27 de agosto de 2020
EN EL AMANECER DEL CORREO AÉREO: BREVE HISTORIA DE UNA PELIGROSA AVENTURA[1]
Por Manuel Ramírez Muñoz
Introducción
La novela Correo del Sur, escrita por Antoine de
Saint-Exupéry en Cabo Juby, en 1929, se articula en torno a 23 radiogramas que,
a manera de mojones anclados de trecho en trecho a lo largo de un camino,
dirigen al viajero, en este caso al lector, desde Toulouse hasta Dakar,
acompañando a Jacques Bernis en su vuelo como piloto de la Compañía Lateoére,
que unía Francia con África para desde allí dar el salto a América del Sur,
llevando en las entrañas metálicas de su avión un correo “más precioso que la
vida” (Saint-Exupèry, 1967:30).
Si el último radiograma:
“De Dakar para Toulouse: correo llegado bien Dakar.
Stop”,
En el amanecer del correo aéreo: breve historia de
una peligrosa aventura significa el final feliz de una meta lograda, el
anterior presenta con la mayor crudeza otro final sobrecogedor: el hallazgo del
cadáver de Jacques Bernis en un determinado punto de la tierra donde no se tiene
en cuenta el transcurso del tiempo: el desierto:
“De Saint Luis del Senegal para Toulouse:
Francia-América encontrado Este Timeris Stop Partida enemiga en proximidad Stop
Piloto muerto avión destrozado correo intacto Stop Continua hacia Dakar”.
Dice Saint-Exupèry que cuando un camarada muere
así, sentimos su muerte como algo inherente al oficio y, “al principio, nos
duele menos que otra muerte” (SaintExupèry, 2000:47) y, aunque nada podrá nunca
reemplazar al compañero perdido, no hay tiempo para pensar en otra cosa que no
sea llevar “en tus débiles brazos las meditaciones de un pueblo y llevarlo a
través de mil emboscadas como un tesoro bajo el capote” (Saint-Exupèry,
1967:23).
Lo más importante no era la máquina. Ni el hombre.
Tanto la una como el otro se desdibujaban ante lo único que justificaba la
tragedia y hacía olvidar el dolor: que 30.000 cartas llegaran a su destino. Por
eso la Compañía, con machacona existencia, siempre estaba sermoneando: “correo
precioso, correo más precioso que la vida. Sí, lo bastante para que vivan
30.000 amantes” (Saint-Exupèry, 1967:30).
El propio Saint-Exupèry, refiriéndose a su camarada
Jean Mermoz, desaparecido en el Atlántico en el hidroavión Latè-300 Cruz del
Sur, cuando transportaba el correo de Europa hacia Sudamérica, decía de él que
“si cuando se sumergía en la vertiente de los Andes con la victoria en el
corazón le hubieran echado en cara que se equivocaba, que la carta de un
comerciante no merecía la pena arriesgar la vida, se hubiera reído….”
(Saint-Exupèry, 2000:179), pues para los pilotos, el correo era el dogma
sagrado de su vocación, que merecía todos los sacrificios. Aún el más supremo:
el de su propia vida.
Acortar distancias
Resulta difícil hoy, en plena era de las
comunicaciones en la que un mensaje puede dar la vuelta al mundo en tiempo
real, imaginar lo que en el pasado suponía la comunicación entre grupos humanos
alejados por pequeña que fuera la distancia entre ellos. La comunicación no es,
ni más ni menos, que una necesidad social que nació cuando los primitivos
grupos humanos rebasaron los límites que les imponía la tribu o el poblado,
obligándoles a intercambiar información sobre acontecimientos sociales, económicos
o familiares que afectaban a la comunidad.
En este sentido hay autores que sitúan la necesidad
de transmitir información como de mayor entidad que el deseo de la maternidad,
de la paternidad e, incluso, del sentido de la propiedad (Aranaz del Río,
2009:1).
La historia del correo, como fórmula de responder a
esta necesidad de comunicación y de la carta o mensaje, como puentes de
relación entre grupos o entre personas, es la historia de un largo proceso de
organización de un servicio esencial para el desarrollo humano. Es la historia
de un deseo constante de acortar el tiempo entre emisor y receptor y en el que
la aviación jugó un papel de extraordinario interés en nuestro pasado más
reciente, sobre todo cuando a partir de 1918 al finalizar la Guerra Europea,
miles de pilotos y aeroplanos quedaron inactivos, así como una potente industria aeronáutica, que permitiría el posterior
desarrollo de la aviación comercial.
En ese empeño de llevar la noticia con rapidez hay
que destacar al hoplita ateniense Filípedes -el de los pies ligeros-, que
corrió sin descanso los cuarenta kilómetros que distaba Maratón de Atenas y
después de dar la noticia de la derrota de los persas, cayó fulminado a
consecuencia del esfuerzo.
Leyenda o realidad, la hazaña de Filípedes ha
quedado como paradigma de esa necesidad humana de entregar mensajes, tan
antigua como la historia del hombre, puesto que ya la Biblia nos da noticias de
ello. Y la aparición de la cultura escrita trajo consigo la imperiosa necesidad
de organizar un servicio esencial para el desarrollo de la comunidad,
cualquiera que fuera su nivel cultural o su organización social.
Si en Grecia existían los correos a pie -los
hemeródromos-, en Persia, con las cadenas de ellos mediante relevo, se
consiguió una celeridad desconocida hasta entonces, al tiempo que en Egipto los
propios faraones crearon un sistema de correos.
Roma, con los viatores, los vehículos o los cursus
publicus, nos revelan una incipiente regulación por parte de los poderes
públicos, de un servicio imprescindible para el desarrollo de aquellos antiguos
imperios.
Esto nos recuerda que los correos, como
institución, se conocen desde muy antiguo y puede servirnos de ejemplo la Casa
de Correos de Córdoba, levantada por Abderramán II en el siglo VIII, como una
muestra de aquella brillante civilización que se desarrolló en el Al-Andalus.
Junto con el correo a pie, a caballo y, en ciertos lugares utilizando el
camello, hasta llegar a tiempos históricos cercanos a nosotros en el que la diligencia,
la bicicleta, el coche o el tren, se ha creado una red tentacular para llevar
la correspondencia, tanto oficial como privada, hasta los lugares más pequeños
del país, de la región o de la provincia y en un tiempo acorde con el medio de
locomoción.
Sin embargo, la cosa se complica cuando el receptor
está al otro lado del mar. Tomemos como ejemplo, lo más cercano a nosotros:
Canarias. En España, el Reglamento General de Postas del Reyno, fue expedido
por Felipe V en 1740. Hasta 22 años después no se estableció oficialmente el
servicio postal con Canarias, aunque las comunicaciones regulares del
Archipiélago con la Península no fueron fáciles por los continuos ataques de
los corsarios que obstaculizaban el correo, a lo que hay que añadir la
inexistencia de un servicio marítimo que atendiera con regularidad las comunicaciones
insulares.
Para el historiador del correo en Canarias, José Mª
Espasa Civit (1978:21), cuando las autoridades del Archipiélago tenían que
mandar cartas a la Península con asuntos de cierta importancia, como obras
públicas, industrias, comercio, etc., nombraban un mensajero que actuaba como
diputado, el cual solía volver, al acabo de un año cargado de cédulas y reales
provisiones.
Problemas similares a los de Canarias se vivieron
durante más de dos siglos en los territorios de ultramar, a los que, la lejanía
de los centros de poder, condicionaron el desarrollo de su vida económica y
cultural. Como ejemplo, el caso de España y sus colonias americanas unidas a
través de la Flota de Indias o el navío de avisos. No es exagerado pensar que
el proceso de enviar una carta y recibir la correspondiente contestación, se
contara por meses, o por años, sobre todo en los primeros tiempos.
Fig.1. Sello conmemorativo de la Exposición
Filatélica Nacional de 1986.
El desarrollo del ferrocarril y la aplicación del
vapor a la navegación marítima, junto a la tutela y reglamentación de las
comunicaciones por parte de los poderes públicos, fue el natural colofón de un
proceso iniciado en toda España a mediados del siglo XVIII. Es a partir de
1764, con la promulgación del Reglamento Provisional del Correo Marítimo, cuando
las comunicaciones con las colonias americanas conocieron una gran regularidad:
de uno a dos meses según la correspondencia se dirigiera a Cuba o al Cono Sur.
Todo mensaje tiene su precio: el sello postal
Es una ley insoslayable que cualquier cosa en la
vida tiene su precio y en base a ella se han organizado los más variopintos
tejidos sociales y económicos, desde la prehistoria a nuestros días, cualquiera
que haya sido el grado de desarrollo de un pueblo.
Naturalmente, la comunicación entre grupos y el
envío de correspondencia cuando el hombre entra de lleno en la historia, lleva
aparejado un coste que varía en función de muchos factores, cuyo tratamiento
constituye uno de los capítulos más interesantes en la historia del correo
postal.
Que la correspondencia postal sea estatal o
privada; que el peso, el volumen, la rapidez de entrega o la vía por donde
discurra, sea terrestre, marítima o aérea, son factores que condicionan, más
que en otros aspectos de la vida corriente, la eficacia de un servicio esencial
para el desarrollo humano.
Como ejemplo y para España, podemos tomar lo que
establece el Reglamento de Postas del Reyno de 1740, que cifraba en 5 reales
vellón por envío y legua recorrida, en correos terrestres y, si eran por mar,
en doblones de dos escudos de oro.
Normalmente, como la correspondencia la pagaba el
destinatario, dio lugar a un alto porcentaje de rechazos ya que era frecuente
la utilización de claves por parte del remitente, que el receptor captaba sin
necesidad de pago. Esta situación cambió radicalmente con la aparición del
sello, que supuso un cambio sustancial en la filosofía del franqueo del correo
postal. No sólo acabó con la picaresca, sino que la emisión del sello, en todos
los países, ha estado y está a cargo de sus gobiernos.
El primer sello postal del mundo, el famoso “penique
negro de la Reina Victoria”, apareció en Inglaterra en 1840 y en España,
también con la efigie de otra Reina, Isabel II, con un valor facial de 6
cuartos, diez años después. El desarrollo de la “era del sello” dio lugar a un
tipo de coleccionismo, universalmente extendido y de tal naturaleza que, como
pocos, no admite la mera colección. Si aceptamos que el “coleccionismo debe
tener un valor documental y criterio histórico”[2],
pocas cosas hay como el sello que nos puedan servir de modo tan eficaz para
conocer la historia política, cultural, económica y social de un país.
Se dice que los sellos son “realidades congeladas
en un trozo de papel”[3],
ya que a través de su temática: personajes, arte, naturaleza, folklore,
acontecimientos, etc., puede reconstruirse la historia total de cualquier
pueblo por pequeño que sea, pues la filatelia en general, no es ni más ni
menos, que “reflejo y representación gráfica del vivir cotidiano” (VV.AA.,
1980:5). El sello, en general, registra con toda puntualidad “los
acontecimientos que después pasarán a los libros de historia” (VV.AA., 1995:5).
Uno de los grandes avances de la humanidad ha sido
la conquista del espacio y, el desarrollo de la aviación, sobre todo a partir
del siglo XX con los aparatos más pesados que el aire, ha tenido fiel reflejo
en el sello, a través del cual podemos ver los hitos fundamentales de esa
conquista y su aplicación al transporte del correo, en su afán de salvar
distancias cada vez más grandes en el menor tiempo posible.
Fig.2. Emisión filatélica que conmemora los
cincuenta años de la aviación española (1961).
“Si a tu ventana llega una paloma…” “….trátala con
cariño…”, dice la famosa habanera de Sebastián Yradier y nosotros añadimos: porque
puede traer adosado a sus patas un mensaje, que si hoy es meramente deportivo,
ayer significó el armazón fundamental sobre el que se desarrolló un sistema de
transmisiones a distancia que en el momento actual no podemos valorarlo en su
justa dimensión.
Es muy difícil encontrar acontecimientos históricos,
desde la antigüedad hasta bien avanzado el siglo XX, en los que no haya estado
presente la paloma mensajera. Tal vez la que soltó Noé y que volvió con una
rama de olivo en el pico, como prueba que la tierra ya no estaba cubierta por
el agua, fue la primera referencia histórica sobre la paloma mensajera, que por
mucho que se haya escrito sobre ella, es mucho más lo que queda por escribir.
Ejemplos de su eficacia no faltan tanto en misiones
de paz, como en tiempos de guerra.
El triunfo de los ganadores en los juegos olímpicos
griegos se comunicaba a sus ciudades de origen mediante palomas mensajeras,
pero fueron los árabes los que organizaron un servicio colombófilo permanente
entre sus territorios, con lo que las redes de comunicación superaron con
creces a los sistemas que existían en el mundo cristiano. Si a principios del
siglo XIX fueron muy utilizadas para la transmisión de noticias referentes a catástrofes,
premios de lotería y cotizaciones de Bolsa, entre otros servicios, durante la I
Guerra Mundial y debido al escaso desarrollo de los sistemas radioeléctricos,
la paloma mensajera vino a paliar la necesidad de comunicación de los ejércitos
contendientes.
Fig.3. Paloma mensajera con su contenedor F.
http://pechora-cbs.ru/news/104/
Fig.4. Autobús londinense reconvertido en
transporte para palomas durante la I Guerra Mundial.
F:https://upload.wikimedia.org/wikipedia/commons/5/52/Bus_pigeon_loft.jpg
En España y en 1896, el grupo de Aerostación de Guadalajara
contaba con un servicio de palomas mensajeras como medio de comunicación
utilizado por los globos cuando salían de servicio en ascensión libre (Gómez
Santos, 1983:8), conviviendo y en cierto modo complementando, los servicios de
la telegrafía sin hilos en numerosas ocasiones durante el siglo XX.
Fig.5. Aviador inglés soltando una paloma. F: www.horse-for-me.livejournal.com
Con anterioridad al establecimiento de las
comunicaciones tierra-aire por radio, las palomas prestaron un servicio
inapreciable al ser soltadas desde hidroaviones, o desde aviones, para
transmitir mensajes urgentes. Gracias a las palomas se pudo rescatar a docenas
de pilotos derribados en acciones bélicas (VV.AA., 1994:34).
En lo que respecta a Canarias, cuando en 1923 la
compañía francesa Latecoère intentó establecer un servicio aéreo entre Cabo
Juby, Gando y Tenerife, cada avión debía llevar un par de palomas a las que se
les daría suelta cuando llegara a su destino, o en caso de incidente durante el
viaje. Para ello preveía la instalación de palomares en Cabo Juby, en el
Lazareto de Gando y en La Cuesta y en cada aeródromo, además del personal de
pilotos, mecánicos, telegrafistas y administrativos, debía de haber un colombófilo
encargado de las palomas (Ramírez Muñoz, 1995:72).
Durante la guerra civil española y en una de sus
episodios más tristes, el asedio al Santuario de Santa María de la Cabeza en el
corazón de la Sierra Morena, durante los ocho meses que duró, las palomas
mensajeras, lanzadas desde aviones, fueron el único medio de comunicación entre
el millar de personas sitiadas y el exterior.
Que la paloma se utilizó con frecuencia en la II
Guerra Mundial, nos da veraz testimonio el hallazgo por parte de un jubilado
británico, que cuando estaba limpiando la chimenea de su casa de Betchingly
encontró los restos de una paloma que llevaba engarzado, en una de sus patas,
un tubo metálico de color rojo con un mensaje cifrado en su interior. Las
palomas fueron de especial utilidad durante el desembarco de Normandía, debido
al bloqueo por razones de seguridad, de las comunicaciones por radio y para no
dar pistas al ejército alemán[4].
La paloma mensajera, que puede recorrer en un día
casi 1.000 kilómetros a una velocidad aproximada de 100 Km/hora y que formó
parte de un sistema de transmisiones en el ejército español hasta tiempos muy
recientes, al haber perdido el valor que tenía para la defensa nacional como
medio de comunicación[5],
está hoy plenamente dedicada a actividades de carácter exclusivamente
deportivo.
La carta viaja en silencio: el globo y el dirigible
Ocho años separan el primer transporte de la
correspondencia en un artefacto menos pesado que el aire, tanto en Europa como
en los Estados Unidos y protagonizado por un mismo aeronauta: el francés Jean
Pierre Blanchard. En 1785 atravesó el Canal de la Mancha tripulando un globo y,
el 9 de enero de 1793, llevó a cabo el primer transporte de correo aéreo en los
Estados Unidos: una carta del Presidente George Washington.
Pocas noticias hay sobre la correspondencia volada
por medio de aeróstatos durante la mayor parte del siglo XIX. Tuvo que ser la
guerra franco-prusiana de 1870-1871 la causa de una utilización intensiva de la
paloma mensajera como medio de transmisión de noticias escritas y el desarrollo
del globo como vehículo de transporte de la correspondencia. El 8 de septiembre
de 1870 las tropas de Bismarck asediaron París que quedó completamente aislado
del exterior y solamente los globos tripulados e inflados con gas, conocidos
como ballons montés, pudieron romper el cerco.
El 23 de septiembre de dicho año el globo Le
Neptune, tripulado por Jules Duruf salió hacia Cracouville, a 104 kilómetros de
París, llevando 125 kg. de correspondencia, pudiendo considerarse esta fecha
como la del nacimiento del correo aéreo. A partir de ella sesenta y seis globos
fueron construidos en París, desde donde salían siguiendo la dirección del
viento y transportando algún que otro pasajero y cartas comerciales, familiares
y oficiales, así como ejemplares de la prensa que se editaba en la capital.
Ahora bien, no todo salió a pedir de boca pues
varios globos no llegaron a la Francia libre. “Tres acabaron en manos de los
prusianos. Dos cayeron trágicamente al mar. Dos tomaron tierra en Alemania y
otros, más afortunados, en Bélgica y en Holanda. Uno llegó hasta Noruega,
después de un viaje de 15 horas, a 1.300 km de París” (Aranaz del Río,
1998:286).
La guerra franco-prusiana marcó un punto de
inflexión para el desarrollo de la aerostación en varios países, entre ellos
España. En 1874 se creó una unidad de Aerostación Militar, cuyos primeros
ensayos se realizaron en la Casa de Campo de Madrid, hasta que por Ley de 17 de
diciembre de 1896 se organizó el Servicio de Aerostación Militar con sede en
Guadalajara, cuyo primer Jefe sería el comandante Pedro Vives y Vich. El 11 de
diciembre de 1900 tuvo lugar la primera ascensión libre
sobre globo tripulado por el comandante Vives y el
capitán Jiménez Millas.
Fig.6. Un zeppelin sobre Vegueta (1932). Al fondo
se puede observar claramente la catedral de Las Palmas.
F:http://www.fotosantiguascanarias.org
Los tripulantes, según una disposición oficial,
debían llevar, junto a varios instrumentos y mapas, tarjetas postales y sellos
de correos. Cuando un globo tomaba tierra, la tripulación acudía al Ayuntamiento
a fin de sellar las tarjetas que eran enviadas por correo a sus destinatarios.
Según Fernando Aranaz (1998:285), mediante este sistema el comandante Vives dio
origen a los primeros documentos postales del correo aéreo español.
Generalmente las postales se franqueaban con un sello de 10 céntimos de pesetas,
color rojo, con la efigie de Alfonso XIII.
Después de varios intentos de resolver el problema
de la falta de control del globo, que lo dejaba a merced del viento reinante,
entre los que sobresalen el del ingeniero francés Henry Giffard y el del
brasileño Alberto Santos Dumont, fue el alemán Ferdinand von Zeppeling quien “revolucionaría
la historia de este más ligero que el aire” (Aranaz del Río, 1998:290). Durante
el primer tercio del siglo XX el Zeppeling organizó un servicio de lanzamiento
de correspondencia postal sobre diferentes ciudades, con objeto de asegurar la
entrega a los destinatarios en el menor tiempo posible. En Las Palmas de Gran
Canaria, por ejemplo, la familiar imagen del Zeppeling sobrevolando la Catedral
o Ciudad Jardín, tras su viaje de ida o regreso a América del Sur, tenía como
objeto situarse en la vertical de Gando, donde mediante una fuerte cuerda
depositaba y recogía correspondencia, ya con destino a Canarias, ya hacia Europa
o América del Sur que los aviones de la Lufthansa se encargaban de transportar.
Los primeros aerogramas del Zeppeling surgieron en
1907, cuando algunos de sus pasajeros transportaban tarjetas y fotografías del
dirigible que una vez firmadas por la tripulación las enviaban desde tierra a
sus parientes y amigos. En 1908 se produjeron los primeros lanzamientos de
correspondencia y dos años después se creó una marca especial a bordo, para
aplicar sobre la correspondencia. Incluso en 1912 se creó la primera oficina
postal a bordo provista de un matasellos especial.
Fig.7. A la izquierda el famoso Hindenburg en
Egipto. A la derecha su fatídico desenlace el 6 de mayo de 1937 en New Jersey. F: https://commons.wikimedia.org/
Al Graff Zeppeling (LZ 127), después de 590 vuelos
comerciales entre Europa y América, le sucedió el gigantesco Hindenburg, de 241
metros de largo y 41 de diámetro, que volaba a 135 km/h, el cual estuvo en
servicio poco más de un año pues el 6 de mayo de 1937, durante la maniobra de
amarre en Nueva Jersey, se incendió muriendo 13 pasajeros y 22 miembros de su
tripulación. Este accidente fue el trágico punto final a un tipo de transporte
aéreo que había convivido durante casi cuatro décadas con los artefactos más
pesados que el aire hasta que, paulatinamente, los dirigibles quedaron
arrinconados del todo, a medida que se fue desarrollando el aeroplano.
Un salto adelante: la carta y el aeroplano
Aunque fue el final de la I Guerra Mundial lo que
marcó el inicio del establecimiento del correo aéreo tanto en los Estados
Unidos como en Francia, países considerados como pioneros en el transporte de
la correspondencia postal mediante un aparato más pesado que el aire, el
aeroplano,
no podemos olvidar los intentos llevados a cabo por
diferentes países, apenas iniciada la segunda década del siglo XX y en unas aeronaves
que poco se diferenciaban del biplano con el que los hermanos Wrigth en Dayton,
en diciembre de 1903.
Gran Bretaña fue en este sentido el primer país que
el 18 de febrero de 1911 autorizó el traslado del correo aéreo en Allahabad, en
la India, con motivo de la Feria Industrial y Agrícola de las Provincias
Unidas. En esta ocasión el francés Henri Pequet trasladó 65.000 unidades, entre
cartas y tarjetas, en un biplano Sammer y en un recorrido de cinco millas.
Siete meses después, el 9 de septiembre, tuvo lugar el primer correo aéreo
oficialmente organizado por las islas británicas, con motivo de la coronación
del Rey Jorge V. En esta ocasión el piloto Gustav Hamel transportó entre Londres
y Windsor una saca conteniendo 10 kilos de cartas conmemorativas.
Fig. 9. Primera saca del correo oficial de los EEUU.
F: VV.AA., 1995:20.
Este mismo mes de septiembre de 1911 fue testigo de
un pugilato internacional por organizar un sistema de transporte del correo por
avión, pues el día 13 los franceses enviaron un avión postal entre Casablanca y
Fez, que sería el precursor de la gran red internacional que Francia creó
posteriormente. Seis días después el italiano Achille Dal Mistro voló con
correo entre Bolonia y Venecia, aunque su gloria quedó algo ensombrecida pues
tuvo que realizar un aterrizaje forzoso en el Lido, sin daños para el correo ni
para el piloto (VV.AA., 1995:19).
El 23 de septiembre de 1911, los Estados Unidos se
incorporaron a la carrera del inicio del correo postal por medio del Blèriot,
conocido como el Dragonfly (libélula), pilotado por Earle Orvington, con motivo
del festival aéreo en Garden City. Entre este punto y Mineola el piloto tuvo
que llevar las sacas de correos entre las piernas, ya que el estrecho monoplano
no tenía suficiente espacio para la carga. Naturalmente, a estos tímidos
intentos hay que sumarle los que tenían lugar en otros países, que el estallido
de la Ia Guerra Mundial ralentizaría en la práctica, no así la importancia del
creciente valor militar del avión para utilizarlo en diferentes misiones entre
ellas, el transporte del
correo aéreo.
Mientras tanto y en los Estados Unidos, alejado en
principio del conflicto, el servicio del correo aéreo “era poco más que una
caseta de feria” (VV.AA., 1995:21), ya que los vuelos se convirtieron en
atracciones habituales en los numerosos festivales celebrados en todo el país.
Así, en el aeródromo donde se celebraba el festival los funcionarios de correos
sellaban cartas y tarjetas que luego un piloto llevaba hasta la administración
de correos más cercana, “mientras tanto el festival continuaba con
acontecimientos populares como el tiro al pichón desde los aviones” (VV.AA.,
1995:21) o lanzamiento de paracaídas.
La historia del correo aéreo está plagada de
anécdotas y de acontecimientos que, como cuentas de un rosario lúdico, se
ensartan paralelamente al de las continuas tragedias que sufrieron aquellos
pioneros del aire, que no dudaban en enfrentarse a la noche, a los grandes
obstáculos geográficos y a las adversas condiciones climáticas, volando en unos
aeroplanos caracterizados por su extrema fragilidad. Poco a poco, mientras el
correo aéreo se fue afianzando el público, que abarrotaba las terminales contemplando
las entradas y las salidas de los vuelos nocturnos, se fue apasionando por este medio hasta el punto de darse casos de un
desmedido afán por participar en él de alguna manera.
Se cuenta que un vendedor de coches de San
Francisco se pegó 718 dólares en sellos de correos e intentó que lo llevaran
hasta Nueva Cork, como paquete postal. Naturalmente, la Administración de
Correos se negó a transportar dicho paquete, como así denegó la petición de una
señora que pretendía traer a sus hijos desde Colorado, comunicándole que los
aviones de correos no transportaban “mercancías perecederas” (VV.AA., 1995:94).
Cuando Lindberg llegó a Londres en el Espíritu de
San Luis, después del vuelo Nueva York-París, la multitud se apretujó alrededor
del avión y muchos entusiastas intentaron llevarse trozos del ala como recuerdo
(Lindberg, 1995). Suponemos que no lo consiguieron.
El hombre y la máquina: un oficio de alto riesgo
Una de las causas del desarrollo del correo aéreo
fue, tal vez, la disponibilidad de un considerable número de aviones militares,
aptos para usarlos en servicios civiles y miles de pilotos entrenados en la
dura escuela que fue la I Guerra Mundial. De ahí el aura entre aventurera y temeraria
que caracterizaría a aquellos pioneros que “sobrevolaban montañas y desiertos
para llevar correo” (Lindberg, 1995:56) y, aunque podamos considerarlos una
excepción, muchos de ellos desdeñaban los paracaídas, que estaban disponibles
desde 1922, por considerarlos “cosas de nenas” (Lindberg, 1995:85).
Cuando en 1918 se creó en los Estados Unidos el
Servicio de Correo Aéreo con un grupo de aviadores jóvenes y unos pocos
instructores del ejército, se le consideró como un “club de suicidas”, pues se
sentían orgullosos de transportar el correo por malas que fueran las
condiciones meteorológicas y a pesar de que la estadística de accidentes no podía
ser más dramática: 26 pilotos de dicho servicio perdieron la vida entre octubre
de 1919 y julio de 1921: una media de más de uno por mes (Lindberg, 1995:54).
Ser miembro del “Club de los suicidas”, como así
denominaban a los primeros pilotos del correo postal aéreo en los Estados
Unidos-requería una dosis de valor rayana en la temeridad y una resistencia
física fuera de lo común. Para ellos, a pesar de vivir constantemente en el
filo de la tragedia al volar aquellos rudimentarios aviones, la de piloto era
una profesión como no había otra.
Uno de aquellos pilotos, Dean Smith, decía que “sólo
en una cabina abierta, no puedes ver nada y puedes verlo todo” (Lindberg, 1995:6)
y sobre la forma de enfrentarse a las condiciones en las que se volaba, en una cabina
abierta y sintiendo el impacto de la dura meteorología, nos puede ilustrar el atuendo
de William Hopson, conocido como Bill el Salvaje, que moriría en 1928 cuando a
consecuencia del mal tiempo su avión se estrelló en la ruta a Cleveland.
Sin niebla y en terreno llano, el mejor modo de
orientarse era seguir “la brújula de hierro”, es decir, las vías del tren, debido
a que las desviaciones de las primitivas brújulas eran tan grandes que podían
llegar hasta los 90º (Lindberg, 1995:6). Pero cuando las vías del ferrocarril
se desdibujaban a consecuencia de la nieve, la lluvia o la niebla, lo mejor era
meterse de cabeza en las nubes sin dejar de subir todo lo que se pudiera “contar
hasta treinta y volver a bajar. De ese modo habrás sobrevolado los cables de
alta tensión” (Lindberg, 1995:6), comentaban los pilotos a través de su propia experiencia.
En más de una ocasión, como le ocurrió a Frederick Robinson, volando entre la
niebla en el tramo Nueva York-Cleveland, o a Harry Sherlock al chocar contra la
chimenea de la fábrica de joyería Tiffany en el estado de Nueva Jersey, las perspectivas
fallaron. Ambos murieron instantáneamente, el primero en un De Havilland-DH.4 y
el segundo en un Curtiss Jenny (Lindberg, 1995:54-55). Dramático tributo que
pagaría también el norteamericano Charlie Ames, que en 1925 se estrelló a consecuencia
de la niebla en una cresta de los Allegheny, cuando volaba de noche transportando
correo entre Hadley y Clevelland (VV.AA., 1995:97).
La niebla y la noche eran pues dos dramáticos
aliados que, frecuentemente, coincidían en macabro conciliábulo para golpear
brutalmente un incipiente servicio que no pretendía otra cosa que ganarle la
partida al ferrocarril, pero que no doblegaba la voluntad de aquellos hombres
enfrentados a los elementos sin más medios de seguridad que su fe y su coraje,
pues “ser piloto de vuelos nocturnos -decía Lindberg 1995:148)-, parecía la
cúspide de la ambición de un aviador”.
Y a la frecuentemente adversa climatología había
que unir la inexistencia de instrumentos de navegación fiables. Un ejemplo nos
puede ilustrar acerca de aquella precariedad instrumental, incomprensible para
la mentalidad actual. Cuando se navegaba entre nubes o entre niebla, para
mantener nivelados los aviones, sin ver la tierra como punto de referencia, se
ponía plana una botella de whisky medio vacía y según la superficie del
líquido, así se nivelaba el avión. O el caso de James D. Hill, que cuando el
reloj le fallaba, para calcular el tiempo que tardaba entre Sunbury y Bellefonte,
en la ruta a Nueva York, se fumaba un puro. Inmediatamente encendía otro y
cuando llegaba a la mitad perforaba la capa de nubes para aterrizar a
continuación (VV.AA., 1994:93). Desde luego, es arriesgado deducir que el
whisky o el tabaco fueran compañeros de aquellos pioneros del correo aéreo
norteamericano, aunque en su anecdotario se puedan rastrear pruebas que en
cierto modo lo confirmen. Un ejemplo nos lo proporciona Randolph G. Page,
personaje pintoresco que, en una ocasión, volando entre Omaha y Chicago se
bebió dos litros whisky. Randolph G. Page realizó el primer vuelo nocturno
entre Nueva York y Chicago el 8 de septiembre de 1920.
Fig. 10. A la izquierda el Teniente Randolph G.
Page. A la derecha William Hopson, conocido como “Bill, el salvaje”. F: VV.AA.,
1995:10-11.
A la niebla y a la noche hay que unir la fragilidad
de unos aparatos que, al terminar la I Guerra Mundial, después de haber
realizado misiones de observación y de bombardeo, se desarmaron y se
transformaron para el servicio de la aviación civil. Los más utilizados en los
primeros pasos del correo aéreo y en los dos primeros grandes servicios
establecidos, el norteamericano y el francés, fueron el De Havilland-DH.4 en el
primero y el Breguet-XIV en el segundo, avión este último con el que las Líneas
Aéreas Latècoere –más tarde Aeropostal-, cubrió el servicio entre Toulouse y
Dakar y América del Sur. El avión más utilizado por el servicio de correos
norteamericano fue el citado De Havilland que sólo podía transportar 185 kilos
de carga.
A fin de aumentar ésta se importaron ocho
monoplanos de fabricación alemana, Junker-J.L.6, que podían llevar hasta 800 kilos
de carga, con lo que se pensaba reducir los gastos en un 50%. La puesta en
servicio de estos aviones no pudo ser más trágica. El 31 de agosto de 1920 y en
un vuelo entre Chicago y Nueva York, Wesley Smith y un tripulante salvaron
milagrosamente la vida, aunque con quemaduras, al tomar tierra con el motor
parado, envuelto en llamas (VV.AA., 1994:60).
Fig. 11. Junkers-Larsen JL-6 en la Base Naval de
Anacostia (EEUU) en 1920. Fuente: https://commons.wikimedia.org
No tuvieron tanta suerte Max Miller y el mecánico
Gustav Rierson al día siguiente, pues en ruta hacia Chicago, su avión explotó
al chocar contra el suelo, muriendo ambos instantáneamente. Tres días después,
Walter Stevens, junto al mecánico Russell Thomas murieron abrasados al efectuar
una toma de emergencia en una granja. En febrero de 1921 y en este mismo tipo
de avión, los pilotos Willian M. Carroll y Hiram H. Rove, junto al mecánico
Robert B. Hill murieron al precipitarse a tierra su aparato, envuelto en llamas
(VV.AA., 1994:60).
La larga y dramática lista de accidentes, bien por
las condiciones climatológicas, bien por la fragilidad del material, no fue
óbice para que una pléyade a arriesgados aviadores siguiera adelante con una
misión, para ellos sagrada, y luchar contra los grandes obstáculos geográficos
que en la década de los veinte supuso un titánico esfuerzo tras el que, de
alguna manera, el desierto, el océano y la montaña pudieron ser superada por
aquellos hombres.
En este sentido, estamos de acuerdo con Carlos
Pérez San Emeterio cuando nos recuerda un pensamiento de la época que afirmaba “que
ser piloto era un oficio de locos que sólo podía ser ejercido por gente muy
cuerda” (Pérez San Emeterio, 1987:118).
Vencer al desierto, al mar y a la montaña
Antoine de Saint-Exupèry, testigo y protagonista de
los primeros pasos del correo aéreo, nos ha dejado en herencia tres novelas que
son, a la vez, tres documentales insoslayables para introducirnos en ese mundo
fascinante y trágico a la vez, del amanecer de una nueva forma de llevar la noticia,
el hálito familiar o el estado de una transacción mercantil desafiando al
tiempo y a la distancia. Incluso en ellas se puede rastrear el germen de la
aviación comercial, que se configura en la actualidad como uno de los
principales factores en el sistema de las relaciones humanas.
Tierra de los hombres, Correo del Sur y Vuelo
nocturno, nos introducen de lleno en esa dramática lucha por vencer las
limitaciones impuestas por la geografía, en las que tantas veces el hombre
llevó la peor parte. Un hombre que -leemos en Vuelo nocturno-, “trabajaba en
alguna parte para que la vida fuese continua y, así, de escala en escala, para
que jamás, desde Toulouse a Buenos Aires se rompiera la cadena” (SaintExupèry,
1967a:51). Y no sólo no se rompió, sino que se mantuvo cada vez más firme, a costa
de una contribución de vidas humanas excesivamente alta, a medida que esa gigantesca y misteriosa trilogía: desierto, océano
y montaña la fue venciendo el perfeccionamiento de la máquina y la orgullosa
tenacidad del hombre, rayana en la temeridad, que no dudó en enfrentarse a esa
muralla geográfica, para llevar una carta a los destinos más alejados en el
menor tiempo posible.
La primera muralla a derribar fue el desierto.
300.000 kilómetros cuadrados de arena inhóspita, recorrido por tribus insumisas
y sin más puntos de apoyo que los enclaves de Cabo Juby y Villa Cisneros,
débiles, pero eficaces lugares de escala para la aeropostal francesa que unía
la metrópoli con sus posesiones centroafricanas. Cubrir los 680 kilómetros de
distancia entre estos dos enclaves con el frágil material disponible en los
años 20 y 30 y convertir el Sahara en una herramienta de relación, supuso una formidable
aventura que, si constantemente rozaba la tragedia, en numerosas ocasiones se
vio atrapada por ella.
En una región de total pobreza y con unas durísimas
condiciones climatológicas, los europeos se enfrentaban a gentes de una
frugalidad extrema, adaptadas perfectamente a aquella inmensa llanura
desértica, dedicadas al pastoreo y para quienes la guerra y el pillaje
constituían un modo de vida y un ancestral sistema de relaciones, brutal y
sanguinario. En estas tribus destacaban individuos capaces de la mayor crueldad,
no sólo en sus relaciones entre ellos sino, sobre todo, con los extranjeros, ya
fueran franceses, ya españoles, que se convirtieron en moneda de cambio con el
fin de obtener pingües beneficios. El hacer prisioneros para exigir rescate
contaba en el Sahara con una larga tradición. Cuando un avión tenía la
desgracia de tener que tomar tierra por avería, el rescate de sus tripulantes
se convirtió en un buen negocio para los cabileños que, a pesar de todo, no
reparaban en infligir a sus víctimas un trato inhumano, después de destruir el
avión y, a veces, lo que era más importante, el correo.
Fig. 12. Cabo Juby. Aviadores franceses y personal
del Fuerte español. Imagen cedida por el IHCA.
En una carta a su madre, Saint-Exupèry le dice que
en busca de dos correos perdidos voló en cinco días 8.000 kilómetros por encima
del Sahara. “Fui perseguido a tiros como un conejo, por más de 300 tipos. He
pasado momentos de miedo, he aterrizado cuatro veces en zona disidente y hasta
he tenido que pasar una noche en ella por avería. En estos momentos uno se
juega la vida con generosidad” (Saint-Exupèry, 1967:1407). En la misma carta
dice que la tripulación del primer correo fue hecha prisionera y los moros
exigían un fuerte rescate para su liberación. En cuando a la tripulación del
otro correo, “sin duda se mataron en alguna parte del sur, porque no hemos
tenido noticias” (Saint-Exupèry, 1967:1408).
La lista de las tripulaciones capturadas tanto
francesas como españolas, es larga y la de sus sufrimientos físicos y mentales,
también. En la mayoría de los casos se solucionaba mediante el pago de un
rescate, aunque en alguna ocasión el final fue la trágica muerte, inútil y sin
sentido de varios tripulantes inermes ante la brutal ferocidad de algunos de
sus captores.
El segundo gran obstáculo a vencer fue el
Atlántico. Un océano que -dice Luis Benítez Inglott- a pesar de rodearnos, “no
pasaba de ser un camino real que, sin prestarnos mucha atención, seguían los
barcos hacia abajo, hacia América, llevándose los emigrantes, o hacia arriba,
hacia el norte, llevándose la fruta” (Ramírez Muñoz y Galván Sánchez,
2008:214). Este camino real, que fue abierto por los españoles del Plus Ultra,
paradójicamente fue aprovechado, primero por los franceses de la Latecoère y después
por los alemanes de la Lufthansa.
Fig. 13. Hidroavión Latécoère 300 de la ruta
Senegal-América del Sur. Fuente: http://sandiegoairandspace.org/collection/image-collection
Si en principio la unión postal entre Europa y
América por parte de los franceses, fue una línea de correo mixta aero-marítima
en la que la ruta oceánica se cubrió mediante navíos, la construcción por parte
de la compañía francesa de los aviones Latè, permitió cruzar el Atlántico sur
sin escalas.
Entre el 12 y el 13 de mayo de 1930, Jean Mermoz
cubrió la distancia de 1.900 millas entre Senegal y Natal, con un Latè-28, en 19
horas y 30 minutos.
Por su parte la Lufthansa, también en 1930,
inauguró una línea postal entre Alemania y la Argentina, mediante un sistema
mismo de barco y avión, utilizando Gran Canaria como principal centro de
operaciones. La correspondencia llegaba en hidroaviones Dornier Wall, que era
recogida en Las Palmas y transportada en barco hasta la isla de Fernando
Noronha. Desde aquí y mediante hidroaviones, se trasladaba hasta Rio de Janeiro
y Buenos Aires.
A partir de 1932 se inauguró la línea
Sttugart-Buenos Aires, con trimotores Junker que hacían escala en Gando con
pasajeros y correo. Desde aquí continuaba a Villa Cisneros, Port Etienne, Saint
Louis y Dakar, cruzando el Atlántico en hidroaviones Dornier Wall, que eran
repostados en alta mar por buques-nodriza (Belzus de los Ríos, 1988), para
dirigirse posteriormente rumbo a Natal. En la etapa oceánica sólo se
transportaba correo y desde Natal hasta Buenos Aires se utilizaba el Junker con
escalas en Bahía, Río de Janeiro, Santos, Porto Alegre, Río Grande y
Montevideo.
El tercer obstáculo, el más dramático por la
contribución de vidas humanas que costó vencerlo, fue la montaña. Los Andes en
el Sur y Las Rocosas y Los Allegheny en el norte del continente americano,
fueron los principales escenarios donde se desarrolló repetidamente una
dolorosa tragedia, a consecuencia del intento de dominar la noche que, para los
pilotos, “era una cuestión de vida o muerte, puesto que perdemos por la noche,
el avance ganado durante el día, sobre los ferrocarriles y los navíos”, decía Saint-Exupèry
(1993:70) de los vuelos nocturnos de la Aeropostale, pues de ellos dependía el éxito o el fracaso de una misión
sagrada.
“El culto al correo lo dominaba todo”
(Saint-Exupèry, 1993:70) y a los pilotos de la época ni se les ocurría poner en
los platillos de una balanza el éxito de una misión y el riesgo por superarla.
Poseídos de este espíritu, “los tres aviones postales de Patagonia, de Chile y
de Paraguay regresaban del Sur, del Oeste y del Norte hacia Buenos Aires. Allí
se esperaba su cargamento para dar salida, a medianoche, al avión de Europa
(Saint-Exupèry, 1993:21).
Y para que estos dominaran la montaña, otros
aviones habían tenido que sojuzgar la inmensidad del mar y del desierto, para
todos juntos, como en una extraña sinfonía, cumplir el rito sagrado de llevar
con éxito el correo a su destino, después de haberse lanzado sus tripulaciones,
“a doscientos kilómetros por hora, hacia las tormentas, las brumas y los
obstáculos materiales que la noche contiene sin mostrarlos” (SaintExupèry,
1993:70). A veces, estas grandes barreras –sobre todo la montaña- se aliaron con
un trágico elemento, la niebla, que en numerosas ocasiones se cobró sangriento tributo,
pues volar de noche, con sólo la ayuda de unos rudimentarios instrumentos como
mínimo equipo de orientación, requirió un valor y una resistencia fuera de lo común
de la que estuvieron sobrados aquellos pioneros del correo aéreo postal.
Fig. 14. DH4 sobre Las Rocosas. F: VV.AA., 1995:79.
Fig. 15. Un De HavillandDH-4 aprisionado por la
nieve en Rock Springs (EEUU). F: VV.AA., 1995:80.
El cine conserva, como verdaderas reliquias, las
grandezas y las miserias de estos caballeros de la noche, pioneros de una
misión en la que creían por encima de todo, tanto por encima de sus éxitos,
como de sus fracasos. Buena prueba de ello la tenemos en la película de
principios de los años 30, Sólo los ángeles tienen alas, dirigida por Howard
Hanks y protagonizada por Cary Grant. Jean Arthur y Rita Hayworth.
El correo aéreo español en los “felices veinte”
Aunque nos hemos referido principalmente a los
Estados Unidos y a Francia como paradigmas de la organización de un incipiente
sistema de correo postal, se puede asegurar que no hubo país desarrollado en el
que por aquellas fechas no ensayara su propio sistema, tanto en Europa como en
América. Incluso algunos países asiáticos, como Japón, se fueron incorporando
paulatinamente al proyecto.
Tampoco España permaneció ajena a este movimiento,
aunque estuvo fuertemente condicionada por la cruel y larga guerra que tanta
sangre y tanto dolor costó en los áridos campos del norte marroquí.
Naturalmente la aviación española -la primera en el mundo en ser utilizada en
acciones bélicas en fechas muy anteriores a la I Guerra Mundial, se incorporó
con notable éxito al correo aeropostal previsto mediante Real Decreto de 5 de
junio de 1920, a raíz del cual nació la C.E.T.A. (Compañía Española de Tráfico
Aéreo), la cual debía contar con diez aviones capaces de volar a 200 km/h y llevar
una carga postal de 300 kg. para la línea Sevilla-Larache. La línea se inauguró
el 15 de octubre de 1921 con un avión De Havilland DH-4, pilotado por el inglés
Jack Hatchett, llevando, además de su carga postal, tres pasajeros y una carta
autógrafa del Rey Alfonso XIII, saludando a las tropas que luchaban en África
(Pérez San Emeterio, 1987).
El DH-9, al ser un bombardero militar transformado
para usos civiles, el puesto del observador se acondicionó para llevar un
pasajero y las sacas de correo.
Precisamente a este pasajero se le denominaba “el
matasellos”, sin duda “en la previsión de un aterrizaje nada ortodoxo” y donde
normalmente iba la ametralladora, detrás del piloto, se instalaron dos asientos
frente a frente y a este compartimiento, al cerrarse con una tapa, le llamaron “el
ataúd” (Pérez San Emeterio, 1987:121).
La vida de la C.E.T.A. está salpicada de anécdotas
–afortunadamente escasean las trágicas- que nos presentan un vívido cuadro de
los primeros y azarosos tiempos de la aviación comercial. Por ejemplo, en la
Dehesa de Tablada, en Sevilla, donde operaban los aviones de la C.E.T.A., cada
vez que un De Havilland despegaba o aterrizaba, debido a que era un sitio donde
tradicionalmente pastaban toros bravos, los vaqueros procedían a despejar el
terreno donde tenían que operar los aviones (Pecker y Pérez Grange 1983:75).
En realidad, la C.E.T.A., escasamente dotada por el
Ministerio de Fomento, a pesar de lo previsto en el Real Decreto de su
creación, sólo dispuso de tres aviones de los diez previstos, el Sevilla, el
Algeciras y el Larache. Hay que tener en cuenta que en aquellos primeros años a
la aviación no se le veía un claro futuro y, al menos, en el caso de España, el
avión sólo tenía utilidad para su empleo en la guerra, como la que se desarrollaba
en Marruecos, o para los festivales aéreos que se consideraban imprescindibles
en las carteleras de las fiestas patronales de la gran mayoría de las capitales
españolas.
Durante el primer año de C.E.T.A. los pilotos
fueron británicos al no disponer de españoles, los cuales estaban empeñados en
la guerra de África. En el primer año la plantilla estaba formada por Hetchett,
el argentino José Estegui y el español José Canudas, piloto este último que
abandonó la compañía un año después, ya que, en su condición de acróbata aéreo,
lo único que le apetecía era “jugarse la vida como tal”.
La C.E.T.A. tuvo una regularidad extraordinaria con
más de 300 vuelos al año y su trayectoria sólo se vio ensombrecida por dos
accidentes, uno quizá debido al mal tiempo que le costó la vida a Juan José
Estegui, que se estrelló en unas montañas al sur de Tánger, donde se
encontraron los restos del biplano junto a su cadáver y al del ayudante del
General Sanjurjo que iba de pasajero (Pérez San Emeterio 1987: 119). Otro accidente,
esta vez sin consecuencias personales fue el sufrido por el piloto Vela que se quedó
sin combustible en el mar debido al fuerte viento de poniente (Pecker y Pérez Grange
1983:74).
Con sus biplanos De Havilland y luego con un lento
Dornier Komet de construcción metálica, más cinco R-111 fabricados en los Talleres
Loring, C.E.T.A. sobrevivió hasta que fue absorbida, junto con otras compañías
por la C.L.A.S.S.A. (Concesionaria de Líneas Aéreas Subvencionadas, S.A.)
C.E.T.A. “vivió la primera y más romántica aventura
del correo aéreo en España” (Pérez San Emeterio 1987: 121), ya que llevó el
hálito familiar a unos soldados implicados en una guerra absurda, en la que no
tenían nada que ganar y sí mucho que perder. La carta, bien llegada por avión,
bien por los medios tradicionales, les unía al mundo que habían dejado atrás y
le mantenía encendido el fuego de la esperanza.
Epílogo: el avión ¿una solución para Canarias?
Fig. 17. Blériot IX de 1909. F:
https://commons.wikimedia.org
Una breve reflexión para terminar. Hace algo más de
un siglo, el 30 de abril de 1913, Leoncio Garnier realizó el primer vuelo en
Canarias, despegando de Guanarteme. Desde ese mismo día, cuando aún no podía
preverse el futuro del avión, el Cabildo de Gran Canaria intuyó que la
navegación aérea era la navegación del porvenir y que Gran Canaria estaba en condiciones
inmejorables para servir de estación en las grandes rutas aéreas. El establecimiento
de un servicio aéreo con la Península que acortara distancias, podría dar solución
a los dos grandes problemas isleños: la fragmentación del territorio y la
lejanía del continente.
Fig. 18. Trimotor Ford de CLASSA. Primer avión de
línea regular en Gando, 27 de mayo de 1930. Fuente: A. Benítez, S/C de Tenerife.
La gestión incansable del Cabildo culminó el 27 de
mayo de 1930 cuando el trimotor de C.L.A.S.S.A. tomó tierra en Gando venciendo
la barrera que representaba el mar y que llenó la década de los veinte de
grandes proyectos que no llegaron a realizarse, ya que “cruzar el charco” con
el frágil material de la época era adentrarse en lo desconocido. Una vez
superada esta fragilidad, el establecimiento de los primeros vuelos regulares
constituyó para el Cabildo un digno remate a unos años de laboriosas gestiones,
realizadas con una visión anticipada de lo que en el futuro representaría la aviación
comercial y del significado de las comunicaciones aéreas en el progreso económico
y social del Archipiélago.
Fig. 19. Douglas DC-2 de LAPE. F: Imagen cedida por
el IHCA.
Los 6.500 kilos de correspondencia y 2.000
pasajeros que la LAPE transportó en el bienio anterior al comienzo de la Guerra
Civil contribuyeron a mitigar, en cierta medida, los efectos de la insularidad.
Cifras ridículas si las comparamos con las que mueven en la actualidad los
aeropuertos canarios, pero que constituyeron en aquellas fechas los cimientos
sobre los que se asentaría el hermoso edificio de nuestro actual sistema
aeronáutico y el principal motor de la economía canaria (Ramírez Muñoz, 1996).
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Madrid.
Fuente: https://www.dialnetdialnet.unirioja.es
[1] Texto de la conferencia pronunciada en el Centro
Asociado de la UNED de Las Palmas de Gran Canaria, el 11 de noviembre de 2013,
en el marco de la tercera edición del Curso de Extensión Universitaria “Una
mirada antropológica al mundo de la viñeta”.
[2] “La pasión de
42.000 fotos”, en El País, 26-5-2013, p. 52.
[3] Numismaticspuntoes.blogspot.com, fecha de consulta 8 de
agosto de 2013.
[4] “La mensajera más secreta”, en El País, 23-11-2012.
Recuperado de:
http://internacional.elpais.com/internacional/2012/11/23/actualidad/1353681614_256568.html
[5] “El Ejército “licencia” a las palomas mensajeras» en
El Mundo, 19-2-2010. Recuperado de:
www.elmundo.es/elmundo/2010/02/19/espana/1266600395.html.