16 de mayo de 2022

JV44, EL ÚLTIMO CIRCO DE LA HISTORIA

Por Manel Loureiro

 


Un escuadrón de cazas alemanes Me109 en la Batalla de Inglaterra, 1968. Fotografía: Getty. JV44

 

El ambiente estaba enrarecido en Rocquencourt, un pequeño pueblo cercano a Versalles (Francia), aquella mañana de la primavera de 1965. Era un lugar tranquilo y somnoliento, que no tendría nada de especial si no fuese por el hecho de que allí estaba la sede del Cuartel General Supremo de las Potencias Aliadas en Europa, nada menos.

 

Hacía justo veinte años que la Segunda Guerra Mundial había terminado, pero la guerra fría entre el bloque soviético y la Europa occidental ya había alcanzado la temperatura exacta para que nadie descartase que, en cualquier momento, los misiles nucleares de las dos superpotencias empezasen a cruzar los cielos para marcar el principio de la devastación total. Por si no fuese suficiente, los aliados franceses amagaban con abandonar la estructura de la OTAN y todo el personal hacía cábalas sobre una inminente mudanza de las instalaciones.

 

En medio de ese ambiente extraño, en un despacho del Cuartel General Aliado, el General estadounidense Lyman Lemnitzer, jefe supremo de las fuerzas de la OTAN, esperaba pacientemente la llegada de su recién nombrado comandante eventual de las Fuerzas Aéreas Aliadas en Europa. En el delicado equilibrio de poderes entre los socios de la OTAN, el cargo había recaído por primera vez, de forma accidental, en un oficial alemán, los antiguos enemigos de la Segunda Guerra Mundial.

 

Cuando Johannes Steinhoff entró en la sala, seguramente el General Lemnitzer no pudo contener un escalofrío. No era nada extraño, ya que Steinhoff estaba acostumbrado a aquella reacción cada vez que ponía el pie en una habitación. No era por su elegante uniforme de la Luftwaffe, ni por las discretas condecoraciones convenientemente “desnazificadas” que salpicaban su pechera, sino por su rostro.

 

Porque la cara de Johannes Steinhoff parecía sacada de una pesadilla.

 

Su piel tirante y llena de cicatrices le subía hasta el cuello, pero a partir de ahí la cosa era peor. Sus mejillas trazaban unos extraños surcos debajo de los ojos; su boca estaba torcida hacia un lado en una eterna mueca de sarcasmo, con el labio ligeramente descolgado; su nariz era un remedo artificial y puntiagudo junto a la cual hasta Michael Jackson habría salido bien parado. Pero lo más inquietante eran sus ojos, apenas cubiertos por unos párpados artificiales, que no podía cerrar del todo ni para parpadear. En deferencia a los demás, Steinhoff usaba siempre gafas de aviador, aunque ese gesto lo hacía todavía más inquietante.

 

Todas aquellas marcas eran el amargo recuerdo del paso de Johannes Steinhoff por la Jagdverband 44, quizá una de las unidades militares con el historial más breve y exitoso de la guerra que, en un espectacular alarde wagneriano, brilló con intensidad durante los últimos meses de la contienda, cuando el régimen nazi se derrumbaba con estrépito y los cielos de Europa eran propiedad de los aviones aliados…, excepto en aquellos lugares por donde pasaban los experten de la JV44, Steinhoff entre ellos. Pero vayamos al principio de esta historia.

 

Nos tenemos que ir a marzo de 1945. Los rusos se acercaban a marchas forzadas hacia Berlín, persiguiendo los jirones destrozados de la Wehrmacht, y en el frente occidental el panorama no era mucho más alentador. A esas alturas del partido, los ejércitos alemanes ya solo eran una sombra desdibujada de la afinada máquina militar que había pasado como un rodillo sobre prácticamente toda Europa apenas cuatro años antes.

 

Las catastróficas pérdidas en el este, unidas al incesante bombardeo británico y estadounidense de los centros industriales alemanes, habían reducido a la orgullosa Wehrmacht a una tropa mal equipada, con uniformes gastados en muchos casos, un armamento variopinto y unas cadenas de mando pulverizadas y formada por hombres demasiado viejos y chicos demasiado jóvenes que no deberían estar allí. El panorama en la guerra naval era igual de catastrófico, y en la guerra aérea no era mucho más alentador. El mundo se derrumbaba en torno a ellos en una vorágine final de fuego, destrucción y muerte de la que nadie podía salir.

 

En medio de ese caos, un joven oficial de la Luftwaffe llamado Adolf Galland había sido convocado a una reunión con el mismísimo Hermann Göring. El jerarca nazi ya no estaba en Berlín, asolada por los bombardeos y reducida a una pila de escombros humeantes, sino que se encontraba atrincherado en su refugio de Carinhall, un palacio de opereta atestado de obras de arte robadas que merecería una historia aparte. Galland, un as de caza alemán con más de noventa y seis derribos confirmados, llevaba apartado del frente desde 1941, cuando fue nombrado inspector general de cazas y esperaba que aquella reunión fuese la última.

 

Convertido en un símbolo por la propaganda nazi, Galland era algo parecido a una estrella del rock —si me permiten el paralelismo y salvando las distancias— para el ciudadano alemán de a pie. Su rostro había aparecido innumerables veces en el Deutsche Wochenschau, un noticiario parecido al No-Do español que se emitía en los cines, y Goebbels había tomado la decisión de retirarlo de los cielos para evitar la imagen del héroe derribado y muerto a manos enemigas. Pero, una vez en tierra, Galland no había resultado ser el engranaje dócil que los nazis habían pensado que sería. Durante los años siguientes, Galland había llevado a cabo un terrible trabajo burocrático, enfrentado a un Göring cada vez más drogado y errático y a un Hitler que cambiaba sus órdenes estratégicas sobre la Luftwaffe de un día para otro.

 

Galland se había desesperado por las absurdas órdenes que recibían sus pilotos, obligados a atacar, en cualquier circunstancia y ocasión, las pesadas formaciones de bombarderos aliadas y sus enjambres de escoltas, aunque fuese en misiones casi suicidas. Había peleado hasta la extenuación contra las decisiones erráticas de Hitler, como su obsesión con el Me 410, un bombardero bimotor que estaba a años luz de las necesidades de una Alemania acosada en ese momento de la guerra y que era esencialmente inútil en dichas circunstancias, entre otros muchos ejemplos. La relación llegó a tal punto de degradación que Hitler y Göring, cada vez más paranoicos y aislados, dejaron de confiar en Galland.

 

Así, cuando Galland llegó a su reunión en Carinhall, tenía muy claro que estaba harto de todo aquello: iba a presentar su dimisión y a pedir ser asignado de nuevo al frente, para volar contra los aliados. Pero la reacción del impredecible Göring era eso: impredecible. Cualquier cosa podía suceder. Y, sin embargo, el mandatario nazi accedió, posiblemente para sacárselo de en medio.

 

En ese punto de la guerra, su valor como símbolo ya estaba amortizado, y a la jerarquía nazi, más preocupada con su propio final que con el del pueblo alemán o sus soldados, no le importó demasiado que Galland volviese a los cielos. Seguramente, pensaron, iba a morir en combate. En medio de millones de muertes, qué más daba.

 

Pero Adolf Galland tenía otros planes. Liberado por fin de las obligaciones del Alto Mando, había decidido hacer la guerra por su cuenta, aplicando todas las ideas que reiteradamente habían desechado sus jefes de Berlín. Pero el desafío era mayúsculo.

 

Para empezar, la situación bélica era desesperada. Los pilotos alemanes se veían normalmente en una situación de inferioridad numérica en el aire de, como mínimo, veinte a uno, si no más. Cada vez que hacían una salida, se veían rodeados de enjambres de aparatos aliados y sudaban la gota gorda para volver con vida a sus bases. Sus aeródromos eran machacados hasta la extenuación por los bombardeos enemigos, y las continuas retiradas en todos los frentes habían transformado a los pilotos en una suerte de caravana ambulante que tenía que retirarse de una pista a otra, cada vez más cerca de Alemania, en una huida a trompicones. Y si eso no era suficiente, el material humano y los aviones eran cada vez más escasos y de peor calidad.

 

Por desgracia para los planes de Galland, la calidad media de los pilotos alemanes era muy pobre comparada con los aliados. Años de guerra habían segado sus filas, y la mayor parte de los ases de caza habían ido cayendo en los distintos frentes, derribados o prisioneros del enemigo. Los reemplazos de esos huecos eran cubiertos por jóvenes cadetes que salían a toda prisa de las academias de vuelo, en la mayoría de los casos con un curso acelerado de pilotaje de unas pocas semanas o meses, en todo punto insuficientes para enfrentarse a un enemigo mejor adiestrado y con mejores medios materiales.

 

Además, los pilotos alemanes se encontraban con una desagradable perspectiva cuando se subían en la carlinga de un avión por primera vez. Mientras que sus contrapartes occidentales tenían un servicio militar limitado —por ejemplo, los pilotos de bombardero aliados únicamente debían cumplir veinticinco misiones sobre la Europa ocupada antes de ser retirados del frente—, para los pilotos de la Luftwaffe no había límite alguno: debían seguir volando, misión tras misión, hasta que la guerra terminase o alguien los derribase. Para ellos, la guerra no era una cuestión de vida o muerte, sino una simple cuenta atrás hasta el día en que no volviesen de una misión.

 

Paradójicamente, esa mecánica de funcionamiento desesperada había servido de sistema de selección darwinista. En 1944 y 1945 la vida media de un piloto alemán en el frente era de tan solo unos dos meses, un período demasiado corto como para que adquiriesen experiencia. Ser un piloto novato en aquellos últimos años era una sentencia de muerte casi segura.

 

Sin embargo, unos cuantos ases escogidos, auténticos cazadores del aire, se las apañaban para sobrevivir y prosperar en ese infierno volador, aparentemente inmunes a la carnicería que se desarrollaba a su alrededor. Eran los experten, un puñado de veteranos curtidos, tipos bregados en años de guerra y con una vastísima experiencia acumulada de miles de horas de vuelo y centenares de misiones, infinitamente más rodados que cualquier rival que se pudiesen cruzar en el aire. Afortunadamente para los Aliados, tan solo eran un puñado y su impacto en el conjunto del escenario bélico resultaba totalmente marginal, aunque eso no servía de ningún consuelo a los pilotos aliados que, de repente, se cruzaban con alguno de aquellos depredadores aéreos, normalmente minutos antes de caer a tierra envueltos en llamas.

 

Eran estos experten los pilotos que Galland quería para su lucha final en Europa. Su idea era reunir en una unidad a los mejores, a los más preparados y letales pilotos que aún le quedaban al Reich, para un último combate antes de ser barridos de los cielos, un concepto que encajaba muy bien con la disparatada ética wagneriana del sacrificio del héroe en la lucha final que les había sido imbuida hasta la saciedad.

 

Galland ya no era el jefe de cazas, pero aún tenía suficiente reputación y contactos como para hacer a su antojo en la desmoronada Luftwaffe. Para empezar, constituyó su propia unidad, la Jagdverband 44 (o JV44), prácticamente fuera del control orgánico del Estado Mayor. A continuación, Galland inició su pesca de pilotos en una actividad frenética de semanas.

 

A esas alturas de la guerra, quedaban pocos ases donde escoger, pero los que aún volaban tenían unos números que hacían palidecer a la inteligencia aliada. Sus años continuados de vuelo les habían permitido alcanzar unas cifras de derribos que los pilotos aliados, sobre todo los occidentales, no podían igualar. El prestigio de Galland entre los pilotos era enorme, pues sabían que había sido la única voz de la cordura que había intentado evitar su sacrifico inútil durante todos aquellos años, y además era un experten, como ellos.

 

A base de telefonazos, cartas y arriesgadas visitas a campos de aviación cercanos, fue capaz de ir reuniendo una lista de pilotos en torno a la JV44 que metía miedo: Heinz Bär, Gerhard Barkhorn (un chaval de Königsberg que con veinticuatro años ya sumaba cerca de trescientos derribos en su haber), Walter Krupinski, un jovencísimo Johannes Steinhoff…, y así hasta cincuenta nombres selectos. El único común denominador de todos ellos era que ninguno contaba con menos de media docena de derribos en su cuenta y la mayoría pasaba holgadamente de la veintena. Eran una pandilla de supervivientes. Una especialmente letal.

 

Por supuesto, reclutar a semejante compañía no resultó nada fácil. La mayor parte de los comandantes de campo se negaban en redondo a permitir que sus mejores hombres se fuesen de sus escuadrillas. Por regla general, la presencia de un experten era lo único que evitaba que los aliados masacrasen a los aviadores novatos que se lanzaban contra ellos. La sola presencia de uno de estos ases abría la ventana de oportunidad para que los jóvenes pilotos pudiesen cruzar la cortina de cazas defensores, que eran arrastrados por el experten de turno y que aun así se las veía y se las deseaba para salir con vida.

 

Y, sin embargo, lo que les ofrecía Galland era demasiado tentador. En vez de pasarse el resto de la guerra siendo un blanco móvil, cuya única misión consistía en atraer el fuego cruzado de los cazas enemigos, Galland les planteaba unirse a un grupo de cazadores de verdad, en el que no tendrían que estar vigilando a sus jóvenes wingmen y podrían concentrarse en lo que realmente sabían hacer: derribar aviones rivales.

 

La mayoría dijo que sí, sin dudarlo. A varios de ellos se les prohibió, de forma expresa, pasar a formar parte de la JV44, pero ignoraron olímpicamente dichas órdenes. El peso de Galland era enorme, y la descomposición de la máquina de guerra alemana ya era tan acentuada que, simplemente, se unieron a él, ante la impotencia de sus mandos. El JV44 empezaba a tomar forma.

 

De todas formas, Galland no consiguió atraer a todos los nombres que le hubiese gustado tener consigo. La mejor incorporación posible, el as de ases de la Luftwaffe, Erich Hartmann, con unos asombrosos trescientos cincuenta y dos derribos —sí, han leído bien— en su haber, no aceptó unirse a la JV44. En sus memorias, Hartmann cuenta cómo fue el encuentro con Galland:

 

“Era el cuarto encuentro con Galland durante la guerra y lo encontré poco cambiado. El antiguo General de cazas, con sus ojos penetrantes, su mostacho fino como un pincel y su arrolladora aura de personalidad, era todavía una figura impresionante. Me saludó con su característico buen humor.

 

—Hola, Erich. Ahora soy comandante de escuadrón, ¿sabes? —dijo.

 

—Eso he oído, mi General.

 

—Estoy juntando un grupo de pilotos de primera para usar el Me 262 como caza. Luetzow, Steinhoff, Krupinski, Hohagen… —Galland irradiaba entusiasmo— Quiero que te unas a mi escuadrón, Erich.

 

—Pero ¿qué haría yo en semejante escuadrón, con todos esos ases y que encima tienen más tiempo de servicio y mayor rango que yo, mi General? (Hartmann era un simple capitán.)

 

—Bueno, volarías con nosotros, por supuesto. Eres el mejor piloto del mundo.

 

—Pero, mi General, no quiero volar siendo el ala [wingman] de nadie, y eso es lo que sucederá si me voy a su escuadrón (…) Además, nunca he pilotado un Me 262. Con mi escuadrón, al menos sé que estaré haciendo algo positivo”.

 

(Raymond F. Toliver, The Blond Knight of Germany, 1970).

 

Hartmann, como algunos otros experten, estaba demasiado vinculado a su unidad como para pensar en dejarla en los últimos días de la guerra, así que no se unió a Galland y siguió luchando en el frente ruso. Años más tarde se arrepentiría amargamente de esa decisión, pues estuvo prisionero de los soviéticos hasta mediados de los años cincuenta, aunque esa es otra historia.

 

En su búsqueda insaciable, parece ser que Galland hasta se planteó fichar a Hanna Reitsch, una brillante piloto de pruebas y una de las pocas mujeres galardonadas con la Cruz de Hierro, pero la furibunda nacionalsocialista estaba más preocupada por sacar a Hitler de Berlín y ponerlo a salvo que por unirse a la banda de Galland, por lo que las conversaciones no llegaron a buen puerto.

 

En definitiva, y con sus altibajos, Galland consiguió reunir a la mayor parte del grupo de experten que necesitaba. Pero el siguiente reto era igual de complicado: ¿en qué volarían?

 

Un artillero alemán sobrevuela la ciudad polaca de Gdansk, 1939. Fotografía: Getty. JV44

 

Para 1945, la situación del arsenal aéreo alemán era, por decirlo de una forma elegante, un completo desastre. Las continuas indecisiones de Hitler y Göring y el colapso de la industria del Reich habían provocado que el desarrollo de muchos prototipos se hubiese retrasado durante un tiempo precioso que acabó siendo letal. Mientras los soviéticos, ingleses y estadounidenses habían ido modernizando sus flotas a medida que avanzaba la guerra, el grueso de la aviación de caza alemana en 1945 todavía estaba constituido por el venerable Me 109, un avión con casi diez años de servicio que había debutado en la guerra civil española y se había quedado desfasado por completo.

 

Los ingenieros alemanes habían sacado de la chistera muchos desarrollos revolucionarios, es cierto, aparatos que de haber sido construidos en número suficiente podrían haberle dado la vuelta a la tortilla. La mayor parte de la aviación de caza moderna bebe, de una forma u otra, de los diseños avanzados de los ingenieros del Reich, pero para 1945, pocos de ellos habían salido de la mesa de diseño o habían sido construidos en cantidades apreciables. La falta de materiales esenciales, como el caucho o el cobre, junto con los destrozados sistemas de producción, con fábricas medio desmanteladas y, sobre todo, la urgencia de la guerra, hacían además que la calidad media de los productos fuese deficiente en muchos casos.

 

Así, por ejemplo, el Me 163 Komet era sobre el papel un adversario formidable. Un pequeño caza a reacción, capaz de superar los mil kilómetros por hora y con un ritmo de ascensión y un radio de maniobra inalcanzables para cualquier rival que pudieran poner los aliados en el aire. Y encima, barato y fácil de construir.

 

La realidad era que el Komet era poco más que un cohete con una carlinga espartana, una pequeña e inestable bola rechoncha atiborrada de combustible de alto octanaje, al que los pilotos eran atados con fuerza para soportar la brutal aceleración de su despegue. Volar en uno de esos chismes constituía una experiencia aterradora. Era un diseño tan tosco, que ni siquiera tenía tren de aterrizaje, sino un patín que se desprendía, y no siempre, en cuanto el aparato tomaba suelo. Pronto adquirió la fama siniestra de ser más peligroso para sus pilotos y el personal de tierra que para el enemigo y la mayoría de ellos acabaron convertidos en bolas de fuego, en tierra o en el aire, y a la postre solo consiguieron derribar unos veinte bombarderos aliados. Y esto fue la norma con la mayoría de los diseños revolucionarios. Demasiado pocos, demasiado tarde y con demasiadas prisas para funcionar de verdad.

 

Otra cosa era el Me 262, el primer reactor de combate del mundo que merece ese nombre y que fue la única opción que le quedaba a Galland para su Circo Volante de la JV44. Cuando lo probó por primera vez, el 22 de mayo de 1943, había dicho: “Esto no es un paso adelante. ¡Es un salto!”. Más tarde mandó un telegrama a Berlín en el que decía: “El Me 262 es un golpe de suerte inmejorable para nosotros. Nos garantizará una increíble ventaja en las operaciones mientras el enemigo siga utilizando motores de pistón”.

 

El Me 262 (Golondrina, para sus pilotos) era rápido, fiable y superior a cualquier otro aparato aliado. La primera vez que los aliados se lo cruzaron por los cielos supuso un auténtico shock. Más rápido, más maniobrable y mejor armado, era un auténtico quebradero de cabeza. Pero, una vez más, la vacilación de Hitler, que a ratos lo quería como caza y a ratos como bombardero de ataque, fueron lastrando el proyecto, y cuando la producción empezó a estabilizarse, ya era tarde, otra vez. Apenas mil quinientos aparatos fueron construidos. Para poner en perspectiva el asunto, en el mismo tiempo los americanos habían desarrollado y construido casi dieciséis mil unidades del P-51 Mustang, uno de los muchos tipos de caza que utilizaban en Europa.

 

Pero Galland no tenía estos números en la cabeza, o, si los tenía, prefería no pensar demasiado en ellos. Su mente estaba concentrada en poner a volar lo que ya se empezaba a conocer como el “Circo Volante de Galland”, el heredero del grupo de Richtofen de la Primera Guerra Mundial. Eran el canto del cisne de la Luftwaffe, el último grito de gloria antes de ser engullidos por la marea bélica.

 

La JV44 empezó a operar cuando solo quedaban dos meses para el final de la guerra. Afortunadamente para ellos, el irregular avance de los frentes había permitido que los últimos aeródromos de largas pistas de cemento del corazón del Reich, los únicos en los que podían despegar y aterrizar las Golondrinas, aún estuviesen disponibles. Aunque Galland tenía un problema: había conseguido reunir cincuenta pilotos… pero tan solo tenía veinticinco aparatos a su disposición. La mayor colección de talento de la guerra, varada en tierra por falta de aviones. Y por si eso no fuese suficiente, la carencia de combustible y de repuestos provocaba que, en la mayor parte de las operaciones, apenas pudiesen despegar una docena de aparatos cada vez.

 

Aun así, el Circo Volante de Galland resultó letal, como no podía ser de otra manera. El increíble material humano a los mandos de los aparatos más revolucionarios de su tiempo resultaba un rival demasiado formidable, incluso en unos cielos en los que la relación de fuerzas ya era de casi cincuenta a uno. Las cifras varían según las fuentes, pero de acuerdo con los registros alemanes —incompletos, perdidos en el caos de la derrota— y aliados, a la JV44 se le atribuyen entre cien y doscientos derribos durante sus dos meses de actuación a medio gas sobre los cielos de Alemania, casi sin pérdidas propias y con menos de diez aviones en vuelo al mismo tiempo.

 

Eso sí, el día a día resultaba agotador incluso para los experten. Las Golondrinas tenían un punto débil letal, como pronto descubrieron los aliados. Durante el despegue y el aterrizaje eran aparatos lentos y perezosos que tenían que volar en línea recta a muy baja velocidad, lo que los convertía en blancos perfectos. De hecho, la mayor parte de los pocos experten derribados lo fueron sobre sus propios aeródromos, ante los ojos impotentes de sus compañeros en tierra.

 

Para evitarlo, Galland añadió una pieza más a su circo, un puñado de aviones de pistón Fw 190 que sobrevolarían la pista como protección mientras las Golondrinas salían o tomaban tierra. Para evitar ser confundidos por la artillería antiaérea con aviones enemigos, estos Fw 190 fueron pintados de rojo chillón, lo que les valió el apodo de “Escuadrón Papagayo”. El Circo de Galland ya tenía sus “payasos” de brillantes colores, que protegían a los actores principales en sus arriesgadas piruetas aéreas.

 

Pero todo acabó casi antes de empezar. El final de la guerra pilló a los experten con menos de la mitad de los aparatos aún en funcionamiento. Durante las últimas semanas, con el combustible casi agotado y el mantenimiento de los aparatos cada vez más precario, era inevitable adivinar que el final estaba cerca.

 

En una de las últimas operaciones, el destino alcanzó finalmente a Johannes Steinhoff, nuestro protagonista del principio de esta historia. Mientras corría por la pista para despegar en su última misión, reventó uno de los neumáticos del tren de aterrizaje de su Me 262, quizá por el desgaste, quizá por la mala calidad del caucho sintético con el que estaba fabricado. Quién sabe. Lo cierto es que el aparato de Steinhoff dio varias vueltas de campana y acabó convertido en una bola de fuego al final de la pista. Cuando sacaron al joven piloto de los restos ardientes de su avión, tenía quemaduras severas por todo su cuerpo. El pronóstico era tan grave que Galland meditó seriamente la posibilidad de darle un tiro de gracia cuando fue a visitarlo al hospital y así aliviar su agonía. Por suerte para Steinhoff, las enfermeras se lo impidieron.

 

Dos semanas más tarde, la guerra había terminado. Los experten destruyeron con explosivos los pocos aviones que aún quedaban operativos en la JV44 y se entregaron a los Aliados. En poco más de un año, tras comprobar que ninguno de ellos había estado vinculado con ningún crimen de guerra, la mayoría fueron liberados y retornaron a la vida civil.

 

Algunos, como Galland, siguieron vinculados al mundo de la aviación militar como consultores. Otros decidieron dar carpetazo a aquel episodio vital y pasaron el resto de su vida en distintas ocupaciones civiles por todo el mundo, sin que las personas que hablaban con ellos supiesen normalmente que al otro lado de la mesa tenían a un piloto con docenas o centenares de derribos a sus espaldas, o que aquel ancianito apacible que caminaba por el hall del hotel había pasado los mejores años de su juventud bailando con la muerte y esquivando su beso una y otra vez.

 

Unos pocos —como Steinhoff, tras recuperarse de sus graves heridas— se reincorporaron a la “nueva” Luftwaffe que surgió tras la guerra. Simplemente, no podían dejar de volar. Aquello que les había hecho experten, lo que les había mantenido con vida durante los fieros años de la contienda, estaba demasiado dentro de ellos como para que pudiesen cambiar de vida.

 

Un último guiño a la Historia, con mayúsculas. En 1985, un ya maduro Steinhoff se encontró con el presidente Ronald Reagan y el canciller alemán Helmut Kohl en el cementerio militar de Kolmeshöhe. Era un acto diseñado para conmemorar la reconciliación entre los antiguos adversarios cuarenta años después del final de la guerra. El veterano Steinhoff, cubierto de cicatrices, era el recordatorio viviente de los horrores de la contienda y del dolor y el sufrimiento que acompañan a cualquier guerra.

 

De repente, y totalmente fuera de guion, Steinhoff se acercó al anciano General Ridgway, que había comandado la 82ª División Aerotransportada Estadounidense y le tendió la mano. Aquel improvisado apretón de manos dio la vuelta al mundo y significó muchas cosas, entre ellas, un acto de reconciliación genuina.

 

Cuando le preguntaron a Steinhoff qué le había llevado a hacer algo tan impulsivo, respondió: “Simplemente pensé que era lo que había hacer”.

 

Seguramente fue así. Porque solo los que han cruzado el infierno y han vuelto para contarlo, como Steinhoff y sus colegas de la JV44, saben de verdad lo horrorosa que es una guerra.

 

Y lo importante que es curar las heridas.

 

Y aprender de ellas, para no volver atrás.

 

Fuente: https://www.jotdown.es