El
Apolo 12 tuvo todos los ingredientes para que su historia quedara fijada en la
memoria colectiva. Hubo drama, incertidumbre, avances científicos y una
precisión tecnológica casi sobrenatural. Los rayos que casi provocan una
catástrofe y el héroe anónimo que salvó la travesía
Por Matías
Bauso
Los tres tripulantes fueron: Charles Pete Conrad, Alan Bean y Richard Gordon
Hace 50
años, el 19 de noviembre de 1969, dos hombres pisaban la Luna. El tercero y
cuarto que lo hicieron en la Historia de la humanidad. Sin embargo, son pocos
los que lo recuerdan. La gente se acostumbra rápido a todo, aún hasta a lo
inusual, a lo que poco tiempo antes parecía imposible.
El
Apolo 12 ha quedado en la nebulosa de la historia. Opacado por el brillo de la
hazaña pionera de su antecesor y por el periplo agónico, por ese viaje en la
cornisa de la tragedia (magnificado por la repercusión de la película) del
Apolo 13.
El
Apolo 12 tuvo todos los ingredientes para que su historia mereciera mayor
difusión, para que quedara fijada en la memoria colectiva. Hubo drama,
incertidumbre, buenas historias, avances científicos y una precisión
tecnológica casi sobrenatural.
La misión
despegó el 14 de noviembre de 1969. Habían pasado cuatro meses de la llegada
del hombre a la Luna, del acontecimiento que había paralizado y asombrado al
mundo. Los tres astronautas del Apolo XI eran celebridades que casi alcanzaban
el status de deidades.
Esta
nueva aventura también captó la atención del mundo aunque sin monopolizarla
como la anterior. Los diarios siguieron las alternativas de la misión desde sus
portadas día a día.
Los
tres tripulantes fueron: Charles Pete Conrad, Alan Bean y Richard Gordon.
El
Apolo 12 también tuvo su “Houston, tenemos un problema”. De haberse hecho la
película el lugar de esa frase célebre lo podrían haber ocupado otras dos.
“Houston, estamos a ciegas” u otra dicha también por Pete Conrad, el comandante
de la nave: “¿Qué mierda es el SCE? ¿Dónde está?”.
Los
inconvenientes comenzaron muy pronto. Apenas a 36 segundos del despegue del
cohete. Hasta ahí lo planificado se iba cumpliendo a la perfección. Cada paso
previo tuvo lugar puntualmente. Miles de periodistas seguían los preparativos.
Las cadenas televisivas, otra vez, habían pausado su programación para seguir
con la aventura lunar que tan entusiasmada tenía al mundo.
El
Presidente Richard Nixon se había dirigido hasta el lugar del lanzamiento. Él
también quería gozar de los beneficios de la fama y la buena prensa de la Luna
por esos meses. En la misión anterior prefirió monitorear, no sin temor, la
operación desde la Casa Banca. Un fracaso ante los ojos del mundo en medio de
la Guerra Fría hubiera sido algo difícil de superar.
Ante el
temor de no saber cómo reaccionar, como previsión le habían encargado al autor
de los discursos presidenciales que prepara una declaración anticipada
lamentándose por una posible tragedia. Sabían que la convulsión en medio de un
hipotético desastre no les hubiera permitido reaccionar adecuadamente (“El
destino ha determinado que los hombres que fueran a la Luna permanecieran en
ella por siempre. Estos hombres valientes...” comenzaba el texto escrito por
Wiliam Safire). Pero el Apolo 11 había resultado un éxito fenomenal. Por lo que
Nixon creyó oportuno llevarse algo del crédito y tener su foto durante el
lanzamiento.
La
lluvia le daba un marco épico a la jornada. Algún especialista de la NASA había
expresado sus resquemores ante el fenómeno climático. Pero la opinión
mayoritario fue continuar con el esquema pautado.
A la
hora señalada, se produjo el lanzamiento. El Apolo 12 partía hacia la Luna.
Pero la emoción y la excitación duró tan sólo 36 segundos. En ese momento un
rayo impactó la nave. Poco después un segundo rayo.
En la
base, en Houston, la preocupación y el desconcierto se instalaron en la sala
principal. Desde el Apolo 12, Pete Conrad, sereno, con voz templada, dijo:
“Houston, estamos a ciegas”. El tablero de la nave se había apagado.
En
Houston habían logrado reestablecer el sistema pero parecía que las pantallas
se habían vuelto locas. Los datos que proporcionaban eran disparatados. La
operación de mayor precisión de la historia se había quedado sin parámetros,
sin indicadores confiables. Nadie conocía qué funcionaba y qué había sido
arruinado por los dos rayos. Lo poco que sabían con certeza era desalentador:
las celdas de combustible habían quedado (o eso parecía) inutilizables; sólo se
podía contar con las baterías. Los mejores científicos del planeta no sabían
cómo solucionar el problema. Todo parecía haber estado estudiado, todo
calculado pero esos rayos provocaron una brecha que parecía irresoluble.
La
falta de datos hacía que no se supiera bien qué era lo que había sucedido,
cuáles eran los daños reales y su magnitud. ¿Se había deteriorado la protección
exterior? ¿Superarían las diferencias térmicas o se desintegrarían en pocos
minutos?
La
pregunta a responder era si se debía abortar la misión y hacerla retornar a
tierra. La respuesta debía ser rápida. Fueron momentos de una gran
incertidumbre. Hasta que apareció un joven ingeniero de 26 años, John Aaron,
que trabajaba hacía varios años en la NASA. Él fue el héroe inesperado del
Apolo 12 (luego ante la crisis del Apolo 13 fue llamado de urgencia y una vez
más su actuación fue providencial).
Era un
obsesivo del estudio de los sistemas del programa Apolo. Recordó que, tiempo
atrás, en una simulación, el sistema había mostrado una falla similar. Acudió a
sus jefes presuroso con la solución. En primera instancia nadie pareció
creerle. Pero la ausencia de otras opciones y ante su inmensa convicción, le
permitieron comunicarse con los tres astronautas.
El Presidente Richard Nixon se había dirigido hasta el lugar del lanzamiento
“Prueben
con el SCE en auxiliar”, dijo Aaron desde Houston. “¿Qué?", respondió Pete
Conrad desde el Apolo 12. El diálogo se volvió a repetir textual, sólo que la
pregunta de Conrad fue más urgida. Aaron con calma dijo por tercera vez:
“Prueben con el SCE en auxiliar”. Conrad profirió, con mal tono, su frase
célebre: ”¿Qué mierda es el SCE? ¿Dónde está?”. Aaron le explicó en qué lugar
del inmenso tablero se encontraba el SCE. El comandante lo accionó, y como si
fuera magia, cada pieza del instrumental volvió a cumplir su función con la
precisión calculada.
Sólo
quedaba resolver una duda sobre el funcionamiento de la nave. De hecho, uno de
los motivos por los cuales no decidieron en primera instancia el regreso fue
por qué no sabían si los paracaídas que aseguraban el descenso se habían
desactivado. Era una información que no podían corroborar hasta el momento de
su uso. En caso de haberse estropeado, los astronautas golpearían contra el mar
a miles de kilómetros por hora de velocidad.
Así lo
explicó, Alan Bean, uno de los tres tripulantes: “Si los paracaídas no se
abrían y nos traían de vuelta hubiéramos muerto diez días antes y sin conocer
la Luna. Entonces decidieron seguir adelante, y cuando menos, postergar las
malas noticias una semana y media”.
El
Apolo 12, luego de la intervención de John Aaron, continuó hacia su destino
según lo planeado. A diferencia del Apolo 11, el módulo lunar aterrizó justo en
el lugar planeado, un sitio preciso. Un avance más.
En las
grabaciones se escucha el entusiasmo de Conrad y Alan Bean por el logro. Como
si no lograran creer tanta exactitud. El primero que descendió fue el
comandante. Sus palabras hicieron referencia a las dichas por Neil Armstrong
unos meses antes y una buena dosis de humor. “Whoopie, este habrá sido un
pequeño paso para Neil, pero es uno bastante grande para mí”, dijo haciendo
referencia a su escasa altura (1 m 65 cm).
Pero
esa frase tiene también una historia detrás. Unos días antes del lanzamiento,
la incisiva periodista italiana Oriana Fallaci, en medio de una entrevista,
había discutido con Conrad. Fallaci había asegurado que la NASA les daba un guion
que ellos debían repetir y que las palabras de Armstrong habían sido escritas
por otro. Para mostrarle que eso no era así, Pete Conrad le apostó 500 dólares
a que él decía lo que quería. Entre los dos pergeñaron esa frase carente de
solemnidad y con humor. Conrad, muchos años después, se quejó de que la
periodista nunca pagó la deuda de juego.
En la
segunda incursión en la superficie lunar, luego de un tiempo de descanso en el
módulo, Pete Conrad volvió a utilizar el sarcasmo: “Unos pasitos más” dijo al
tiempo que descendía.
Mientras
Richard Gordon orbitaba la Luna, los otros dos permanecieron en la superficie.
Dos veces bajaron e hicieron recorridos de casi cuatro horas. Dejaron una
pequeña base científica, la Alsep (Apolo Lunar Surface Experiment Package),
recuperaron la cámara de una sonda enviada en 1967 (por eso se eligió esa zona
para el alunizaje), tomaron muestras geológicas, instalaron un sismógrafo y
realizaron otras tareas científicas mientras se desplazaban -con dificultad-
por la superficie lunar: “Parecemos esas jirafas que hacen correr en cámara
lenta en los documentales”, se le escucha decir a Conrad mientras Bean aprueba
y festeja la ocurrencia con una carcajada.
La
misión había llevado una cámara a colores para que la transmisión televisiva, a
diferencia de lo que había sucedido con el Apolo 11, no fuera en blanco y
negro. Pero duró poco. Apenas la pusieron en funcionamiento, la exposición a
los rayos solares estropeó la cámara que quedó inutilizable.
Una de
las características que más llama la atención es la alegría y la fascinación
que transmiten los astronautas en cada una de sus intervenciones. Tienen el
mejor trabajo del mundo y lo saben.
El
acople del módulo lunar con el que tripulaba Gordon en la órbita lunar fue
exacto. La nave quedó orbitando durante casi 12 horas en las que los
tripulantes sacaron innumerables fotos para investigaciones posteriores.
El
regreso se dio sin problemas, según lo planeado, luego de diez días en el
espacio y un viaje de 1.600.000 kilómetros. Descendió en el lugar del Pacífico
que se había prefijado en el horario estipulado. Una proeza técnica. Los
astronautas fueron recibidos una vez más como héroes. Pero era la segunda vez.
La excitación no era la misma, carecía de la virtud de la novedad.
Pete
Conrad, miembro del Proyecto Geminis, el que dio origen a la carrera espacial y
del Apolo, luego comandó el Skylab a mediados de la década del 70. Esa misión
logró reparar la estación espacial. Luego de su retiro de la Nasa se integró a
la vida corporativa en altos cargos ejecutivos. Murió tras un accidente con su
moto a los 69 años.
Alan
Bean dejó el programa espacial en 1981. Desde ese momento dedicó su vida a la
pintura. Su especialidad fueron los paisajes lunares y las naves espaciales.
Sus obras se llegaron a cotizar en varias decenas de miles de dólares. En una
entrevista que dio ya en su condición de artista unos años antes de su muerte a
los 85 años dijo: "Soy el tipo con más suerte del mundo. He tenido más
suerte de la que debería haber tenido en un centenar de vidas. Estoy muy
agradecido".
En
noviembre de 1969 se creía que la carrera espacial seguiría por siempre, que
los límites eran infinitos. En menos de una década se había logrado lo
imposible. Ahora sólo quedaría habituarse a las hazañas casi cotidianas, a
llegar dónde nunca se había soñado. El espacio exterior nunca estuvo más cerca
que en esos meses de 1969. Pero después de Conrad y Bean sólo ocho astronautas
más pisaron la luna. El proyecto Apolo duró hasta 1972
Fuente: https://www.infobae.com