“Quiero
verlo volar”, le dijo una mujer en el campo de aviación mendocino. “Cuidado,
una de las alas tironea”, le alertaron. Un 1° de marzo de 1914 Jorge Newbery se
estrellaba con un avión prestado. Vida y obra de un recordman: además de
aviador, era ingeniero, científico, nadador, boxeador, esgrimista, remero,
atleta y más
Tenía
apenas 38 años y era el primer día de marzo de 1914. Eran las siete menos
veinte de la tarde, el avión que tripulaba se cayó
Imaginemos
una enorme tribuna atestada. “¡Hay gorra, bandera y vincha!”, se desgañita el
vendedor. Una barra no demasiado brava corea: “¡New… be… ryyyy " New… be…
ryyy!”. Otra parecida brama: “¡Jorge, Jorgito, yo te sigo a todas partes, cada
vez te quiero más!”. Etcétera.
Lo que
acaban de leer es ficción. Una ficción imposible. Pero sería justo que
sucediera.
Porque
los argentinos han sido –y son– olvidadizos con sus ídolos. Aman a media docena
de deportistas, a menos de media docena de cómicos del cine y la tele, a dos o
tres políticos, y en olor de eternidad, a Carlos Gardel. Pero olvidan –o peor:
ni siquiera mencionan– al primer, indiscutido y más completo ídolo popular de
este país.
Su
nombre: Jorge Alejandro Newbery. Su nacimiento: Buenos Aires, 27 de mayo de
1875. Hace ahora 143 años. Pero como bien pediría Borges, “que el tiempo, que
los mármoles empaña, salve este firme nombre”.
Sus
artes y oficios: ingeniero electricista, aviador, funcionario, hombre de
ciencia, boxeador, nadador, recordman, esgrimista, piloto de autos de carrera,
remero, atleta. Y por si algo faltara, un caballero. En el mayor, mejor y más
noble sentido de la palabra. Porteño hasta la médula por nacimiento y elección,
¡vivió en la calle Florida! Fue hijo de Ralph Newbery, dentista norteamericano
–algo de sangre sajona tenía que correr por venas tan audaces y sin límites–, y
de la dama criolla Dolores Malargie.
No hubo quien le ganara en boxeo, en esgrima, en natación, en carreras de autos, en remo, en atletismo. Nadie en la tierra ni en el cielo parecía capaz de vencerlo
Apenas
a los ocho años –¡ocho años, un niño! – viajó solo a los Estados Unidos y vio,
deslumbrado, la inauguración del puente de Brooklyn (1883), símbolo de un país
que ya había decidido su destino de imperio (363 premios Nobel), de potencia
(sin su intervención, la II Guerra Mundial estaba perdida) y de máxima usina de
inventos.
Y sus
ojos, aunque muy jóvenes, algo trajeron de vuelta al Río de la Plata. Bachiller
en 1890 en escuela escocesa San Andrés, Olivos, vuelve a los Estados Unidos
para estudiar ingeniería en la Cornell University, y a sus 18 años en el Drexel
Institute de Filadelfia, es alumno de un monstruo sagrado de la ciencia: Thomas
Alva Edison, el Mago de Menlo Park, el hombre que iluminó su país con las
primeras luces eléctricas y patentó, hasta sus 83 años, más de mil inventos –de
ellos, diez que cambiaron el mundo–, y que casi niño vendía diarios en los
trenes…
¿Cómo
un Newbery no iba a retornar a su patria, justo cuando moría la aldea y nacía
la gran ciudad? Y así fue. Con su título de ingeniero electricista debajo del
brazo empezó a trabajar ¡como jefe a los 22 años! en la Compañía Luz y Tracción
del Plata. Dos años más tarde se inscribe en la Armada Argentina como
ingeniero, pero agrega otras tareas: profesor de natación en la Escuela Naval,
y enviado especial a Londres para comprar material eléctrico.
Fin de
siglo: 1900. Adiós a la Armada. Paso a don Jorge Newbery, flamante director
general de Instalaciones Eléctricas, Mecánicas y Alumbrado del municipio
porteño, cargo que mantuvo por el resto de su vida. Pero algo faltaba en su
escudo de armas, y llegó: en 1904, profesor de Electrotecnia en la Escuela
Industrial de la Nación, luego la famosa y actual Otto Krause.
Retornó a los Estados Unidos, invitado al Primer Congreso Internacional de Electricidad, en Saint Louis, y luciéndose con un trabajo de ochenta páginas que todavía guarda la Sociedad Científica Argentina. No fue todo: pasó por congresos similares en Londres y Berlín. Pero los misterios y milagros de la electricidad no ocupaban toda su vida.
Newbery fallecería en un trágico accidente de aviación. Su deseo era cruzar la cordillera de los Andes y llegar a Chile. Para eso se mudó a Mendoza y efectuó vuelos de entrenamiento de gran altura
Nadaba
como un pez, boxeaba según las mejores artes y reglas del marqués de Quensberry
(“Amainaron guapos junto a tus ochavas / cuando un cajetilla los calzó de
cross”: el cajetilla del tango Corrientes y Esmeralda… era Newbery), nadie le
hacía sombra en las pedanas cuando empuñaba sable o florete, remaba como un
campeón de Oxford o Cambridge, y se entreveró en las pretéritas carreras de
autos que desde 1901 atronaban el pacífico barrio de Belgrano…
En
1911, ante un gran premio, apareció al volante de un Balsier especial que trajo
de Europa, picó en punta, hizo el mejor tiempo, y le ganó a su amigo y rival
Ignacio del Carril. Pero la tierra ya no tenía secretos para él. Miraba el
cielo a toda hora, oía las polémicas (nada más pesado que el aire puede volar,
“¿sí o no?”), y tenía noticias del paraguayo Silvio Pettirossi, el peruano
Jorge Chávez, el mexicano Alberto Braniff, herederos latinos de la hazaña de
los hermanos norteamericanos Wilbur y Orville Wright, que el 17 de diciembre de
1903, en Kitty Hawk, Carolina del Norte, volaron por primera vez en un biplano
a motor durante 12 segundos y 40 metros. Eran fabricantes de bicicletas,
construyeron su máquina voladora, bautizada Flyer One, y probaron que algo más
pesado que el aire ¡podía volar!
En
adelante, y después de conocer al aeronauta brasileño Alberto Santos Dumont,
Newbery dejó toda otra pasión de lado y desafió al espacio. El 25 de diciembre
de 1907, a bordo del globo aerostático Pampero y acompañado por Aarón de
Anchorena, cruzó el Río de la Plata desde Palermo –en el hoy Campo Argentino de
Polo–y aterrizó en Conchillas, Uruguay.
El
regreso, por primera vez entre tantas hazañas, reunió a una muchedumbre
coreando su nombre y arrojando sus sombreros por el aire. Pionero en todo o
casi todo, después del cruce fundó el Aero Club Argentino en la quinta Villa
Ombúes, de Ernesto Tornquist, barrio San Benito, cerca de las Barrancas de
Belgrano.
Y el
aire le cobró su cuota de tragedia: el 17 de octubre de 1908, su hermano
Eduardo y el sargento primero Romero desaparecieron en el mismo globo, el
Pampero, y sus cuerpos jamás fueron hallados.
El globo Pampero, cuando aún no tenía el gas. En la otra foto, Jorge Newbery, el acompañante inesperado (Fotografía Caras y Caretas)
Pero
Jorge no cesó, pese a lo peligrosos que eran los globos. Voló en El Patriota,
en el Huracán -así bautizado por el club de fútbol-, y con éste batió el récord
sudamericano de duración y distancia: 550 kilómetros en 13 horas, 28 de
diciembre de 1909. Obsesionado, cumplió cuarenta vuelos en globo en tres años,
y en homenaje a su hermano muerto construyó el Eduardo Newbery de 2.200 metros
cúbicos: el más grande que haya remontado en el país.
Llega
1910. Año del Centenario. Y Jorge -más que un símbolo- logra su brevet de
piloto de aviones, y no para hasta que el presidente Roque Sáenz Peña funda la
Escuela Militar de Aviación: primera en América latina, en Caseros y con J.N.
como presidente inaugural.
Y las
epopeyas no cesaron. Cruzó el Río de la Plata en el monoplano Centenario, un
Bleriot Gnome de 50 HP, ida y vuelta en el mismo día. Ha llegado su apogeo. Por
entonces es más popular que los primeros cracks de fútbol. Sus despegues y
aterrizajes son ovacionados por multitudes. Alcanza lo más difícil en esos
tiempos: el cajetilla, el dandy, el gran seductor, el habitué de salones lujosos
y exclusivos clubes privados, saca justa y merecida patente de primer ídolo
popular.
Y
duplica esa veneración el 10 de febrero de 1914 cuando, en un monoplano
Morane–Sulnier, bate el récord mundial de altura: ¡6.225 metros! Los diarios
reviven sus medallas: campeón de box en 1899, 1902 y 1903. Tres veces campeón
sudamericano de florete, y vencedor de Berger, campeón francés de espada. ¿Qué
le faltaba? ¿Cuánto más lo esperaba? Porque el cielo era el límite. Pero la
muerte estaba agazapada…
El
primer día de marzo de 1914 despegó del campo de aviación Los Tamarindos,
Mendoza (hoy El Plumerillo) en su Morane–Saulnier, como entrenamiento para otra
proeza: el cruce de la Cordillera de los Andes. Aterrizó sin novedad.
Nació un 27 de mayo de 1875, y fue príncipe de todos los deportes, rey de los cielos, pionero de las luces de Buenos Aires, y temible con los puños
Una
dama local le pidió una demostración. Pudo y acaso debió negarse, pero el
caballero pudo más. No quiso exigir a su máquina, y le pidió el avión a su
amigo Teodoro Fels, otro rey del aire, que se lo prestó, pero con una
advertencia: “Cuidado. Una de las alas tironea…”.
Se
elevó, hizo una pirueta, y a las siete menos veinte de la tarde el avión cayó
como una piedra. Jorge Newbery estaba muerto. Tenía apenas 38 años.
Era
carnaval. En Buenos Aires desfilaban las carrozas, el aire recogía risas, papel
picado y agua florida, y todos esperaban la elección de la reina. El manto de
silencio y de lágrimas se tendió el martes 3 a las nueve menos cuarto de la
mañana.
La
revista Caras y Caretas lo informó así: “Los restos de Newbery arriban a la
estación Palermo. Cunde el caos y la conmoción general. En medio de un océano
de cabezas, un muchachuelo que audazmente se ha encaramado en un soporte
aferrándose –sin perder su gorra– a una columna…, también desea ser testigo de
esta aciaga jornada”. Texto rematado por la correspondiente foto.
Una
lúcida colega me dijo cierto día: “Mucha gente cree que Jorge Newbery es sólo
un aeroparque”. Bueno. También hay siete tangos en su honor, una modesta
película (“Más allá del sol”), un monumento en Villa Lugano, cuatro escuelas,
quince clubes, once calles, tres barrios, una plaza, y los premios anuales del
gobierno porteño, con su nombre, a los mejores deportistas. Pero es poco.
Merece
una enorme tribuna atestada que algún día coree su nombre. Y alguien que repita
“¡hay gorro, bandera y vincha!”. Justicia pura.
(El
artículo original firmado fue publicado el 17 de junio de 2018)
Fuente:
https://www.infobae.com