El
inicio de la aviación en Alemania
En 1911
los zepelines gozaban de una imagen pública que representaba la fuerza y el
poderío del pueblo alemán. Su imponente presencia en el cielo anunciaba, sin
palabras, que aquellas máquinas, capaces de transportar bombas muy pesadas a
distancias remotas y gran altura, podrían tener un poder de destrucción
aterrador.
Sin
embargo, eran difíciles de maniobrar y cuando refrescaba el viento quedaban a
su merced. Además, sus balones repletos de hidrógeno los hacía muy vulnerables
al fuego y su gran tamaño los convertía en un blanco fácil para la artillería
antiaérea y la aviación enemiga. En 1911, muchas voces en el Ejército del
káiser recomendaban al mando que prestase más atención a los aeroplanos, cuyas
prestaciones mejoraban día a día.
Walther
Rathenau, director de la empresa Allgemeine Elektricitäts-Gesellschaft (AEG),
constituyó con el beneplácito del emperador Guillermo II, un potente grupo
industrial para fabricar y vender en Alemania los aviones de los Wright.
Banqueros, financieros y empresarios importantes como Stinnes y Loewe,
aportaron 500.000 marcos, en 1909, para impulsar el proyecto aeronáutico. Pero,
a pesar del músculo financiero e industrial de los promotores tan solo
conseguirían vender una aeronave, en 1911. El avión de los Wright quedó obsoleto
y los militares, al igual que había ocurrido en Francia, preferirían optar por
la tecnología nacional.
El General
jefe de Estado Mayor alemán, Helmuth von Moltke, fue quien impulsó la creación
de una agencia militar para que Alemania comprara los aviones más adecuados a
sus necesidades. Mientras que los políticos del ministerio de Guerra, se
inclinaban por seguir gastando dinero en dirigibles de cuerpo rígido, muchos
mandos del Ejército preferían los aeroplanos, más pequeños y versátiles y menos
costosos.
A
finales de 1911, el Ejército alemán contaba con 30 aeroplanos y Moltke quería
incrementar aquél número de forma significativa por lo que deseaba adquirir 112
unidades para que se las entregaran el año siguiente. Sin embargo, el jefe del
Estado Mayor de la Marina, August von Heeringen, convenció al káiser de que
Alemania debía mantener la supremacía aérea con sus grandes dirigibles de
cuerpo rígido. Moltke tuvo que atemperar sus apetencias y empleó poco más de la
mitad de su presupuesto aéreo en aeronaves y el resto lo dedicó a los
dirigibles.
Los
austríacos fabricaban un avión robusto, que en el encuentro aeronáutico de
Wiener Neustadt, de septiembre de 1910, había destacado frente a sus
competidores extranjeros. Se trataba del Taube, un aeroplano diseñado por Igor
Etrich equipado con un motor de 60 HP de Ferdinand Porsche. El jefe de Estado
Mayor austríaco, General Conrad, obtuvo autorización de su ministro en 1911
para comprar 200 aeroplanos y entrenar a 400 pilotos. El Ejército alemán eligió
también al Taube, que lo fabricaba Lohner en Austria, y designó empresas
alemanas como Albatros, Rumpler y Aviatik, para que lo produjeran en su país,
bajo licencia.
Cuando
Anthony Fokker construyó su primer avión, en Baden Baden, y empezó a volar, el
Ejército de su país disponía de muy pocos aviones y las empresas alemanas
interesadas en desarrollar la aviación no contaban con diseños propios.
En
Alemania, la élite de la comunidad aeronáutica —inventores, pilotos y
fabricantes— se aglutinó en torno a un aeródromo próximo a la capital, Berlín.
Al igual que había ocurrido en Issy les Moulineaux, en Francia, o en
Brooklands, en el Reino Unido, los entusiastas de la aviación buscaron algún
aeródromo para compartir sus experiencias y volar en público. El centro de la aviación
alemana se ubicó en Johannisthal.
El
aeródromo estaba rodeado de hangares donde los aviadores y fabricantes
construían sus aeroplanos, los modificaban, y guardaban el material. Muy de
mañana y al atardecer, cuando no soplaba el viento, se realizaban vuelos de
demostración. La gente acudía a ver las exhibiciones y pagaba por el
espectáculo un dinero que se repartían los pilotos, en función del tiempo que
había durado cada vuelo. Entre los habitantes de aquél pequeño mundo abundaban
jóvenes ociosos de familias adineradas, esnobs, en busca de aventuras. Otros
eran profesionales del pilotaje que únicamente pretendían ganar tanto dinero
como fuera posible. También los había que estaban en Johannisthal porque
querían aprender a volar. Muchos, eran mecánicos a sueldo que trabajaban para
los más acomodados y los fabricantes. Pocos trataban de vender sus ideas y, lo
que no faltaba, era interesados en hacer de la producción de aeroplanos un
negocio, que ocupaba a pilotos, mecánicos, vendedores y profesionales de las
relaciones públicas que andaban de un lugar a otro, en busca de oportunidades.
Alrededor de los protagonistas de la gran comedia, que todos los días se
representaba en el aeródromo, pululaba una cohorte de acompañantes en la que
destacaban las mujeres elegantes y divertidas en busca de entretenimiento.
Papa
Senftleben regentaba el café de Johannisthal. Allí se reunían los más frívolos
para escuchar música y tomar copas, después del vuelo de la tarde, antes de que
su caravana de automóviles lujosos los trasladara a Berlín para continuar con
la fiesta hasta bien entrada la noche o la madrugada. Algunos regresaban de la
juerga justo para sentarse en la cabina de su avión, volar cuando el sol se
asomaba por el horizonte, desayunar, y meterse en la cama hasta el atardecer.
A
finales de 1911 volar era un ejercicio peligroso. La ocupación principal de la
mayoría de los aviadores consistía en participar en demostraciones de vuelo
para satisfacer la curiosidad del público. En estas exhibiciones los pilotos se
veían obligados a arriesgar cada vez un poco más. Desde la invención del globo
aerostático había sido así. A las masas les excitaba la presencia de un ingenio
que desafiara las fuerzas de la naturaleza, con un hombre, con poderes casi
sobrenaturales capaz de dominar semejante artefacto. Si el espectáculo no
saciaba el morboso y voraz apetito que sentía la muchedumbre de ver cómo el
héroe vencía con su artilugio a la bestia, encarnada en las leyes de la
naturaleza, solía desencadenarse una reacción muy violenta por parte de los
asistentes.
Los
pilotos se enfrentaban a los peligros del aire y también al de las
muchedumbres. El desarrollo de la industria aeronáutica dependía del negocio de
la fabricación de aviones y, en el estado tecnológico en que se encontraba
aquel invento, los aeroplanos no tenían mayor utilidad práctica que la que
quisieran darles los Ejércitos.
Se
trataba de organizaciones muy conservadoras que tardaban en adoptar cambios y
que éstos casi siempre llegaban de la mano de la necesidad más que de la
iniciativa propia. Francia era la nación que, en mayor medida, había iniciado
el proceso de integrar la aviación en sus fuerzas armadas. En 1911, Alemania
andaba un tanto rezagada en materia de aeroplanos. Por tanto, las exhibiciones
aéreas, eran por el momento, el único modo de sobrevivir que tenía aquella
incipiente comunidad aeronáutica en Johannisthal.
El
amor: Ljuba Galantschikova
En
diciembre de 1911, Anthony Fokker y Fritz Cremer decidieron instalarse en
Johannisthal donde Tony pretendía ganar dinero con vuelos de demostración,
hacer el avión de Fritz y vender aeroplanos a quién tuviera intención de
comprarlos. Hasta aquél momento, Fokker nunca había tenido la oportunidad de
contrastar sus ideas con otros expertos. El método de prueba y error había
funcionado en su caso, extraordinariamente bien, pero era poco eficiente y
arriesgado tratar de repetir en solitario un camino que ya había sido andado
por otros aviadores.
Poco
después de que Fokker se instalara en el campo con su aeronave recibió la
visita de Willy Rosenstein y sus adláteres. Willy volaba un Taube fabricado por
Rumpler y era el héroe del aeródromo que concitaba la envidia y el respeto de
la pequeña comunidad de Johannisthal por la maestría con que manejaba el
aeroplano. En el café de Senftleben sus opiniones eran los patrones con los
que, en Johannisthal, se valoraban las cualidades de los aeroplanos y sus
pilotos. Rosenstein saludó a Anthony con displicencia y se quedó un largo rato
mirando su avión. Sus acompañantes se mantuvieron muy pendientes de él, en
silencio. Al cabo de un tiempo —que a Fokker se le hizo eterno— Rosenstein se
volvió a sus acompañantes y les dijo que aquél trasto era tan bueno para
matarse como cualquier otro. A Tony le sentaron muy mal las carcajadas del grupo
de aeronautas que, sin hacerle más caso, abandonaron el hangar mientras él se
quedaba perplejo, escuchando el eco de sus voces. Era la primera evaluación que
hacía un experto de su aeronave.
Rosenstein
se equivocó. El primer día que Fokker trató de volar tuvo un incidente que lo
dejó en tierra. Su motor se negó a arrancar después de muchos intentos. Daba
unas cuantas explosiones cuando él giraba la hélice y luego se paraba. Así, una
y otra vez, hasta que, aburrido, tuvo que abandonar la idea de volar aquella
tarde. Al día siguiente se dio cuenta de que alguien había puesto azúcar en el
depósito de gasolina de su aeroplano. Limpió el carburador, los conductos,
cambió el combustible y desde entonces tuvo que montar guardia permanente para
que no le volvieran a sabotear el aparato. Se enteró de que aquello era
habitual en el campo de vuelos. Los pilotos cobraban en proporción al tiempo
que cada uno permanecía en el aire. Si él no volaba, otros ocupaban su lugar y
ganaban más dinero.
El
primer día que Anthony voló era domingo y Johannisthal estaba abarrotado de
espectadores. Soplaba algo de viento por lo que la mayoría de los pilotos
habían decidido quedarse en tierra. Solamente dos de ellos estaban en el aire:
Rosenstein y Amabróvich. Este último era un piloto ruso, muy bueno, que tenía
tanta fama como el judío Rosenstein y volaba un aeroplano del tipo Wright.
Fokker
sorprendió a todos con su extraordinaria forma de volar. Su avión, estable y
sin alerones ni mecanismo de torsión para efectuar giros con inclinación
lateral, exigía que Anthony desplazara el cuerpo a un lado, al tiempo que
accionaba el timón de dirección. Le costaba un poco más hacer que el avión
tomara aquella posición, pero por el contrario, era capaz de efectuar giros más
cerrados. Todo ello, gracias a la habilidad de Anthony Fokker. Aquella noche,
durante la cena en el café de Senftleben, Rosenstein se acercó a la mesa de
Fokker para felicitarlo en público. A partir de ese momento, Fokker se
convirtió en una persona muy respetada en Johannisthal.
En el
campo de vuelo, Fokker llevaba una vida muy ascética que contrastaba con la del
grupo de ricos y caprichosos, acostumbrados a la diversión, que le rodeaba. Se
levantaba a las cinco de la madrugada para volar y, después del primer vuelo
matutino, desayunaba en su hangar o en el café. Luego, pasaba el día encerrado
en el hangar trabajando en su avión, o en el nuevo aparato que estaba
construyendo para Cremer. Después del vuelo de la tarde se solía permitir el
lujo de cenar en el restaurante de Senftleben y se acostaba pronto. No bebía y
tampoco tenía tiempo para tontear demasiado con las guapas jovencitas que
rondaban por el aeródromo.
Su fama
como piloto y constructor de aeronaves se fue extendiendo y un día aparecieron
unos oficiales del ejército alemán interesados en su aeronave. Meses después
los militares le pidieron que hiciera un vuelo de prueba de Johannisthal al
aeródromo militar de Döberitz, que estaba a unos 30 kilómetros de distancia.
Más tarde también haría un vuelo de demostración para los militares, de Berlín
a Hamburgo, un trayecto de más de dos horas de vuelo que Tony dejó en manos de
su acompañante. Como su avión era muy estable se controlaba con facilidad y el
oficial que voló con él quedó favorablemente impresionado con el aeroplano de
Fokker.
El 24
de mayo de 1912, Tony efectuaba un vuelo de demostración con un oficial del
Ejército cuando uno de los cables que soportaba la carga de las alas del
aparato se partió y la aeronave cayó al suelo. Fokker perdió el conocimiento y
salvó la vida, milagrosamente, aunque se le rompieron algunas costillas. Sin
embargo, el militar falleció. Aquél accidente le plantearía serios problemas a
la hora de tratar de vender sus aviones al Ejército.
Para
reforzar la estructura de sus aparatos Tony contactó con un joven mecánico de
26 años que se llamaba Reinhold Platz y era experto en soldadura
oxiacetilénica. A finales de mayo, Platz, se incorporó a la plantilla de Fokker
en Johannisthal, que por entonces contaba con una veintena de personas.
En
agosto de 1912, Anthony se trasladó a San Petersburgo para participar en unas
demostraciones organizadas por el Gobierno ruso. Una de las personas a las que
había enseñado a volar, Grünberg, de origen ruso, le animó a que se presentara
al concurso organizado por el ejército del zar, Nicolás II, para seleccionar un
avión. Incluso, Grünberg, se ofreció a trabajar como agente comercial suyo.
Allí se encontró con Igor Sikorsky, Amabróvich y una amplia representación de
pilotos franceses. Muy pronto, la demostración aérea se convirtió en una
batalla acrobática entre Fokker y Amabróvich, los dos pilotos de Johannisthal.
Ya no se trataba de averiguar qué avión era el mejor sino de saber cuál de los
dos pilotos estaba más loco, porque sus piruetas en el aire fueron en aumento
hasta transgredir los límites de lo razonable. Anthony Fokker fue quién
abandonó la carrera de despropósitos que ganó el ruso Amabróvich. El resultado
de la exhibición, según el jurado, dio como vencedor a Amabróvich, después a
Sikorsky y Fokker quedó en tercer lugar. Un puesto magnífico si se tenía en
cuenta la nacionalidad de los ganadores y la de los jueces.
Del
viaje a Rusia, Anthony concluyó que vender aviones en aquel país estaba fuera
de su alcance. El sistema exigía que, antes de que un oficial se dignara hablar
con los fabricantes, fuera necesario pagar a la cadena de asistentes del
militar, desde el conserje hasta su secretario. Conforme aumentaba la
importancia del cargo del funcionario, también se incrementaba el precio a
pagar y los asuntos se decidían en esferas muy altas, por tanto muy caras. Los
medios económicos de Anthony, que seguía dependiendo de los préstamos que conseguía
de su padre, no le permitirían jugar a los negocios en la corte del zar Nicolás
II.
Sin
embargo, el joven holandés, quien confesaba no tener demasiado tiempo para
dedicarlo a las mujeres, en San Petersburgo se enamoró de una aviadora rusa:
Ljuba Galantschikova. La muchacha, de diecinueve años, se fue a Berlín con
Tony, quizá más interesada en sus aviones que en el piloto. Vivieron un corto
romance en el que Ljuba consiguió con un Spider ganar un record de altura para
aviadoras (2200 metros). Pronto lo abandonó, seducida por la galantería y buena
planta de otro aviador de Johannisthal, Gustav Adolf Michaelis.
Tony,
descorazonado, pasó una mala temporada. Michaelis sufrió un accidente en el que
perdió la vida el 27 de mayo de 1913 y dos meses después Ljuba encontró el
consuelo en brazos de otro piloto, francés, Léon Letord con quien se marchó a
París dejando a Tony completamente desconcertado. Fokker pasó algunas semanas
buscando el consuelo en los cabarets de Berlín, aunque —según él mismo confesó
en su autobiografía— nunca supo entender bien a las mujeres. En realidad a Tony
no le interesaba nada que no fueran los aviones y cualquier conversación que
versara sobre otro tema le parecía aburrida y enseguida perdía interés, algo
que era incapaz de disimular.
Fuente:
https://elsecretodelospajaros.net