellos nos
entregaron a los soviéticos. Graf me dijo que probablemente ejecutarían a todos
los poseedores de la Cruz de Caballero con Hojas de Roble, Espadas y Diamantes.
Yo sabía que llevaba razón, así que antes de entregarnos ordené destruir
nuestros veinticinco cazas.
–¿Qué
ocurrió cuando se rindió?
–Fui
destinado a un campo de prisioneros americano cuyas condiciones eran terribles.
Pasé ocho días sin comida y luego nos llevaron a campo abierto. Cuando los
camiones se detuvieron, nos esperaban las tropas soviéticas, quienes separaron
a las mujeres de los hombres. Allí fue donde ocurrieron las cosas más
horribles, pero no las puedo contar aquí. Nosotros lo vimos, los americanos lo
vieron y no pudimos hacer nada para detenerlo. Hombres que habían combatido
como leones lloraron como bebés al ver a varias mujeres ser violadas
repetidamente. Algunas de esas mujeres fueron ejecutadas después de ser
violadas. Recuerdo a una niña de 12 años cuya madre había sido violada y
ejecutada que fue asaltada por muchos soldados rusos. Durante la noche,
familias enteras se suicidaron. Algunos prisioneros mataron a sus esposas e
hijas y luego a sí mismos. Sé que muchos nunca se creerán esta historia, pero
es verdad. Más tarde llegó un general ruso y ordenó que se detuvieran esas
atrocidades e, incluso, ejecutó a algunos de sus hombres que decidieron no acatar
sus órdenes.
–¿Cuántas
misiones realizó durante la Guerra?
–Alrededor
de 1.456, creo, pero no estoy seguro del número exacto.
–¿Cuál
era su método de ataque favorito?
–Salir
del sol y acercarme, puesto que la pelea de perros era una pérdida de tiempo.
Atacar por sorpresa y huir me sirvió mucho, al igual que a la mayoría de los
ases de la aviación alemanes. Cuando conseguíamos derribar al líder de una
unidad rusa, el resto de pilotos se volvían muy desorganizados y eran fáciles
de derribar.
–¿Nunca
fue herido?
–No.
Fui muy afortunado, a diferencia de Rall, Krupinski y, especialmente,
Steinhoff, quien casi se quemó vivo. Una vez casi me mata un centinela alemán
cuando me escapé de los rusos tras ser derribado. Esa fue la vez que más cerca
estuve de morir.
–¿Alguna
vez fue derribado?
–Nunca
por un avión enemigo, aunque tuve que aterrizar forzosamente en 14 ocasiones
por fallos mecánicos. Sin embargo, nunca tuve que saltar en paracaídas. Nunca
fui la victoria de otro piloto.
–Con
22 años, usted fue el piloto más joven en recibir la Cruz de Diamantes. ¿Esa
distinción fue problemática para usted?
–Ser
Capitán y portar la Cruz de Diamantes a esa edad conllevaba mucha responsabilidad,
pero fui capaz de cargar con ella mediante la amistad que hice de mis
camaradas. Convertirse en un héroe no siempre es fácil, ya que tienes que
cumplir con las expectativas que los demás se han hecho de ti. Hubiera
preferido simplemente hacer mi trabajo y acabar la guerra en el anonimato.
Habría hecho mi vida como prisionero de guerra muchos más fácil.
–¿Qué
influyó en su liberación?
–Mi
madre había escrito a Stalin y Molotov pidiendo mi liberación, pero no recibió
respuesta alguna. Entonces escribió al canciller Honrad Adenauer y él sí que
respondió personalmente diciendo que estaba trabajando en ello. Los soviéticos
querían un acuerdo comercial con Alemania del Oeste y parte de este trato
conllevaba la liberación de todos los prisioneros de guerra. Sabía que algo
había ocurrido cuando, un día, se nos permitió ir al cine con ropa nueva que no
era de prisionero. Entonces nos metieron en un camión hacia Rostov y allí
cogimos un tren hasta Herleshausen. Una vez allí pude enviar un telegrama a mi novia,
Ushi, contándole que todo había acabado.
–¿Cuáles
fueron las ventajas y desventajas de llegar a casa en 1955?
–Supe
que mi hijo, Peter Erich, y mi padre habían muerto durante mi cautiverio, lo
que fue muy duro para mí. El hecho de que mi madre y mi amada Ushi me
estuvieran esperando me dio fuerza y seguridad para soportar la más terrible de
las torturas y el hambre. Otra cosa triste fue cuando el tren se detuvo y
nosotros salimos. En la estación había cientos de hombres y mujeres que
sujetaban fotografías de sus hijos, hermanos, esposos y padres preguntándonos
si los habíamos visto. La mayoría de ellos habían muerto, pero raramente se les
comunicaba a sus familiares lo ocurrido. Era una escena muy triste.
–¿Qué
era lo primero que quería hacer al llegar a casa?
–¡Quería
una buena comida y un baño caliente! Aunque ver a mi Ushi era el sueño más
grande. También empecé a leer todo: periódicos, libros y revistas. Quería
información. Me había pasado diez años en un vacío intelectual y anhelaba el
conocimiento. Por supuesto Ushi y yo nos casamos por la iglesia, algo que
habíamos pospuesto mucho tiempo.
–¿Hubo
alguna celebración por su regreso?
–Organizaron
una gran fiesta, pero decliné la invitación. Sentía que no era apropiado hasta
que todos los supervivientes estuvieran en casa. No podía creer todas esos
barrios reconstruidos y el gran número de autos nuevos que vi, así como los
aviones sobrevolando las ciudades de manera pacífica. El estilo de vestir
también era nuevo. Todo era nuevo.
–¿Cómo
consiguió no odiar a los rusos después de sus experiencias en cautividad?
–Una
cosa que he aprendido de esta experiencia es que no debes permitirte odiar a un
pueblo por las acciones de unos pocos. El odio destruyó a mi nación y millones
de personas murieron. Yo esperaría que la mayoría de la gente no odie a los
alemanes por los nazis y que no odien a los americanos por los esclavos. Nunca
odies, porque el odio te come vivo. Mantén una mente abierta y busca siempre a
la gente buena y deja que te sorprenda.
Fuente:
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