El aviador retirado Rafael de Madariaga, investigador de la historia de los españoles que volaron para la URSS, conoció a la célebre figura de la Luftwaffe
Por Jacinto
Antón
Steinhoff, antes de sufrir el accidente con su reactor.
Llevábamos
un buen rato hablando de pilotos de guerra, el cielo tras las cristaleras del
Zúrich se había llenado del estrépito de los dogfights (“¡Ángeles a las 10!
¡Ataco!”) y de las estelas de humo de los aparatos que caían derribados.
Entonces el aviador ya retirado Rafael de Madariaga, que empuñó en su día los
mandos de Sabre (“el último caza de verdad”) y Starfighter, miró al fondo de su
copa y en el líquido dorado pareció encontrar, atrapado como un antiguo insecto
en ámbar, un recuerdo especial. “En una ocasión le estreché la mano a
Steinhoff”, dijo. El nombre aterrizó sobre la mesa y casi me atraganto.
¡Johannes Macky Steinhoff!, ¡el as de caza alemán (176 victorias) que acabó la
II Guerra Mundial volando los reactores Me-262 y estrellándose al despegar del
aeropuerto de Munich-Reim! Mi piloto favorito.
Steinhoff,
al que le estallaron los cohetes que llevaba bajo las alas, se abrasó en su jet
pero sobrevivió, eso sí, con espantosas quemaduras, tipo El paciente inglés.
Considerado antes del percance el hombre más guapo de la Luftwaffe (que ya es
atributo), incluida una cicatriz sexi de esgrima en la mejilla izquierda, quedó
terriblemente desfigurado, como un Niki Lauda del aire. “No sabías dónde
mirarle”, me explicó el Capitán de aviación retirado y escritor Madariaga
(20.000 horas de vuelo en aparatos militares y civiles -20 años comandante de
Iberia-). “Su cara impresionaba mucho. Luego me enteré de que habían conseguido
que pudiera cerrar un ojo reconstruyéndole un párpado con un trozo de piel del
muslo. Pero ¡qué hombre!, un fuera de serie; yo, como todos los pilotos, le
admiraba mucho, y tenerle delante y estrecharle la mano fue un momento
impresionante”.
Madariaga
era entonces, en 1969, piloto de reactores del Ejército del Aire y Steinhoff
(1913-1994), uno de los pocos ases alemanes que sobrevivieron a la guerra, General
inspector de la nueva fuerza aérea de su país, auspiciada por la OTAN. “Vino a
investigar por qué los españoles teníamos muchos menos accidentes con los F-104
Starfighter que ellos. Básicamente, le dijimos, por tres razones: primero, el
tiempo es mucho mejor en España que en Alemania; segundo, porque ustedes están
haciendo volar a pilotos muy jóvenes y aquí en cambio no pilota nadie esos
aparatos con menos de 500 horas de vuelo; y tercero, porque tienen 950 unidades
y nosotros 21”. Steinhoff asintió. “El tipo tenía carácter: había dejado un mes
todos los Starfighter alemanes en tierra porque quería que les cambiaran el
asiento eyector por uno más seguro”.
Johannes Steinhoff, tras su accidente.
Macky
ya podía tener genio: en la II Guerra Mundial se había enfrentado a Goering en
el llamado “motín de los pilotos” por la ineficacia del corrupto
Reichsmarschall en la conducción de la guerra aérea. Había luchado como piloto
desde el inicio de la contienda, con el Me-109, y estuvo en todos los frentes,
incluida la Batalla de Inglaterra, la guerra en África e Italia, el Este, y la
defensa de Alemania. Lo derribaron 12 veces, pero el tío solo saltó en
paracaídas una: decía que no se fiaba de que se abriera y prefería aterrizar
con su avión averiado y a menudo convertido en un colador.
La vida
de Steinhoff (condecorado con la Cruz de Caballero con hojas de roble y
espadas), aunque fuera un piloto caballeroso y respetuoso de las convenciones
de la guerra y luego pudiera reciclarse en unas fuerzas armadas democráticas,
no está exenta de alguna sombra. Su hermana se casó con un oficial de la SD
miembro de los Einsatzgruppen que participó en la destrucción del ghetto de
Varsovia. Claro que no eres responsable de cómo sea tu cuñado. La hija del
aviador, en cambio, se casó con un senador de EE UU (por Colorado).
Madariaga,
un hombre de 77 años, apasionado de los aviones y la historia de la aviación,
con un aire juvenil y que conserva el punto travieso y desenfadado de los
pilotos de caza clásicos (te lo imaginas fácilmente con la gorra ladeada y el
puro en la boca), es autor de un libro reciente en el que profundiza en su
interés por los pilotos de la aviación republicana de la Guerra Civil. En
Aviadores españoles en la URSS, 1936-1948, el autor, que ya ha escrito sobre
Moscas y Tupolevs, sigue la peripecia del centenar de pilotos españoles que combatieron
en la Segunda Guerra Mundial enrolados en la fuerza aérea soviética, y que
derribaron en conjunto unos 75 aeroplanos rivales.
En
Aviadores españoles en la URSS, 1936-1948, Madariaga, que ya ha escrito sobre Moscas y Tupolevs,
sigue la peripecia del centenar de pilotos españoles que combatieron en la
Segunda Guerra Mundial enrolados en la fuerza aérea soviética, y que derribaron
en conjunto unos 75 aeroplanos rivales.
El
libro, basado en una minuciosa investigación en archivos rusos, lo publica
Galland Books, la misma editorial, por cierto, que ha publicado los dos,
estupendos, de memorias de Steinhoff: El estrecho de Mesina (2013), en el que
narra sus aventuras en Sicilia volando sobre Segesta, Agrigento y Erice con
excelente pulso literario (ser piloto de caza no te acredita inmediatamente
como buen escritor a no ser que te llames Saint-Exupéry o Salter) y donde nos
presenta a ese otro piloto irrepetible que es Armin Zöhler, que venía de
familia circense y él mismo de muchacho había trabajado con los Rivels; y A
última hora (2014), en el que describe la bofetada con el Me-262. No sé qué
habrían pensado los pilotos rojos de Madariaga de lo de aparecer en el mismo
catálogo que su enemigo (Steinhoff hizo la inmensa mayoría de sus derribos en
el frente ruso), el catálogo de una editorial que se llama además como esa otra
némesis de los aviadores Aliados que fue el General de los cazas de la
Luftwaffe y ex miembro de la Legión Cóndor Adolf Galland, jefe, camarada y
amigo de Steinhoff.
En el
libro de Madariaga hay aviadores sensacionales del bando contrario. Uno de mis
favoritos es Luis Lavin (14 derribos atribuidos), sobre todo porque lo conocí y
lo entrevisté -en la Aeroteca, la librería barcelonesa de aviación-. Era un
tipo que había vivido experiencias tremendas de las que no sobrevives si no
tienes la piel tan dura como el blindaje de los Sturmovik. Fue uno de los Niños
de la Guerra que consiguió ingresar en la fuerza aérea soviética. Voló en los
Lavochkin La-5, 7 y 9, combatió en Kursk y llegó a pilotar tras la guerra un
Mig-15. Madariaga destaca a Juan Lario, el español que más victorias logró en
Rusia, 27 (y 8 en la Guerra Civil), y participó en casi 900 misiones y cien
combates; luchó en Stalingrado y acabó mandando una escuadrilla de Spitfire IX;
y a Antonio García Cano, con cinco derribos en Rusia, y que fue (como Lario)
uno de los 18 españoles que volaron aviones alemanes en Chekálov, una operación
secreta para infiltrarse en las formaciones enemigas con aparatos capturados.
García Cano se encontró una vez, al derribar un Heinkel 111 y aterrizar junto a
su presa, a un aviador alemán que había estado en España en la Legión Cóndor,
lo que les dio para una buena conversación.
También
señala Madariaga a José María Pascual Popeye, con 9 victorias, cinco sobre
Stalingrado, donde fue derribado no sin antes abatir él otros tres cazas
alemanes seguidos; su nombre es, junto al del hijo de la Pasionaria, Rubén Ruiz
Ibárruri, que combatía en tanques, de los dos únicos de españoles en el Mamayev
Kurgán, el monumento a la decisiva batalla junto al Volga. Putin, dice
Madariaga, está estudiando hacerlo Héroe de la Unión Soviética a título
póstumo. Hay que quitarse el sombrero también ante Andrés Fierro, que derribo
un Ju-88 en un ataque tarán, es decir lanzándose con su aparato sobre el avión
enemigo, en plan tártaro del cielo.
Antonio García Cano, subiendo a su avión en la URSS.
Ases de la Guerra Civil lucharon en la URSS, como José María Bravo, que formó parte de la escolta aérea de Stalin, o Manuel Zarauza, “el piloto fantasma” porque, de pequeña estatura, parecía que no hubiera nadie en la cabina de su caza, y que murió en 1942 al chocar su aparato con el de un camarada soviético.
Madariaga
documenta los distintos caminos por los que los aviadores españoles llegaron a
combatir en la fuerza aérea de la URSS: veteranos de la Guerra Civil huidos,
Niños de la Guerra convertidos en pilotos, alumnos de la escuela de pilotaje de
Kirovabad; algunos lograron volver a ser pilotos tras tener que luchar como
guerrilleros. Los mandos soviéticos en general no supieron sacarles todo el
partido a unos aviadores, los que habían luchado en España, que tenían un buen
conocimiento de los aviones y pilotos alemanes, a los que habían derribado en
casa. Las suspicacias estalinistas jugaron en su contra. Curiosamente,
prácticamente el mismo número de españoles combatieron en el frente del Este a
favor de los soviéticos como en contra, pues los aviadores de la Escuadrilla
Azul, los pilotos voluntarios franquistas, eran también cerca de un centenar,
aunque a diferencia de los rojos, estaban agrupados en las mismas escuadrillas.
Derribaron la misma cantidad y tuvieron unas bajas parecidas, una veintena.
Nunca llegaron a combatir españoles contra españoles en el cielo de Rusia, dice
Madariaga.
El
escritor me explicó que siente una afinidad de colega con los viejos pilotos, a
muchos de los cuales entrevistó para sus libros y para revistas aeronáuticas.
Antes de despedirme le pregunté por los Starfighter, ¿eran tan peligrosos?
“Bueno, había que tener experiencia para volarlos, y yo la tenía”. Más simpatía
le despiertan los Sabre. “Un avión precioso, el último caza real”, suspiró. “Echo de menos volar”, confesó mientras nos
marchábamos y yo sentí que me había ganado la confianza del aviador como si
fuera su copiloto, o al menos su ametrallador de cola. Nos estrechamos la mano
y luego yo me quedé mirando la mía mientras recordaba aquellas líneas finales
de Steinhoff en Messerschmitts over Sicily, cuando su escuadrilla abandona la
isla: “Debajo de mí, a la derecha, estaba Cefalú. Decidí volar al norte sobre
las Lipari dando un amplio rodeo sobre el Estrecho de Mesina. Las cimas de las
montañas eran de un azul oscuro y sobre ellas la cumbre del Etna brilló como
una antorcha”.
Fuente:
https://elpais.com