El
primer accidente de la historia de la aviación se produjo en Fort Myer,
Washington, cuando uno de los inventores del aeroplano moderno, Orville Wright,
efectuaba los primeros vuelos públicos en los Estados Unidos para demostrar al
Gobierno de su país que la aeronave que le acababan de vender cumplía con los
requisitos estipulados. Orville debía probar que el aparato era capaz de
transportar un pasajero para lo que tuvo que volar con otras personas. Una de
ellas fue el Teniente Tom Selfridge, con quién realizó un corto vuelo el 17 de
septiembre de 1908. A Orville le costó despegar y cuando describía un círculo
sobre el aeródromo, a una altura de unos 30 metros, escuchó algunos golpes
secos y perdió el control del avión. Cayó en picado. Selfridge murió en el
accidente y a Orville le quedaron secuelas durante el resto de su vida. Daba la
casualidad que Selfridge había trabajado con Graham Bell en el desarrollo de un
aeroplano y los Wright opinaban que les habían plagiado los sistemas de
control. A Orville le desagradaba la idea de volar con Selfridge y su hermano
Wilbur, que entonces se encontraba en Europa haciendo también vuelos de
demostración, enseguida pensó que el accidente se debió a que Orville, en
circunstancias de incomodidad personal, no habría sido capaz de mantener el
nivel de concentración necesario para el vuelo. En realidad no fue así, sino
que el problema lo originó, al romperse, una hélice defectuosa. Pero resulta
muy ilustrativo que Wilbur enseguida relacionara el accidente con una causa
que, muchos años más tarde, los expertos en seguridad aérea la catalogarían en
el apartado de factores humanos, un capítulo que, con el tiempo, fue el que acumularía
la mayor parte de accidentes aéreos.
Durante
muchos años los aviones fueron medios de transporte poco seguros. Al principio
eran pequeños y se construían de madera y tela. Cuando se estrellaban su
estructura, flexible, se rompía en múltiples pedazos y era capaz de absorber
gran cantidad de energía, lo que amortiguaba el golpe y aminoraba el daño que
sufrían los pilotos.
El
francés Louis Blériot y muchos de sus colegas franceses se distinguieron por su
habilidad para salir ilesos de múltiples accidentes. A pesar de todo, la lista
de pilotos que perdieron la vida durante aquellos años es muy larga.
Conforme
los aviones de madera crecieron de tamaño y su velocidad se incrementó los
accidentes aéreos pasaron a ocupar la primera página de los periódicos. Uno de
los más famosos de los primeros años de la aviación comercial fue el que
ocurrió con un avión de la TWA, el 31 de marzo de 1931, cerca de Bazaar,
Kansas. Perecieron todos los ocupantes y la noticia se difundió con rapidez
porque una de las víctimas fue el famoso entrenador del equipo de fútbol de la
Universidad de Notre Dame: Knute Rockne. Hasta el mismo presidente de los Estados
Unidos, Herbert Hoover, declaró que la muerte del entrenador era una pérdida
nacional.
El
avión era un Fokker F.10A, de madera laminada, un material susceptible de verse
afectado por los efectos nocivos de la humedad. Aquel accidente aceleró la
introducción de las aleaciones de aluminio con que ya empezaban a construirse
las nuevas aeronaves y supuso el fin de los aviones vegetales. Donald Douglas
demostró que los aviones con dos motores eran más seguros que los que llevaban
tres. En la segunda mitad de la década de 1930 los grandes trimotores de
Fokker, Ford y Junkers, dieron paso a aviones metálicos con dos motores como el
Douglas DC-3.
Después
de la II Guerra Mundial, el transporte aéreo comercial empezó a crecer con
rapidez en todo el mundo y los aviones de hélice se sustituyeron por reactores.
El primer vuelo de un reactor comercial lo hizo el 2 de mayo de 1952, un Comet
bautizado con el nombre de Yoke Peter de la aerolínea británica BOAC, fabricado
por De Havilland, que despegó en Londres y después de efectuar cinco escalas
aterrizó en Johannesburgo. Aquel año, unas 30.000 personas volaron en reactores
de la BOAC, entre ellas la reina Isabel y la princesa Margarita del Reino
Unido.
Una
nueva época había nacido para la aviación comercial y el fabricante británico
De Havilland asumió el liderazgo industrial. Sin embargo, dos años más tarde,
el 8 de abril de 1954, el Yoke Peter se deshizo en miles de pedazos cuando
sobrevolaba la isla de Elba, después de despegar de Roma. Los 21 ocupantes del
avión murieron.
De
Havilland detuvo la fabricación del Comet y la BOAC los dejó en tierra. Los
expertos centraron la investigación del accidente en los efectos que sobre la
estructura del avión producen los ciclos de presurización y despresurización de
la cabina. Cuando la cabina en la que se realizaban los ensayos alcanzó 3057
ciclos, el 24 de junio, se abrió una grieta en el fuselaje desde la esquina de
una ventanilla.
De
Havilland tuvo que introducir modificaciones en la estructura del Comet, hacer
las ventanillas redondas en vez de rectangulares y efectuar los
correspondientes ensayos antes de que a estos aviones la autoridad aeronáutica
les otorgara el correspondiente certificado. Boeing con el B 707 y Douglas con
su DC-8 tomaron la delantera y De Havilland se limitó a pasar a la historia
como el primer fabricante de aviones de pasajeros a reacción y no tuvo ningún
éxito comercial. La industria acumuló una gran cantidad de información acerca
del efecto de los ciclos de presurización sobre la estructura de las aeronaves
y las inspecciones y actuaciones necesarias para evitar el crecimiento de las
grietas.
Los
efectos de la compresión y descompresión de la cabina sobre la estructura de
las aeronaves continuaron causando problemas a la aviación comercial durante
bastantes años. Uno de los accidentes más insólitos que alguien pueda imaginar
se produjo el 28 de abril de 1988 en un Boeing 737, de la compañía Aloha, que
volaba de la isla de Ilo a Honolulú, en Hawái.
El
piloto acababa de estabilizar la aeronave a 21.000 pies cuando los pasajeros de
las primeras filas contemplaron atónitos cómo un trozo del techo de la parte
izquierda se desprendió. La descompresión succionó a una de las azafatas y
desencadenó un torbellino de papeles y objetos revueltos al tiempo que saltaban
las máscaras de oxígeno. El comandante se percató de que a sus espaldas había
desaparecido la puerta de la cabina y arriba se divisaba un extraño cielo azul.
Mientras
la abertura continuaba succionando toda clase de enseres y más trozos del
fuselaje a la vez que se agrandaba, el comandante realizó un fuerte picado para
perder altura y efectuó un aterrizaje de emergencia en el aeropuerto de Maui
donde fueron atendidos sesenta y cinco heridos. No hubo que lamentar más
víctimas mortales que la de la azafata. La investigación del accidente
determinó que la causa fue análoga a la que más de treinta años antes había
afectado a los Comet: grietas producidas por lo que se conoce como “fatiga del
metal”. El desgraciado final de este avión hizo que se mejorasen los
procedimientos de mantenimiento para la detección temprana de este tipo de
grietas.
Los
accidentes de los Comet no ayudaron a evitar que la gente continuara con la
idea de que volar era una actividad peligrosa, sobre todo en condiciones
meteorológicas adversas y que los motores de las aeronaves se estropeaban con
mucha frecuencia, pero que dos aviones podían colisionar en el aire no parecía
preocuparle a nadie. El 30 de junio de 1956 ocurrió algo que haría cambiar de
opinión a la mayoría de las personas. Ese día el Lockheed Super Constellation
del vuelo TWA 2 despegó de Los Ángeles con destino a Kansas City pocos minutos
antes de que lo hiciera el Douglas DC-7 de United Airlines, del vuelo 718, que
se dirigía a Chicago. Noventa minutos después los dos aviones sobrevolaban el Cañón
del Colorado a 21.000 pies de altitud en el interior de una nube. El piloto de
United vio al Super Constellation e intentó esquivarlo, pero su ala izquierda
golpeó la cola del avión de TWA. Ambos perdieron el control y los 128 pasajeros
y tripulantes que ocupaban las aeronaves murieron en el accidente. El desastre
conmocionó a la opinión pública estadounidense porque se extendió la creencia
de que se habría evitado con un sistema de control de tráfico aéreo en tierra
más eficiente.
El
debate propició la creación de la Federal Aviation Agency en 1958 (FAA, más
tarde reemplazada por la Federal Administration Agency), a la que el gobierno
norteamericano confirió la autoridad necesaria para gestionar el espacio aéreo
y recibió más de doscientos millones de dólares con el fin de que desplegara
equipos de radar y comunicaciones en todo el país.
El
accidente de junio de 1956 sobre el Cañón del Colorado, extendió a nivel global
la convicción de que la seguridad de la navegación aérea exigía la creación de
una autoridad aeronáutica civil, así como de organismos competentes y
especializados en la gestión del tráfico aéreo y el establecimiento de normas y
procedimientos operativos, junto con la instalación de equipos de ayuda al
control del tráfico y la navegación aérea, a nivel nacional. Casi todos los
países en los que la aviación comercial empezaba a tomar cierta importancia
abordaron programas para gestionar sus espacios aéreos.
El 31
de agosto de 1986 un pequeño avión privado colisionó en el aire con un DC-9 de
la aerolínea Aeroméxico en el área terminal de Los Ángeles. El accidente causó
la muerte de 82 personas. A partir de entonces, las autoridades aeronáuticas
obligaron a que los aviones pequeños también estuvieran equipados con
transpondedores que facilitasen su identificación a los controladores y se
introdujo un sistema a bordo de las aeronaves comerciales, independiente del
control de tierra, denominado Traffic Alert and Collision Avoidance System
(TCAS), para evitar las colisiones entre aviones en el aire.
Los
sistemas de control de tráfico aéreo y el TCAS permitieron reducir
drásticamente las colisiones de aeronaves en vuelo, aunque no desaparecieron
por completo. El accidente más trágico de la historia de la aviación motivado
por un choque de aviones en el aire, en el que murieron 349 personas, lo
protagonizaron, en 1996, un avión de Kazakhstan Airlines y otro de Saudi
Arabian Airlines en Charkhi Dadri.
En la
tripulación del avión kazakhstaní únicamente el radio era capaz de comunicarse
en inglés y ni siquiera disponía de un panel de instrumentos, sino que
observaba los de los pilotos por encima de sus hombros. Con turbulencia y en un
banco de nubes, el avión descendió mil pies por debajo de la altitud asignada
por los controladores, de 15.000 pies. Los problemas de comunicación de la
aeronave con el centro de control y entre sus tripulantes fueron las
principales causas del accidente.
Muchos
pilotos que se incorporaban a la aviación civil durante las décadas de 1960 y
1970, procedían de las Fuerzas Aéreas. La cultura y el estilo de trabajo en las
cabinas de los aviones se inspiraba en principios de corte militar. En muchas
ocasiones el capitán, o el comandante, actuaba con cierta prepotencia y el
resto de la tripulación no se atrevía a contradecirle y si lo hacía procuraba
no incomodarle. La forma de trabajo en la cabina de vuelo no facilitaba una
comunicación fluida y útil entre sus miembros y del análisis de algunos accidentes,
se llegó a la conclusión de que estas deficiencias habían contribuido a que se
produjera la catástrofe. Quizá, la gota que colmó el vaso fue el accidente del
28 de diciembre de 1978 en Portland, Oregón, en el que la tripulación del
Douglas DC-8 del vuelo de United 173, cuando se aproximaba al aeropuerto con
181 pasajeros a bordo, constató que el tren de aterrizaje no funcionaba
correctamente. El avión se mantuvo en vuelo durante una hora, en un circuito de
espera, para tratar de resolver el problema, pero todo ese tiempo únicamente
sirvió para empeorar las cosas: la aeronave llegó a consumir el combustible de
sus depósitos hasta el punto de verse obligada a iniciar un aterrizaje de
emergencia y se estrelló poco antes de llegar a la cabecera de la pista, al
agotarse el keroseno. Diez personas perdieron la vida.
Los
investigadores llegaron a la conclusión de que la principal causa del accidente
fue la mala comunicación y la pésima coordinación entre los miembros de la
tripulación. El mecánico de a bordo informó sobre la falta de combustible, pero
ni el comandante se percató de las advertencias de su tripulante o no les
otorgó la importancia que tenían, ni el mecánico supo hacerle ver a la
tripulación la trascendencia de sus observaciones.
A
partir de entonces, la NASA impulsó la introducción de otra forma de
relacionarse la tripulación en la cabina basada en la gestión de los recursos
disponibles (Cockpit Resource Management, CRM). La implantación de estos nuevos
conceptos pretendía que el comandante actuara como un líder capaz de obtener lo
mejor de cada uno de los miembros de su equipo y facilitase la comunicación
entre todos ellos. En particular, el comandante debería responsabilizarse de
repartir, entre su tripulación, el trabajo de comprobar el buen funcionamiento
de todos los sistemas y equipos del avión durante el vuelo.
Los
esfuerzos de la aviación comercial para mejorar los aspectos que afectan a la
seguridad del vuelo y están relacionados con factores humanos, han conseguido
que los accidentes de este tipo se reduzcan de forma progresiva. Fallos en la
comunicación entre los tripulantes de cabina o entre las aeronaves y los
centros de control de tráfico aéreo, han sido la causa de los accidentes más
graves de la historia de la aviación. Uno de los peores accidentes de la
historia de la aviación comercial, en el que perdieron la vida 583 personas, se
produjo en el aeropuerto de Los Rodeos (Tenerife Norte) el 27 de marzo de 1977,
al colisionar dos Boeing 747 en la pista de despegue. El siniestro se produjo
porque el comandante del vuelo de KLM intentó despegar sin haber recibido la
pertinente autorización.
El
combustible que lleva un avión de transporte comercial en el momento del
despegue puede suponer un veinticinco por ciento de su peso total. Una carga
altamente inflamable capaz de provocar incendios destructivos. Cualquier fuego
a bordo es muy peligroso.
El 2 de
junio de 1983, a 33.000 pies de altura, del lavabo del DC-9 de Air Canada, que
volaba de Dallas a Toronto, empezó a salir humo negro que en poco tiempo
invadió toda la cabina de pasajeros. El piloto efectuó un aterrizaje de
emergencia en Cincinnati, con humo que apenas le permitía ver el tablero de
instrumentos. Un minuto después de abrir las puertas, una llamarada envolvió la
cabina: 23 pasajeros murieron y 18 pudieron escapar junto con la tripulación.
No se llegó a saber nunca la razón por la que se produjo el incendio. Aquel
accidente hizo que los aviones se equiparan, en lo sucesivo, con detectores de
fuego en los lavabos y extintores automáticos.
A
partir de 1988, todos los aviones comerciales se fabricaron con materiales en
sus interiores más resistentes al fuego. Algunos años más tarde, en 1996, otro
accidente, en este caso de un DC-9 de ValueJet, cerca de Miami, fue el
detonante para que las medidas de prevención de incendios adoptadas en la
cabina se extendieran a las bodegas de carga y se establecieran procedimientos
para el transporte de mercancías peligrosas a bordo de las aeronaves. El avión
transportaba generadores químicos de oxígeno y 110 personas murieron cuando uno
de ellos se activó accidentalmente y desencadenó un incendio en la aeronave.
Ese mismo año de 1996, el 17 de julio, un Boeing 747 de TWA que acababa de
despegar de Nueva York, con 230 personas a bordo, explotó en el aire. No hubo
supervivientes. Una chispa originada por un corto circuito incendió uno de los
tanques de combustible. Este accidente motivó algunos cambios de diseño para
evitar descargas eléctricas cerca de los depósitos y Boeing desarrolló un sistema
para inyectar nitrógeno, un gas inerte, en los tanques de combustible.
A
mediados de la década de 1990 los aviones comerciales empezaron a llevar un
radar en el morro diseñado para detectar turbulencias y cizalladuras
atmosféricas, es decir, abruptas ráfagas descendentes o microrráfagas. El
fenómeno se conocía desde el año 1966, cuando un Boeing 707 de BOAC fue
literalmente destruido en pleno vuelo por una fuerte turbulencia en Gotemba,
una ciudad japonesa ubicada a unos cincuenta kilómetros al norte de Tokio.
Entonces,
los expertos no sabían explicarlo y empezaron a considerar muy seriamente los
efectos de las corrientes de montaña y las cizalladuras. En 1975 el profesor
Tatsuya Fugita, de la universidad de Chicago, dio un paso de gigante en el
esclarecimiento de estos fenómenos al reconstruir, con imágenes de satélite, la
estructura de la nube que derribó al Boeing 727 de la compañía Eastern, cuando
se encontraba a media milla de la cabecera de pista, en Nueva York.
Fugita
caracterizó las microrráfagas: corrientes de aire descendentes muy violentas
que alcanzan velocidades de 145 millas por hora y no se ven, duran entre dos y
tres minutos y chocan contra el suelo en un punto desde donde se reparte el
aire en todas las direcciones.
Sin
embargo, la decisión de dotar a las aeronaves con equipos para detectar estas
turbulencias la aceleró el accidente que sufrió un Lockheed L-1011 de la
aerolínea Delta que se dirigía al aeropuerto de Dallas, el 2 de agosto de 1985.
El avión se desplomó sobre el terreno una milla antes de alcanzar la cabecera
de pista. Una fuerte ráfaga descendente hizo que perdiera velocidad de manera
repentina. De las 163 personas que iban a bordo, 134 perdieron la vida.
Durante
siete años la NASA y la FAA realizaron investigaciones para diseñar equipos de
tierra y a bordo que permitieran detectar las microrráfagas y evitar, en lo
sucesivo, la ocurrencia de accidentes motivados por estos fenómenos
atmosféricos.
En la
década de 1980 Airbus revolucionó el transporte aéreo comercial con su nuevo avión
Airbus A320 que, entre otras muchas innovaciones, incorporaba el sistema de
control que se conoce como fly-by-wire. La verdadera innovación no consistía
tanto en que los movimientos de control del piloto sobre los mandos se
transmitieran a los planos aerodinámicos a través de señales eléctricas, sino
que el ordenador de a bordo las interpretara y no permitiese que el piloto
efectuase maniobras que, según el fabricante, situaban a la aeronave en unas
condiciones de vuelo que no garantizaban su integridad.
La
frontera entre lo que puede y no puede soportar un avión no tiene unos límites
tan precisos y en circunstancias críticas, quizá el juicio del piloto resulte
más oportuno que el del ordenador, un razonamiento que ha dado pie a muchos
debates públicos.
El
inicio de estas discusiones quizá se produjo cuando el 26 de junio de 1988, uno
de los primeros aviones A320 de Airbus se desplomó cerca del aeropuerto de
Habsheim en Mulhouse, mientras realizaba un vuelo de demostración a baja
altura, con 136 personas a bordo. Afortunadamente, tan solo tres personas
fallecieron en aquel accidente. El debate de si el accidente se podía haber
evitado con un avión en el que el piloto hubiese tenido la posibilidad de
incrementar un poco más el ángulo de ataque, o si, en ese hipotético avión, las
consecuencias hubieran sido mucho peores porque el aparato en vez de
arrastrarse sobre las copas de los árboles se habría desplomado al entrar en
pérdida, estuvo en boca de muchos expertos. Sin embargo, los investigadores del
accidente obviaron este debate y la mayoría de las recomendaciones que hicieron
poco tuvo que ver con el avión y mucho con la conveniencia de preparar con
mayor rigor los vuelos de demostración.
Uno de
los accidentes aéreos que ha causado mayor estupor en la opinión pública fue el
del Boeing 777 del vuelo MH370 de Malasya Airlines del 8 de marzo de 2014. La
aeronave, que volaba de Kuala Lumpur a Beijing, desapareció de los radares y
presumiblemente se dirigió hacia el sur con 239 personas a bordo, hasta que agotó
el combustible y cayó al mar. Todo son especulaciones ya que el avión no se ha
podido encontrar. Este accidente hizo que la Organización de Aviación Civil
Internacional (OACI) diese el mandato a las aerolíneas de que las aeronaves se
equipasen con medios para notificar, de forma automática, su posición a los
sistemas de control de tierra en todos los tramos del vuelo. De otra parte, los
fabricantes de aeronaves empezaron a desarrollar cajas negras que se eyectan si
el aparato se sumerge en el agua.
La cuestión
de la gestión automatizada del vuelo resucitaría con fuerza años más tarde a
raíz de otro accidente. El 1 de junio de 2009, el Airbus A330-300 de Air France
que volaba de Río de Janeiro a París penetró un área tormentosa. A 38.000 pies
de altitud el avión entró en pérdida y cayó al océano. De la aeronave
aparecieron algunos restos, pero las 228 personas que iban a bordo
desaparecieron.
Tuvieron
que transcurrir dos años antes de que se rescataran los restos de las víctimas,
parte del avión y las cajas negras. Los investigadores concluyeron que el hielo
que se formó en los tubos de Pitot averió los instrumentos, lo que a su vez
desencadenó una serie de fallos en el sistema de navegación, también que los
pilotos no fueron capaces de recuperar el control de la aeronave debido a su
excesiva confianza en los sistemas de navegación automática y que su falta de
práctica en el vuelo manual les impidió resolver la situación. En los aviones
comerciales modernos las tripulaciones están habituadas a navegar con pilotos
automáticos y para que la aeronave cambie de nivel de vuelo o el rumbo, les
basta con girar unos botones. Este accidente puso de manifiesto la necesidad de
que los programas de entrenamiento de las tripulaciones otorgaran mayor
importancia al vuelo manual.
Cada
vez más, los ordenadores de a bordo o sistemas automáticos actúan también sobre
los planos aerodinámicos de control del avión sin que el piloto lo advierta, a
veces para mejorar el confort de los pasajeros, pero también por otras razones
que luego explicaré.
Los
accidentes de los vuelos de United 585 y USAir 427, en 1991 y 1994
respectivamente, abrieron una larga investigación que enfrentaría a los
principales protagonistas del sistema de transporte aéreo en los Estados
Unidos. En ambos casos la aeronave era un Boeing 737 que perdió el control
cayendo a tierra cuando se aproximaba al aeropuerto causando la muerte de todos
sus ocupantes: 25 en el avión de United y 132 en el de USAir.
Tras
una polémica, ardua y costosa investigación, la FAA estableció una conexión
entre los dos accidentes y el 13 de septiembre de 2000 hizo público que Boeing
debería rediseñar el sistema de control del timón de dirección del B-737 e
incorporar los cambios en los 3.400 aparatos de este modelo que operaban en las
líneas aéreas de todo el mundo. El coste de la operación se estimó en unos 200
millones de dólares. Boeing negó que el programa pretendiese remediar un
problema que afectaba a la seguridad; aquellas actuaciones las consideró como
mejoras. Sin embargo, muchos expertos opinan que el fallo del amortiguador de
guiñada —un sistema que actúa sobre el timón de dirección para corregir, sin
que el piloto intervenga, un molesto balanceo (balanceo del holandés) que se
induce cuando el avión gira ligeramente sobre su eje vertical— fue el principal
causante del accidente.
Si los
supuestos fallos de los mecanismos automáticos de corrección del llamado
balanceo holandés originaron los accidentes de los vuelos de United 585 y USAir
427, la intervención de otro sistema automático de control en el Boeing 737
MAX, denominado MACS (Maneuvering Characteristics Augmentation System) para
ajustar el ángulo de ataque en determinadas situaciones, dio pie a que se
produjeran dos trágicos accidentes en 2018 y 2019, cuyas consecuencias no se
han limitado a introducir modificaciones en los equipos, sino también en el
modo de certificarlos y el estilo de dirección del fabricante Boeing.
Todo
empezó el 29 de octubre de 2018 cuando un Boeing 737 MAX de Lion Air, en
Yakarta, se precipitó al mar y sus 189 ocupantes perdieron la vida. Pocos meses
después, el 10 de marzo de 2019, otro Boeing 737 MAX de Ethiopian cayó a tierra
nada más despegar de Adís Abeba causando la muerte de las 157 personas que iban
a bordo.
Todo
apuntaba a que los pilotos no pudieron impedir que el avión saliera de un
indeseable picado, a pesar de los esfuerzos que hicieron para conseguirlo.
Pronto se llegó a la conclusión de que la avería del sensor del ángulo de
ataque del avión que lee el MACS tenía mucho que ver con el accidente. El MACS
solamente actúa en vuelo manual y con los flaps fuera, por lo que la pregunta
que cualquiera puede hacerse es ¿por qué es necesario el MACS? Resulta que, en
esas condiciones de vuelo, con elevados ángulos de ataque, debido al tamaño y
posición del motor, el MAX se comportaría de forma distinta a sus parientes de
la familia de aviones 737 de Boeing. Con el MACS pasa a ser uno más de ellos,
porque este sistema, de forma automática, reajusta la fuerza en los mandos para
que así sea y nivela los planos de control para corregir el ángulo de ataque.
La
intervención de sistemas automáticos en el control del avión, superponiendo sus
actuaciones sobre las del piloto, por supuestos motivos de seguridad, confort e
incluso comerciales, ha complicado la determinación de las causas de algunos
accidentes. La complejidad de estos análisis hace que de ellos se deriven
conclusiones que van más allá de la necesidad de mejorar o cambiar el diseño de
algunos equipos o la comunicación y el entrenamiento de las tripulaciones, sino
que afectan a los procesos que sigue la autoridad aeronáutica para la
certificación y hasta la cultura empresarial de los fabricantes. En el caso del
MCAS, tanto la FAA como Boeing han sido objeto de críticas por la opinión
pública. La primera por excesiva complacencia a la hora de certificar el
sistema y la segunda por anteponer sus intereses comerciales a la seguridad del
vuelo.
Desde
el principio, la aviación comercial ha hecho un uso muy constructivo de los
accidentes, analizando sus causas e introduciendo cambios en el sistema para
que no se repitieran. Las medidas correctivas, con la ayuda de la tecnología,
han permitido que los accidentes aéreos sigan disminuyendo, año tras año, en
términos absolutos y relativos. En poco más de cien años de existencia el modo
de transporte aéreo ha pasado de ser el más inseguro, al más seguro de todos
ellos. Según la National Transportation Safety Board (NTSB) de los Estados
Unidos, la tasa de muertes por cada 100 millones de millas viajadas es de 0,01
para la aviación, muy inferior a la del ferrocarril: 0,04.
Fuente:
https://elsecretodelospajaros.net