7 de noviembre de 2018
EL SAMURÁI SOLITARIO QUE BOMBARDEÓ AMÉRICA
El aviador japonés Nobuo Fujita atacó Oregón durante
la II Guerra Mundial
Por Jacinto ANTÓN
Entre las más extravagantes aventuras de la II
Guerra Mundial está la del aviador japonés Nobuo Fujita, que, despegando desde
un submarino, trató de incendiar a bombazos los bosques de Oregón en el único
ataque aéreo que ha sufrido el territorio continental de EE UU hasta el 11-S.
Los resultados no fueron lo que se dice espectaculares.
Cuando aquella mañana del 9 de septiembre de 1942 el
sargento especialista y aviador de la Armada Imperial japonesa, Nobuo Fujita,
de 31 años, trepaba a la carlinga de su aeroplano, con cierta dificultad, pues
ceñía espada de samurái, era muy consciente de que estaba haciendo historia.
Fujita estaba a punto de despegar para bombardear por primera vez desde un
avión territorio continental de Estados Unidos. En concreto, los bosques de
Oregón.
El ataque aéreo de Fujita, en realidad dos, pues lo
repitió días más tarde, es el único de su clase que se ha realizado contra los EE
UU, descartando el cometido contra Pearl Harbor, en la isla Oahu, en Hawái,
hasta que los terroristas del 11-S estrellaron aviones contra las Torres
Gemelas y el Pentágono. La de Fujita, Faetón, hijo del Sol en la mitología
griega, de ojos rasgados, fue una agresión mucho menos luctuosa, de hecho, no
murió ni fue herido nadie, más audaz, e incluso estamos tentados de calificarla
de romántica. Fue además un fracaso: el objetivo era provocar grandes incendios
forestales con sus bombas, pero había llovido y los bosques estaban húmedos.
Era una operación arriesgada: hacer despegar un
avión desde la cubierta de un submarino tras haber navegado desde Japón hasta
la costa oeste de los EE UU y sobrevolar en solitario 80 kilómetros de
territorio enemigo hasta los grandes bosques del parque nacional del monte
Emily. Iba a ser una respuesta al osado bombardeo de Tokio por los B-25 de
Jimmy Doolittle en abril.
El plan, basado en el uso agresivo de la aviación
embarcada en submarinos, los japoneses eran los únicos que disponían de esa
innovación: un total de 41 de sus sumergibles portaban hidroaviones desmontados
y estibados en un hangar a tal efecto, lo había ideado el propio Fujita en su
tiempo libre, aunque su proyecto original era atacar el canal de Panamá.
El veterano aviador se quedó de una pieza cuando en
julio de 1942 fue requerido por el cuartel general de la Armada para una
reunión secreta en torno a su plan en la que estaba presente nada menos que el
príncipe Takamatsu, el hermano pequeño de la Sagrada Grulla, el emperador Hiro
Hito; "Fujita, vamos a enviarle a bombardear el continente
americano", le dijeron. A lo que el piloto contestó doblándose por la
cintura con un lacónico y marcial: "¡Hai!".
Nacido en 1911, Nobuo Fujita, pequeño y nervudo, se
alistó en la Armada Imperial en 1932 y, prendado de los aeroplanos y de la
mística del vuelo como muchos otros jóvenes de la época, consiguió hacerse
aviador de la marina, un destino entonces exclusivísimo, una pequeña hermandad
de pilotos de élite que por un tiempo reinaron en los cielos de Asia.
Fujita fue piloto de pruebas, y parece que
excelente, todo un natural flyer, y luego lo enviaron no a portaaviones, sino a
submarinos, un destino extravagante para un aviador en cualquier otra armada.
Embarcado en el I-25 durante la II Guerra Mundial, vivió aventuras sin cuento
realizando atrevidos vuelos de reconocimiento desde el sumergible con su
aparato, en puro estilo vol de nuit, orientándose por la luz de los faros
costeros, incluso voló sobre los puertos de Sidney, Melbourne y Auckland.
Su aeroplano era el pequeño hidroavión Yokosuka E14Y,
denominado Glenn por los aliados, que se lanzaba desde una rampa en cubierta y
que los operarios montaban en una hora. Su velocidad de crucero era de 135
kilómetros por hora, tenía una autonomía de cinco horas y, por toda defensa,
una ametralladora de 7,7 milímetros.
Aquel 9-S en la costa de Estados Unidos, tras
colocarse las antiparras típicas de los pilotos japoneses en forma de ojos de
gato, despegar con el buen augurio del sol naciente que se espejeaba en sus
alas y escuchar los "¡banzai!" de rigor de la tripulación del I-25,
Fujita y su observador, Shoji Okuda, que moriría luego durante la guerra,
volaron entre neblina y lanzaron sobre un denso bosque la primera de las seis
bombas de 76 kilos, que dispersaban al detonar 520 bolitas incendiarias en un
área de 90 metros cuadrados. Vieron el brillo de la explosión y llamas. Vecinos
del pueblecito de Brookings y guardabosques siguieron con lógica preocupación
las evoluciones del avioncito japonés, y se dio la alarma, incluso al FBI. Los
fuegos se extinguieron por sí mismos. Fujita volvió a atacar el día 29, esta
vez de noche, con el mismo resultado. De regreso al sumergible, salieron convencidos
de que habían obtenido un buen resultado.
La parte bonita de la historia de Fujita viene
después de la guerra, en la que continuó volando desde submarinos hasta que en
1944 le transfirieron al adiestramiento de kamikazes, un destino sin mucho
futuro. En 1962, el viejo piloto reconvertido en comerciante de metales recibió
una invitación para viajar a Brookings. Temiendo que fuera para juzgarle por
crímenes de guerra, se llevó su espada, por si había que hacerse el haraquiri.
Con gran sorpresa por su parte, le recibieron con simpatía. Tanta, que decidió
regalar al pueblo el sable de su familia, el que llevó en sus vuelos, que se
exhibe en el Ayuntamiento de la localidad.
Fujita regresó varias veces al pueblo, del que fue
nombrado ciudadano honorario, e incluso volvió a volar sobre los parajes de su
ataque y plantó un árbol, un retoño de secuoya, en el lugar exacto donde cayó
una de sus bombas. En 1997, cuando Fujita murió de cáncer de pulmón, su hija
Yoriko enterró parte de sus cenizas entre los bosques que el samurái aviador
quiso un día incendiar.
La siniestra operación
PX y los sumergibles portaaviones (*)
En una gran
matanza colectiva, como fue la II Guerra Mundial, la peripecia individual de
Fujita aparece como una fantástica aventura de la vieja escuela. Nos recuerda
que más allá de la imagen de los soldados japoneses como una horda fanatizada y
salvaje, el estereotipo, a menudo bien real, esencializado en el tokko, el
ataque especial, suicida, de los enjambres de kamikazes o las manadas de kaiten,
torpedos humanos, los militares nipones también protagonizaron lances
novelescos, hazañas admirables.
Es el caso del as
aviador Junichi Sasai, el Richtofen de Rabaul, cinturón negro de yudo, aunque
en el aire no le debía servir de mucho, que a los mandos de su Zero derribó
tres P-39 estadounidenses en 20 segundos y logró ¡cinco victorias! en el mismo
día sobre Guadalcanal, y además era apuesto y sensible. O el de Kanichi
Kashimura, el piloto que regresó con sólo un ala, hay fotos.
A esa tradición de
coraje y nobleza, de aeroplanos envueltos en un ethos de bushido, en flores de
cerezo y haikus, pertenece Fujita. Su aventura tiene un reverso siniestro:
abrió la puerta a la Operación PX. Una flota de submarinos, incluidos los
nuevos gigantes de la serie I-400, verdaderos portaaviones sumergidos equipados
cada uno con tres bombarderos Aichi M6A1 Seiran, debían lanzar un ataque
bacteriológico contra San Francisco con material suministrado por la unidad 731
del perverso Coronel Ishii. El fin de la guerra detuvo esos y otros planes
devastadores.
(*) Este artículo
apareció en la edición impresa del Domingo, 5 de agosto de 2007
Fuente: https://elpais.com