La
aviación en el mundo, en 1910
A
finales de 1910, la aviación estaba en su infancia, pero durante los últimos
siete años, que habían transcurrido desde que los hermanos Wright volaran por
primera vez en las dunas de Kitty Hawk, el progreso no fue despreciable.
Orville
Wright inauguró el vuelo de los modernos aeroplanos el 17 de diciembre de 1903
al despegar de un terreno nivelado y permanecer en el aire, a unos tres metros
de altura, durante un recorrido, de aproximadamente 40 metros, que duró doce
segundos. Los Wright se dieron cuenta de que su máquina tenía poca utilidad
práctica y durante casi dos años la perfeccionaron en secreto para que nadie
pudiese copiar sus ideas.
En
octubre de 1905, con su aeroplano, Orville y Wilbur realizaban figuras de ocho
en el aire, aterrizaban y despegaban con seguridad y podían volar durante más
de media hora en la que recorrían alrededor de 20 millas. Para que el avión
subiera o bajase utilizaban un plano en el morro, el timón de profundidad, y para
girar empleaban un sistema de torsión de las alas que en una incrementaba el
ángulo de ataque y en otra lo disminuía, junto con un timón de dirección en el
plano vertical que colocaron en la cola.
El gran
avance de los Wright, con respecto a los otros inventores de su época —que
mostraron por primera vez en público cuando Wilbur voló en Le Mans, Francia, en
agosto de 1908— fue el control que ejercían sobre su aparato en los giros.
Hasta entonces, algunos pilotos habían conseguido volar; el primero que lo hizo
en público fue Santos Dumont en París, el 13 de septiembre de 1906. Su aparato,
el 14 bis, con alas de cajón, disponía de unos sistemas de control mucho más
rudimentarios que los de los Wright.
Los
primeros aviones franceses, casi todos construidos por los Voisin, tenían alas
de cajón, no disponían de mecanismo de torsión de las alas o alerones, y los
pilotos como Delagrange y Farman realizaban giros con cierta dificultad. Las
exhibiciones de vuelo de Wilbur en Le Mans, Avours y después en Pau, abrieron
los ojos a los inventores de aviones.
En
1910, cuando Fokker empezó a construir su primer avión, los aeroplanos más
avanzados podían permanecer en el aire durante varias horas, superar los 80
kilómetros por hora de velocidad y sus sistemas de control les permitían
efectuar todo tipo de maniobras.
Francia
era el país en el que la aeronáutica había alcanzado mayor nivel de desarrollo.
Desde que, en 1783, los hermanos Montgolfier inauguraron la aerostación con sus
globos de aire caliente, los franceses tenían a gala ser los líderes de la
navegación aérea en el mundo. La irrupción de los Wright en el panorama
aeronáutico internacional, en 1903, fue un duro revés para los círculos de
aviadores franceses. Durante años no habían querido dar crédito a los estadounidenses,
pero los vuelos de Wilbur en Le Mans despejaron todas sus dudas y tuvieron que
aceptar la evidencia de que dos desconocidos fabricantes de bicicletas habían
ganado la carrera de la invención de la máquina de volar más pesada que el
aire. Sin embargo, los galos no se arredraron y, al año siguiente de aquella
exhibición en Le Mans del norteamericano, el francés Blériot demostró que la
aviación tenía un uso práctico. Hasta entonces, las exhibiciones se hacían en
aeródromos en los que el público podía disfrutar de la contemplación de
aquellos asombrosos pajarracos de madera y tela, propulsados por hélices que
movían un ruidoso motor. Pero, la verdadera utilidad de la aviación no era la
de embelesar a los curiosos sino llevar pasajeros y carga de un lugar a otro
del planeta.
Blériot,
al enlazar Francia con el Reino Unido, con su histórico vuelo de Barraques a
Dover el 28 de julio de 1909, puso en una imagen, ante los ojos del mundo, el
potencial que tenía el nuevo modo de transporte. Al mes siguiente de aquel gran
acontecimiento, los fabricantes de champagne franceses celebraron en Reims la
Gran Semana Aeronáutica.
El
estadounidense Glenn Curtiss ganó el premio de velocidad en la Gran Semana, al
promediar sus vueltas con una velocidad de 75,79 kilómetros hora, y el segundo
clasificado, en esta competición, fue Blériot. Aunque el avión de Blériot era
más rápido, el norteamericano supo sacarle mejor partido a su aeroplano.
La
victoria de Curtiss, con un avión menos veloz que el de su competidor,
resaltaría el hecho de que, en la aviación, la habilidad del piloto contaba
tanto como las prestaciones del aparato. Curtiss había sido el primero en
utilizar con éxito los alerones, pequeños planos en las puntas de las alas,
para inducir los giros laterales.
La idea
la había sugerido Alexander Graham Bell, el inventor de los modernos sistemas
de telefonía, a los técnicos de la Aerial Experiment Association (AEA) cuando
Curtiss formaba parte de aquella organización creada por Bell.
La
prueba de permanencia en el aire, en la Gran Semana, era el premio mejor
remunerado. Lo ganó Henri Farman, al volar 180 kilómetros durante 3 horas, 4
minutos y 56 segundos. Farman aburrió a los espectadores y se hizo tan tarde
que tuvieron que encenderle antorchas en el campo para señalizar la pista al
anochecer.
Los
Wright no participaron en aquél gran evento que evidenciaría su pérdida del
liderazgo tecnológico aeronáutico. Los pilotos que se inscribieron en la Gran
Semana con aviones del tipo Wright tuvieron poco éxito. Los hermanos de Dayton,
a cambio, optaron por una estrategia defensiva. Poco antes de que empezaran los
vuelos en Reims anunciaron que habían presentado una demanda contra Curtiss y
pensaban hacerlo también contra el resto de los aviadores y fabricantes de
aeronaves que usurparan los derechos que les otorgaban sus patentes, que, según
su interpretación, cubrían prácticamente todos los sistemas de control que la
incipiente industria aeronáutica utilizaba. Los inventores del moderno
aeroplano querían cobrar derechos de uso a todos los fabricantes. Aquella
actitud de los Wright tuvo poco efecto en Europa, pero en los Estados Unidos
contribuyó al estancamiento del desarrollo aeronáutico que se produjo hasta que
el país decidió intervenir en el conflicto bélico europeo.
La
realidad fue que un año después de que los Wright asombraran al mundo con sus
vuelos, la aeronáutica francesa volvió a retomar el liderazgo. En 1909, el
Ejército francés adquirió cinco aviones, 2 Farman, 2 Wright y 1 Blériot, para
efectuar ensayos.
En
octubre de 1910 todos los aviones militares franceses se pusieron bajo las
órdenes del General Roques, en la unidad de Inspección Aeronáutica Militar y
ese mismo año se efectuaron pruebas con distintos aviones en la región de
Picardy. El Ejército tomó la decisión de comprar 20 Farman y 20 Blériot. Fue el
primer pedido de material aeronáutico de cierta importancia en todo el mundo.
Aunque
los aspectos comerciales de la industria aeronáutica estaban sin desarrollar,
los conceptos técnicos relacionados con el vuelo habían progresado notablemente
durante los últimos años.
Su
primer avión
Fokker
vivía en un mundo apartado de los centros en donde la aeronáutica evolucionaba
con mayor rapidez y, aunque seguía con interés las noticias del sector, se
había formado sus propias ideas sin haber tenido la oportunidad de
contrastarlas con otras personas realmente competentes en la materia. Cuando
llegó a un acuerdo con el Teniente von Daum, para fabricar el avión, el
holandés decidió poner en práctica sus ideas, que en algunos aspectos eran algo
descabelladas.
El
joven Tony pensaba que si los pájaros no tenían en la cola timones verticales,
su avión tampoco los necesitaba. Concibió un aeroplano estable, sin mecanismo
de torsión asimétrica de las alas, ni alerones. Los planos sustentadores los
dispuso hacia atrás, en delta, inclinados hacia arriba para formar un acusado
diedro, que, junto con la posición del centro de gravedad, elevada, harían que
el vuelo del aparato fuera naturalmente estable.
Quizá
Anthony Fokker había leído en algunos artículos que las máquinas de los Wright
eran muy inestables y que los pilotos debían corregir con los mandos, en todo
momento, las desviaciones del aparato para mantener el vuelo. Esa inestabilidad
las hacía muy peligrosas. Desde del accidente de Orville, que le costó la vida
a su acompañante, el Teniente Selfridge, en uno de los vuelos de demostración,
en Fort Myer, en 1908, la inestabilidad inherente al diseño de los Wright había
sido motivo de discusiones en los círculos aeronáuticos.
Sin
embargo, Fokker eligió mal su modelo, porque, si bien los pájaros no utilizan
timones verticales, el vuelo que ejercen es mucho más inestable que el de
cualquier aeroplano. Los pájaros adaptan en todo momento la forma de su cuerpo
a las necesidades del vuelo, con un ejercicio permanente del sistema de control
que maneja su cerebro. Cuando Anthony empezó con las primeras pruebas, en
seguida comprendió que necesitaba un timón vertical y un estabilizador en la
cola, pero insistió en prescindir de alerones y mecanismos de torsión.
A
finales de 1910 tuvo que interrumpir los ensayos con el aeroplano porque se vio
afectado por una neumonía y regresó a Haarlem para curarse y pasar las
Navidades.
Mientras
Fokker celebraba las fiestas de fin de año, von Daum aprovechó su ausencia para
volar el extraño avión que su socio estaba construyendo. El vuelo del Teniente
finalizó al pie de un gran manzano, el único de la contornada, y cuando Tony
regresó a Baden Baden se encontró con los restos del accidente. Tuvo que reconstruir
el avión lo que no le llevaría mucho tiempo. Del hangar surgió un extraño
monoplano, con montantes y riostras, una hélice tractora en el morro, dos
plazas, un timón vertical de forma triangular en la cola, dos ruedas debajo de
las alas y un patín en la cola para el aterrizaje y despegue, y no contaba con
ningún mecanismo de control lateral distinto al timón vertical de cola, aunque
sí tuvo que montar un sistema para poder virar en los carreteos. De Baden Baden
se trasladaron a Maguncia, donde el campo de vuelo era más grande.
Con
aquél aparato, Fokker empezó a correr por la pista y dar pequeños saltos que
fue alargando hasta lograr vuelos cortos de unos 500 metros. Era la distancia
máxima que podía saltar en aquel terreno si quería estar seguro de no salirse
del llano, como le había ocurrido a Büchner en Wiesbaden durante el aterrizaje.
El 5 de
mayo de 1911 fue una fecha histórica para Anthony Fokker. Ese día decidió
probar su sistema de control lateral en vuelo para lo que después de ascender a
unos 15 o 20 metros continuó volando sobre el campo, con la idea de virar a la
izquierda. Durante un rato dudó si era capaz de hacerlo y entonces se acordó
otra vez de Büchner y de lo peligroso que era intentar un aterrizaje cuando
tenía pocos metros de terreno llano en el morro. Giró el timón ligeramente,
inclinó el cuerpo y su aeronave le obedeció con docilidad hasta completar media
circunferencia con lo que tomó el rumbo inverso al que traía. Mantuvo ese rumbo
y volvió a efectuar otra media circunferencia para sobrevolar el campo. Repitió
aquella maniobra tres veces, con seguridad, mientras veía abajo las figuras de
su socio y otras personas que lo contemplaban, muy sorprendidas de lo que
ocurría en el cielo con aquel extraño artefacto. Aterrizó sin ningún problema.
Su avión volaba.
El 16
de mayo, Tony obtuvo su licencia de piloto en el aeroclub de Maguncia después
de pasar el examen práctico con su avión, en el que tuvo que realizar varias
veces un ocho y aterrizar en un lugar señalizado. Había tardado diez días en
aprender a volar con un avión que había construido el mismo, hacía diez días.
El
socio de Fokker insistió en que quería aprender a volar como Tony. Fokker
sintió pavor porque vio en peligro la integridad de aquella máquina que ya tuvo
que reconstruir una vez, con la que había aprendido a volar, y en la que tenía
puestas todas sus esperanzas como futuro profesional de la aviación. Sin
embargo, no podía oponerse, su socio tenía el legítimo derecho a volar, igual
que él.
Para
sorpresa suya, von Daum no empezó mal, dando los saltos iniciales con bastante
soltura. Pero un día sucedió lo que Anthony tanto se temía y el Teniente volvió
a encontrarse con un árbol que lo atrajo de un modo irresistible. El piloto
sufrió algunas contusiones y le quedó un dolor en la espalda, lo que haría que
desistiese para siempre de seguir volando. Tony aplaudió el gesto y le dijo que
a su edad los golpes podían acarrearle problemas muy serios y que sus reflejos
quizá estuvieran ya algo perjudicados. Von Daum y Fokker negociaron un precio
razonable por la transacción del aparato, otra vez dañado, y Anthony se quedó
con el avión. Tuvo que contar con la ayuda de su padre que le prestó 1200
marcos.
Después
de reparar el aeroplano, Fokker reanudó su campaña de vuelos que no pasó desapercibida
para los residentes de la contornada, una zona en la que vivía una extensa
comunidad de acaudalados hombres de negocios. Mucha gente de Wiesbaden acudía
al aeropuerto de Maguncia para ver el aparato de Fokker y charlar con su dueño.
La fama de Anthony se fue extendiendo y pronto llegó a su ciudad, Haarlem.
Una de
las jornadas más felices de la existencia de Anthony Fokker, fue el día que
voló en Haarlem, delante de su padre, sus familiares y amigos y todos aquellos
profesores que nunca pudieron sacar ningún provecho de él, tal y como anticipó
su padre al poco tiempo de instalarse con su familia en aquella ciudad. Al fin,
Tony servía para algo, y el viejo Herman se sintió feliz con el triunfo de su
hijo, aunque el vuelo no le pareciese el mejor oficio para el chico.
En
Haarlem, Anthony volvió a encontrarse con Fritz Cremer y su amigo le dijo que
quería que le construyese un avión como el suyo. La relación que Fokker
mantendría con Cremer duraría el resto de su vida.
Cuando
Fokker voló en Haarlem, delante de sus paisanos, en 1911, tenía 21 años y ya
sabía lo que deseaba hacer con su vida: construir y pilotar aviones.
Fuente:
https://elsecretodelospajaros.net