El Yamato durante sus pruebas de mar en el año 1941. Dominio público
"El 7 de abril de 1945, el Yamato sucumbía al ataque de 386 aviones estadounidenses. Fue el fin de la era de los acorazados y el inicio de la de los portaaviones".
Por Xavier Vilaltella
A
mediados del siglo XIX, la aplicación de la propulsión a vapor en buques de
guerra posibilitó el nacimiento de un “rey de los mares”. La potencia añadida
permitía a las naves cargar con más blindaje y capacidad de fuego. Había nacido
el acorazado, y los viejos navíos de línea, con sus cascos de madera, ya no
eran rival.
Durante
la guerra ruso-japonesa (1904-1905) y la Primera Guerra Mundial (1914-1918) era
ya el arma central de todas las flotas. De esas contiendas surgiría el aprendizaje
para sucesivas innovaciones, siempre para obtener mayor velocidad, resistencia
y capacidad de destrucción.
Tras
el fin de la Gran Guerra, los vencedores intentaron frenar esta carrera
armamentística. La firma del Tratado Naval de Washington en 1922 limitaba la
cantidad de “fortalezas flotantes” de que podía disponer cada nación. No era
extraño, dado que entonces el poderío naval de una armada se medía por sus
acorazados.
Pero
en poco tiempo Japón y Alemania se retiraron de los acuerdos. Por segunda vez,
el mundo se acercaba a un conflicto a gran escala, y los beligerantes debían
preparar sus flotas. Sobre todo, el Japón y los Estados Unidos, que pronto se
reconocieron como rivales por el dominio del Pacífico y sabían que el mar sería
el escenario de esa lucha. Por última vez, los acorazados eran llamados a
filas.
Un
nuevo rival en el aire
Los
nipones no podían superar en número a la flota norteamericana. Por ello,
optaron por la calidad frente a la cantidad. En mayo de 1935 ya habían
finalizado el diseño de dos gemelos gigantes, el Yamato y el Musashi, pensados
para ser los más grandes de la historia. Por si ello fuera poco, el plan
incluía que su construcción se llevara a cabo en total secreto. Para evitar el
espionaje aéreo, incluso se cubrieron parcialmente los astilleros. La jugada
fue un éxito, y la inteligencia enemiga no se enteró de su existencia hasta
después del inicio de la guerra.
A
pesar de todo, seguía existiendo el problema de la inferioridad numérica. El
Imperio del Sol Naciente necesitaba un ataque sorpresa para debilitar a su
enemigo, antes de que este se decidiera a movilizar sus ingentes recursos. Así
se gestó el ataque a Pearl Harbor (Hawái), una acción en la que,
paradójicamente, después del esfuerzo destinado a su construcción, los nuevos
superacorazados no tendrían ninguna relevancia.
El
7 de diciembre de 1941, 350 aviones despegaron de seis portaviones,
sorprendiendo a la marina estadounidense en puerto. El éxito de la operación
confirmó al almirantazgo nipón algo que ya sospechaba, que el portaviones era
el nuevo protagonista en el conflicto naval. Estos podían atacar objetivos muy
alejados, sin arriesgarse a un combate cuerpo a cuerpo.
Cualquier
nave, por grande que fuera, era objetivo fácil de los ataques aéreos y de los
torpedos de los submarinos. ¿Por qué se construyeron entonces los dos
superacorazados? En parte por la concepción demasiado anticuada que la
oficialidad todavía tenía de la guerra en el mar, una mentalidad proacorazado
heredada de las guerras de principios de siglo.
Sin
embargo, también hubo voces discordantes. El director del Departamento de
Aeronáutica de la Armada, el Almirante Yamamoto Isoroku, razonó sin éxito en
contra de llevar a cabo los dos “gemelos gigantes” cuando todavía estaban sobre
plano. Años más tarde, el destino que corrió el Musashi acabaría dando la razón
a Yamamoto, pues fue hundido en 1944 por el impacto de 17 bombas y 20 torpedos,
sin que este hubiese logrado efectuar un solo disparo sobre sus enemigos.
Una
operación suicida
¿Qué
destino le podía esperar entonces al Yamato? Después de pasarse buena parte de
la guerra en la retaguardia, solo fue recuperado cuando la situación de Japón
se volvió desesperada. El 1 de abril de 1945 había comenzado la invasión
estadounidense de Okinawa, última parada antes de alcanzar el corazón del
archipiélago japonés.
El
mando ordenó entonces al Yamato una misión casi suicida. El buque debía partir
hacia la isla junto a un crucero ligero y ocho destructores, pero sin ninguna
cobertura aérea. Su misión: distraer a la flota de invasión estadounidense y,
como último recurso, encallar en la costa para ejercer de artillería de
defensa.
El
7 de abril, el grupo no había realizado ni la mitad del trayecto cuando fue
interceptado por la aviación norteamericana. Lo que siguió fue un bombardeo
llevado a cabo por cerca de 400 aeronaves, que golpearon despiadadamente a su
blanco hasta lograr escorarlo.
Explosión de los almacenes de munición del Yamato. Dominio público
A
bordo, el Vicealmirante Ito Seiichi ordenó sellar los compartimentos estancos
para evitar el hundimiento, ahogando a un centenar de hombres atrapados en las
cubiertas inferiores. En llamas e incapaz de maniobrar, navegaba en círculos
bajo el incesante fuego enemigo. Entonces, Ito tomó su última decisión. Ordenó
a los supervivientes que abandonaran el barco. Él permaneció a bordo, ligando
su destino al de su nave.
El
final del Yamato simboliza al mismo tiempo el cenit y el ocaso de las
“fortalezas flotantes”. Fue un hito en poderío naval, pero, cuando nació, la
guerra en el mar ya había cambiado para siempre.
Fuente:
https://www.lavanguardia.com