11 de agosto de 2020
LOS GRANDES PIONEROS DE LA AVIACIÓN EN LA EDAD MEDIA
Por
Carlos Prego
Cuando
Abbás Ibn Firnás, Eilmer de Malmesbury y Leonardo Da Vinci intentaron imitar el
arte de volar de los pájaros para conquistar los cielos en plena Edad Media.
Desde
antes incluso de que abandonara las cavernas, uno de los espectáculos que ha
maravillado a la humanidad es el vuelo de los pájaros. Fascinó con toda
seguridad a Ötzi, hace más de 5.000 años. Y deja aún con la boca abierta en
pleno siglo XXI a los millennials. No importa si es durante un breve descanso
en una migración prehistórica, entre riscos helados, o en la terraza de un
centro comercial, con el iPhone en una mano y los auriculares en las orejas, a
lo largo de los siglos las personas han disfrutado imaginándose cómo sería
ponerse en la piel de un pájaro y aletear sobre las copas de los árboles.
A
algunos sin embargo no les ha llegado con soñar. La fascinación con la que
Leonardo da Vinci seguía el vuelo de las aves e insectos es legendaria. En
Milán, el sabio toscano solía asomarse al estanque del castillo de Ludovico
Sforza para estudiar el revoloteo de las libélulas. Sus detalladas notas sobre
la fisionomía de los pájaros han quedado plasmadas en varios cuadernos
manuscritos y el Codice sul volo degli ucceli, que se conserva en la Biblioteca
Real de Turín.
Aunque
los diseños de Da Vinci son fascinantes, no son las primeras máquinas voladoras
de la historia.
Como
apunta Domenico Laurenza en Leonardo on flight, el vinciano estudió tanto el
batir de las alas como los mecanismos que permiten a las aves equilibrase y
maniobrar "sin el favor del viento". Gracias en gran parte a esas
observaciones, Da Vinci ideó fabulosas máquinas voladoras. En los archivos de
París se conservan bocetos de artilugios pensados para que los pilotos pudiesen
impulsarse acostados o en perpendicular, con la ayuda de sus brazos o la fuerza
de las piernas. Algunos de los diseños de Leonardo son similares a los
parapentes, otros parecen gigantescos murciélagos e incluso hay un bosquejo de
"tornillo aéreo" que recuerda a los helicópteros modernos.
Por
más que los diseños trazados por Da Vinci entre los siglos XV y XVI sean
fascinantes, ni son los primeros de máquinas voladoras ni lo sitúan a él como
el precursor de la aeronáutica. Mucho antes de que el toscano se tumbase en la
orilla del estanque de los Sforza para describir en su cuaderno el vuelo de los
insectos, otros sabios se habían lanzado a la arriesgada aventura de disputarle
el cielo a las aves.
Uno
de los primeros pioneros de la aviación nació de hecho varios siglos antes que
el padre de la Gioconda. Su labor la desarrolló además en la Península Ibérica.
Abbás Ibn Firnás (810-887) fue un erudito andalusí que vivió durante el Emirato
Omeya en al-Ándalus. A lo largo de su vida el sabio bereber se dedicó al
estudio de la astronomía, la física, la química, cultivó la poesía, fue un
inventor perspicaz… E hizo sus pinitos en la aviación. Hoy una estatua le rinde
homenaje en la carretera de acceso al aeropuerto internacional de Bagdad y un
pequeño aeródromo al norte de la capital iraquí lleva su nombre. En Córdoba y Ronda
también se le recuerda con un puente sobre el Guadalquivir y un centro
astronómico, respectivamente.
Firnás
es considerado el inventor del paracaídas.
Tras
estudiar el cielo y las constelaciones, a mediados del siglo IX Ibn Firnás
decidió ir un poco más allá. Quiso volar. Sin embargo, antes de planear sobre
los tejados decidió que lo más sensato era buscar formas de amortiguar la
caída. ¿Cómo? Un día de 852 se subió a lo más alto de una de las torres de
Córdoba. En las manos llevaba una lona enorme. Ante sus asombrados vecinos,
Ibn, que a sus 40 años era ya un sabio de edad más que respetable para los
estándares de la época, se lanzó desde varios metros de altura sujetando el
tejido sobre su cabeza. Su primitivo artilugio amortiguó la caída y el bereber
sufrió solo algunas heridas leves. Por esa hazaña muchos lo consideran hoy como
el inventor del paracaídas.
La
aventura aérea de Firnás no se quedó ahí. Décadas después, en 875, mandó que le
construyeran unas alas artificiales. Su diseño cuidaba hasta el más nimio de
los detalles: incorporaba un armazón de madera recubierto con una fina capa de
seda y plumas de aves rapaces. Aunque tenía ya 65 años, el sabio andalusí se
volcó en cuerpo y alma con el proyecto, en sentido metafórico y literal. Invitó
a sus vecinos a que siguiesen el experimento y repitió la aventura de 852: se
encaramó a una de las torres más altas de la zona y saltó hacia un valle
despejado.
En
vez de una lona, en aquella ocasión el erudito de al-Ándalus llevaba su
esqueleto de madera, tela y plumas. Según las crónicas de su época, la aventura
dejó un resultado agridulce: Ibn logró planear durante un buen rato, se habla
incluso de una decena de segundos, pero el aterrizaje fue brusco y sufrió
heridas más graves de las que había padecido en 852. La mayoría de los relatos
apuntan que se fracturó las piernas. Otros hablan de que se lesionó la espalda.
Firnás no moriría en cualquier caso hasta más de una década después, en 887.
Algunas
crónicas señalan que el experimento de 852 y el de 875 lo protagonizaron dos
personas distintas. El primero habría sido mérito de Armen Firman y el segundo
de Ibn Firnás. Hoy se considera de forma prácticamente unánime que ambos son la
misma persona y que Armen es la versión latina del nombre.
A
pesar de que Ibn Firnás pagó sus segundos de vuelo con un par de huesos rotos,
varios siglos después. en el XI, el monje Eilmer de Malmesbury quiso seguir su
ejemplo. Eilmer ha pasado a la historia como un benedictino que se quedó
prendado del mito de Dédalo e Ícaro, los personajes mitológicos que con ayuda
de unas alas elaboradas con plumas y cera se elevaron por los cielos desde
Creta, donde eran prisioneros. Las hazañas de Eilmer nos han llegado gracias a
los libros de William, otro monje de Malmesbury que entre 1220 y 1441 escribió
Gesta regum anglorum, Gesta pontificum anglorum e Historia Novella.
Al
igual que Firnás, Eilmer había estudiado astronomía y matemáticas. Y como el
sabio andalusí, su sueño era elevarse por encima de los tejados de su abadía,
en Wiltshire. La pasión por imitar a las aves pudo llegarle -explica William- a
través del mito de Dédalo e Ícaro o por el ejemplo de Firnás, que tal vez llegó
a conocer mediante los testimonios de peregrinos.
Fuese
cual fuese su inspiración, hacia principios del siglo XI el benedictino fabricó
unas grandes alas mecánicas con un armazón de madera recubierto de tela o
pergamino y se subió con ellas a una de las torres de la abadía de Malmesbury.
Durante meses es probable que Eilmer hubiese seguido con atención las maniobras
de las grajillas que aprovechan las corrientes de aire que atraviesan la zona.
Sus cálculos se saldaron sin embargo con un resultado similar al de Firnás: el
monje surcó el cielo durante unos 15 segundos, recorrió más de un furlong (200
metros), pero al tomar tierra se fracturó las piernas.
Eilmer
achacaría su fallido aterrizaje a que no había incorporado una cola a su
aparato para corregir el rumbo. Aun así, la experiencia tampoco debió de resultar
catastrófica porque poco después el monje ya planeaba un nuevo experimento con
una versión mejorada de sus alas. Preocupado por la seguridad de Eilmer, el
abad de Malmbesbury le prohibió que volviera a subirse a la torre de la abadía
con su artilugio.
Firnás,
Eilmer y Da Vinci son tres de los ejemplos más claros de cómo el sueño de
surcar los cielos creció durante siglos antes de que Otto Lilienthal echase
mano de la ingeniería del XIX en su deseo de imitar el arte de las aves o que
los hermanos Wright protagonizasen su célebre vuelo a finales de 1903.
Entre
Firnás y Wright otros muchos visionarios, como Hezarfen Ahmed Çelebi, el
burgalés Diego Marín o Clément Ader, se dejaron la piel en el intento de volar.
Al igual que Firnás en la Córdoba de los Omeya, Eilmer desde lo alto de la
abadía de Malmesbury o Da Vinci recostado junto al estanque de los Sforza,
todos compartieron un ansia común: imitar a los pájaros.
Fuente:
https://hipertextual.com