25 de noviembre de 2018
CORAJE EN LAS ALAMBRADAS DEL CIELO
La I Guerra Mundial en el aire produjo un aluvión
de personajes extraordinarios, como el condecorado tripulante de globo alemán Peter
Rieper
Por Jacinto ANTÓN
El Teniente Peter Rieper preparándose para un
ascenso en la cesta de su globo de observación. Imagen incluida en el libro
'German knights of the air'. rn rn
“El aire era nuestro elemento, el cielo nuestro
campo de batalla”, escribió el piloto de la I Guerra Mundial más dotado para la
literatura, Cecil Lewis, autor del mejor libro de experiencias bélicas aéreas
de la contienda, Sagittarius Rising (1936). “La majestad de los cielos, a la
vez que nos empequeñecía, nos otorgaba, creo, una dimensión espiritual desconocida
para los hombres que luchaban en tierra. La nobleza nos rodeaba. Nos movíamos
como espíritus en un aireado telar en el que el viento, las nubes y la luz
tejían a lo largo del día y de la noche el infinito tapiz del cielo cambiante”.
Es difícil conciliar esas hermosas imágenes del
aviador británico, al que Bernard Shaw calificó de “príncipe de los pilotos”, y
que por cierto fue seguidor de Gurdjieff, con la cruda realidad de la guerra
aérea, en la que muchos de sus colegas, como el as Mick Mannock, portaban
pistolas para acelerar su propio final cuando su avión se desplomaba del
firmamento convertido en una antorcha humeante.
El Teniente alemán Hans Schröder, describió así el
final de un enemigo derribado junto a su aeródromo: “El avión estalló en
llamas, el petróleo ardiendo consumió ávidamente al infeliz piloto, cuya cara
quedó carbonizada, los pantalones se quemaron por encima de los muslos y la
carne asada se desprendió a trozos en medio de aquel infierno”. En el relato
del testigo, recogido en On a wing and a prayer, de Joshua Levine, 2008, los
servicios de socorro lanzan agua sobre el aviador, que, curiosamente, ha
quedado intacto de rodillas para abajo. Luego, el ordenanza de Schröder le
lleva las botas del desgraciado, que evidentemente ya no va a necesitar su
propietario, un calzado magnífico. Pero el alemán declina usarlas: “Desprendían
un olor insoportable a beicon quemado”.
De todas las horrendas muertes aéreas de esa
guerra, yo no puedo sin embargo dejar de pensar en la del as Raoul Lufbery, que
al incendiarse su aeroplano Nieuport ametrallado por un Fokker, se arrastró
fuera de la carlinga hasta la cola del aparato y se arrojó finalmente al vacío
para no quemarse vivo yendo a caer sobre una valla en la que quedó, ¡Jesús!,
empalado. Durante bastante tiempo fue objeto de debate en el bar de los pilotos
si hubiera hecho mejor quedándose en el avión.
Si la vida de los aviadores era arriesgada y solía
acabar mal, Pierre Loti describió el triste espectáculo de los aeroplanos
austriacos estrellados como grandes falenas muertas y medio devoradas por las
hormigas, peor era la de los humildes tripulantes de globos, cuyo valor y
memoria vamos a reivindicar en esta entrega.
En general, nuestra imagen de la aviación de la I
Guerra Mundial se mueve entre el lirismo del vuelo, con la visión idealizada y
romántica del combate caballeroso en el cielo entre Albatros, Sopwith Camel,
Fokker triplanos, Nieuports y Spads, ¡ay, cuántas películas!, y el espanto de
lo que ocurría en realidad. Cuesta librarse del cliché de que aquella, la del
aire, era una guerra individual, limpia y pura en comparación con la matanza
que se desarrollaba abajo, en la suciedad verminosa en la que los hombres
morían a millares para conquistar la siguiente línea de trincheras, a unos pocos,
pero inalcanzables metros. Historiadores como Max Hastings, tan desmitificador,
han dejado claro que la guerra aérea fue tan salvaje como la terrestre, a
finales de 1916 la fuerza aérea británica perdía el 25% de sus pilotos al mes y
las probabilidades de morir de un aviador eran superiores a las de un oficial
de infantería, y que los ases, pese a ser convertidos en personajes glamurosos
por la propaganda y el público, fueron en su mayoría desconsiderados y
arrogantes depredadores. “La característica común de los ases no es que fueran
hábiles pilotos, sino que eran asesinos”, apunta en su retrato del as de ases
estadounidense Edward Rickenbacker, Warriors, 2005, un tipo curioso que fue
antes campeón de automovilismo y que creía en la superstición suiza de que daba
buena suerte atarse en un dedo el corazón de un murciélago; la tuvo: fue de los
pocos que sobrevivieron a la guerra.
Señala el historiador que muchos ases entraban en
la categoría de “impulsivos, paranoides y psicópatas”. La naturaleza de la guerra
en el aire “reclamaba de sus practicantes más exitosos un compromiso personal
con tomar vidas que en la guerra moderna es compartido solo por los
francotiradores”. Se trataba básicamente de colocarse detrás del avión enemigo
y dispararle al piloto por la espalda, a ser posible mientras estaba
desprevenido, matándole. “Era un asunto desagradable y brutal y pocos ases
resultan simpáticos, por mucha admiración que despierten”, a Hastings en cambio
le cae bien el caballeroso, él sí, Capitán Von Müller del corsario Emden, que
ya ha navegado por estas páginas.
El piloto Manfred von Richthofen, conocido como
Barón Rojo.
Manfred Von Richthofen, el célebre Barón Rojo, el
aviador más conocido, a cuya sombra se desarrolla toda la aventura aérea de la
I Guerra Mundial, es el ejemplo perfecto de cazador despiadado, ¡nuestro Flying
Circus siempre será el de Monty Python y no las pintadas escuadrillas del
barón!. Los ases se obsesionaban con el número de derribos, lo que les
granjeaba fama y honores, y contaba más engrosar la lista que la
caballerosidad. La cuenta personal de Richthofen, 80 víctimas, está hinchada
con pilotos sin experiencia y aparatos muy inferiores a los suyos, véase la
lista completa y detallada en el revelador Under the guns of the Red Baron,
2007.
Más allá o más acá del Barón Rojo y los otros
famosos grandes ases, Immelmann, Boelcke, Guynemer, Fonck, Ball, Bishop,
Mannock, “Gentlemen, always above; seldom on the same level; never underneath”,
o el elegante Arthur Percival Rhys Davids, que pasó prácticamente de Eton a
derribar alemanes, ¡dos ases el mismo día!, llevaba un volumen de Blake en su
avión y lo mataron a los veinte años, la I Guerra Mundial está llena de
aviadores mucho menos conocidos pero que tienen historias muy interesantes. Ahí
están por ejemplo Eugene Bullard, el primer piloto de combate negro, y medio
piel roja: su madre era una creek, que volaba con un mono, Jimmy, se ganó el
sobrenombre de La golondrina negra de la muerte, fue amigo de Louis Armstrong y
acabó de ascensorista en el Rockefeller Center; Otto Kissenberth, el piloto que
decoraba su Albatros con una edelweiss, como el del estupendo comic de Yann y
Hugault, Norma, 2014, uno de los pocos que llevaba gafas y que consiguió una de
sus 20 victorias ¡a los mandos de un Sopwith Camel capturado!; el extravagante
aristócrata Alexander Prokofiev de Seversky, aviador naval ruso que volaba con
una pierna amputada y luego se rompió la otra, no sin derribar a media docena
de alemanes, abrió un restaurante en Manhattan y fue uno de los teóricos de la
doctrina estadounidense del poder aéreo; o el insólito piloto griego Aristides
Moraitinis, que, con su mostacho, parece sacado de una novela de aventuras o de
las viñetas de Tintín; a los mandos de su bonito hidroavión Farman, ¡como mi
abuelo!, atacó a la flota turca, logró nueve derribos y finalmente tuvo un
destino a la altura de su orgullosa estampa al estrellarse en una tormenta y
aparecer su cuerpo cerca de la cima del Monte Olimpo. Tengo un flaco por la
Brigada Palestina, la unidad aérea británica que luchó contra los turcos en el
desierto, junto a Lawrence de Arabia: el Teniente Ridley y su mecánico muertos
de sed tras un aterrizaje forzoso en las arenas, la tripulación del Handley
Page que bombardeó Deraa, ¡chúpate esa bey!, o el Teniente McNamara que
aterrizó para rescatar a un camarada derribado y despegó perseguido por la
caballería turca, ganando la Cruz Victoria.
Pero probablemente no hay experiencia tan intensa
como la de otros singulares soldados que combatieron en el aire con mucho menos
pedigrí y que sin embargo me parecen el epítome del valor en la I Guerra
Mundial. Y además no mataron a nadie. Se trata de los tripulantes de globos.
Tripulantes es un eufemismo porque en realidad no tripulaban nada. Se limitaban
a ascender en globos cautivos para actuar como observadores del campo de
batalla, dirigir el fuego de artillería o conseguir información sobre las
posiciones y movimientos del enemigo. Mucho menos conocido, glamuroso y ni te
digo valorado que el de los aviadores, su trabajo fue importantísimo en la
contienda. Era una misión muy arriesgada. Resultaban un blanco perfecto para
las fuerzas enemigas, especialmente los aviones, y de hecho algunos pilotos de
los dos bandos, como el belga Willy Coppens, que se cargó 35, se convirtieron
en especialistas en derribar globos, que contabilizaban como los aeroplanos a
efectos de victorias aéreas. No era, tumbarlos, una tarea exenta de riesgos:
como se usaban balas incendiarias, prohibidas para el combate con otros aviones,
te podía alcanzar la tremenda deflagración del globo.
Ilustración
de la batalla de Fleurus, en 1794, con el globo L'Entrepenant al fondo.
La tradición de los globos de observación es
antigua y se remonta a las guerras de la Francia revolucionaria: en Fleurus, 1794,
el globo L’Entreprenant tuvo un papel importante. La Unión y los Confederados
los emplearon profusamente en la Guerra Civil. El profesor Thaddeus Lowe, trasunto
real del julesverniano Cyrus Smith de La isla misteriosa, fue el Jefe Aeronauta
del Cuerpo de Globos del Ejército de la Unión, he ahí un cargo, y tuvo
interesantes conversaciones con el jovencito Von Zeppelin, a la sazón de paso
por la guerra norteamericana. También se usaron en las guerras contra el Mahdi
y los bóers pero su despliegue masivo tuvo lugar en la I Guerra Mundial, por
parte de ambos bandos.
Había que tener arrestos para servir en globos. Te
metías en la frágil cesta, subían el artefacto, enganchado a un cable, y te
quedabas allí arriba, indefenso, bamboleándote suspendido en medio del cielo
como un blanco de tiro de feria. Estaba prohibido fumar. “La situación del
observador en su canasta era toda una definición de vulnerabilidad”, reflexiona
el historiador Peter Hart en Aces falling, 2007, donde dedica intensas páginas
a los globos. Curiosamente muchos de los globonautas tenían alguna mutilación.
En realidad, no hacía falta estar muy en forma para esa misión, solo poseer
mucho valor. “Tenías un extraordinario sentimiento de inseguridad”, resumió muy
británicamente el Teniente Behrend, que vio como una escuadrilla alemana
derribaba cuatro globos a su alrededor dejando en el cielo solo el suyo por
falta de municiones. Todo el mundo les tenía ganas a los globos, que,
conectados por una línea telefónica, eran los ojos de la temida artillería.
Para algunos aviadores, como el alocado as estadounidense Frank Luke, que
abatió tres en su última y legendaria salida antes de enfrentarse a diez
Fokkers y morir en un tiroteo con soldados alemanes tras aterrizar su aeroplano
averiado, la propia existencia de los globos ocupando el cielo era algo así
como un ultraje personal.
Ante un ataque de la aviación, los servicios de
tierra protegían al globo con fuego antiaéreo o lo bajaban todo lo rápido
posible. El infeliz ocupante tenía la posibilidad de encaramarse a la cesta y
saltar con un rudimentario paracaídas que iba enganchado a un arnés. Pero el
globo incendiado solía deslomársete encima. Además, los pilotos enemigos
tiraban abiertamente sobre el pobre tipo: un observador experimentado era más
difícil de reemplazar que el globo.
Entre los corajudos observadores de globos destaca
el Teniente de la reserva alemán Peter Rieper, el único de ellos que ganó la
más preciada condecoración prusiana, la medalla Pour le Mérite, el Blue Max,
tan codiciada por los ases aéreos. Nacido en 1887 en Hannover, Rieper era
químico y al empezar la guerra lo enviaron a artillería. Fue herido y pidió el
traslado a globos, donde pensaba que su experiencia artillera podría ser útil.
Pasó horas muy intensas, como puede imaginarse, en el Ballonzug 19, su unidad.
En una ocasión, colgado a 1300 metros, fue atacado por dos cazas y al
incendiarse su globo decidió saltar, pero al hacerlo vio que las correas del
paracaídas estaban enredadas así que se agarró a la cesta, volvió a trepar y
las desenredó, en medio del fuego que consumía el ingenio que se desplomaba. En
1916, durante otro ataque de cuatro aeroplanos, Rieper se defendió
intrépidamente disparando desde la cesta con un Máuser, y le salvó la llegada
providencial del as Max Immelmann. En 1918, fuego de ametralladoras alcanzó su
globo y le hirió en la espalda; consiguió saltar, pero hubo que amputarle el
brazo derecho. Declarado inútil para el servicio activo, sobrevivió a la
guerra, aunque se desconoce la fecha y la causa de su muerte. Es bonito pensar
que ese hombre valiente sigue allá arriba columpiándose audazmente en las
resplandecientes alambradas del cielo.
Fuente: https://elpais.com