26 de noviembre de 2018
LA AVIACIÓN: UNA NUEVA AMENAZA EN LA GUERRA CIVIL ESPAÑOLA
Antesala de la Segunda Guerra Mundial, la Guerra
Civil española demostró al mundo el mortífero poder que había alcanzado la aviación.
Las ciudades se convirtieron en objetivo militar.
Por Joaquín ARMADA
Carga de bombas a un He 111E de la Legión Cóndor
Los Ju-52 alemanes llevan días y noches atacando
Madrid cuando el periodista y escritor Arturo Barea recuerda asqueado una
visita al aeródromo de Getafe muchos años antes, durante el reinado de Alfonso
XIII. Allí, un técnico alemán le describió cómo el cuatrimotor comercial que
presentaba, un Junkers G-38, podía convertirse en pocas horas en un bombardero.
“Era tan fácil lanzar bombas sobre ciudades indefensas: se desatornillan unos
falsos remaches y se atornillan las patas de ametralladoras o las perchas para
las bombas...”. Fue así, como cuenta Barea en la novela autobiográfica La
llama, con aviones de transporte reconvertidos artesanalmente en bombarderos,
como empezaron los ataques a las ciudades y pueblos españoles nada más estallar
la Guerra Civil.
Cuando el 17 de julio tiene lugar la sublevación
contra el gobierno de la República no existen bombarderos en España, pero los
dos bandos no tardan en transformar los contados Fokker F-VII y Douglas DC-2 de
que disponen. Ignacio Hidalgo de Cisneros, jefe de la aviación republicana,
describe en sus memorias la improvisada y mortífera chapuza: “La instalación
que hicimos fue muy simple: quitamos la puerta del fuselaje y pusimos en la
parte baja del hueco una rampa de madera como las que empleaban las lavanderas,
bien encerada. Sobre ella colocábamos una bomba de cien kilos. El observador,
con su visor, iba en la cabina del piloto. Cuando calculaba que el avión estaba
pasando por la vertical del objetivo, levantaba un brazo. A esta señal se
empujaba la bomba con el pie, haciéndola deslizar por la rampa”.
Más que a patadas, las bombas se tiran en los
primeros días a mano... y a ojo. Los dos bandos deciden atacar desde el
principio las ciudades del enemigo. El 17 y 18 de julio, los improvisados
bombarderos republicanos atacan Ceuta, Larache, Melilla y Tetuán. Su objetivo
son los cuarteles de los militares sublevados, pero en Tetuán las bombas
provocan numerosas víctimas entre la población local. Pronto los sublevados
cuentan con auténticos bombarderos. El primer Ju-52 alemán llega el 29 de
julio. Al día siguiente, Mussolini envía a Franco 12 bombarderos S-81. Los
Junkers, que pronto superan la veintena, se utilizan primero para el decisivo
puente aéreo que permite que el ejército de África burle la vigilancia republicana
del Estrecho. Pero conforme dejan de ser necesarios como transporte, los
trimotores se reconvierten en los bombarderos que Junkers había soñado.
A pesar de la precariedad de las técnicas
empleadas, los ataques causan víctimas civiles desde el primer momento. Ambos
bandos carecen de los cazas y cañones antiaéreos necesarios para defender sus
pueblos y ciudades. Lejos de llegar a un acuerdo que pare los ataques, recurren
al terror. Con los primeros bombardeos llegan los asesinatos de presos
políticos. En la España sublevada, las autoridades militares aprueban bandos
anunciándolos. Ocurre en Granada tras el primer ataque en la noche del 29 de
julio. El anuncio no frena los bombardeos. Solo en agosto, la ciudad sufre 23
ataques, que provocan 26 muertos y 97 heridos. Como represalia por el ataque
del 6 de agosto, 20 presos políticos son ejecutados.
“Te escribo impresionado por lo que está ocurriendo
aquí, anota Manuel Fernández Montesinos, cuñado de Federico García Lorca y
alcalde republicano de Granada, preso en la cárcel de esta ciudad, desde hace
varios días y esta noche ha continuado: el fusilamiento de presos como
represalia por las víctimas de los bombardeos”. En la España republicana las
represalias no son oficiales, pero sí muy superiores. Las “sacas de presos” se
producen casi después de cada gran ataque. En Málaga, 270 personas son
ejecutadas entre agosto y septiembre. Más de 200 en Cartagena entre agosto y
octubre. En Guadalajara 280, cuando una multitud asalta la cárcel tras un
bombardeo que mata a 18 personas el 6 de diciembre de 1936.
Para entonces, los aviones franquistas llevan
semanas bombardeando Madrid. Los cazas y bombarderos italianos y alemanes dan a
los sublevados una abrumadora superioridad aérea que aprovechan en su avance
imparable hacia la capital. El 30 de octubre de 1936, un Ju-52 bombardea una
escuela en el centro de Getafe y mata a 60 niños. Arturo Barea, censor de las
crónicas de los corresponsales extranjeros en Madrid, quiere difundir las
imágenes de los niños muertos para lograr una condena internacional. Su jefe,
asustado por el imparable avance de las tropas franquistas sobre Madrid, quiere
destruirlas, pero Barea se niega: “Había un chiquitín con la boca abierta de
par en par en un grito que nunca acabó. Me pareció como si Hidalgo, en su
miedo, estuviera asesinando de nuevo a estos niños muertos”. Las fotos serán
publicadas. Finalmente, Madrid no caerá, pero se convertirá en la primera gran
ciudad europea bombardeada de forma sistemática.
Vivir bajo las bombas
“Siempre que aparecen aviones en el cielo de Madrid
hay grupos de madrileños que se quedan en las esquinas siguiendo con la vista
sus evoluciones con la esperanza de que sean de la República y no de los
franquistas. “¡Son nuestros, son nuestros!”, grita entusiasmado un optimista. “¡Qué
van a ser nuestros, si son seis!”. “¿Es que no tenemos nosotros seis aviones?”.
“¡Que te crees tú eso!”. Manuel Chaves Nogales incluye esta conversación en La
defensa de Madrid, un extenso reportaje escrito en 1938 a partir de las notas
que el periodista tomó durante el largo noviembre de 1936, el mes en el que la
capital estuvo a punto de ser conquistada por las tropas franquistas.
Aunque el primer gran ataque ocurrió en la noche
del 27 de agosto, fue a partir del 23 de octubre cuando los Ju-52 iniciaron el
bombardeo diario de la ciudad. Sin cazas ni artillería antiaérea que les haga
frente, los lentos trimotores bombardean cuándo y dónde quieren. Y lo hacen con
total impunidad hasta que, en la primera semana de noviembre, entra en combate
la primera escuadrilla de cazas soviéticos, pronto bautizados por los madrileños
como “Chatos”. “Desde septiembre no hay corridas, escribe Jorge Martínez
Reverte en el ensayo La batalla de Madrid. Las sustituyen los combates aéreos
que, además, son gratis”. Es un entretenimiento mortal que se repetirá en las
otras grandes ciudades bombardeadas: Barcelona, Valencia, Alicante, pese a las
advertencias oficiales del peligro.
En los primeros días, los motoristas avisan con sus
bocinas del inminente ataque y se improvisan refugios en los sótanos de los
grandes edificios. El bombardeo se intensifica en noviembre. Las colas para
comprar los alimentos racionados se convierten en un terrible imán para las
bombas. Los pícaros aprovechan la huida de las mujeres para ponerse los
primeros. Día a día, “Madrid fue teniendo aspecto de boca estropeada, con
enormes caries [...] las bombas, anota en su diario el escritor José Moreno
Villa, caían sobre iglesias, edificios de administración, casas humildes,
plazas públicas, escuelas y palacios indistintamente”. Solo el gran barrio
burgués, Salamanca, se salva del ataque. En el resto de la ciudad, los vecinos
aprenden qué acera evitar, duermen vestidos, tapan las ventanas y colocan sacos
de arena en los descansillos de las escaleras para apagar los inevitables
incendios, mientras las estaciones de metro se llenan de familias enteras que
viven en los andenes.
La “intimidación por bombardeos aéreos”, objetivo
del ataque, como reconoce el general Alfredo Kindelán, jefe de la aviación
franquista, fracasa. Porque entre los vecinos se extiende el miedo, pero
también el odio al enemigo y un macabro sentido del humor. Los madrileños
bautizan a la muerte “la Pepa”, y no tardan en encontrar apodos para los
aviones atacantes. Llaman a las escuadrillas de Ju-52 “las tres viudas”; “el
churrero” al bombardero del amanecer; “la burra de la leche” al de la madrugada.
Cuando el bombardeo es casi continuo, los nombres se reducen a “Otto” y
“Fritz”, protagonistas de los chistes alemanes. “Ya se ha marchado Otto; ahora
vendrá Fritz”, escribe Chaves Nogales recordando las conversaciones en las
calles. Los apodos cambiarán en cada ciudad. Los bilbaínos, con un humor que no
ha cambiado en siglos, bautizan a los Ju-52, el mayor de los bombarderos
franquistas, como “Pajarito”. Pero en otras pequeñas ciudades no hay tiempo
para motes. El bombardeo es tan terrible que destruirá la ciudad en un solo
día.
El bombardeo italiano de Barcelona en marzo de 1938
demostraría al mundo que bastaba un puñado de aviones para aterrorizar una gran
ciudad.
El infierno de Guernica
“Guernica fue... Hoy no es más que brasa y
cenizas”. Así resumía Telesforo Monzón, el consejero de Gobernación del
ejecutivo vasco, cómo había quedado la villa vizcaína tras el terrible
bombardeo de la Legión Cóndor. El telegrama, dirigido al gobierno republicano,
mostraba el terror que tenía el gobierno vasco a que Bilbao quedase reducida a
un puñado de humeantes esqueletos de hormigón. Los bombarderos alemanes e
italianos habían destruido el casco viejo de Durango el 31 de marzo provocando
250 muertos, pero la destrucción de Guernica fue muy superior. En solo unas
horas, cerca de cuarenta aviones arrasaron el 75% de la villa, en una
demostración de terror aéreo insólita en la historia hasta aquel 26 de abril de
1937.
Era lunes, día de mercado, cuando, a las cuatro y
media de la tarde, la campana mayor de Guernica avisó de la llegada de los
primeros bombarderos, tres trimotores S-79 italianos. Los siguientes ataques,
al menos cuatro oleadas, estuvieron íntegramente formados por bombarderos
alemanes de la Legión Cóndor, entre 17 y 19 Ju-52 y tres bimotores He-111 o
Do-17, más 13 cazas que realizaron varias pasadas ametrallando a aquellos que
intentaban huir. Por primera vez, los alemanes utilizaron una combinación de
bombas incendiarias de 50 kg y explosivas de 250 kg, que rompieron las tuberías
de agua e impidieron apagar los incendios que causaban las primeras. La mezcla
fue devastadora.
La destrucción fue tan grande que la propaganda
franquista no tardó en acusar al enemigo en un rápido comunicado. “Son
completamente falsas las noticias transmitidas por el ridículo presidente de la
República de Euzkadi [sic] [...] ¡Miente Aguirre! Miente vilmente. En primer
término, no hay aviación alemana ni extranjera en la España Nacional [...]. En
segundo lugar, Guernica no ha sido incendiada por nosotros, la España de Franco
no incendia”. La magnitud del bombardeo convirtió Guernica en un símbolo de la
lucha contra el fascismo. La propaganda republicana difundió folletos en el
extranjero afirmando que el bombardeo había provocado 1645 muertos y 889
heridos. Algunos de los estudios más recientes estiman el número de muertos
entre 250 y 300; aun así, cerca de un 5% de la población.
El corresponsal de The Times, George Steer, no
tardó en informar sobre la autoría alemana del bombardeo. Sus artículos
desmontaron rápidamente la primera e inverosímil versión de los sublevados del
ataque. A partir de entonces, el bando franquista se esforzó en justificar el
bombardeo como una operación táctica, destinada a destruir el puente para
impedir la retirada del ejército vasco, a pesar de que ni el puente sufrió
daños ni la combinación de bombas era necesaria para destruirlo, mientras los
historiadores franquistas harían responsable del ataque única y exclusivamente
a la Legión Cóndor, dado que Franco había ordenado que ninguna ciudad fuese
bombardeada sin su consentimiento. Si los alemanes desobedecieron al español,
no solo no fueron reprendidos por ello, sino que siguieron gozando de total
impunidad para utilizar las ciudades y pueblos peninsulares como un gran
polígono de tiro, efectuando pruebas que han permanecido ocultas casi 75 años.
El gran test de los “Stukas”
Los cazas y bombarderos que utilizaba la Legión
Cóndor eran transferidos a la fuerza aérea franquista conforme los pilotos
alemanes recibían versiones más modernas. Todos menos uno, el Ju-87, conocido
como “Stuka”. Todo lo que rodeaba a este revolucionario bombardero en picado se
mantenía en secreto. El prototipo número 4 llegó a Cádiz en la bodega del
carguero Usaramo, el 6 de agosto de 1936, entre los primeros aviones enviados a
los sublevados. Ningún otro aparato muestra mejor cómo la Alemania nazi utilizó
la Guerra Civil como un laboratorio para probar las armas y tácticas que
permitieron a la Luftwaffe, la aviación alemana, aterrorizar Europa durante la
Segunda Guerra Mundial.
Poco después del ataque de la Legión Cóndor a
Guernica, cuatro pueblos agrícolas del Maestrazgo sufrieron los bombardeos de
sus “Stuka” con bombas de 500 kg.
El prototipo fue testado a lo largo de 1937, y sus
mejoras se incorporaron a la primera versión de serie que llegó a España en
enero del año siguiente. Los tres ejemplares del Ju-87A no tardaron en ser
empleados en la ofensiva de las tropas franquistas sobre el frente de Aragón y
Levante, que partió en dos la zona republicana. Pero los mandos de la Legión
Cóndor no querían demostrar lo que el “Stuka” podía hacer ya, sino comprobar hasta
dónde podía llegar. “Les interesaba, sobre todo, verificar la precisión de los
bombardeos de los ‘Stuka’ con bombas de 500 kg”, escribe el historiador Antony
Beevor en La guerra civil española. Cuatro pequeños pueblos agrícolas del
Maestrazgo, Albocácer, el único que tenía una importancia estratégica, Ares del
Maestre, Benasal y Villar de Canes, sufrieron la terrorífica prueba.
Para poder llevar la gigantesca bomba de 500 kg, la
más grande empleada durante la conflagración, el “Stuka” debía prescindir de su
artillero trasero. Alejados del frente unos treinta kilómetros, sin defensa
alguna, los cuatro pueblos elegidos parecían perfectos para probar la que,
según Beevor, fue “el arma de mayor importancia psicológica que ensayó la
Legión Cóndor en España”. El ataque estuvo siempre precedido por un avión de
reconocimiento, mensajero inofensivo que fotografiaba los pueblos desde 4000
metros de altura para que los analistas de la Luftwaffe pudieran valorar
después los daños causados. El resultado fue un detallado informe de 50 páginas
del mayor Leopold Graf Fugger, ilustrado con 65 fotografías y recién
descubierto en los archivos alemanes por el Grupo de Recuperación de la Memoria
Histórica de Benasal.
El 25 de mayo de 1938, los “Stuka” lanzaron tres
bombas de 500 kg sobre Benasal, que destruyeron la calle mayor y la iglesia del
pueblo, mataron a 13 personas e hirieron a muchas más. En Ares del Maestre
cayeron nueve bombas, 16 vecinos fallecieron en el ataque y varios lo hicieron
días después por las heridas. En Villar de Canes perdieron la vida tres
personas. Cuando los pueblos fueron conquistados, los alemanes se hicieron
fotografías entre las ruinas de ayuntamientos, iglesias y casas para documentar
los daños causados. Para entonces, los cuatro pueblos ya estaban abandonados.
Los “Stuka” no solo habían demostrado que podían lanzar con precisión una bomba
gigantesca, sino que sus ataques infundían a sus víctimas un terror
inolvidable.
Morir bajo las bombas
La gran prueba de los “Stuka”, que durante décadas
solo ha sido una nota a pie de página en un puñado de libros sobre la Guerra
Civil española, demuestra que ni los pueblos pequeños y alejados del frente
estaban libres del terror aéreo. “No hay manera de amparar, por medio de
ametralladoras y cañones antiaéreos, todo el territorio leal”, reconocía
Indalecio Prieto, ministro de Defensa de la República, en junio de 1937. Los
habitantes de los pueblos y ciudades atacados ya lo habían comprobado. El 25 de
mayo de 1938, dos escuadrillas de S-79 italianos bombardearon el mercado de
abastos de la ciudad de Alicante. Murieron 236 personas, 224 resultaron heridas
“y una parte importante de la población, escriben los historiadores Josep María
Solé Sabaté y Joan Villarroya, inició un éxodo general que se ha conocido como
‘la columna del miedo’”. Este tipo de columnas se repitieron a lo largo de la
guerra en pueblos y ciudades de la España republicana. Decenas de miles de
personas huyeron para escapar de los bombardeos, cada vez más mortíferos.
Es muy difícil, casi imposible, saber cuántas
personas murieron durante la Guerra Civil a causa de los bombardeos.
Los que se quedaban tuvieron que convivir con
horrendas escenas cotidianas. “Yo he cruzado la calle Ferrocarril para ir a
trabajar, saltando para no pisar cadáveres”, escribirá años después la poeta
Gloria Fuertes recordando los ataques a Madrid. Los dos bandos saben que sus
bombarderos pueden causar un gran daño en la población enemiga. “Frente a los
aviones, arma terrible, no hay más recurso: la aviación usada con los mismos
métodos que emplee el enemigo, en mayores proporciones, si es posible. Es
decir, el terror contra el terror”, reconocía en su informe Indalecio Prieto.
Era una batalla en la que la República no podía competir. En 1937, el gobierno
republicano intenta pactar con el bando sublevado un acuerdo para no atacar las
ciudades, pero las negociaciones fracasan.
“Toda la noche se ha oído el rumor del cañón lejano
y las ametralladoras, anota en su diario el diplomático chileno Carlos Morla
Lynch el 3 de noviembre de 1938, atrapado en el Madrid sitiado,. El bombardeo
de anoche ha sido represalia por el de Toledo y Talavera de la Reina. ¡Salvajes
todos!”. Responder al bombardeo del enemigo se convirtió en la excusa perfecta
para justificar el ataque a la población civil. Aunque a partir de febrero de
1938 los ataques aéreos republicanos sobre pueblos y ciudades de la retaguardia
franquista se tornaron escasos, fue precisamente a finales de ese año cuando se
produjo el más mortífero de ellos. Cuatro días después del bombardeo que cita
Morla Lynch, tres “Katiuskas” arremetieron contra la ciudad cordobesa de Cabra.
Perdieron la vida 109 habitantes y más de doscientos resultaron heridos.
Es muy difícil, casi imposible, saber cuántas
personas murieron durante la Guerra Civil a causa de los bombardeos. En
septiembre de 1938, el representante español en la Asamblea de la Sociedad de
Naciones estimó que los ataques aéreos franquistas habían provocado 7000
muertos y 11000 heridos civiles. Pero, como destacan Solé Sabaté y Villarroya,
“una parte considerable de las víctimas mortales se produjo a partir del 22 de
diciembre de 1938, cuando el curso de la guerra era total y definitivamente
favorable a las armas franquistas”. Eso no impidió que continuasen los
ametrallamientos a los civiles que huían durante la conquista de Cataluña o el
bombardeo indiscriminado de muchos pueblos catalanes y levantinos. Hasta mayo
de aquel año, el bando franquista calculaba que los asaltos republicanos desde
el aire habían causado 1088 muertos y 2231 heridos. Ramón Salas Larrazábal
estimó en 11000 los civiles muertos en ambos bandos durante toda la guerra,
pero su cálculo parece inferior al posible total.
En la memoria de los supervivientes quedó para
siempre la muesca del miedo. La escritora Gamel Woolsey relató muy bien el
efecto traumático que causaban los ataques. “Habíamos vivido tantos bombardeos
antes de marcharnos de España, dice en su volumen Málaga en llamas, que llegué
a tener la idea inconsciente, creo que bastante justificada, de que todos los
aviones del mundo eran asesinos en potencia, hasta el punto de que, al llegar a
Inglaterra, no podía quitarme de encima la sensación de que cada avión que veía
iba ponerse a bombardear”. El bombardeo italiano de Barcelona en marzo de 1938
demostraría al mundo que bastaba un puñado de aviones para aterrorizar una gran
ciudad.
Fuente: https://www.lavanguardia.com