24 de noviembre de 2018
EL MÁS VALIENTE DE LA RAF NO PILOTÓ NINGÚN AVIÓN
Por José Ramón ALONSO
Pask durante un experimento de inmersión.
Edgar Alexander Pask nació en Derby el 4 de
septiembre de 1912. Consiguió una beca para estudiar Ciencias Naturales en el
Downing College de Oxford y continuó sus estudios de Medicina en Londres. Tras
formarse dos años más como residente en el London Hospital, se incorporó en 1930
para trabajar en el único departamento de anestesiología que existía en
Inglaterra, en Oxford, con el profesor Robert Macintosh.
Macintosh era un neozelandés que había pasado su
infancia en Argentina y había sido un as de la aviación en la I Guerra Mundial.
Se había hecho famoso por fugarse repetidas veces de los campos de prisioneros
en Alemania tras haber sido derribado dos veces en el continente. Macintosh,
que fue el primer catedrático de Anestesiología fuera de los Estados Unidos,
envió a Pask al Royal Sussex Hospital para ayudar con los heridos evacuados de
las playas de Dunquerque y posteriormente propuso a la Real Fuerza Aérea, la
RAF, que le llevaran a trabajar con ellos en el Laboratorio de Fisiología que
tenía el ejército en Farnborough. Allí realizó un amplio número de
experimentos, singulares por el peligro que entrañaban y porque, al contrario
que Sigmund Rascher y los otros médicos alemanes denunciados en Nuremberg, hizo
los experimentos sobre sí mismo.
Los militares de la RAF tenían muchos problemas,
pero el principal es que el número de pilotos era muy escaso y perdían muchos
no solo por las balas alemanas sino también por los ambientes hostiles en los
que se movían si eran derribados. Como escribió Pask en su tesis que presentó
después de la guerra, él “tenía cierta experiencia en la práctica clínica y
experimental de la anestesia y creía que los métodos usados en dicha práctica
podían ser empleados con utilidad en la solución de los problemas en
consideración”.
El primer problema eran los saltos en paracaídas
desde gran altitud. Los americanos habían prestado a la RAF en 1941 una serie
de aviones B17, las famosas “fortalezas volantes”. Estos bombarderos volaban a
gran altura y supuestamente podían lanzar sus bombas con exactitud, de día y desde
esa distancia. Los tripulantes, no obstante, tenían que volar en una fina
carcasa de aluminio, sin presurizar, a una altura superior al Everest y sufrían
un frío terrible y una grave falta de oxígeno. En el vuelo a gran altitud, la
hipoxia se desarrolla gradualmente, los pilotos sentían que se les iba la
cabeza, fatiga, cosquilleos en las extremidades y náuseas. Al recibir el
cerebro menos oxígeno de lo necesario, empezaban a sentir ataxia, dificultad
para coordinar los movimientos, desorientación, alucinaciones, fuertes dolores
de cabeza y un nivel reducido de consciencia. Si se prolongaba un minuto más
aparecía la cianosis, la bradicardia, la caída de la presión arterial y la
muerte.
Si el bombardero era derribado o tenía algún
problema y los tripulantes tenían que saltar en paracaídas la situación era
casi letal. Pask y otros cuatro jóvenes médicos realizaron diecisiete
experimentos simulando ellos mismos que se lanzaban a gran altura, metidos en
una cámara de descompresión y respirando mezclas pobres en oxígeno, menos del
7%, que les dejaban al borde de la asfixia. También lo probaron mientras
estaban colgados de un andamio en un arnés de paracaídas. Los registros de los
experimentos que se conservan recogen ansiedad, desvanecimientos, obstrucciones
de la laringe y la faringe, charcos de sudor, calambres y pérdidas de memoria.
Aquella información se usó para dar instrucciones a los pilotos que vieran su
avión fatalmente averiado sobre la altura a la que tenían que descender antes
de poder abandonar el avión con alguna posibilidad de salir con vida.
El segundo problema era la respiración artificial.
Los pilotos que eran derribados sobre el Canal de la Mancha eran recogidos con
lanchas rápidas, pero a menudo estaban ya medio ahogados. Los tripulantes de
las lanchas, que incluían personal sanitario, intentaban maniobras de
resucitación, pero no era nada fácil en una lancha que se movía en mar abierto
a toda velocidad. Los médicos solicitaban a los marinos que se detuvieran, pero
eso exponía a todos los de la lancha al fuego alemán y no era una petición muy
popular entre los tripulantes. Pask decidió buscar otro método de resucitación
que fuera más sencillo que el de Schafer, que era el que todo el mundo
utilizaba en la época. Primero probaron en cadáveres y en voluntarios conscientes,
pero aquello no daba una idea clara, así que Pask dijo que lo anestesiaran con
éter hasta que tuviera una apnea y entonces lo intubaran y lo fijaran a un
tambor ahumado para medir los volúmenes de aire y, finalmente, con esa anestesia
profunda, lo tirasen a una piscina. Pask, que fumaba dos cajetillas diarias, no
lo pasó nada bien, pero consiguió encontrar un nuevo método, el “tablero
mecedor de Eva”, rotar a los pacientes sujetos a una camilla, que daba mejores
resultados y que fue rápidamente adoptado por el ejército y la marina.
El tercer tema importante para Pask fueron los
chalecos salvavidas. La idea era buena, un piloto inconsciente que cayera en el
mar podía ser mantenido a flote hasta que llegara el rescate. El problema es
que muchos aviadores aparecían boca abajo y ahogados. Pask hizo que le
anestesiaran, le generasen una parálisis farmacológicamente y le pusieran un
tubo en la boca para que pudiera respirar y le fueran probando distintos tipos
de chalecos y trajes de agua en la piscina. Uno de los más famosos era el
chaleco Mae West, llamado así por los soldados que decían que una vez hinchado
recordaba el poderío pectoral de esta actriz. Los experimentos eran dramáticos
y se filmaron para poder mostrar a los aviadores que “algo se estaba haciendo”.
Tras cada experimento, tenían que llevar a Pask al hospital para que se
recuperara y frecuentemente los diseños de chalecos no funcionaban bien y se
hundía entero, lo que aumentaba el riesgo de aspirar agua, pero nunca dejó de
hacerlo. Probaron los diseños con agua dulce y con agua salada y, para ver qué
tal funcionarían en una mar agitada, fueron a unos estudios de cine, los
Elstree Studios, que tenían una piscina que simulaba el oleaje en las películas
de batallas navales y repitieron las pruebas.
El cuarto tema era la hipotermia. Los pilotos que
caían al agua, en particular en el mar del Norte, solo aguantaban vivos unos
minutos por la temperatura del agua. La hipotermia genera una excitación del
sistema nervioso simpático: temblores, hipertensión, taquicardia, taquipnea,
vasoconstricción y liberación de glucosa del hígado, las medidas primeras para
conservar calor. Al poco tiempo se produce una confusión mental y los vasos
sanguíneos se contraen aún más para intentar mantener el poco calor en los
órganos vitales, cerebro y corazón. El sujeto tiene entonces una palidez
extrema y los labios, oídos y dedos están azulados. Finalmente, cae el ritmo
cardíaco y respiratorio y la presión sanguínea, surgen las dificultades para
hablar, el pensamiento enlentecido y la amnesia, le resulta imposible manejar
las manos y es posible que aparezca un estupor o un comportamiento irracional.
Finalmente, fallan los órganos principales y el piloto muere.
Pask probó una serie de materiales y diseños para
hacer un traje de vuelo que fuera confortable, mantuviera el calor y fuese
estanco. Los probaron al típico estilo Pask: lanzándole en paracaídas al mar en
invierno al norte de las Shetland. Vio que el traje era demasiado caluroso pero
el experimento tuvo que detenerse porque los espectadores que le esperaban en
un bote para sacarle del agua estaban muriendo de frío.
El quinto y último problema en el que trabajó Pask
es el más surrealista: los famosos puros de Winston Churchill. Churchill, que
fumaba entre ocho y diez puros al día, no podía dejar el tabaco ni cuando
viajaba y eso se convirtió en un problema cuando tuvo que hacer largos vuelos
para reunirse con otros líderes mundiales con el objetivo de coordinar el
esfuerzo bélico. Para evitar los cazas alemanes, el avión del primer ministro,
a menudo un bombardero American Liberator, viajaba a gran altitud, lo que requería
usar máscaras de oxígeno a todos los tripulantes. El problema es que con la
máscara era imposible fumar un buen habano y Churchill pidió una solución a la
RAF que, a su vez, se lo encargó a Pask. La leyenda dice que hicieron para él
un agujero en la máscara que le permitiera fumar, pero no parece ser cierto,
pues un buen fisiólogo como Pask sabría los riesgos de combinar fuego y oxígeno
en la proximidad de la nariz del primer ministro.
Cuando Edgar Pask murió en 1966, con solo cincuenta
y tres años, entre sus posesiones se encontró una máscara de goma verde, de un
aspecto extraño y degradándose a ojos vista. Era una máscara del ejército
americano con la marca “BLB” y fabricada en torno a 1942. El uso del oxígeno
como terapia para los enfermos aquejados de una insuficiencia respiratoria se
conocía desde hacía tiempo, pero su aplicación era problemática, así que se
usaba una tienda que cubría al paciente y la mayor parte de la cama. El
problema es que eso hacía más difícil la observación y el tratamiento del
paciente y gastaba mucha cantidad de un gas, el oxígeno, que era caro. Tres
médicos de la Clínica Mayo, Walter Boothby, Randolph Lovelace II y Arthur
Bulbulian inventaron la máscara “BLB”, las iniciales de sus apellidos, que
cubría solo la nariz y permitía que los pacientes hablaran, comieran y bebieran
al mismo tiempo que recibían oxígeno. Los tres eran reservistas del ejército en
la II Guerra Mundial e introdujeron la máscara para uso de los aviadores para
evitar el problema de la hipoxia por el vuelo a gran altitud. ¿Por qué Pask
guardó aquella vieja máscara? ¿Es posible que fuera un recuerdo de aquella
ocasión que estuvo con Winston Churchill, usaron la máscara BLB de las que
había en el avión y consiguió que el primer ministro siguiera fumando sus marcas
favoritas de habanos, los Romeo y Julieta y los Aroma de Cuba? ¿La verdad?
Nunca lo sabremos.
Fuente: https://www.jotdown.es