5 de noviembre de 2018
LOS HÉROES ARGENTINOS DESCONOCIDOS DE LA SEGUNDA GUERRA
Por Lucas GARABENTO
Combatieron como integrantes de las fuerzas aliadas
en la mayor conflagración de la historia contra el fascismo. Muchos de ellos
murieron sin ser reconocidos, otros cuentan su historia ahora por primera vez
Cuatro de julio de 1944. Las playas de Normandía
son escenario de una de las batallas más famosas de la historia. Por el cielo
cruzan dos aviones Spitfire de la RAF, la Real Fuerza Aérea británica. Del otro
lado, en el mismo cielo, cuarenta aviones alemanes. Dos contra cuarenta, así de
simple.
Los pilotos de la RAF no se acobardan. Al
contrario, enfrentan a la formación alemana de frente para dispersarlos y,
dados a la persecución, derriban dos aviones cada uno. La unidad alemana
Richthofen emprende la retirada. El cielo de Normandía se abre libre para los
vencedores, y cruzan rasantes las playas sin saber que ahí, ese mismísimo 4 de
julio 1944, un conjunto de periodistas visita el teatro de guerra. Serán esos
cronistas quienes escriban la hazaña que dejará a esos dos pilotos, Kenneth
Charney y Pierre Clostermann, en la historia grande del siglo XX.
Stanley Coggan, de 94 años, en su casa de Lomas de
Zamora
Pero esa misma historia grande olvidará un detalle:
ninguno de esos dos pilotos de la RAF era realmente británico. Clostermann,
famoso piloto francés y recordado por muchos por su emotiva carta a los
aviadores argentinos de las Malvinas, era en verdad brasileño. Y Kenneth
Charney, bautizado como el Caballero Negro de Malta, uno de los mejores y más
temibles pilotos de la Segunda Guerra, era un argentino nacido en Quilmes,
enrolado como voluntario para pelear contra el fascismo.
Fueron cerca de 4500 los argentinos que se
presentaron por propia voluntad para combatir junto con los Aliados en la
Segunda Guerra. Si bien la mayoría fueron hombres, también hubo muchas mujeres
que prestaron servicio. Durante años, nadie rescató sus historias. Ni siquiera
fueron olvidados. Simplemente, nadie los conoció, salvo un hombre, que luego
presentaremos. Pero el resto de la gente no. ¿O acaso escuchó alguien alguna
vez la historia de Stanley Coggan? ¿Conocen el nombre de Pedro Davreux? ¿Sabe
quiénes son Irma Weys, Ronnie Scott o Peter Harrison? La fama es un animal
tramposo tendido a la falda de dioses falsos. Pero qué importa la fama, dirían,
si al final se cumplió con la tarea. ¿Cierto? Qué importa la fama si el premio
fue vivir en un mundo en el que no existe Hitler.
Fueron 554 los pilotos argentinos que se unieron a
la RAF; arriba, algunos de ellos
De esos 4500 hombres y mujeres, algunos viven. A 17
de ellos, los que fueron ubicados y estaban en condiciones de asistir, todos
tienen más de 90 años, se los homenajeó en septiembre último en el Congreso de
la Nación. "El Estado argentino tardó en reconocerlos. Ellos no tuvieron
dudas, no fueron enviados por el gobierno, sino que fueron para defender la
libertad. Sabían muy bien qué debían hacer cuando el gobierno argentino no
tenía claro qué papel tomar. Han sido generosos al ofrecer su vida para un
mundo libre", dijo durante el acto la diputada Lucila Lehmann, de la
Coalición Cívica, una de las organizadoras del homenaje junto con las también
diputadas Marcela Campagnoli y Elisa Carrió. Además de entregarles un diploma,
se recordó la presentación de un proyecto de ley, aún sin resolución, que
propone nombrar al 8 de mayo como el Día del Voluntario Argentino de las
Fuerzas Aliadas en la Segunda Guerra Mundial.
Sigamos con nuestro piloto de Normandía. Hijo de un
inglés instalado en la Argentina, Kenneth Charney nació en 1929 en el conurbano
bonaerense, pero creció en Bahía Blanca. Tenía 19 años cuando estalló la
Segunda Guerra Mundial. Como tantos otros argentinos, se presentó como
voluntario para unirse a las fuerzas aliadas contra el nazismo. A fines de 1941
entró en combate por primera vez en la mítica defensa de Malta. Allí derribó a
su primer avión. A bordo de un Spitfire, se dice de él que en total derribó 12
aeronaves enemigas, número altísimo para cualquier piloto. Fue, sin duda, el
más temido de los aviadores argentinos en la gran conflagración del siglo XX.
Su táctica de atacar de frente a los escuadrones de
aviones alemanes para dispersarlos y perserguirlos de a uno le valieron el
apodo de Caballero Negro. Más adelante conoció y tuvo a sus órdenes al ya
mencionado Clostermann, uno de los pilotos más famosos del conflicto, ¡23
derribos!, con quien atacaron juntos Normandía, con la misma estrategia.
Ronald David Scott, tiene 101 años y fue uno de los
270 pilotos argentinos de la RAF
Tuvo incontables misiones. En diciembre de 1944 es
enviado a Sri Lanka para preparar un ataque en el Sudeste Asiático. Sin
embargo, la misión nunca sucede. El conflicto termina y él sigue su carrera en
la RAF hasta 1970, cuando se retira como Coronel y se avoca a una vida
completamente distinta. Se convierte en un hippie vagando en una van por
Europa. Muere de cirrosis en Andorra, afectado además por un cáncer provocado
por la exposición a material radioactivo en las Christmas Island, donde estuvo
en misión durante experimentos nucleares.
Hay una escena que pocos conocen: Charney es
recibido en el Palacio de Buckingham en 1944 por el rey Jorge VI. Lo acompaña
el embajador argentino Miguel Ángel Carcano. Allí, será condecorado por lo
hecho en Normandía. Pero la noticia no llegará a nuestro país ni a las orillas
de su casa en Quilmes. Nunca, acaso, hasta hoy.
Peter Harrison tiene 94 años y vive en el campo, en
Ameghino. Era alumno del colegio San Jorge cuando estalló el conflicto. El
director entró en su clase y se los anunció: Inglaterra le declaró la guerra a
Alemania. Apenas lo escuchó, supo que no bien terminara sus estudios, iba a
tener que participar de esa guerra. "Me pasó un escalofrío por el cuerpo.
Mi padre había sido oficial de carrera, así que había cierta tradición... Por
eso supe al instante que cuando cumpliera 18 años, me iba a tener que ir. Lo
supe y no pensé más en eso hasta que llegó el momento".
Charney, en la cabina, y Clostermann, luego del
épico combate sobre Normandia
Así fue, apenas terminó el colegio se alistó como
voluntario y, en abril de 1942, partió rumbo a Inglaterra. Se registró y lo
mandaron a Canadá para realizar su entrenamiento como soldado de artillería. Ya
formado volvió a Europa, donde comenzó su entrenamiento para ser oficial. Era
1944. "Ya se preveía que los Aliados iban a avanzar en Europa, pero se
necesitaban tropas para combatir a Japón, que no se rendía. Entonces, pidieron
voluntarios para ir a la India y me alisté. No dudé. No me daba miedo. Sabía lo
que podía ocurrir, pero. lo que será, será, ¿no? Si uno se asustaba, la vida se
volvía imposible. Así que partimos en barco. Me gustaba sentarme en la proa y
mirar las olas, a veces aparecían delfines que nadaban a nuestro lado. Como yo
era artillero, estaba encargado por las noches de hacer guardia, por si nos
cruzaba algún caza o un bombardero. Estaba seguro de que si aparecía un avión
alemán, lo iba a derribar, no tenía dudas", cuenta en la casa de su
familia en Martínez, donde viene de visita una vez cada tanto.
"¿Qué pensaba de Hitler? Era un asco. Había
que liquidarlo. Era todo lo que uno no quería que fuera un dirigente. Violento,
asesino. Un loco. ¿Se imagina vivir bajo el régimen de control nazi? Sin
justicia, sin derecho, sin libertad. Una vez, mucho tiempo después, viajaba en
un colectivo acá en la Argentina y tenía a un muchacho rubio al lado. Resultó
que era alemán y que había sido parte de la SS, una de las facciones más
violentas. No sé qué le dije y me respondió: "Es que yo no entré por voluntad
propia. Vinieron a la escuela secundaria cuando tenía 17 años pidiendo
voluntarios para la SS y los que no querían entrar, iban a ser enviados al
frente ruso sin entrenamiento". Y me dijo que antes de pelear con los rusos
prefirió entrar en la SS, qué sé yo. En todo caso, yo estoy muy contento de
haberme ofrecido para enfrentar esa atrocidad".
El avión de Ricardo Lindsell, que le pintó un
Patoruzú
Otro héroe desconocido. Hijo de padres belgas,
nació en 1912 en Buenos Aires. Después de completar sus estudios, el Ejército
Argentino lo convocó para el servicio militar obligatorio. Las armas no estaban
en los planes de Pedro, que para entonces ya se dedicaba a tratar con clientes
europeos en la empresa de su padre. Alegó que haría el entrenamiento militar en
el ejército belga y fue excusado. Al poco tiempo, fue justamente el ejército
belga el que lo convocó para dar servicio. Se negó, renunciando a su segunda
ciudadanía.
Poco después, sin embargo, terminó la paz en el
mundo. Sus clientes europeos comenzaron a contarle a Pedro el horror que
comenzaba a vivirse, las ocupaciones nazis, los destierros, los maltratos.
Entonces sí nació en él una vocación que venía esquivando: fue a la embajada de
Bélgica en Buenos Aires y se alistó como voluntario. No quería prestar servicio
obligatorio; quería pelear contra Hitler.
No fue el único en su familia. Su hermano Juan
también se alistó, y su madre y sus dos hermanas viajaron a su pueblo natal en
Bélgica para ofrecer asistencia y apoyar a los suyos. Años después, la historia
terminará con Pedro cayendo en un paracaídas mientras su avión en llamas se
estrellaba contra el firmamento. Entre medio sucedió la siguiente historia,
reconstruida aquí gracias al trabajo del escritor Claudio Meunier, aquel hombre
mencionado al principio, especialista en el tema y autor, entre otros, de
Volaron para vivir, donde cuenta historias de algunos de estos héroes. Él, con
su trabajo y dedicación, fue uno de los primeros en rendirles homenaje. Es
también quien encontró la tumba del Caballero Negro de Malta en Andorra y
recuperó su historia, la cual está escribiendo para su próximo libro. Antes,
además, logró que repatriaran los restos y los enterraran en Chacarita. Fue
vital para esta nota, quienes quieran contactarlo o conseguir su libro, él
ofreció comunicar su mail: claudio.meunier@gmail.com.
Peter Harrison tiene 94 años y vive en el campo, en
Ameghino
Volvamos a la historia de Pedro, entonces. Llega a
Canadá en mayo de 1941 para realizar su entrenamiento. Se forma como soldado
raso y en agosto de ese año, arriba a Gran Bretaña. En abril de 1942 es
reclutado para la sección belga de la RAF. No le reconocen su entrenamiento y
lo vuelven a mandar a Canadá. Estoico, realiza las mismas tareas otra vez, los
mismos cuerpo a tierra, los mismos rituales de disciplina. Tiene cerca de 28
años y está viejo para ser piloto. Le ofrecen ser lanzador de bombas y le
sugieren cambiarse el nombre por si cae prisionero de los alemanes. Se bautiza
entonces Louis Robert.
Vuelve a Europa, ahora sí, preparado para la
guerra, y es la guerra quien lo recibe: le informan que su madre y sus hermanas
fueron capturadas por los nazis por ayudar a unos pilotos aliados derribados, y
enviadas al campo de exterminio de Mauthausen.
La primera venganza la tendrá el 27 de agosto de
1944, a bordo de un Halifax, en una misión sobre la ciudad alemana de Hamburgo.
A partir de entonces, comienza a tener misiones, una tras otra, hasta el 23 de
septiembre. Luego de atacar un centro de formación ferroviaria, su avión es
alcanzado por un caza nocturno Messerchmitt y luego de varias maniobras, su
comandante ordena abandonar la aeronave. Se tira en paracaídas, junto con otro
compañero. La nave, con el piloto y otro soldado a bordo, estalla contra el suelo.
El paracaídas de quien se tira junto con él nunca se abre. El de Pedro sí,
sobre la hora, y aunque sobrevive se lastima la columna al caer. Lo salvarán
luego unos lugareños holandeses, que lo mantendrán oculto hasta que llegan a
rescatarlo. Será enviado a Inglaterra. Meses después, luego de ser internado y
recuperarse, se reencuentra con su hermano Juan y recibe la noticia de que su
madre ha sido asesinada en el campo de exterminio, pero sus hermanas fueron
rescatadas junto a una joven belga llamada Claire. Con ella se casará Pedro el
6 de agosto de 1946. Con ella volverá a la Argentina. Con ella descansa desde
el 17 de enero de 2003, en la bóveda de la familia Davreux en el cementerio de
Namur, Bélgica.
Coggan muestra algunas insignias que aún conserva;
su historia de leyenda no había sido narrada hasta ahora
Recuerda el día que tuvo que bajar su avión en el
agua. "Dejó de funcionar el motor, se plantó nomás. y tuve que amenizar.
No sé qué pensaba en ese momento, pero la marina te enseña que no estás muerto
hasta que lo estás. Entonces, planché al avión, puse la velocidad más adecuada
para poder controlarlo, le bajé la nariz y cuando vi que estaba llegando la ola
hice el planeo. Y así lo aterricé en el agua. Salió perfecto, pero me pegué un
golpe en la cabeza tremendo. Habré estado dos o tres segundos inconsciente,
pero si estamos acá sentados tomando un té es porque se ve que sobreviví,
¿no?". El que habla es acaso uno de los pilotos de su generación más reconocido.
Tiene 101 años, se llama Ronald David Scott, se lo conoce como Ronnie, y fue
uno de los 270 pilotos argentinos de la RAF.
"La comunidad británica acá era consciente de
lo que pasaba. Ya se había peleado contra los alemanes en el '14. Se sabía lo
que eran. No se podía perdonar lo que hacían. Era algo concreto e ineludible.
En nuestro país muchas veces pasan cosas y no se hace nada. Hay una frase que
he escuchado tantas veces que dice: "Y. bueno". Pero en ese momento no se podía
decir "y... bueno". Había que hacer algo y lo hicimos", dice.
La vida quiso que su relación con los conflictos
armados no terminara ahí: casi cuarenta años después sería su hijo quien fuera
piloto del Ejército. Con una diferencia: no volaría en defensa de la Corona
británica, sino en contra, como parte del ejército argentino.
"Había que hacer algo y lo hicimos", dice
Scott, que peleó por los británicos; su hijo, también piloto, combatió en las
Malvinas para el Ejército Argentino
John Gifford Stower nació el 15 de septiembre de
1916 en la provincia de Jujuy. Se alistó como voluntario y formó parte de la
RAF como piloto de un bombardero Wellington. Después de varias misiones, su
avión fue derribado y cayó al agua. Él sobrevivió junto con todos los
tripulantes, pero fueron capturados por el ejército alemán y enviados a Stalag
Luft III, un campo de prisioneros. De allí logró escapar y se dejó recapturar
para poner en marcha un plan mayor: organizar una fuga masiva.
Así lo hicieron: 75 prisioneros británicos, muchos
de ellos de la RAF, se fugaron de aquella prisión. Sin embargo, fueron
recapturados. Por orden directa de Hitler, que sentía que su ejército había
sido avergonzado con la fuga, 50 de esos prisioneros fueron ejecutados, entre
ellos, el argentino John Gifford Stower, uno de los cerebros de esa gran fuga.
Fue fusilado en algún lugar de un bosque alemán.
Su historia sí fue inmortalizada: es uno de
personajes de la película El gran escape (1963), con Steve McQueen y James Garner.
Pero otra vez se omite un detalle: aquel hombre libre era también argentino.
Stanley me toma la mano. Gracias, dice. Gracias. En
sus ojos se forman dos medialunas de lágrimas. No caen, están ahí contenidas
debajo de sus ojos rojos. A pesar de sus 94 años, tiene la voz firme. Le cuesta
un poco caminar por una lesión que arrastra en la columna desde que su avión
tuvo que aterrizar de emergencia, el 1° de abril de 1945, en territorio alemán.
Pero tiene el carácter fuerte como un roble. El Roble Coggan, a bordo de un
Halifax, volando rasante para detener al fascismo. Alguien pudo escribir su
leyenda en las tantas crónicas de la gran guerra. Se escribirá ahora, en estas
líneas que llegan, en su caso, a tiempo. Aunque no todos los héroes pudieron
esperar, él sí.
Los ruidos de los autos entran por el balcón de su
casa, un primer piso en Lomas de Zamora. Hay insignias de distintos países
colgadas en la pared. Un escudo de armas original, una señal vikinga, carteles
en danés de bienvenida. Los colecciona su hijo, Danny, que nos recibe contando
historias de familia. En la habitación, conviven dos diplomas de honor: uno al
padre de Stanley de parte de la Corona británica, por haber peleado en la
Primera Guerra Mundial. Otro, al lado, del Congreso de la Nación Argentina, a
él, por haber peleado en la Segunda.
"En 1942 cumplí 18 años y le dije a mi padre
que quería irme de voluntario. Me dijo que él no me podía parar porque también
había sido voluntario en el '14. Y así es como zarpé el 10 de diciembre de ese
año, convencido. Yo siempre había sido un defensor de la democracia. Y antes de
que Hitler llegara a la Argentina, lo iba a ir a combatir sin importar dónde
fuera. Realmente era un hombre sin corazón. Le gustaba ser lo que fue: un
dictador", dice.
Realizó 14 misiones a bordo de un Halifax
cuatrimotor y 15 en un Lancaster. "¿Qué sentía mientras piloteaba?",
repite después de escuchar la pregunta. No tarda en responder: "Nada.
Nosotros tomábamos dos pastillas: una para no adormecernos, porque teníamos muchas
misiones de noche, y otra para tranquilidad emocional. Así que sentía
tranquilidad. Para ser piloto hay que tener un corazón de mármol y olvidarse de
todo el resto. Porque hay tanto que hacer que es imposible si no. Hay un
objetivo y hay que cumplirlo, y así es como ganamos la guerra", recuerda.
El 3 de abril de 1945 ya todo estaba terminando. Lo
mandaron bombardear un centro neurálgico de ferrocarriles en la zona de Ruhr,
Alemania. Fue el día en que las pastillas para la tranquilidad dejaron de
funcionar. En su Remedios de Escalada natal, zona sur del conurbano bonaerense,
Stanley había trabajado más de dos años en una central de ferrocarril. Y ahora
tenía que destruir una especie de maqueta de su hogar. Lo hizo, sin embargo.
"Estaba bombardeando y me sentí muy afectado.
¿Te imaginás lo que significó para mí? Era como bombardear mi casa. Y eso me
hizo mal. Me hizo mal. Tal es así que, al volver, estaba aturdido, y una
esquirla de cañones antiaéreos me llegó a destruir uno de los motores internos
del avión y me lesionó la pierna. Además, dejó averiado el motor de aterrizaje.
Avisé a la base y me dijeron que amenizara en el Canal de la Mancha, es decir,
que aterrizara en el agua. I've got juice, les respondí. ¡Tengo petróleo, tengo
jugo! Haga lo posible de llegar a Dover, me respondieron, al sur de Inglaterra.
Entonces, di la orden de eliminar material pesado, y entre todas las cosas que
descartaron tiraron mi paracaídas, que incluía mi almohadón del asiento. Así
que tuve que aterrizar forzosamente sin tren de aterrizaje y sentado en un
asiento metálico. Y lo logré, no le pasó nada a la tripulación, pero me lastimé
mucho la base de la columna y la pierna. Fue mi última misión. Pasé 30 días en
el hospital y a los cinco días de salir, el 8 de mayo de 1945, la pesadilla terminó".
Cuando se enteró, se arrodilló y miró al cielo. Era
mucha la gente que por entonces miraba al cielo para agradecer. "Yo había
elegido ser piloto porque, de todas las posibilidades que había, estar en el
cielo era la que te ponía más cerca de Dios", dice.
"Gracias, pensé. Mi granito de arena surtió
efecto, pensé. Dios me ayudó. Sí, eso pensé. Y hasta el día de hoy sigo
pensando igual: Dios me ayuda a tener 94 años y estar en pie".
Lo desmovilizaron el 25 de julio de 1946. El 27 se
subió al barco y el 29 salió de Londres. Al mes estaba en Buenos Aires, yendo
con otros camaradas a una parrilla en la avenida Corrientes.
¿Qué siente, Stanley? ¿Qué significa haber estado
ahí?
Pienso que forma parte de mi historia. He pasado
por cosas lindas, cosas feas. pero siempre proyectándome a algo mejor. No me
puedo quejar por lo que he vivido, y en especial en este momento, donde es
necesario que todos tiremos del mismo lado. La cinchada es a todo o nada, y yo
estuve muy cerca de nada. Por eso rezo a la mañana y a la noche para que haya
paz y tranquilidad, y que podamos ver las cosas lindas que hay en este mundo.
Guerra, no. No quiero saber más nada de guerras. Si hubiera otra guerra me
tiraría del balcón, porque las guerras no traen nada. Tenemos que tirar todos
juntos. Debemos hacerlo en la Argentina, carajo. Debemos tirar todos juntos.
Fuente: www.lanacion.com.ar