Por Tim Harford
En el
Valle del Rift, en Kenia, Samson Kamau estaba sentado en su casa pensando si
sería capaz de regresar a trabajar. Tenía que haber estado en un invernadero en
las orillas del Lago Naivasha, como era su costumbre, empacando rosas para
exportar a Europa. Pero los vuelos de carga no pudieron despegar debido a que
el volcán islandés Eyjafjallajökull, sin haber pensado en ningún momento en
Samson, había arrojado una nube de peligrosas cenizas hacia el espacio aéreo
europeo.
Nadie
sabía cuánto iba a durar la interrupción. Los empleados, como Samson, temían
perder sus empleos; los empresarios tuvieron que tirar toneladas de flores que
se estaban marchitando en cajas en el aeropuerto de Nairobi.
Los
vuelos se reanudaron a los pocos días. Pero esta interrupción ilustró de forma
dramática cómo la economía moderna depende de la aviación, más allá de los 10
millones de pasajeros que toman un vuelo cada día.
Eyjafjallajökull
redujo el rendimiento global en casi US$ 5.000 millones.
La erupción del Eyjafjallajökull provocó caos en todos los aeropuertos del mundo. FUENTE DE LA IMAGEN, GETTY IMAGES
Se puede rastrear el alcance de nuestra dependencia en el transporte aéreo mirando muchos inventos. Desde el motor de reacción hasta el mismo avión. Pero en ocasiones los inventos necesitan otros inventos para liberar todo su potencial. Para la industria de la aviación, la historia comienza con la invención del "rayo de la muerte". O quizás comienza con el intento de inventar el rayo de la muerte. Esto se remonta a 1935.
Funcionarios
del Ministerio Británico Aéreo estaban preocupados por quedar rezagados tras la
Alemania nazi en la carrera tecnológica armamentista.
Pregunta
matemática
La idea
del rayo de la muerte los intrigaba: estaban ofreciendo un premio de 1.000
libras esterlinas para quien pudiera disparar un rayo contra una oveja a una
distancia de 100 pasos.
Hasta
ahora nadie reclamó el premio. Pero ¿debían haber financiado más
investigaciones? ¿Era posible crear un rayo de la muerte? Extraoficialmente
consultaron a Robert Watson de la Radio Research Station. Y él planteó una
pregunta abstracta de matemáticas a su colega Skip Wilkins.
Supongamos,
sólo supongamos -le dijo Watson Watt a Wilkins- que tienes ocho pintas (4,5
litros) de agua a un km sobre la tierra.
Y
supongamos que esa agua está a 98º Fahrenheit (36ºC) y quieres calentarla a
105º (40ºC). ¿Cuánto poder de radiofrecuencia necesitas desde una distancia de
5 km?
Robert Watson Watt desarrolló el equipo para la detección del eco de las ondas de radio que condujo a la invención de radares. FUENTE DE LA IMAGEN, GETTY IMAGES
Skip
Wilkins no era tonto. Sabía que ocho pintas era la cantidad de sangre que tiene
el cuerpo de un humano adulto. 98º es la temperatura corporal normal. 105º es
suficientemente alta para matarte o al menos para hacerte desmayar, lo cual, si
estás detrás de los controles de un avión, significa lo mismo. Así, Wilkins y
Watson Watt se entendieron mutuamente y pronto acordaron que el rayo de la
muerte era inútil: necesitaba demasiada energía. Pero también vieron una
oportunidad.
Era
claro que el ministerio tenía dinero para gastar en investigación, de manera
que Watson Watt y Wilkins pensaron en proponer una forma alternativa para
gastarlo.
Detección
Wilkins
reflexionó: quizás era posible transmitir ondas de radio y detectar, con el
eco, la ubicación de los aviones que se aproximaban, mucho antes de que
pudieran ser vistos.
Watson
Watt rápidamente envió un memorándum al recién formado Comité para el Estudio
Científico de la Defensa Aérea del Ministerio Aéreo: ¿les interesaba perseguir
la idea? Respondieron que claro que sí.
Lo que
Skip Wilkins estaba describiendo se llegó a conocer como radar. Los nazis, los
japoneses y los estadounidenses, también trabajaron independiente en éste.
El magnetrón de cavidad resonante, un transmisor de radar mucho más poderoso que sus predecesores, fue desarrollado en 1940. FUENTE DE LA IMAGEN, GETTY IMAGES
Pero
para 1940, fueron los británicos los que lograron un avance espectacular: el
magnetrón de cavidad resonante, un transmisor de radar mucho más poderoso que
sus predecesores.
Tras
los bombardeos nazis, las fábricas británicas tuvieron dificultades para
producir el aparato. Pero las fábricas estadounidenses sí pudieron hacerlo.
Durante
meses, los líderes británicos planearon utilizar el magnetrón como pieza de
negociación para obtener secretos estadounidenses en otros campos.
Pero
entonces subió al poder Winston Churchill y decidió que en tiempos desesperados
se necesitaban medidas desesperadas: el Reino Unido simplemente le contaría a
los estadounidenses lo que tenían y les pedirían su ayuda.
Viaje
tenso
Así, en
agosto de 1940, un físico galés llamado Eddie Bowen realizó un tenso trayecto
con un cofre de metal negro que contenía una decena de prototipos de
magnetrones.
Primero
tomó un taxi en Londres. El taxista no le permitió colocar el pesado cofre de
metal dentro del vehículo, así que Bowen rogó para que éste no se cayera del
techo.
Después
hizo un largo viaje en tren a Liverpool, compartiendo un vagón con un hombre
misterioso, vestido elegantemente, que parecía militar y que pasó todo el
trayecto ignorando al joven científico y leyendo un periódico.
Posteriormente
tomó un barco para cruzar el Atlántico. ¿Y si los atacaban los alemanes? No se
podía permitir que los nazis recobraran los magnetrones, así que se perforaron
dos orificios en el cofre de metal para asegurarse de que si el barco se hundía
éste también.
Pero el
barco no se hundió.
El
magnetrón sorprendió a los estadounidenses. Su investigación estaba muy
atrasada. El presidente Roosevelt aprobó fondos para un nuevo laboratorio en el
MIT, lo cual, en momentos en que los Estados Unidos estaba en guerra, fue
extraordinario considerando que el dinero no fue otorgado por una agencia
militar sino una civil.
También
se involucró la industria. Los mejores académicos estadounidenses fueron
contratados para que se unieran al equipo de Bowen y sus colegas británicos.
Desde
donde lo mires, RadLab fue un gran éxito. Generó 10 ganadores de Nobel. El
radar que desarrolló detectó aviones y submarinos y ayudó a ganar la guerra.
Pero la
urgencia en tiempos de guerra puede desaparecer rápidamente en tiempos de paz.
Quizás era obvio, si se piensa, que la avión civil necesitaba un radar debido a
lo rápido que se estaba expandiendo.
En
1945, al final de la guerra, las aerolíneas nacionales estadounidenses
transportaban a 7 millones de pasajeros. Para 1955, la cifra era de 38
millones. Y entre más congestionados los cielos, más útiles serían los radares
para evitar colisiones.
Pero la
introducción fue lenta e irregular. Algunos aeropuertos la instalaron, muchos
no. En gran parte del espacio aéreo los aviones no estaban rastreados. Los
pilotos sometían sus planes de vuelo por adelantado lo cual, en teoría, debía
asegurar que no hubiera dos aviones en el mismo lugar en el mismo momento.
Pero,
al final, evitar colisiones se resumía en un protocolo de cinco palabras:
"ve y que te vean".
El 30
de junio de 1956, dos aviones de pasajeros despegaron del aeropuerto de Los
Ángeles con tres minutos de diferencia.
Uno iba
hacia Kansas City, el otro a Chicago. Sus trayectos de vuelo planeados se
cruzaban sobre el Gran Cañón, pero a diferente altura.
Pero
entonces se desarrollaron nubes de tormenta. El capitán de uno de los aviones
pidió permiso por radio para volar sobre la tormenta.
Colisión
El
controlador de tráfico aéreo le dio el visto bueno para volar a "1.000 por
encima", o sea 1.000 pies sobre la nubosidad. Ve y que te vean.
Nadie
sabe con seguridad qué ocurrió. En esa época los aviones no tenían cajas negras
y no hubo sobrevivientes.
Justo
después de las 10:31 el control de tráfico aéreo escuchó una transmisión
incoherente de radio: "¡levanta vuelo!", "¡vamos en
picada!"...
Por el
patrón que dejaron los restos, esparcidos por kilómetros a través del cañón,
los aviones parecían haberse acercado a un ángulo de 25º presumiblemente en una
nube.
Los
investigadores especularon que ambos pilotos se distrajeron al tratar de
encontrar una brecha en las nubes para que los pasajeros gozaran del paisaje.
Los
accidentes ocurren. La pregunta es cuáles son los riesgos que estás dispuesto a
correr a cambio de beneficios económicos.
La
pregunta se ha vuelto pertinente con los congestionados cielos. Hay mucha gente
esperando los vehículos aéreos no tripulados, o drones.
Estos
ya se están usando para todo, desde producción de películas hasta fumigación de
cosechas. Compañías como Amazon esperan que los cielos de nuestras ciudades
estén llenos de actividad frenética para entrega de comestibles.
Las
autoridades de la aviación civil están tratando de resolver qué deben aprobar.
Los drones tienen una tecnología de "detectar y evitar" y es bastante
buena: pero ¿es suficientemente buena?.
El
accidente en el Gran Cañón ciertamente captó la atención. Si existía la
tecnología para evitar ese tipo de cosas, ¿no deberíamos esforzarnos más para
usarla?
Dos
años después nació lo que ahora conocemos como Administración Federal de
Aviación en los Estados Unidos. Y hoy, los cielos estadounidenses están 20
veces más congestionados.
Los
aeropuertos más grandes del mundo ahora tienen aviones despegando y aterrizando
a un promedio de dos por minuto.
Las
colisiones son muy raras, incluso en condiciones de nubosidad. Esto se debe a
muchas cosas, pero principalmente, se debe al radar.
Fuente:
https://www.bbc.com